Herida abierta
De vez en cuando sobreviene una herida que te deja paralizado en tu camino. Te sientes sacudido, ultrajado. Reaccionas ardiendo en ira o te quedas frío, desconcertado. Lo último que se te ocurre es volverte contra el que te ha herido. Piensas que es imposible olvidar la herida, dejar de sentir indignación. Quizá llegas a pensar que sería un error el perdonar. Lo que te han hecho clama al cielo.
Si me gustaría que vosotros dos tuvierais un momento para meditar sobre ese roce que habéis mantenido estos días. El tirar toalla y el montar un puente de plata a quién pide la salida no es de cristiano. El cristianismo tiene las mejores respuestas para estos casos. Perdonar hasta setenta veces siete, dice el texto evangélico. Y eso resulta difícil de practicar, quien lo duda. Pero es obvio que la una exigencia tan grande de perdonar, no anula las objetivas exigencias de la justicia. No hay justicia sin perdón, ni perdón sin misericordia. El perdón no elimina ni disminuye la exigencia de la reparación. Repito: el perdón con el esfuerzo por olvidar es la forma más alta de amor gratuito. No hay otra más elevada. Es la gran salida. Merced al perdón se deshacen los nudos. Llegar a adquirir la cultura del perdón es estar cerca de una de las puertas de entrada del castillo de la felicidad. Perdonar es borrar la culpa recibida, olvidarla porque el tiempo cura todas las heridas y renunciar a devolver un castigo proporcional. La misericordia es superior a la justicia.
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