Fuente: Informaciones, Suplemento del Sábado, 31 de Julio de 1954, páginas 1 y 2.


La muerte de Charles Maurras


El canónigo Cormier relata los últimos días del gran escritor inicuamente perseguido



Recibió con profunda devoción y perfecta lucidez mental los últimos Sacramentos




El canónigo Cormier, de la diócesis de Tours, ha sido galardonado por la Academia francesa con el Premio Ferrieres, «destinado a recompensar una de las más útiles obras desde el punto de vista literario, moral y cristiano». La obra que le ha valido el premio es un librillo de apenas ochenta páginas, dedicado a su obispo, Mgs. Gaillard, como testimonio del cumplimiento de una misión que le había confiado. No deja de chocar esta decisión de los «inmortales» en estos tiempos de la IV República. Mas sorprenderá saber que el autor lo escribió sin otro propósito que el de vindicar el buen nombre de Maurras, víctima de un proceso inicuo, encaminado a infamar su memoria, y del odio que aun en la tumba le persigue y trata de ocultar las bellísimas circunstancias de su cristiana muerte.

El canónigo señor Cormier, aun antes de que llegara Maurras desde la cárcel a la clínica de Tours, en que pasó los últimos meses de su vida, recibió el encargo de su obispo de acercarse al ilustre perseguido con el fin de procurar la salvación de su alma. No era fácil conseguirlo, habida cuenta de que, perdida la fe desde su primera juventud, aun lleno de admiración hacia la Iglesia, ni aun después de las pruebas sufridas había conseguido recobrarla. Mucho había de dificultarlo, además, la sordera de que adolecía el insigne escritor. De que se cumplió tan delicada misión da cuenta el librito premiado, cuyo título es: «Mis conversaciones sacerdotales con Carlos Maurras».

Tenía éste en el cielo muy buenos valedores. Santa Teresa del Niño Jesús, de quien le decía al canónigo: «Ha sido mi ángel bueno. Poseo una reliquia de sus huesos que no me abandona nunca. Me la dio la madre Inés (hermana de la santa, hasta el fin de sus días superiora del Carmelo de Lissieux), con quien me he carteado hasta su muerte y cuyas cartas guardo celosamente».


LA BENDICIÓN DE PÍO X

Lo eran también San Pío X y su cristiana madre. «Cuando hizo mi madre su peregrinación a Roma –decía en una de las charlas con el canónigo– fue recibida por Pío X, quien la bendijo y le dijo que me bendecía a mí y que mi obra alcanzaría su fin. Fue largo tiempo un secreto entre ellos dos. No me ha sido revelado hasta después que murió la que había sido confidente de Pío X. La bendición del gran Papa, varias veces renovada, la siento constantemente sobre mí. Cada vez estoy más persuadido de que me ha sostenido en mis luchas y pruebas… Es preciso que le haga una confidencia. Tuve el consuelo de asistir a los últimos momentos de mi madre. Estaba junto a ella, por consiguiente, cuando el sacerdote llegó para administrarle los últimos Sacramentos y asistí a tan conmovedora ceremonia. Comprendí entonces cuánta grandeza y belleza sobrehumanas hay en los Sacramentos de la Iglesia. Cuando todo hubo terminado, mi madre, a la que había visto rezar con gran fervor, volvió hacia mí su rostro iluminado por una fe y una esperanza indecibles y me dijo: “Carlos, tú harás como yo”».

Al llegar a este punto, emocionado, el canónigo le preguntó: «¿Acaso reza usted?». «Sí –me respondió–. Rezo ciertas oraciones. Me gusta mucho la “Dios te salve, María”, pues no he perdido nunca el culto por la Santa Virgen». Es ella, no tiene duda, la mejor valedora que podía tener.


CONSERVABA TODO EL VIGOR INTELECTUAL

Al fin de la charla de este día ocurrió lo que sigue: «Le comprometí –dice el canónigo– a continuar rezando, sin resistir tales impulsos por objeciones y razonamientos. Antes de dejarle en este día, después de una charla de dos horas, quise, para subrayar la importancia que yo le daba, concluirla con un acto significativo. Durante toda ella tuve entre mis manos el rosario, sin que Maurras lo notara. De pronto sentí la inspiración de regalárselo, rogándole que lo conservara y lo rezara algunas veces. Muy emocionado por mi acción, se levantó y, acercándoseme, me abrazó, y yo tracé una cruz en su frente. Esta bendición desde entonces formó parte del ceremonial de mis visitas. A este propósito me dijo un día, ante Jorge Calzant: “Cuando era niño no me agradaban las caricias de ciertas personas. Para borrarlas frotaba enérgicamente mis mejillas, pero vuestra bendición me guardaré muy mucho de borrarla”».

Maurras no resistía la acción de la gracia. Ante ella reaccionaba como un niño confiado y dócil. Y no se crea que obraba como un viejo cansado y manejable. Conservaba todo el vigor intelectual, la fuerza razonadora y la acometividad en él características. En la clínica seguía trabajando con el afán de siempre; bien sabido lo tienen los lectores de «Aspects de la France» y quienes recuerdan, por ejemplo, su famosa carta a Auriol, que dio lugar a una tempestuosa sesión del Congreso. Muy atinadamente observa el canónigo: «Después de veintiséis años, hasta encontrarme delante de este hombre, no había llegado a comprender la fuerza sobrenatural del misterioso poder del sacerdocio». No había sido un ateo, ni un sectario, ni un anticlerical. Admiraba a la Iglesia y la había prestado grandes servicios. Le dolía no llegar a creer. En su boca pone el canónigo lo que sigue: «Tengo los mayores deseos de creer. Yo daría todo para conseguirlo. Tuve por madre a una santa y he sido educado en un colegio católico por maestros cuyo recuerdo venero; entre ellos, Mgr. Penon, que fue un padre para mí. Luego he tenido la desgracia de perder la fe. Pero no soy un ateo. Jamás lo he sido». «Le interrumpí –continúa diciendo Cormier– para plantearle la siguiente cuestión: ¿Ha renegado usted de la fe de su bautismo?». «No, jamás». «Entonces, ¿antes que negar ha dudado?». «Exacto. En mi juventud he escrito en algunos de mis libros cosas que, con razón, han herido la delicadeza de la fe de mis amigos católicos, pero lo lamento sinceramente y no podría ahora volver a escribir aquello. Era la locura de la juventud. Además, en la reedición de mis libros he suprimido o corregido los pasajes en cuestión. ¿Por qué se me juzga siempre por estos pecados de juventud? No creo que ninguno de mis escritos haya hecho perder la fe a nadie. Muy al contrario, hay quienes espontáneamente han reconocido haber encontrado en ellos, por sí mismos, razones para creer. Podría citar nombres, incluso de significadas familias protestantes, de pastores muy conocidos».


SE APROXIMA EL FIN

Con motivo de la fiesta de Todos los Santos se decide el canónigo a dar un toque decisivo. Le escribe, diciéndole: «Hoy le escribo con la inquietud en que estoy, desde hace algún tiempo, acerca de su salud, que a quienes le cuidan ofrece alarmas que no debo ocultaros. Creería faltar a mi deber sacerdotal, en efecto, y a la confianza que se dignó usted testimoniarme si no le decía la verdad. La ama usted demasiado para no comprender mis escrúpulos…». Consulta su carta con Francisco Daudet, médico, como es sabido, quien le apremia a prevenir a Maurras de la gravedad de su estado y a prepararle para la muerte. Maurras le esperaba la víspera de la fiesta. El enfermo por primera vez le recibía en la cama; en cuanto le vio le dijo: «“Le doy muchísimas gracias por su carta. Me ha sorprendido, pues no me creía tan enfermo. He podido trabajar hasta ahora sin gran esfuerzo y esperaba poder seguir todavía durante algún tiempo. ¿Cree usted que verdaderamente el fin se aproxima?”. “Creo –le dije– que es tiempo de prepararse”. Leída mi respuesta (no se olvide la sordera del enfermo), guardó silencio algunos instantes y repuso: “He reflexionado mucho respecto a lo que usted me ha escrito. Todo ello es muy grave para mí y un poco inesperado. Todavía necesito reflexionar”.

»Me atreví a ponerle la cuestión principal: “Si empeorara usted, ¿aceptaría recibir los últimos Sacramentos?”. La respuesta vino inmediatamente, firmemente articulada: “Sí, ciertamente. Éste es mi deseo”. Y añadió: “Ya he recibido una vez la Extremaunción, hace unos quince años, pero yacía en el coma. No tuve conciencia de nada y los amigos me dijeron que había recibido dicho Sacramento. Esta vez deseo que se me administre con pleno conocimiento, pues quiero que todo se haga con lealtad y con honor. No ha de acabarse la vida con una superchería. Por esto necesito aún de algunos días”.

»Decía estas palabras con tal firmeza, advertían una decisión tan irrevocable, que cuidé mucho de no insistir.

»– ¡Piense usted en sus muertos mañana y el lunes! –le dije simplemente.

»– Pienso en ellos con gran frecuencia y tengo firme esperanza de volverlos a ver. Toda mi vida he sido hombre de esperanza. Para mis muertos he esperado, deseado la felicidad de otra vida; para mi país no he dejado de esperar la restauración y la salvación; ahora tan sólo para mí espero. He trabajado mucho por Francia, por este hermoso país, de quien todo lo he recibido. Hubiera deseado vivir aún algún tiempo para continuar sirviéndola, para verla salir de las ruinas y entrar en su orden monárquico y católico, encontrar de nuevo sus tradiciones. Toda mi vida he luchado y lucharé aún por este tesoro de bellezas, de sabiduría y de santidad. Sé que no habré trabajado en vano. Si he podido devolver a algunos franceses el orgullo de su tradición, no he perdido mi tiempo. Mi obra pleiteará ante Dios, que me juzgará. También yo he tenido mi misión y he vivido por ella.

»Escuchaba yo con viva emoción a este viejo expresarse con tanta nobleza y sencillez. Lo que me decía me parecía como su testamento espiritual y por primera vez comprendía plenamente el sentido profundo de una tan larga vida de trabajo, de incesantes luchas y pruebas tan dignamente soportadas. Tomé la mano que descansaba cerca de mí, en la cama, la que había sostenido la pluma como una espada de fuego, y que ahora, sin fuerza, se abandonaba. Lentamente puse en ella mis labios.

»Maurras se sobresaltó entonces. Retiró vivamente su mano y me dijo con voz trémula de emoción:

»– ¿Qué hace usted, señor canónigo? No soy digno de ello. No soy más que un pobre hombre. Yo debería besar su mano de sacerdote. ¿No es bastante que me haya dado la bendición?

»Brillaban las lágrimas en sus ojos cuando añadió:

»– Su prueba de amistad y de confianza me ayuda a olvidar muchas cosas. Es para mí un perdón y una recompensa».

Llegó el momento y Maurras cuidó de que le avisaran. «Revestido de sobrepelliz y estola –dice el sacerdote–, entré en la habitación de Maurras. Desde que me vio se excusó de la molestia que creía causarme, y añadió:

»– Es hora de que me ayude usted a cumplir lo que he de hacer…

»Al fin de nuestra conversación, que debía ser la última, Maurras juntó las manos, rezó el “Confiteor” y recibió la absolución. Durante la Extremaunción siguió atentamente todas las ceremonias, ofreciéndose a las unciones, particularmente a las de las manos, que él mismo me presentó, una después de la otra.

»Cuando terminó el último rezo, Maurras tomó mi mano con las suyas, la acercó a sus labios y me dijo: “Le doy las gracias por todo lo que usted acaba de darme. Exprésele a monseñor mi gran reconocimiento. Continúe rezando por mí”».

Éste era Maurras y ésta fue su muerte. La cuarta República ha querido hacer de él un infame traidor a su Patria. El canónigo Cormier se ha propuesto dar a conocer su verdadera fisonomía. Y la Academia francesa, con el peso de su indiscutible autoridad, recoge y ampara el auténtico retrato y lo ofrece a Francia y al mundo entero como excelente modelo de auténticas virtudes.



Luis ORTIZ Y ESTRADA