Fuente: Misión, Número 133, 2 de Mayo de 1942, página 10.
El revolucionario D´Ors
Penetró Eugenio D´Ors una mañana de un “exquisito” abril madrileño en el museo del Prado, acompañando a un joven “inteligente”, pero doctrino en materia de arte, con el propósito de hacerle comprender la riqueza pictórica que en él se atesora mediante el orden de una clasificación con arreglo a un criterio estético. Pero al llegar ante el lienzo de “Los fusilamientos”, de Goya, falla el propósito limitado del cicerone, que se siente arrastrado por la “más fuerte”, la “más impura” emoción humana. Conviene advertir que, para el crítico, en este caso, emoción pura quiere decir meramente artística. “¿Qué vemos anecdóticamente en este cuadro? Una ejecución. ¿Qué vemos ideológicamente? Al contrario: una apoteosis, un grito triunfal de la libertad”. Algo más ve Ors en el lienzo en cuestión: “Velludo, casi negro, grotesco y sublime, monigote y arcángel, anónimo e inmortal, este madrileño rebelde es para nosotros la Revolución. No quiero decir la Revolución política únicamente. Ésta es, pero también la otra, la de la cultura, la del arte, la Revolución que el Pasado intenta fusilar y no puede”. Es natural que, por grande que sea el valor de “Los fusilamientos” como obra artística impere por encima de su valor estético la emoción humana de aquella escena de trágico horror. Lo que sorprende y maravilla es que nadie, y menos un literato español que desde hace años viene escribiendo de los más variados temas, personifique en el “madrileño rebelde” a la Revolución, y en los soldados napoleónicos el “Pasado”, y no un pasado cualquiera, sino el pasado con letra mayúscula. Pero eso ha escrito Ors que dijo en su calidad de cicerone; eso ha publicado y eso anda por ahí en libros que sirven o pueden servir de guía. Y ello exige que, cuando se cumple el aniversario de la escena que inspiró a Goya, se restablezcan las cosas en su punto, en desagravio de quienes el 3 de mayo de 1808 murieron fusilados después de un día de duro combatir.
Con el “madrileño rebelde”, en los mismos combates y por la misma causa, murieron Daoíz y Velarde, asesinados por la acción de los mismos fusiles que al madrileño mataron. [Seis] años más tarde, en honor de las víctimas gloriosas, tuvo lugar el traslado de los restos de los heroicos oficiales en un solemne cortejo. El Cuerpo de Artillería preparó la carroza que llevó la urna con los restos de sus compañeros de arma, y, al describirla, el señor Tamarit, artillero de la época, dice: “Los tres grandes objetos, Religión, Patria y Rey cautivo por que espontánea y resueltamente se sacrificaron los heroicos Daoíz y Velarde, primeros adalides de la libertad de España…”. Ahí tiene explicado por un testigo de la época el móvil que llevó a la lucha al “madrileño rebelde”: libertad para la Religión verdadera; libertad para la Patria esclavizada; libertad para el Rey que Napoleón tenía cautivo en Valencey. Tres rotundas afirmaciones que Napoleón había declarado caducas porque pertenecían al Pasado, radicalmente opuestas a los principios de la Revolución que más tarde había de condenar León XIII con el nombre de Derecho Nuevo. De modo que en el cuadro que Goya pintó está la Revolución con mayúscula; es decir, la Revolución genuina en todos sus aspectos: de la ciencia, del arte, de la economía, de la política; la Revolución social, en una palabra, que a todas comprende. Sólo que la Revolución no es el “madrileño rebelde”; éste, en todo caso, es la contrarrevolución; el Pasado, en lenguaje revolucionario; la reacción. La Revolución está personificada en los soldados de Napoleón, muy disciplinados, muy “ordenados” en su actitud enérgica de fusilar a “les brigands”; el porvenir que los “filósofos” querían crear, y [que] Napoleón, con su genio, aseguró al poner orden en el caos horrible en que la Revolución estuvo a punto de perecer. Es decir: lo contrario de lo que Ors escribe para guía de los visitantes del Museo. Goya, pintor, se dejó llevar de la verdad de los hechos, y al servicio de éstos puso los pinceles; el resultado fue la obra maestra que en el Museo se admira. El crítico, arrastrado por sus preocupaciones novecentistas, ha jugado a su arbitrio con la verdad de los hechos; el resultado ha sido una incongruencia. En este caso, la guía no guía, sino que extravía. Y es esto de la mayor importancia para los valores supremos que han de guiar a los hombres; por ejemplo, el patriotismo, que tiene a veces el derecho de exigirnos el sacrificio de la vida. Si el “madrileño rebelde” es la apoteosis de la Revolución, no fue un héroe, sino un imbécil, al pasarse un día luchando contra quienes precisamente nos traían en la punta de las bayonetas aquella Revolución que él quiso. Y somos imbéciles todos los españoles que siempre hemos creído que los héroes del Dos de Mayo lucharon precisamente por todo lo que la Revolución negaba. La verdad es que sería mucho descubrimiento el que hubiera hecho el cicerone de una “dulce” mañanita de un madrileño “abril exquisito”.
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Recuerda el crítico en este pasaje de su obra que en los mismos días en que Napoleón convertía a Europa en campamento de sus legiones Goethe decía que lo mejor es el orden. Ahí está la causa de su extravío. Porque, en una justa apreciación de valores, el orden no está en la cima, aunque sea el orden necesario para que la justa apreciación pueda hacerse. Es la palabra orden en el lenguaje moderno harto equívoca, y en ella pretenden encontrar justificación trascendentales extravíos. Por el orden se nos quería llevar al acatamiento, a la sumisión al poder constituido de la República a cuantos nos apartábamos de él y ayudábamos con todas nuestras fuerzas a quienes preparaban el Glorioso Alzamiento. El primer artículo del primer decreto del poder erigido por los rojos al triunfar en Barcelona creaba el “orden”, y para mantenerlo asesinaron centenares de miles de personas y arruinaron la economía. En el infierno hay orden. No; el orden, aunque lo haya dicho Goethe y nos lo recuerde Ors, no es lo mejor, el valor supremo a que se hayan de sujetar todos los valores. Para que el joven guiado por el crítico pueda comprender el tesoro artístico que el Museo encierra, Ors no encuentra medio más adecuado que clasificar, ordenar. Pero hizo algo más, y más importante, que decirle a su acompañado “hay que ordenar”; le dio, además, la norma ordenadora, y a cuenta de ésta, antes de empezar la ruta, hizo un poco de metafísica. Porque, de lo contrario, pudo ocurrírsele al discípulo tomar por canon el tamaño de los cuadros, con lo que hubiera habido en la visita orden, pero muy poco provecho para la educación artística que se pretendía. El hecho mismo [de] que el orden que se pretende establecer haya de sujetarse a la norma ordenadora demuestra que ésta es mejor que el orden. Dentro del orden artístico que la sensibilidad de Goya plasmó en “Los fusilamientos” hay dos mundos distintos unidos por la trayectoria seguida por las balas que se hincarán en la carne de los patriotas. De un lado la línea de formación de los soldados napoleónicos, que, con su gesto enérgico, parecen empujar las balas que han de salir de las bocas de los fusiles; la recta inflexible de los fusiles que apuntan mientras llega la orden de disparar. Todo en este mundo es indicio de un orden rígidamente mantenido. En el otro, un montón de cadáveres, charcos de sangre, las trágicas y diversas actitudes de los que ofrecen el pecho a las balas.
Esto, no obstante, tan sólo puede desorientar a un observador superficial o a quien tenga ideas equivocadas acerca de los valores supremos a que el orden se ha sujetar si es que no quiere ser desorden. Quien sienta acertadamente esta jerarquía de valores, norma suprema por la que ha de regirse el orden si ha de ser tal, contra todas las apariencias, ve el orden en el mundo de las víctimas y el desorden en la rígida disciplina de quienes empuñan los fusiles.
La Revolución, evidentemente, traía un orden: el orden revolucionario de que hablaba el bando de los rojos de Barcelona, el que quería imponer Napoleón mediante la rígida disciplina y la fuerza de su ejército; pero no era más que un orden aparente y un desorden real, porque, con su guerra a la Iglesia y los principios perniciosos que propugnaba, no sólo no facilitaba, sino que estorbaba el fin esencial del hombre, que es gozar de Dios en la Gloria. Y tampoco era un orden humano el de Napoleón, porque pretendía sujetar a España a su capricho, violando su ser natural que, como nación, ha de gozar de independencia; porque faltaba a la justicia al violar el derecho que el rey cautivo tenía a ocupar el trono de sus mayores, y el que los españoles tenían a ser regidos por él en la independencia propia de las naciones. Por donde el orden estaba en quienes se levantaron contra Napoleón, precisamente para restablecerlo restaurando a la Religión en su lugar propio; librando a la Patria de la invasión extranjera; y sentando al Rey legítimo en su Trono. Esta libertad de la Patria, la de los españoles para rendir culto a Dios mediante la obediencia a las leyes de la Iglesia, y obedecer a su rey propio, son las que guiaban en su lucha a los héroes del Dos de Mayo, y no la abstracta y perniciosa libertad de la Revolución, que contra ellos disparaba sus fusiles.
LUIS ORTIZ Y ESTRADA
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