Fuente: Misión, Número 309, 15 de Septiembre de 1945. Páginas 3 y 11.
POR VÍA DE EJEMPLO
Por LUIS ORTIZ Y ESTRADA
La atenta lectura del texto íntegro de la notable pastoral de nuestro Primado nos ha llevado con el mayor gusto a releer algunos de los magistrales artículos de la magnífica campaña en que Balmes consumió los más fecundos años de su vida. Recordamos que nuestro Primado ha dicho con la autoridad de su cargo pastoral: “Procúrese por nuestra parte el cierre del periodo constituyente, asentando firmes e inconmovibles bases institucionales conforme a la tradición histórica española…”.
Cuando Balmes escribía sus artículos políticos no estaba el Trono de hecho vacante y el Estado tenía la estructuración adecuada a aquella Monarquía; no obstante, el gran escritor, un día y otro, no se cansaba de repetir que España estaba sin constituir, que era absolutamente indispensable restaurar la Monarquía, porque aquella Monarquía y las instituciones en que se apoyaba eran contrarias al modo de ser y a la tradición histórica española, además de carecer del sólido cimiento que da estabilidad al poder público.
Resulta esto de las siguientes palabras de Balmes:
“Cuando la Reina Cristina, encargada del gobierno durante la enfermedad de su esposo, expidió el decreto de amnistía, se inauguró la nueva época que no ha terminado aún; en la apariencia no era más que una amnistía; en la realidad era un cambio de política”; “con aquel decreto… comenzó la política que resuelve las cuestiones de interés nacional en vista del interés del momento y con miras de conservación del poder; en la amnistía pudo tener tanta parte como se quiera la magnánima generosidad de la augusta esposa de Fernando; pero en el fondo, en los designios de los que aconsejaron semejante paso, fue un contrato tácito con el partido liberal: Te apoyo para que me sostengas; do ut des. Así lo entendieron los amnistiados, así lo indicaban las circunstancias, así lo han mostrado los sucesos”. (“Obras Completas”. Tomo XXIV, páginas 119-120).
En virtud del pacto surgió una nueva Monarquía, fundamentalmente distinta de la tradicional española, que había ido a buscar su cimiento sobre bases totalmente diversas. Buscó el apoyo de los caudillos de los partidos políticos, y de acuerdo con éstos, el de los generales que intrigaban en los clubs y las sociedades secretas, a los que entregó el mando del Ejército creyendo que así conquistaba su lealtad, cuando en realidad lo entregaba, atado de pies y manos, a la revolución, que lo convertiría en instrumento de su poder. La Monarquía quedó montada en el aire. “El apoyo ofrecido a los Tronos por los principios revolucionarios –escribió Balmes– es siempre muy sospechoso: La Monarquía es por esencia un elemento de orden y estabilidad; los principios revolucionarios son por esencia agitadores y disolventes; no pueden unirse; su unión es la muerte de uno de ellos, y a veces de ambos: El Trono de Luis XVI y las libertades francesas se hundieron juntos en los horrores de la Convención y de la Dictadura militar”. (O. C., tomo XXXII, p. 184). El proceso patológico en que debía perecer aquella Monarquía, ya tan republicanizada, lo describe Balmes con las siguientes frases: “Las revoluciones, antes de destruir los Tronos, cambian las instituciones que rodean al Trono; si entonces la Monarquía no llena tampoco su objeto, se culpa a las personas y se cambia de dinastía; y si ni aun así se logra lo que [se] deseaba, el Trono es arrumbado como un mueble inútil o hecho astillas como dañoso”. (O. C.; tomo XXXIII, p. 96).
Para que no se consumara el satánico plan de infiltrar la revolución hasta la médula de España, Balmes concibió el de una verdadera restauración de la Monarquía española, según se ve en las siguientes palabras: “Teníamos profundamente grabada la idea de que era necesario sustraer el Trono de Isabel II a la necesidad de los apoyos revolucionarios que desde su elevación lo han conmovido al paso que lo sostenían, y de que era preciso hacer entrar en la combinación con la España nueva la España antigua, para dar a la Monarquía el cimiento anchuroso y sólido de las ideas y sentimientos nacionales, de las tradiciones españolas, creyendo que sólo de esta manera podía conseguirse que subiese a las regiones del poder la savia vivificante que circula por las entrañas de la sociedad”. (O. C., t. XXXII, p. 185).
Aprovechando el haber llegado Doña Isabel a la edad núbil, concibió Balmes el proyecto de su matrimonio con el conde de Montemolín, no con el fin, que no resolvía nada, de dar simplemente un marido a la Reina, y a la nación un Rey consorte con menos influencia que la Reina que no gobernaba, sino con el sabio propósito de dar un Rey a la nación, verdadero Rey que reinara y gobernara con la savia vivificante que circula por las entrañas de la nación, en la que debía tener el Trono sus raíces, y no en la ficción de los partidos y la espada de algunos generales. En el carlismo que defendía la legitimidad de la dinastía proscrita encontraba Balmes el sólido cimiento que el Trono necesitaba. A este efecto escribía:
“Hay en España un partido numeroso que en diferentes circunstancias ha dado pruebas de lo mucho que vale: sus principios sociales son los únicos que, aplicados con discreción y oportunidad, pueden cerrar el cráter de las revoluciones y restablecer la tranquilidad y sosiego de que tanto necesita esta nación desventurada… Los inmensos recursos con que cuenta este partido, sus ramificaciones vastas y profundas, el apoyo decidido que encontraba en todas partes, bien lo manifiesta el haber sostenido la lucha durante siete años, el haber llegado a equilibrar sus fuerzas con las del Gobierno, a pesar de haber tenido que vencer las dificultades que siempre presenta un levantamiento contra el poder establecido; bien lo manifiesta el carácter de los acontecimientos de la guerra, el sistema de las operaciones y maniobras a que estaban respectivamente sometidos los Ejércitos de Don Carlos y los de Doña Isabel; la facilidad con que una expedición carlista atravesaba toda la España y con que los cuerpos ejecutaban sus movimientos en las provincias de su residencia habitual; el que ellos podían marchar y maniobrar en todas las unidades, el Ejército entero, las divisiones, los batallones, las compañías, hasta los individuos, mientras las tropas de la Reina no podían dar un paso sino en grandes cuerpos, con abundantes convoyes, con muchos puntos fortificados que les sirviesen de apoyo, y aun así no podían evitar frecuentes descalabros, debidos no pocas veces a la falta de noticias en que estaban con respecto a la situación y marchas del enemigo, a causa del aislamiento en que el país dejaba a las tropas, mientras favorecía por todos los medios posibles a los defensores de Don Carlos. Ésta es una verdad reconocida por cuantos tomaron parte en la guerra o pudieron verla de cerca o siguieron con mediana observación el curso de los acontecimientos; una verdad que lamentaban todos los generales de la Reina, todos los jefes de operaciones, un hecho contra el cual estaban tomando continuas medidas, todas con ningún o escaso resultado. ¿Y qué revela este hecho? Revela el hondo arraigo que tienen en las entrañas del país los principios defendidos por este partido”. (O. C., t. XXVI, páginas 191 a 193). Se escribía lo que antecede en 1844, cuatro años después del final desdichado de la primera guerra civil. Cien años de historia patria confirman plenamente la genial visión de Balmes, como lo demuestran la campaña montemolinista, la tercera guerra civil, el brío, la pujanza, el heroísmo con que el Carlismo se lanzó a la Cruzada. De todas las formas políticas en que plasmó la revolución en tiempos de Balmes no queda nada; todas han desaparecido con la vergüenza de grandes fracasos y muy tremendas catástrofes. Queda, en cambio, el carlismo en que plasmó políticamente la resistencia nacional contra la revolución. En el carlismo abatido de su tiempo supo ver Balmes la gran fuerza de regeneración nacional, no sólo por la verdad y el carácter genuinamente nacional de sus principios políticos, sino por el gran arraigo que tenían en las entrañas de la nación. Cinco han sido los Reyes de la dinastía carlista y cuatro han levantado bandera en los campos de batalla, arrastrando siempre a la nación en empeñadas guerras. Tres reyes de la dinastía [liberal] han sido destronados, asistiendo la nación indiferente a su desventura. Ésta es la gran verdad que supo percibir lúcidamente la clara perspicacia del sabio sacerdote vicense.
La triple alianza de la Corte isabelina, los moderados Narváez, Mon, Pidal, Istúriz –el llamado por Guizot partido francés– y Luis Felipe, por aquel entonces Rey de los franceses, hicieron fracasar el plan de Balmes, que hubiera, evidentemente, hecho la gloria de España. Para ello Narváez dictó desde el Gobierno medidas tremebundas, amenazando a los montemolinistas con toda la fuerza del espadón de Loja; se atacó villanamente a Balmes desde la Prensa ministerial y se precipitó la solución al darse cuenta de que Balmes, con su pluma, arrastraba la nación hacia la solución que verdaderamente respondía al interés nacional. No hubo empacho en correr los riesgos de una ruptura con Inglaterra satisfaciendo las ambiciones de Francia con el matrimonio de la Infanta Luisa Fernanda y Montpensier.
Consumado el desastre y persuadido Balmes de que no cabía solución pacífica del gravísimo problema político español, decidió matar el periódico cuyo éxito crecía de día en día, lo mismo desde el punto de vista de la influencia política que del económico, pues con ser un semanario, le rendía unos tres mil duros anuales, entonces que los presupuestos del Estado se cifraban en reales. Los isabelinos de Madrid –Viluma, Isla, Tejada, Veragua…–, que apoyaban a Balmes decididamente en su empeño, trataron de disuadirle. A una carta en este sentido de Viluma contestó Balmes con una, de la que extraemos los siguientes párrafos, cuyo contenido político merece ser muy seriamente meditado por todos: “Me dice V. que el Príncipe es un buen sujeto, no lo dudo. ¿Pero qué tenemos con eso? ¿Qué podrá hacer el Príncipe, con la mejor voluntad del mundo? Nada, señor Marqués, nada. Se muestra V. poco dispuesto a mezclarse en política: hace usted bien. Usted no sirve para cortesano, y ésta no es época de hombres de Estado. Añade V. que se trata de reunir alrededor del Príncipe consorte un centro de influjo y poder militar que sostenga el Trono. Ya me figuraba que se contaba con esto. ¡Pobre país! Siempre el poder militar, como si gobernar fuese pelear, y una nación pudiese convertirse en un campamento. Por desgracia, en un campamento se convertirá por una larga temporada: hay hombres que se hacen la ilusión de que se pueden repartir bofetones a diestro y siniestro y que los demás lo han de sufrir. ¡Tontería! Todos los hombres tienen sangre en sus venas, y ¡son tantos los que prefieren la muerte a la humillación!” (“Cheste o todo un siglo”, por el marqués de Rozalejo. Pág. 148).
Con un Rey consorte de una Reina que reinaba pero que no gobernaba, Rey que, por otra parte, no aportaba fuerza propia al Trono, sabía Balmes que no se podía hacer nada. La revolución por obra y gracia de la Corte; de Luis Felipe, hijo de Felipe Igualdad; de los moderados al servicio de Guizot, había ganado la partida en el campo de la política. Se habían remachado las ataduras del pacto nefando que Balmes denunció con ánimo de romperlo, liberando al trono para liberar a España de su esclavitud. Sabía que España no se resignaría, y por esto bien claramente anuncia la guerra.
Bien poco duraron las alegrías de aquel triunfo. En 1846 se celebraron las bodas reales, y en 1848 dictó Doña Isabel el decreto reservado encargando a Miraflores que constituyera un capital a su nombre en el extranjero que permitiera aliviar los rigores de la emigración que ya se preveía. Luis Felipe había caído, precisamente por haber ganado con engaño la partida a Inglaterra en la cuestión de las bodas. Los generales a quienes favoreció Doña Isabel a manos llenas –Serrano, Prim y tantos otros– arrastraron al Ejército a levantarse contra la señora en aquel conjunto de ignominias que se llamó revolución de septiembre, cuyos gastos pagó aquel duque de Montpensier que Doña Isabel quiso casar con su hermana. Cuantos apoyos se quiso dar al Trono contra el criterio de Balmes se volvieron en palancas para hacerlo caer, hasta proclamar la República.
No escarmentó Doña Isabel en el ejemplo de su madre destronada por la espada de Espartero, a quien tanto favoreció contra Luis Fernández de Córdova y Narváez; no escarmentó en la experiencia propia y confió su hijo a los mismos que con ella tan villanamente se habían portado. Lo pagó su hijo con el cuadro horrendo de su muerte, narrada por Romanones en su biografía de Doña María Cristina: “El Rey, con esposa, con madre, con hijas, con hermanas, moría en El Pardo como se muere en los hospitales, en soledad completa, y a tanto se llevó el secreto, que hasta de su próximo fin no tuvo conocimiento el que debía recoger su última confesión, y que sólo llegó a tiempo para administrar los Santos Óleos. Así entregó el alma a Dios la Majestad muy Católica de España”. Todo ello porque Cánovas, que sabía el ningún arraigo nacional de la restauración que él había hecho para salvar la revolución de septiembre en sus esencias, temía que la noticia de la muerte produjera un alzamiento nacional que diera al traste con la dinastía y la revolución.
Y lo pagó Doña Isabel con algo que debió dolerle mucho más que el destronamiento y las vilezas que de ella dijeron aquéllos a quienes tanto favoreció. Su hijo, que le debía el ser y le debía el trono por su abdicación, le negó obstinadamente el consuelo de volver a la patria en que había nacido. El miedo, hijo del ningún arraigo que en la nación tenía, le impedía dar a su anciana madre el consuelo de vivir a su lado.
He aquí unas cartas con las que cerramos este escrito. La primera respira la nobleza de aquel gran rey que los carlistas veneran con el nombre de Carlos VII.
“Mi querida Isabel: Sé que deseas volver a ver el cielo de la patria, y como conozco tu corazón de española, comprendo lo que sufrirás al verte privada de ir al lado de tu hijo. Yo reino en las hermosas provincias del Norte, que conoces, y mi mayor placer es ofrecértelas para que vengas a vivir aquí, en el punto y manera que mejor te plazcan.
“Si quieres ir a Lequeitio o a Zarauz, donde estuviste en otras épocas, podrás ocupar los mismos palacios que habitaste, pues no creo que en tal caso los marinos de tu hijo continúen bombardeando aquellos puertos, y si lo intentaran, tengo cañones de bastante alcance para que te dejen tranquila. Si prefieres Tolosa, Vergara, Estella, Durango u otro puerto cualquiera de este territorio, todos están a tu disposición y yo me consideraré muy honrado en defenderte y ampararte.
“De todos modos, quiero que sepas que los puertos de España no están cerrados para ti.
“Te quiere de corazón tu afectísimo primo Carlos.– Tolosa, 25 de mayo de 1875”.
La segunda es de Doña Isabel.
“Gracias infinitas por tu carta, que tan bien revela tus sentimientos. Tus ofertas me han conmovido, y bien sabe Dios cuánto te lo agradezco. ¿Pero qué puedo decirte en las actuales circunstancias? Que hoy no puedo más sino pedir a Dios y a la Virgen que tú y mi hijo os abracéis y que juntos todos vivamos en nuestra amada patria, a la cual deseo pronta paz y tranquilidad.
“Las lágrimas se me caen al pensar que tu noble corazón es el primero que me ofrece asilo en el país donde nací y reiné. Que Dios te pague el consuelo que me das. ¿Quién sabe si tendré que tomar baños de mar y pronto juntos disfrutaremos del sol de nuestra patria?”.
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