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Tema: Comentarios de Luis Ortiz y Estrada a unas pastorales del Cardenal Pla

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    Comentarios de Luis Ortiz y Estrada a unas pastorales del Cardenal Pla

    Fuente: Ecclesia, número 200, 12 de Mayo de 1945, páginas 5 y 6.


    CONDUCTA DE ESPAÑA EN LA GUERRA Y EN LA PAZ

    CARTA PASTORAL DEL ARZOBISPO PRIMADO


    Carísimos hijos en el Señor:

    Desde que en septiembre de 1939 estalló la guerra en Europa, unidos nosotros a los sentimientos y a las enseñanzas del Vicario de Cristo en la tierra venimos orando insistente y fervientemente con oraciones públicas y privadas por la paz: por la paz en Europa, por la paz en el mundo, para que Nuestro Señor la concediese a nuestra España, librándola de la guerra.

    La guerra sólo es justa cuando es necesaria, pues es tan grande el cúmulo de males que engendra y en proporciones tan aterradoras la guerra moderna con el utillaje de formidable maquinaria de destrucción, que deben siempre intentarse con decidido ánimo y buena voluntad los medios pacíficos de solucionar los conflictos producidos por el antagonismo de intereses antes de acudir a la fuerza de las armas. Pero si tienen sus pasiones los individuos, las sufren y las padecen los Estados. ¡Tentación terrible la de creerse en un momento dado con fuerzas para aplastar al adversario! Tentación y engaño, sin embargo, como las vicisitudes y el final de la presente guerra han demostrado con evidencia meridiana, que ojalá sirvieran, al menos después de tan trágicas consecuencias, para Europa, deshecha y devastada, como solemne lección de la Historia para el porvenir.

    La guerra que acaba de terminar en Europa ha sido un verdadero fratricidio de las naciones europeas, último fruto de la pérdida de [la] unidad cristiana en Europa, consumada en el siglo XVI.

    No podemos, como Prelado, ensañarnos con los vencidos; pero no podemos tampoco equiparar ante la Justicia y el Derecho a los agredidos con los agresores; mas al fin, para nosotros, como cristianos y como españoles, era la presente guerra un fratricidio de las naciones europeas. ¿Podíamos o debíamos haber intervenido, siquiera en apoyo del que juzgáramos injustamente agredido? La absoluta no intervención es doctrina condenada por la Iglesia en el “Syllabus” (1). Pero la intervención en favor del oprimido es para un tercero oficio de caridad, no de justicia, y que debe regularse en la práctica según las posibilidades, la oportunidad y la eficacia. Las circunstancias no permitían en modo alguno la intervención de España en una guerra cuyas proporciones podían ya de alguna manera preverse desde el primer momento. España acababa de terminar una dolorosa y larga guerra interior al estallar la guerra, europea en sus comienzos, mundial dos años después. Necesitaba restañar sus numerosas heridas, había perdido un millón de hombres entre uno y otro bando, tenía innúmeras regiones devastadas, necesitaba emplear todas sus fuerzas en su reconstrucción.

    Por otra parte, hay que decirlo bien alto, la guerra europea y mundial no tiene nada que ver con la guerra civil española. Fue lamentable que se tuviese que acudir a ella, y la Iglesia por su parte, que no se enfeuda nunca en ningún régimen político, había aconsejado en España, según la consigna de la Santa Sede, la colaboración para el bien común, aun dentro del régimen republicano. Éste fue desbordado para dar paso a una anarquía sangrienta comunista, con desprecio de los derechos de la persona humana, con millares y millares de víctimas seglares, con muchos millares de sacerdotes, religiosos y religiosas asesinados, con millares de iglesias devastadas. Este hecho público e innegable, ni siquiera tergiversable, se debiera siempre tener presente para todos los que se ocupen de España. Si son católicos, deberán reconocer en la guerra civil española el carácter de verdadera Cruzada por Dios y por España, como se la reconocieron con su bendición dos Romanos Pontífices y la reconoció la Jerarquía católica universal en sus contestaciones a la Carta Colectiva de los Obispos españoles. Si reconocen los fueros de la persona humana y abominan de la anarquía comunista, habrán de reconocer, por lo menos todos los amantes de la libertad, la legitimidad de emplear en último recurso la fuerza al servicio del Derecho natural atropellado.

    La guerra que acaba de terminar en Europa fue empezada sin enterar a España, con finalidades que nada le atañían y, en realidad, por intereses de expansión y dominio. España, por sus intereses, no tenía que intervenir; por el estado en que se encontraba y por la distancia del teatro de la guerra en los primeros momentos de la lucha, no podía intervenir. Su misión era clara: salvar, junto con Portugal, siquiera un remanso de neutralidad y de paz en la Europa occidental, en beneficio de todos los beligerantes, para poder hacer oír, junto a la voz del Romano Pontífice, la voz de la serenidad y de la fraternidad cristianas y de la comunidad europea al fin de la lucha. El Gobierno español ha estado al lado del Romano Pontífice en los momentos difíciles de Roma. El pueblo español ha puesto en manos del Vicario de Cristo ingentes sumas para que, en beneficio de los necesitados de ambos bandos beligerantes, las repartiese y dispensase.

    Al cesar en Europa el tronar de los cañones, el bombardeo de los aviones, el lanzamiento de las bombas volantes, que tantas ciudades han convertido en ruinas, España da gracias a Dios por haberse visto libre de tanta devastación; también por hacerse un alto en la devastación de Europa.

    España, que tanto, tan poderosa y tan beneficiosamente ha influido en la Historia descubriendo y civilizando junto con otras naciones el Nuevo Mundo, no tiene ante la tragedia que finaliza por qué avergonzarse de ser fidelísima al espiritualismo cristiano. Ha presenciado el derrumbamiento de los novísimos sistemas que divinizaban la fuerza y el Estado, y que han llevado a la mayor ruina a los pueblos donde se implantaban. Ella continúa fiel a la doctrina de los grandes maestros clásicos del Derecho internacional: Vitoria y Suárez.

    Ojalá que la paz futura se procure asentarla sobre el derecho de grandes o pequeños, no sólo sobre lo que entre sí acuerden los más grandes y poderosos, cuya inteligencia nunca será muy durable. Ojalá que esa misma paz se asiente en el dogma cristiano de la verdadera fraternidad humana, cuya universalidad católica tan fuertemente siente España. Ojalá que por todos se ame esta fraternidad; se ame en adelante por todos los pueblos, cuyas diferencias accidentales de condiciones y de cultura tan admirablemente pueden contribuir al bienestar de los distintos pueblos y al progreso de la Humanidad, en vez de convertir en ídolo la sangre o la raza.

    Demos gracias a Dios por haber librado a España de la guerra y por haber terminado el horrísono fragor de las armas modernas en la atormentada Europa; pero sigamos rogando por la paz. En primer término porque, cesada la lucha en Europa, sigue todavía en otras partes del mundo. En segundo lugar porque la cesación de la lucha armada es sólo el elemento negativo de la paz. Ésta es “tranquillitas ordinis”, y para que renazca un nuevo orden se requiere que éste se funde en una justicia, no en la mera fuerza, ni menos en el odio y la venganza. Debe brillar la justicia en el nuevo orden y no la mera fuerza. La piedra de toque será la suerte que se depare a la católica y heroica Polonia. El motivo de la entrada en guerra de poderosas naciones occidentales fue para salvaguardar su integridad e independencia. Al principio de la guerra sufrió un nuevo reparto entre naciones que luego se han enfrentado en durísima lucha. Sería un escarnio a la justicia y un indicio de la fragilidad del nuevo orden que, con los arreglos territoriales que la equidad aconseje, y contando con el verdadero pueblo polaco, no se conservase incólume la verdadera independencia de la católica Polonia.

    Seguiremos rogando por la verdadera paz entre los pueblos. La Iglesia condena el comunismo, como los excesos del Estado, pero ama a todos los pueblos. Es contraria al comunismo, pero ruega y anhela la conversión de Rusia y la pide por la intercesión de la Virgen María. Grandes necesidades exigen la continuación de las plegarias por la paz.

    También, queridísimos hijos, requieren la continuación de estas plegarias la confirmación y consolidación de la paz externa e interna de nuestra España. Paz externa, para que nadie se entremeta en los asuntos internos, que sólo a España afectan. Paz interna, que consolide nuestra unidad y perfeccione y corone la obra de nuestra Cruzada. Nunca hemos cejado en nuestros escritos pastorales y en nuestras alocuciones en pedir unidad de los que amen el verdadero espíritu tradicional, que tan grande hizo a nuestra España en los siglos de oro, y amplio espíritu de generosidad y comprensión aun para los extraviados. Que sea una realidad la liquidación [de la justicia] represiva de la última y dolorosa guerra, como se ha ya decretado. Que la generosidad comprensiva dé anchos cauces y medios de vida a todos los españoles. Que todos vean los peligros de que en momentos tan difíciles y trascendentales no esté muy firme la autoridad del Estado. Que éste, cesada ya la gran dificultad que en muchos momentos podían representar las incidencias de la guerra en Europa, adquiera la solidez de firmes bases institucionales, conformes con las tradiciones históricas y acomodadas a las realidades presentes. Que se coloquen los intereses comunes sobre meros intereses particulares. Que se busque y se preste una verdadera colaboración de todos los ciudadanos, no por medio de una masa amorfa, sino por las instituciones naturales de la familia, profesión y municipio. Sobre todo que se acuda pidiendo al Sacratísimo Corazón de Jesús y al Purísimo Corazón de María que sigan protegiendo a España, iluminen al Jefe del Estado y a cuantos tengan mayores responsabilidades en los futuros destinos de nuestra España.

    A estos fines ordenamos:

    Primero. Que en la santa iglesia catedral primada, el día de la Ascensión, a las doce de la mañana, se celebre un solemne tedeum con exposición de Su Divina Majestad por haberse visto libre España de la guerra y por el fin de la misma, añadiendo preces por la obtención de una paz justa y equitativa.

    Segundo. Que en las parroquias de fuera de la capital se celebren dicho tedeum y preces el primer día festivo.

    Tercero. Que hasta nueva orden continúen tanto la oración en la santa misa por la paz como las especiales preces prescritas para la misma en el presente mes de mayo.

    Toledo, 8 de mayo de 1945

    † Enrique, Arzobispo de Toledo, Primado de España.




    (1) Proposición LXII.

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    Re: Comentarios de Luis Ortiz y Estrada a unas pastorales del Cardenal Pla

    Fuente: Ecclesia, Número 217, 8 de Septiembre 1945, páginas 5 – 8.



    CARTA PASTORAL DEL ARZOBISPO PRIMADO AL TERMINAR LA GUERRA MUNDIAL



    Carísimos hijos en el Señor:

    Han cesado, por fin, los encarnizados combates que durante unos seis años han producido millones de víctimas en todas las partes del mundo, durante los cuales se han utilizado los grandes adelantos del progreso moderno: la motorización, la aviación, las bombas más mortíferas volantes, atómicas, para el vencimiento del adversario, para la destrucción de sus medios próximos o remotos de combate, produciéndose la devastadora ruina de muchas ciudades. Demos gracias a Dios de que haya terminado tan terrible tragedia para la Humanidad. Que nazca un verdadero, justo y equitativo nuevo orden; que se cicatricen las heridas y se sanen los profundos males morales y materiales que toda guerra produce, de extensión e intensidad proporcionados a la extensión e intensidad de la misma guerra; que para ello se sigan las paternales admoniciones que el Vicario de Cristo, con su elevado magisterio, ha dado sin cesar durante todo el sangriento conflicto y al fin del mismo.

    España, gracias a especial providencia del Señor, ha visto su suelo libre de la destrucción, libre también de la invasión de tropas extranjeras. Los motivos justísimos de su neutralidad los expusimos en nuestra exhortación pastoral de mayo último, al terminar la guerra en Europa. No hemos visto que se discutan los motivos de su neutralidad; sí, en la hora de la paz, se le acusa, más o menos abiertamente, de no haberla guardado suficientemente. Como, aun en el caso de amistosa concordia entre la Iglesia y un Estado, que es el caso de España, no debe haber confusión ni de actuación ni de responsabilidades entre la Iglesia y el Estado, afirmamos solemnemente que por parte de la Iglesia en España ha habido la más perfecta neutralidad, haciéndonos eco los Prelados, en todo momento, de las enseñanzas, de las admoniciones, de las plegarias y ruegos del Padre común de los fieles. No se ha rezado en las iglesias de España, en la santa misa, la oración litúrgica “Pro tempore belli”, propia para una nación que fuese justamente beligerante, sino la oración “Pro pace”; en las plegarias públicas por la paz se ha usado, vosotros lo sabéis, carísimos diocesanos de Toledo, la misma oración compuesta por Su Santidad Pío XII; a éste se han entregado más de 25 millones de pesetas, donadas por los fieles, para que las repartiese, según su Paternidad universal, para todas las víctimas de la guerra. La invocación de una paz justa y equitativa ha sido la voz de la Iglesia en España durante toda la sangrienta lucha; y la Dirección Central de la Acción Católica Española se dirigió a la Acción Católica de todas las naciones del mundo invocando los principios del Derecho internacional, propugnados por Vitoria y Suárez, y las normas para una paz justa, propuestas por Su Santidad Pío XII, habiendo contestado a este mensaje los supremos directores de la Acción Católica de muchos países, tanto beligerantes como neutrales, de Europa, como Inglaterra, Italia, Irlanda y otros; de América, como Canadá, Puerto Rico, Bogotá, Perú, Costa Rica, San Salvador, Uruguay y Paraguay; de Asia, como Beyrouth; y de Sudáfrica.


    Neutralidad en la contienda mundial

    El Estado español es quien puede, con plenitud de conocimiento y de documentos, responder de su actuación neutral. Mas, por encima de episódicos detalles, está el hecho público e innegable de que España no firmó el pacto tripartito, que le hubiese llevado a la guerra, ni entró en la misma a pesar de poderosas presiones, de situaciones difíciles, de rozar los ejércitos beligerantes sus fronteras y los barcos de guerra sus costas. Sin embargo, el nombre de España y de su Gobierno es llevado y traído en la hora de la paz, al finalizar la guerra mundial. Pidamos a Dios que no se encienda la hoguera de una nueva guerra civil en España al advenir la paz mundial.

    Toda guerra es dolorosísima, y lo mismo a las guerras civiles que a las internacionales hay que aplicar el principio, que por nuestra parte indeclinablemente hemos aplicado, de que la guerra sólo es justa cuando es necesaria; y sólo es justa cuando es para el restablecimiento del orden, de la justicia y del derecho, lo mismo dentro de un Estado que en el orden internacional. Nadie más amante de la paz que la Iglesia católica; pero no cae en el error de algunos herejes, que condenaron toda guerra como injusta; y sus grandes doctores San Agustín y Santo Tomás enseñan su licitud cuando es necesaria para la defensa y el restablecimiento del derecho; y la Iglesia ha canonizado como santos a reyes que sostuvieron guerras, como San Fernando de España, San Luis de Francia, San Enrique de Alemania.


    Cuándo es lícito usar de la fuerza

    En cuanto a la guerra civil, nadie tampoco recomienda más la paz entre los ciudadanos y la sumisión al Poder constituido que la Iglesia; pero también puede haber en ello exceso, enseñando que nunca, en ningún caso, pueden los ciudadanos alzarse contra un Gobierno, por más que éste tiranice al pueblo y destruya el bien común. Ha sido ésta cuestión controvertida, y en los siglos últimos es cierto que muchos moralistas católicos enseñaban demasiado absolutamente: “Nunquam licet rebellare”. Pero tal sentencia estaba en pugna con la doctrina enseñada por el príncipe de los teólogos católicos, Santo Tomás de Aquino (1); por Suárez (2) y San Roberto Belarmino (3), como expusimos extensamente en nuestra carta pastoral “Las dos ciudades”, publicada en 1936. Balmes, en su preclarísima obra “El protestantismo comparado con el catolicismo”, vindicó ya la doctrina de estos grandes doctores y teólogos; pero en su época, como los Romanos Pontífices no habían resuelto esta cuestión, se contentaba con decir: “La Iglesia se ha abstenido de condenar ninguna de las opuestas doctrinas; en tan apuradas circunstancias la no resistencia no es un dogma” (4). Mas Pío XI, que, con profunda sabiduría y no menos intrepidez, no dejó de tratar ni de resolver ninguna de las cuestiones más discutidas en su tiempo, resolvió esta cuestión conforme a las doctrinas de Santo Tomás, Suárez y Belarmino en su encíclica al Episcopado mejicano sobre la situación religiosa en Méjico, publicada en 28 de marzo de 1937, en plena guerra civil española.

    Sería una injusticia juzgar a la Jerarquía eclesiástica española como más belicosa, menos evangélica que la del resto del mundo, por haber enseñado con los grandes doctores el Aquinatense, Suárez y Belarmino que, en circunstancias extremas, para que no perezca del todo el orden y el bien común en una nación, es lícito usar de la fuerza aun contra los detentadores del Poder público. Antes que la Jerarquía española, en su Carta Colectiva de los Obispos españoles a los de todo el mundo, con motivo de la guerra en España, había proclamado este derecho la Jerarquía mejicana, y Su Santidad Pío XI, en su encíclica al Episcopado mejicano, en 1937, lo recuerda con las siguientes aprobatorias palabras: “Es muy natural que cuando se atacan aun las más elementales libertades religiosas y civiles, los ciudadanos católicos no se resignen pasivamente a renunciar a tales libertades. Aunque la reivindicación de estos derechos y libertades puede ser, según las circunstancias, más o menos oportuna, más o menos enérgica. Vosotros habéis recordado a vuestros hijos más de una vez que la Iglesia fomenta la paz y el orden, aun a costa de graves sacrificios, y que condena toda insurrección violenta contra los Poderes constituidos. Por otra parte, también vosotros habéis afirmado que cuando llegara el caso de que estos Poderes constituidos se levantasen contra la justicia y la verdad hasta destruir aun los fundamentos mismos de la autoridad, no se ve cómo se podría entonces condenar el que los ciudadanos se unieran para defender a la nación y defenderse a sí mismos con medios lícitos y apropiados contra los que se valen del Poder público para arrastrarla a la ruina”. (5)

    Y a continuación, por su cuenta y con su autoridad pontificia, enseña Pío XI: “Si bien es verdad que la solución práctica depende de las circunstancias concretas, con todo es deber nuestro recordaros algunos principios generales que hay que tener siempre presentes, y son: 1.º Que estas reivindicaciones tienen razón de medio o de fin relativo, no de fin último y absoluto. 2.º Que en su razón de medio deben ser acciones lícitas y no intrínsecamente malas. 3.º Que si han de ser medios proporcionados al fin hay que usar de ellos solamente en la medida en que sirven para conseguirlo o hacerlo posible en todo o en parte, y en tal modo que no proporcionen a la comunidad daños mayores que aquellos que se quieren reparar. 4.º Que el uso de tales medios y el ejercicio de los derechos cívicos y políticos, en toda su amplitud, incluyendo también los problemas de orden material y técnico o de defensa violenta, no es en manera ninguna de la incumbencia del Clero ni de la Acción Católica, como tales instituciones; aunque también, por otra parte, a uno y otra pertenece el preparar a los católicos para hacer recto uso de sus derechos y defenderlos con todos los medios legítimos, según lo exige el bien común…”.


    Lucha contra el comunismo

    El Episcopado y el Clero español no traspasaron los límites señalados por el Romano Pontífice; ni un solo sacerdote hizo servicio de armas en la guerra civil; y la Jerarquía eclesiástica sólo bendijo a un grupo beligerante después que el carácter de la guerra civil del primer momento se transformó en Cruzada. En nuestra carta pastoral escrita en 1939, al término de la misma, escribimos: “Podía haber quedado la guerra española en mera guerra civil si el Gobierno contra el cual fue el Alzamiento hubiese pretendido y podido dominar a las masas comunistas; pero ni pudo ni lo pretendió; dejó hacer en su zona la revolución y aun se sirvió de la misma para combatir al Alzamiento, pero quedando el Poder público, de hecho, más que mediatizado, prisionero del comunismo. El Movimiento que se inició contra el peligro del comunismo tuvo que ser, y fue, lucha contra el comunismo internacional. Desde aquel momento fue verdadera Cruzada” (6). Por nuestra parte, no bendijimos la Cruzada sino después que, ocurrida ya en gran parte la apocalíptica matanza de sacerdotes, religiosos y seglares católicos, Su Santidad Pío XI había dado su augusta bendición con estas palabras: “Sobre toda consideración política y mundana, nuestra bendición se dirige, de una manera especial, a cuantos se han impuesto la difícil y peligrosa tarea de defender y restaurar los derechos y la dignidad de las conciencias, la condición primera y la base segura de todo humano y civil bienestar” (7).


    La Iglesia no provocó la guerra civil

    Los Obispos españoles, en nuestra Carta Colectiva de 1937 a todos los Obispos del mundo, redactada y suscrita en primer término por nuestro venerable predecesor el insigne Cardenal Gomá, dijimos claramente que los Obispos españoles ni habíamos provocado la guerra civil ni conspirado para ella; pero que, colectivamente, formulábamos nuestro veredicto en la cuestión complejísima de la guerra de España, “porque, aun cuando la guerra fuese de carácter político o social, ha sido tan grave su repercusión de orden religioso y ha aparecido tan claro desde sus comienzos que una de las partes beligerantes iba a la eliminación de la religión católica en España, que nosotros, Obispos católicos, no podíamos inhibirnos ni dejar abandonados los intereses de Nuestro Señor Jesucristo sin incurrir en el tremendo apelativo de los “canes muti”, con que el profeta censura a quienes, debiendo hablar, callan ante la injusticia” (8).

    Estamos ciertos que, sin esta distinción entre el primer momento y el segundo de la guerra civil, entre haberla promovido o haber bendecido a una de las partes cuando la otra iba aniquilando a los ministros de la Iglesia y los templos del Señor en nuestra España, ni la Jerarquía eclesiástica de todas las naciones, tanto de régimen democrático como autoritario, hubiese contestado al Episcopado español reconociendo la justeza pastoral de su actuación, ni, sobre todo, Su Santidad Pío XI le habría dado su aprobación en la Carta que por su orden, en 5 de marzo de 1938, dirigió, por medio de su Cardenal Secretario de Estado y futuro sucesor en la cátedra de Pedro, al eminentísimo Cardenal Gomá, al llegar a su conocimiento que se iba a editar una publicación que contendría los mensajes enviados por los Obispos de las naciones en contestación a la Carta Colectiva del Episcopado español: “La gran resonancia y la favorable y amplísima acogida de tan importante documento eran ya bien conocidas del Augusto Pontífice, el cual con paternal satisfacción había echado de ver los nobles sentimientos en que está inspirado, así como el alto sentido de justicia de esos excelentísimos Obispos al condenar absolutamente todo lo que tenga razón de mal, y particularmente las palabras de generoso perdón que tiene el mismo Episcopado, tan duramente probado en sus miembros, en sus sacerdotes y en sus iglesias, para cuantos, al perseguir sañudamente a la Iglesia, tantos daños han causado a la religión en la noble España” (9).


    Legitimidad de la Cruzada

    Si para los no católicos no tuviesen grandes fuerzas ni autoridad las doctrinas de los grandes doctores de la Iglesia ni del mismo Romano Pontífice, séanos lícito recordar que la Cruzada española lo fue contra un caso de violenta persecución religiosa, que asesinó sin proceso alguno a doce Obispos españoles, a millares de sacerdotes, religiosos y religiosas, sólo por serlo, y, salvo rara excepción, igualmente sin ningún proceso, y que destruyó también millares de templos. En nuestra diócesis toledana sufrieron muerte y martirio 300 sacerdotes diocesanos (la mitad de su total) y un centenar de religiosos con cinco religiosas; y se cuentan por centenares las iglesias destruidas o devastadas, muchas de ellas pendientes todavía de reconstrucción. El bloque vencedor en la guerra mundial ha condenado, como condenó el Romano Pontífice, la persecución de los judíos, por ser [por] motivos religiosos. En España, en el año 1936, se dio la tremenda persecución de los católicos y se declaró que se pretendía la aniquilación de la Iglesia. ¿No se debe, por tanto, reconocer como legítima la Cruzada española, tanto según la doctrina de los grandes doctores de la Iglesia como según los principios de la Carta del Atlántico, que propugnan la libertad religiosa?

    Lo mismo que Su Santidad Pío XI, en el discurso del 14 de septiembre de 1936, al mismo tiempo que bendecía a cuantos se habían impuesto la difícil y peligrosa tarea de defender y restaurar los derechos y el honor de Dios y de la religión, condenaba los excesos de la defensa que no fuesen plenamente justificables, los Obispos españoles, en la Carta Colectiva, condenaron, en nombre de la justicia y de la caridad cristiana, todo exceso que se hubiese cometido por error o por gente subalterna; y por nuestra parte, desde el primer momento, de palabra y luego por escrito, en nuestra carta pastoral “Las dos ciudades”, publicada en septiembre de 1936, siendo Obispo de Salamanca, condenamos enérgicamente la muerte dada por autoridad privada.


    Hemos predicado y practicado el perdón

    También en el discurso de la guerra y después de ella hemos predicado y practicado los Obispos españoles el perdón, y hoy reiteramos nuestra palabra de perdón para todos y nuestro propósito de hacerles a los que, extraviados, persiguieron a la religión, el bien máximo que podamos. Si se ha tratado de diocesanos nuestros en Salamanca o en Toledo, en el caso de haber sido condenados a muerte, nunca hemos dejado de interponer nuestra petición de indulto, si se nos ha solicitado. Y tampoco hemos dejado de pedir que se terminase cuanto antes el período de juicios por la guerra. Recordarán nuestros diocesanos nuestras palabras en el solemne acto de desagravios al Sacratísimo Corazón de Jesús en 13 de junio de 1943 por los sacrilegios y crímenes cometidos en la archidiócesis de Toledo durante el dominio rojo: “Te hemos querido desagraviar por los crímenes de nuestros hermanos engañados, obcecados, que no sabían, como los que te crucificaron a Ti, lo que hacían. Perdónales, Señor; si tuvieron un momento de contrición, llévalos a la Gloria, como al Buen Ladrón. Si viven todavía, yo, como Pastor de la archidiócesis toledana, cargo sobre mí sus culpas y pido perdón no sólo a Ti, Rey de la Gloria y Supremo Juez de vivos y muertos, sino que aprovecho la ocasión de estar aquí el Ministro de Justicia, en representación del Caudillo de España, para pedir una vez más perdón para todos los extraviados, una generosa y pronta liquidación de la obra de la justicia después de la victoria.

    Ábranse pronto las cárceles, como ya se van abriendo, a cuantos puedan ser reintegrados a la grande obra del trabajo común por la restauración de España. Sé Tú, Divino Corazón, el aglutinante de todos los hijos de España, que de todos necesita”.


    Libertad e independencia de la Iglesia

    En los ataques a España y a su actual Gobierno se envuelve por algunos extranjeros a la misma Jerarquía eclesiástica española, acusándola de servidumbre a un régimen “estatista” y “totalitario”. Ni ha habido ni hay servidumbre a nadie por parte de la Jerarquía eclesiástica española, ni menos ha defendido ni defiende una concepción estatista ni totalitaria. Por nuestra parte, en nuestros cinco lustros largos de pontificado, durante los cuales ha habido toda suerte de regímenes en España, ha sido casi una obsesión nuestra el sostener siempre ante las situaciones políticas más diversas los mismos principios doctrinales, y así, en 1931, repetimos la misma exhortación pastoral que habíamos publicado en 1923 (10), y en 1936 la repetimos también, con aplicación a las circunstancias del momento. Siempre hemos sostenido la no infeudación de la Iglesia en ningún régimen político. En nuestra carta pastoral “La realeza de Cristo y los errores del laicismo”, publicada en 1926, con régimen monárquico y de dictadura, decíamos: “Si el Poder público reconoce la realeza de Cristo, ha de reconocer las prerrogativas de su reino en la tierra, que es la Iglesia. Ha de reconocer, ante todo, su libertad e independencia, esenciales a su constitución divina. Una Iglesia sujeta al Poder civil, de él dependiente, no puede ser la verdadera Iglesia fundada por Cristo. Una Iglesia nacional, como las cismáticas y protestantes, en vez de ser sucesora de los Apóstoles se confunde con los demás organismos burocráticos del Estado. Engaño funestísimo es el cesarismo, que pretende servirse de la Iglesia, teniéndola aherrojada, como de un apoyo y fundamento. La Iglesia que apoya eficazmente al Estado, que le concilia la obediencia de los súbditos, que produce los frutos admirables en bien de la misma sociedad civil que proclama León XIII, es una Iglesia libre, que se rija sin trabas, según su constitución divina, que tenga alteza espiritual y fecundidad inexhausta, que aparezca ante los pueblos, no como un ministro más del césar, sino como un legado de Dios” (11). Si no seríamos nosotros capaces de servidumbre, hemos de reconocer que, en general, desde muchos siglos, no se había reconocido tanto teórica y prácticamente la independencia de la Iglesia como por el actual Gobierno.


    Falsas acusaciones a la Iglesia

    La acusación de que la Jerarquía eclesiástica española favorecía al totalitarismo se hizo ya por alguien durante nuestra guerra y Cruzada, y en la Carta Colectiva de 1 de julio de 1937, los Obispos españoles que suscribimos dicha Carta (todos los que entonces residíamos en España) salimos al encuentro de esta acusación, diciendo paladinamente: “Cuanto a lo futuro, no podemos decir lo que ocurrirá al final de la lucha. Sí que afirmamos que la guerra no se ha emprendido para levantar un Estado autócrata sobre una nación humillada, sino para que resurja el espíritu nacional con la pujanza y la libertad cristiana de los tiempos viejos.

    Confiamos en la prudencia de los hombres de gobierno que no querrán aceptar moldes extranjeros para la configuración del Estado español futuro, sino que tendrán en cuenta las exigencias de la vida íntima nacional y la trayectoria marcada por los siglos pasados. Toda sociedad bien ordenada se basa sobre principios profundos y de ellos vive, no de aportaciones adjetivas y extrañas, discordes con el espíritu nacional. La vida es más fuerte que los programas, y un gobernante prudente no impondrá un programa que violente las fuerzas íntimas de la nación. Seríamos los primeros en lamentar que la autocracia irresponsable de un Parlamento fuese sustituida por la más terrible de una dictadura desarraigada de la nación. Abrigamos la esperanza legítima de que no será así. Precisamente lo que ha salvado a España en el gravísimo momento actual ha sido la persistencia de los principios seculares que han informado nuestra vida y el hecho de que un gran sector de la nación se alzara para defenderlos. Sería un error quebrar la trayectoria espiritual del país, y no es de creer que se caiga en él”.


    El Fuero de los Españoles

    Afortunadamente, el Fuero de los Españoles, aprobado recientemente por las Cortes (de carácter consultivo hasta ahora) y promulgado por el Jefe del Estado, marca una orientación de cristiana libertad, opuesta a un totalitarismo estatista. Esperamos que sea pronto una realidad viva, reconocida en España y en el extranjero, la vigencia práctica e íntegra del Fuero de los Españoles con la rápida promulgación de las leyes necesarias para el ejercicio de los derechos en él reconocidos. Igualmente creemos que la terminación de la guerra mundial y las circunstancias internacionales aconsejan con urgencia la total y definitiva estructuración del Estado español, que forzosamente debía estar en estado constituyente durante la guerra y Cruzada, y aún por algún tiempo más, que ha venido a prolongar la guerra mundial con sus peligros y complicaciones. Las campañas de propaganda contra España y su Gobierno en el extranjero, lo que ellas han ya desgraciadamente logrado y los peligros que representan, aconsejan a todas luces una estructuración total y definitiva del Estado español.


    La sangre de los mártires no puede ser estéril

    La Iglesia no puede descender a concreciones partidistas, pero por el bien supremo de la Patria, sobre todo en nuestra España, que ha sido por Ella formada como nación en los concilios toledanos y que, alentando una Cruzada religiosa de siete siglos, recobró la unidad nacional en las almenas de Granada, bajo el guion del Cardenal Mendoza, sí, en estos momentos históricos de reorganización mundial, después de la guerra más terrible que ha registrado la Historia, entendemos que ha de hacer un llamamiento a todos sus hijos en momentos que pueden ser tan decisivos como los de 1936, ya que por no pocos fuera de España se pretende que resulte estéril el martirio de tantos miles que pacientemente sufrieron muerte por la religión, de tantos miles que la sufrieron luchando por Dios y por España; a la unión efectiva, con todos los sacrificios personales que sean necesarios, de todos los que sienten los grandes ideales tradicionales de la España grande, que fue paladín de la fe católica en Trento y llevó esta misma fe a veinte naciones hijas suyas en el Nuevo Continente; y a la estructuración definitiva de un nuevo Estado español que pueda servir de modelo por tantas leyes de inspiración cristiana ya dictadas en materia de enseñanza, por tantas leyes avanzadas de justicia social, ya puestas en práctica y que pueden todavía verse perfeccionadas, y de armoniosa conjugación de autoridad firme con continuidad histórica y de participación de los ciudadanos en el gobierno de la nación.


    Consolidación de la paz

    Multiforme puede ser esta participación; y de hecho lo es en los distintos países y naciones. Lo que importa es que no sea el sufragio adulterado ni por los que lo emitan ni por los que presidan la elección; que se obre en conciencia en tan grave asunto para el país, mirando todos y procurando el bien común.

    Que la hora de la paz mundial sea también la hora de la consolidación de la paz interna de España. La pasada guerra civil y Cruzada vino a ser un plebiscito armado que puso fin a la persecución religiosa. No se quiera por nadie una innecesaria revisión que pudiera llevarnos a una nueva guerra civil con grandes daños para España, con grandes peligros para la paz de las naciones occidentales de Europa. Muchas cuestiones internas de no pocos Estados se han solucionado por una guerra, sin que se intente una continua revisión. Nuestra guerra terminó antes de que la guerra mundial hubiese empezado. No tiene, por tanto, la trascendencia que quiere darse a la ayuda recibida de naciones vencidas en la guerra mundial, pues entonces no eran beligerantes, y si entonces ayudaron en pequeña proporción a la España nacional, ésta recibió también igual ayuda de otras naciones que nunca figuraron en el Eje y que eran y son aliadas de las naciones vencedoras.

    El principal esfuerzo y la sangre derramada fue en su máxima parte del pueblo español, en uno y otro bando, hasta el millón de muertos (por ello pudo Su Santidad Pío XII llamar a la guerra española “la guerra civil más sangrienta que recuerda la Historia de los tiempos modernos”), aun cuando el apasionamiento ideológico por el caso de España llevase ayudas internacionales a una y otra parte contendientes. Mas, ¿puede ser útil a la paz internacional que el mundo ansíe bucear en sucesos anteriores a la guerra mundial, remover un rescoldo para levantar nuevas llamas de guerra civil? ¿Puede ser útil a la nueva comunidad de Naciones Unidas la ausencia de España, madre en la fe y en la lengua de veinte naciones, pueblo de fisonomía espiritual fuertemente definida y al cual nadie ha superado en la defensa de la civilización cristiana y en la formación de la civilización occidental? Bien está que se elimine del Estado español cuanto pueda dar siquiera pretexto a suspicacias por formas externas, aun cuando el espíritu fuese muy distinto; pero respétese, a su vez, a España el derecho innegable de resolver sus problemas internos y organizar su régimen.

    Procúrese por nuestra parte el cierre del periodo constituyente, asentando firmes e inconmovibles bases institucionales conforme a la tradición histórica española y al grado de educación política del pueblo español. No se exponga a la nación a nuevos bandazos, que podrían conducirla al caos; pero ábranse sólidos cauces a la manifestación de las opiniones legítimas por órganos naturales de expresión.

    Váyase también a una patriótica convivencia de todos los españoles. Facilítese, en la hora de la paz mundial, el retorno a la Madre Patria de todos los que no vengan a perturbarla en España. Dense por liquidadas las responsabilidades pasadas. Proporciónense a todos medios de vida y de su actividad profesional. Haya tanta firmeza en el Poder como generosidad con los que un día se enfrentaron con él una vez depuesta esta actitud. Los católicos, sobre todo, den ejemplos vivos de perdón, de olvido, no de los hechos, pero sí de los reos; de verdadera fraternidad.

    Que la hora de la paz mundial sea también la hora de la total pacificación, de la paz material y espiritual de España, de su nueva estructuración definitiva, conforme a su tradición histórica de sanas y justas libertades. Por Dios y por España, oremos y trabajemos, cada uno desde su puesto, con fraterna unión, con alteza de miras, santo entusiasmo y espíritu de abnegación y sacrificio para que así sea.

    A este fin encarecemos las plegarias públicas y privadas al Sacratísimo Corazón de Jesús y al Purísimo Corazón de María y mandamos que en la Santa Misa los tres primeros días después de la recepción de esta Carta Pastoral se recite la oración “Pro gratiarum actione” por el fin de la guerra y haberse visto libre de ella España; y desde la misma fecha se rece, como mandada “Pro re gravi”, aun en los dobles de primera clase que no excluyan toda oración mandada, la oración “Pro quacumque necessitate”, suprimiendo desde la recepción de esta Carta Pastoral las dos oraciones hasta ahora mandadas, “Pro pace” y “Pro Papa”.

    A todos, carísimos hijos, os damos con la mayor efusión nuestra bendición pastoral, en esta hora histórica para todo el mundo, en el nombre † del Padre, y † del Hijo y † del Espíritu Santo.

    Dada en nuestro Palacio Arzobispal de Toledo a 28 de agosto, fiesta del gran doctor de la Iglesia San Agustín, de 1945.

    † Enrique, Arzobispo de Toledo, Primado de España.





    (1) “Summa Theologica”. Secunda Secundae, q. 42, art. 2, ad 3, um.

    (2) “De Charitate”. Disp. 13, “De Bello”. Locots.

    (3) “De Romano Pontifice”. Libr. V, capítulo VII.

    (4) “El Protestantismo”, cap. VI.

    (5) “Acta Apostolicae Sedis”. Volumen XXIX, págs. 200 y siguientes.

    (6) “El triunfo de la Ciudad de Dios y la resurrección de España”. Carta Pastoral publicada, siendo Obispo de Salamanca, en 21 de mayo de 1939.

    (7) Discurso de Su Santidad Pío XI a los Obispos, sacerdotes, religiosos y seglares prófugos de España el 14 de septiembre de 1936.

    (8) “Carta Colectiva”.

    (9) Esta Carta va al frente del volumen “El mundo católico y la Carta Colectiva del Episcopado español”.

    (10) En 1931, en pleno Gobierno provisional de la República, la reproducía la “Hoja del Lunes”, que sigue siempre el criterio oficial imperante.

    (11) Respecto de la no infeudación de la Iglesia en ningún partido político, véase nuestro sermón en el Cerro de los Ángeles, pronunciado en 30 de mayo de 1944, con motivo del XXV aniversario de la inauguración del monumento y consagración de España al divino Corazón, y nuestra Pastoral de 8 de mayo último al terminar la guerra en Europa.

  3. #3
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    Re: Comentarios de Luis Ortiz y Estrada a unas pastorales del Cardenal Pla

    Fuente: Misión, Número 308, 8 de Septiembre de 1945. Páginas 3 y 11.


    En previsión de nuevos bandazos


    Por LUIS ORTIZ Y ESTRADA


    Con el epígrafe “La futura estructuración del Estado”, la prensa destaca en sus extractos el siguiente párrafo de la Pastoral que acaba de publicar el Primado de España:

    “Igualmente creemos que la terminación de la guerra mundial y las circunstancias internacionales aconsejan con urgencia la total y definitiva estructuración del Estado español, que forzosamente debía estar en estado constituyente durante la guerra y Cruzada, y aún por algún tiempo más, que ha venido a prolongar la guerra mundial con su peligrosa complicación [sic]. Las campañas de propaganda contra España y su Gobierno en el extranjero, lo que han ya, desgraciadamente, logrado, y los peligros que representan, aconsejan a todas luces una estructuración total y definitiva del Estado español”.


    Más adelante, añade la citada Pastoral:

    “Procúrese por nuestra parte el cierre del periodo constituyente, asentando firmes e inconmovibles bases institucionales conformes a la tradición histórica española y al grado de educación política del pueblo español. No se exponga la nación a nuevos bandazos, que podrían conducirla al caos; pero ábranse sólidos cauces a la manifestación de las opiniones legítimas, por órganos naturales de expresión”.


    Con razón el sabio Prelado señala como un peligro que ya ha causado daños el que no tenga el Estado la estructuración definitiva, mediante instituciones fundamentales conformes con el ser nacional manifiesto en la genuina historia política y social de nuestra patria; es decir, la tradición, que siempre ha tenido en España en el palenque político sabios defensores y masas numerosas aguerridas, abnegadas y muy heroicas. Con razón teme que, según sea la solución que al problema se dé, quede expuesta la “nación a nuevos bandazos que podrían conducirla al caos”. Hace unas semanas, hablando de Cánovas y su nefasta restauración, nos referíamos a este mismo peligro que, en el ejercicio de su cargo pastoral, con tanta elocuencia y mayor autoridad, advierte la paternal solicitud de nuestro Primado.

    Y a nadie puede sorprender que en su Pastoral sobre el fin de la guerra haya tocado S.E. este tema, con la prudencia y sabia cautela que pone el señor Arzobispo en sus palabras. Los momentos son ciertamente graves y no escapa a la penetración de nadie que hay quien pretende dar a este problema soluciones que, a más o menos largo plazo, siempre muy breve plazo, llevarían la nación al caos en que ya otras veces hemos estado a punto de perecer. Y si bien no es misión específica de la Iglesia regir los intereses temporales de las naciones, tiene el derecho, y aun el deber, de ocuparse de ellos, cuando está en riesgo la salud de las almas que está confiada a su cuidado. Las palabras que hemos citado no pueden sonar en los oídos de nadie como una intromisión, sino como prueba plena de lo crítico del momento y de la enorme trascendencia del problema a resolver.

    * * *


    El sabio Prelado señala un fin a conseguir en la tan ansiada restauración: “Asentar firmes e inconmovibles bases institucionales, conformes a la tradición histórica española”. La solución, pues, en opinión del Primado, no está en restaurar pura y simplemente una institución, aunque ésta sea la suprema en el orden temporal, como es la Monarquía, sino en asentar sobre bases firmes las instituciones fundamentales. No una, sino varias instituciones orgánicamente dispuestas para el fin de conservar la unidad que es necesaria a todo ser. En la mente del Primado, la Monarquía no puede ser una institución a la que se subordinen las conveniencias nacionales. A ella hay que ir a parar porque es institución nacional, de modo y manera que sea una garantía de unidad y conveniencia patrias.

    Y al pensar el sabio Prelado en la unidad nacional, pensó, claro es, en la unidad política que se consumó al juntar los Reyes Católicos los reinos que formaran la vieja España; pero no pensó sólo en ella, que, sin más, sería una unión férrea que excitaría en lo unido tendencias disgregadoras, sino en la unión que arranca de la comunidad de ideas y afectos; unidad social que es absolutamente indispensable, si la unidad política ha de ser para los pueblos un factor poderosísimo de bien común y no un tormento que se sufre como una imposición o un castigo. Unidad ésta que, sobre todo en España, tiene su base en la unidad católica con todas sus consecuencias, base y fundamento de nuestro ser político y de nuestra grandeza en todos los órdenes. A este efecto viene a cuento recordar estas magníficas palabras de Menéndez Pelayo, que tuvieron plena confirmación en la historia de la nefasta restauración que hizo Cánovas, en la República y la Cruzada: “España, evangelizadora de la mitad del orbe; España, martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio…, ésa es nuestra grandeza y nuestra unidad: no tenemos otra. El día en que acabe de perderse, España volverá al cantonalismo de los Arévacos y de los Vectones, o de los reyes de Taifas…”, o al federal de Andalucía y Cartagena, o al estatutista y marxista de Cataluña, Vascongadas y Asturias.

    * * *


    Al margen del pueblo, mejor dicho, contra el pueblo que en Navarra, en Castilla, en las Vascongadas, en Cataluña, en Aragón, en Valencia se levantó en armas en contra del desaguisado, una intriga palaciega, capitaneada por una infanta masona, que entró en la regia cámara dando bofetadas a un Ministro, apoyada por unos cuantos jerifaltes políticos y algunos generales que intrigaban en los clubs y las logias, coronó a la dinastía alfonsina, que, en aras de su ambición, se les sometió por entero y sometió a ellos a la desdichada España. El régimen constitucionalista que se nos impuso fue una serie ininterrumpida de golpes de fuerza realizados por los generales que conseguían arrastrar algunos batallones. Así subían los progresistas derribando a los moderados, y del mismo modo se encumbraban los moderados abatiendo a los progresistas. Este indigno juego de pronunciamientos destronó primero a Doña Cristina y, por fin, a Doña Isabel y, con ella, a la dinastía. “Cayó para siempre la raza espuria de los Borbones”, dijo Romero Robledo, que fue Ministro más tarde con Alfonso XII. Serrano, el general bonito, y Prim, que a manos llenas habían recibido los favores de Doña Isabel, hicieron la revolución de septiembre que la destronó. A alguno de ellos dijo la desdichada señora: “Te he hecho general, te he hecho duque, pero no he conseguido hacerte caballero”. Contra ella levantaron sus espadas y contra ella soltaron las lenguas más procaces y las plumas más venenosas, que no respetaron ni lo más íntimo y sagrado del hogar. Restauraron la Monarquía, puramente democrática esta vez, ciñendo la corona a Don Amadeo, que para no ser víctima de las desdichas de sus antecesores, abandonó el trono en que ya no quería sentarse. Término fatal de dicha Monarquía habría de ser el caos anárquico, que si en España logra fraguar de alguna manera en alguna forma política, es indefectiblemente la republicana.

    El pronunciamiento de algunos batallones en Sagunto coronó, siempre al margen del pueblo, a Alfonso XII. Con esta base y el apoyo otra vez de los políticos y generales que intrigaban en los clubs y sociedades secretas, Cánovas logró sacar adelante la restauración de la Monarquía en aquella dinastía, antes repudiada y villanamente injuriada, previo el compromiso de conservar lo posible de la obra de la revolución, que proseguiría con la tenacidad y cautela necesarias. Otra vez fue término fatal de la restauración el caos anárquico, con su característica forma republicana.

    De la firmeza de convicciones de los artífices de tantas desgracias son prueba los siguientes hechos patentes en la historia: el mismo Ejército reclutado por la fuerza, los mismos generales y políticos que, en lucha contra los carlistas, se apellidaban cristinos e isabelinos, derribaron a la madre y a la hija ultrajando sus nombres del modo más soez. En la última guerra civil, el mismo Ejército obligado por las quintas, que empezó a luchar contra los carlistas en defensa del rey demócrata Don Amadeo, siguió la misma guerra defendiendo la República, para terminarla defendiendo al rey constitucional, hijo y nieto de las reinas destronadas y villanamente injuriadas.

    Así se explica que escriba el señor Arzobispo lo que desde hace tiempo brota del corazón de tantos españoles beneméritos, con una larga historia de abnegados sacrificios. “No se exponga la nación a nuevos bandazos, que podrían conducirla al caos; pero ábranse sólidos cauces a la manifestación de las opiniones legítimas, por órganos naturales de expresión”.

    Nuestro Primado, que conoce a fondo la obra de Balmes, el primero de nuestros tratadistas políticos modernos, habrá recordado la magnífica campaña que llevó a cabo acerca del matrimonio de Doña Isabel. Era este asunto objeto de intrigas diplomáticas entre las naciones en aquel entonces grandes, lo era también por parte de los partidos políticos españoles, asimismo lo era de parte de Doña Cristina; todos muy atentos a los beneficios que para ellos querían conseguir, prescindiendo todos del interés nacional, que era el que debía tenerse principalísimamente en cuenta. Por esto todos andaban en tratos y cabildeos, que procuraban mantener en el mayor secreto, con el intento de situar a sus contrarios y a la distraída nación ante el hecho consumado. Balmes se lanzó a la palestra y planteó el problema ante la nación en aquella campaña que le hace maestro indiscutible de los periodistas políticos. Había quienes pretendían que se mantuviera secreto el negocio de tan vital interés. “No es, pues, dañoso –escribía Balmes– no es impropio, no es ofensivo al decoro de la majestad el que la opinión pública se manifieste sobre este negocio: la España tiene en él un interés demasiado grande para que no tome una parte legítima y decorosa; tiene en él un interés demasiado vital para que se pueda fiar su resolución al acaso; que fiarle al acaso sería el dejarle encomendado exclusivamente a oscuras combinaciones, que podrían muy bien tener otro objeto que la felicidad de la nación. No, lo que interesa a la España no puede ser indecoroso al Trono; y a la España le interesa influir con su opinión en la resolución acertada de tan importante negocio. Muestre la nación este interés de una manera decorosa, pero significativa, y por cuantos conductos legales estén en su mano, que, si así lo hiciere, nadie, absolutamente nadie, será bastante osado para precipitar este suceso, posponiendo los intereses nacionales a particulares designios, a intrigas extranjeras; nadie, absolutamente nadie, será bastante resuelto para condenarnos a medio siglo de postración, de desorden y desventuras; nadie, absolutamente nadie, será bastante atrevido para comprometer con un paso imprudente el porvenir del Trono de Isabel II y de los pueblos que le están encomendados”.

    No se hizo caso de las conminaciones de Balmes. Hubo quien se lanzó a la aventura precipitando el matrimonio ante el efecto que producía la campaña de Balmes. Fueron los Narváez, los Mon, los Pidal, los Istúriz; y fueron Doña Cristina y la propia Doña Isabel quienes se prestaron a hacer el juego de Guizot. El resultado para Europa fue la revolución, que costó el Trono a Luis Felipe y derribó del Poder a Metternich; para España, una serie ininterrumpida de desdichas, que culminaron en las dos Repúblicas; para Doña Isabel y sus descendientes, continuados infortunios familiares y la pérdida del Trono para ella y su nieto Alfonso XIII.

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    Re: Comentarios de Luis Ortiz y Estrada a unas pastorales del Cardenal Pla

    Fuente: Misión, Número 309, 15 de Septiembre de 1945. Páginas 3 y 11.


    POR VÍA DE EJEMPLO


    Por LUIS ORTIZ Y ESTRADA


    La atenta lectura del texto íntegro de la notable pastoral de nuestro Primado nos ha llevado con el mayor gusto a releer algunos de los magistrales artículos de la magnífica campaña en que Balmes consumió los más fecundos años de su vida. Recordamos que nuestro Primado ha dicho con la autoridad de su cargo pastoral: “Procúrese por nuestra parte el cierre del periodo constituyente, asentando firmes e inconmovibles bases institucionales conforme a la tradición histórica española…”.

    Cuando Balmes escribía sus artículos políticos no estaba el Trono de hecho vacante y el Estado tenía la estructuración adecuada a aquella Monarquía; no obstante, el gran escritor, un día y otro, no se cansaba de repetir que España estaba sin constituir, que era absolutamente indispensable restaurar la Monarquía, porque aquella Monarquía y las instituciones en que se apoyaba eran contrarias al modo de ser y a la tradición histórica española, además de carecer del sólido cimiento que da estabilidad al poder público.

    Resulta esto de las siguientes palabras de Balmes:

    “Cuando la Reina Cristina, encargada del gobierno durante la enfermedad de su esposo, expidió el decreto de amnistía, se inauguró la nueva época que no ha terminado aún; en la apariencia no era más que una amnistía; en la realidad era un cambio de política”; “con aquel decreto… comenzó la política que resuelve las cuestiones de interés nacional en vista del interés del momento y con miras de conservación del poder; en la amnistía pudo tener tanta parte como se quiera la magnánima generosidad de la augusta esposa de Fernando; pero en el fondo, en los designios de los que aconsejaron semejante paso, fue un contrato tácito con el partido liberal: Te apoyo para que me sostengas; do ut des. Así lo entendieron los amnistiados, así lo indicaban las circunstancias, así lo han mostrado los sucesos”. (“Obras Completas”. Tomo XXIV, páginas 119-120).

    En virtud del pacto surgió una nueva Monarquía, fundamentalmente distinta de la tradicional española, que había ido a buscar su cimiento sobre bases totalmente diversas. Buscó el apoyo de los caudillos de los partidos políticos, y de acuerdo con éstos, el de los generales que intrigaban en los clubs y las sociedades secretas, a los que entregó el mando del Ejército creyendo que así conquistaba su lealtad, cuando en realidad lo entregaba, atado de pies y manos, a la revolución, que lo convertiría en instrumento de su poder. La Monarquía quedó montada en el aire. “El apoyo ofrecido a los Tronos por los principios revolucionarios –escribió Balmes– es siempre muy sospechoso: La Monarquía es por esencia un elemento de orden y estabilidad; los principios revolucionarios son por esencia agitadores y disolventes; no pueden unirse; su unión es la muerte de uno de ellos, y a veces de ambos: El Trono de Luis XVI y las libertades francesas se hundieron juntos en los horrores de la Convención y de la Dictadura militar”. (O. C., tomo XXXII, p. 184). El proceso patológico en que debía perecer aquella Monarquía, ya tan republicanizada, lo describe Balmes con las siguientes frases: “Las revoluciones, antes de destruir los Tronos, cambian las instituciones que rodean al Trono; si entonces la Monarquía no llena tampoco su objeto, se culpa a las personas y se cambia de dinastía; y si ni aun así se logra lo que [se] deseaba, el Trono es arrumbado como un mueble inútil o hecho astillas como dañoso”. (O. C.; tomo XXXIII, p. 96).

    Para que no se consumara el satánico plan de infiltrar la revolución hasta la médula de España, Balmes concibió el de una verdadera restauración de la Monarquía española, según se ve en las siguientes palabras: “Teníamos profundamente grabada la idea de que era necesario sustraer el Trono de Isabel II a la necesidad de los apoyos revolucionarios que desde su elevación lo han conmovido al paso que lo sostenían, y de que era preciso hacer entrar en la combinación con la España nueva la España antigua, para dar a la Monarquía el cimiento anchuroso y sólido de las ideas y sentimientos nacionales, de las tradiciones españolas, creyendo que sólo de esta manera podía conseguirse que subiese a las regiones del poder la savia vivificante que circula por las entrañas de la sociedad”. (O. C., t. XXXII, p. 185).

    Aprovechando el haber llegado Doña Isabel a la edad núbil, concibió Balmes el proyecto de su matrimonio con el conde de Montemolín, no con el fin, que no resolvía nada, de dar simplemente un marido a la Reina, y a la nación un Rey consorte con menos influencia que la Reina que no gobernaba, sino con el sabio propósito de dar un Rey a la nación, verdadero Rey que reinara y gobernara con la savia vivificante que circula por las entrañas de la nación, en la que debía tener el Trono sus raíces, y no en la ficción de los partidos y la espada de algunos generales. En el carlismo que defendía la legitimidad de la dinastía proscrita encontraba Balmes el sólido cimiento que el Trono necesitaba. A este efecto escribía:

    “Hay en España un partido numeroso que en diferentes circunstancias ha dado pruebas de lo mucho que vale: sus principios sociales son los únicos que, aplicados con discreción y oportunidad, pueden cerrar el cráter de las revoluciones y restablecer la tranquilidad y sosiego de que tanto necesita esta nación desventurada… Los inmensos recursos con que cuenta este partido, sus ramificaciones vastas y profundas, el apoyo decidido que encontraba en todas partes, bien lo manifiesta el haber sostenido la lucha durante siete años, el haber llegado a equilibrar sus fuerzas con las del Gobierno, a pesar de haber tenido que vencer las dificultades que siempre presenta un levantamiento contra el poder establecido; bien lo manifiesta el carácter de los acontecimientos de la guerra, el sistema de las operaciones y maniobras a que estaban respectivamente sometidos los Ejércitos de Don Carlos y los de Doña Isabel; la facilidad con que una expedición carlista atravesaba toda la España y con que los cuerpos ejecutaban sus movimientos en las provincias de su residencia habitual; el que ellos podían marchar y maniobrar en todas las unidades, el Ejército entero, las divisiones, los batallones, las compañías, hasta los individuos, mientras las tropas de la Reina no podían dar un paso sino en grandes cuerpos, con abundantes convoyes, con muchos puntos fortificados que les sirviesen de apoyo, y aun así no podían evitar frecuentes descalabros, debidos no pocas veces a la falta de noticias en que estaban con respecto a la situación y marchas del enemigo, a causa del aislamiento en que el país dejaba a las tropas, mientras favorecía por todos los medios posibles a los defensores de Don Carlos. Ésta es una verdad reconocida por cuantos tomaron parte en la guerra o pudieron verla de cerca o siguieron con mediana observación el curso de los acontecimientos; una verdad que lamentaban todos los generales de la Reina, todos los jefes de operaciones, un hecho contra el cual estaban tomando continuas medidas, todas con ningún o escaso resultado. ¿Y qué revela este hecho? Revela el hondo arraigo que tienen en las entrañas del país los principios defendidos por este partido”. (O. C., t. XXVI, páginas 191 a 193). Se escribía lo que antecede en 1844, cuatro años después del final desdichado de la primera guerra civil. Cien años de historia patria confirman plenamente la genial visión de Balmes, como lo demuestran la campaña montemolinista, la tercera guerra civil, el brío, la pujanza, el heroísmo con que el Carlismo se lanzó a la Cruzada. De todas las formas políticas en que plasmó la revolución en tiempos de Balmes no queda nada; todas han desaparecido con la vergüenza de grandes fracasos y muy tremendas catástrofes. Queda, en cambio, el carlismo en que plasmó políticamente la resistencia nacional contra la revolución. En el carlismo abatido de su tiempo supo ver Balmes la gran fuerza de regeneración nacional, no sólo por la verdad y el carácter genuinamente nacional de sus principios políticos, sino por el gran arraigo que tenían en las entrañas de la nación. Cinco han sido los Reyes de la dinastía carlista y cuatro han levantado bandera en los campos de batalla, arrastrando siempre a la nación en empeñadas guerras. Tres reyes de la dinastía [liberal] han sido destronados, asistiendo la nación indiferente a su desventura. Ésta es la gran verdad que supo percibir lúcidamente la clara perspicacia del sabio sacerdote vicense.

    La triple alianza de la Corte isabelina, los moderados Narváez, Mon, Pidal, Istúriz –el llamado por Guizot partido francés– y Luis Felipe, por aquel entonces Rey de los franceses, hicieron fracasar el plan de Balmes, que hubiera, evidentemente, hecho la gloria de España. Para ello Narváez dictó desde el Gobierno medidas tremebundas, amenazando a los montemolinistas con toda la fuerza del espadón de Loja; se atacó villanamente a Balmes desde la Prensa ministerial y se precipitó la solución al darse cuenta de que Balmes, con su pluma, arrastraba la nación hacia la solución que verdaderamente respondía al interés nacional. No hubo empacho en correr los riesgos de una ruptura con Inglaterra satisfaciendo las ambiciones de Francia con el matrimonio de la Infanta Luisa Fernanda y Montpensier.

    Consumado el desastre y persuadido Balmes de que no cabía solución pacífica del gravísimo problema político español, decidió matar el periódico cuyo éxito crecía de día en día, lo mismo desde el punto de vista de la influencia política que del económico, pues con ser un semanario, le rendía unos tres mil duros anuales, entonces que los presupuestos del Estado se cifraban en reales. Los isabelinos de Madrid –Viluma, Isla, Tejada, Veragua…–, que apoyaban a Balmes decididamente en su empeño, trataron de disuadirle. A una carta en este sentido de Viluma contestó Balmes con una, de la que extraemos los siguientes párrafos, cuyo contenido político merece ser muy seriamente meditado por todos: “Me dice V. que el Príncipe es un buen sujeto, no lo dudo. ¿Pero qué tenemos con eso? ¿Qué podrá hacer el Príncipe, con la mejor voluntad del mundo? Nada, señor Marqués, nada. Se muestra V. poco dispuesto a mezclarse en política: hace usted bien. Usted no sirve para cortesano, y ésta no es época de hombres de Estado. Añade V. que se trata de reunir alrededor del Príncipe consorte un centro de influjo y poder militar que sostenga el Trono. Ya me figuraba que se contaba con esto. ¡Pobre país! Siempre el poder militar, como si gobernar fuese pelear, y una nación pudiese convertirse en un campamento. Por desgracia, en un campamento se convertirá por una larga temporada: hay hombres que se hacen la ilusión de que se pueden repartir bofetones a diestro y siniestro y que los demás lo han de sufrir. ¡Tontería! Todos los hombres tienen sangre en sus venas, y ¡son tantos los que prefieren la muerte a la humillación!” (“Cheste o todo un siglo”, por el marqués de Rozalejo. Pág. 148).

    Con un Rey consorte de una Reina que reinaba pero que no gobernaba, Rey que, por otra parte, no aportaba fuerza propia al Trono, sabía Balmes que no se podía hacer nada. La revolución por obra y gracia de la Corte; de Luis Felipe, hijo de Felipe Igualdad; de los moderados al servicio de Guizot, había ganado la partida en el campo de la política. Se habían remachado las ataduras del pacto nefando que Balmes denunció con ánimo de romperlo, liberando al trono para liberar a España de su esclavitud. Sabía que España no se resignaría, y por esto bien claramente anuncia la guerra.

    Bien poco duraron las alegrías de aquel triunfo. En 1846 se celebraron las bodas reales, y en 1848 dictó Doña Isabel el decreto reservado encargando a Miraflores que constituyera un capital a su nombre en el extranjero que permitiera aliviar los rigores de la emigración que ya se preveía. Luis Felipe había caído, precisamente por haber ganado con engaño la partida a Inglaterra en la cuestión de las bodas. Los generales a quienes favoreció Doña Isabel a manos llenas –Serrano, Prim y tantos otros– arrastraron al Ejército a levantarse contra la señora en aquel conjunto de ignominias que se llamó revolución de septiembre, cuyos gastos pagó aquel duque de Montpensier que Doña Isabel quiso casar con su hermana. Cuantos apoyos se quiso dar al Trono contra el criterio de Balmes se volvieron en palancas para hacerlo caer, hasta proclamar la República.

    No escarmentó Doña Isabel en el ejemplo de su madre destronada por la espada de Espartero, a quien tanto favoreció contra Luis Fernández de Córdova y Narváez; no escarmentó en la experiencia propia y confió su hijo a los mismos que con ella tan villanamente se habían portado. Lo pagó su hijo con el cuadro horrendo de su muerte, narrada por Romanones en su biografía de Doña María Cristina: “El Rey, con esposa, con madre, con hijas, con hermanas, moría en El Pardo como se muere en los hospitales, en soledad completa, y a tanto se llevó el secreto, que hasta de su próximo fin no tuvo conocimiento el que debía recoger su última confesión, y que sólo llegó a tiempo para administrar los Santos Óleos. Así entregó el alma a Dios la Majestad muy Católica de España”. Todo ello porque Cánovas, que sabía el ningún arraigo nacional de la restauración que él había hecho para salvar la revolución de septiembre en sus esencias, temía que la noticia de la muerte produjera un alzamiento nacional que diera al traste con la dinastía y la revolución.

    Y lo pagó Doña Isabel con algo que debió dolerle mucho más que el destronamiento y las vilezas que de ella dijeron aquéllos a quienes tanto favoreció. Su hijo, que le debía el ser y le debía el trono por su abdicación, le negó obstinadamente el consuelo de volver a la patria en que había nacido. El miedo, hijo del ningún arraigo que en la nación tenía, le impedía dar a su anciana madre el consuelo de vivir a su lado.

    He aquí unas cartas con las que cerramos este escrito. La primera respira la nobleza de aquel gran rey que los carlistas veneran con el nombre de Carlos VII.

    “Mi querida Isabel: Sé que deseas volver a ver el cielo de la patria, y como conozco tu corazón de española, comprendo lo que sufrirás al verte privada de ir al lado de tu hijo. Yo reino en las hermosas provincias del Norte, que conoces, y mi mayor placer es ofrecértelas para que vengas a vivir aquí, en el punto y manera que mejor te plazcan.

    “Si quieres ir a Lequeitio o a Zarauz, donde estuviste en otras épocas, podrás ocupar los mismos palacios que habitaste, pues no creo que en tal caso los marinos de tu hijo continúen bombardeando aquellos puertos, y si lo intentaran, tengo cañones de bastante alcance para que te dejen tranquila. Si prefieres Tolosa, Vergara, Estella, Durango u otro puerto cualquiera de este territorio, todos están a tu disposición y yo me consideraré muy honrado en defenderte y ampararte.

    “De todos modos, quiero que sepas que los puertos de España no están cerrados para ti.

    “Te quiere de corazón tu afectísimo primo Carlos.– Tolosa, 25 de mayo de 1875”.

    La segunda es de Doña Isabel.

    “Gracias infinitas por tu carta, que tan bien revela tus sentimientos. Tus ofertas me han conmovido, y bien sabe Dios cuánto te lo agradezco. ¿Pero qué puedo decirte en las actuales circunstancias? Que hoy no puedo más sino pedir a Dios y a la Virgen que tú y mi hijo os abracéis y que juntos todos vivamos en nuestra amada patria, a la cual deseo pronta paz y tranquilidad.

    “Las lágrimas se me caen al pensar que tu noble corazón es el primero que me ofrece asilo en el país donde nací y reiné. Que Dios te pague el consuelo que me das. ¿Quién sabe si tendré que tomar baños de mar y pronto juntos disfrutaremos del sol de nuestra patria?”.

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    Re: Comentarios de Luis Ortiz y Estrada a unas pastorales del Cardenal Pla

    Libros antiguos y de colección en IberLibro
    Fuente: Misión, Número 310, 22 de Septiembre de 1945. Páginas 3 y 11.


    EN LA ENCRUCIJADA DECISIVA


    Por LUIS ORTIZ Y ESTRADA


    Con nuestros artículos a propósito de la pastoral de nuestro Primado, nos hemos propuesto subrayar con el ejemplo de la historia, maestra de la vida, la importancia trascendental del momento en que nos encontramos y ha determinado a tan sabio prelado a escribir que cese nuestra interinidad política para afrontar resueltamente la restauración. “Creemos –dice la pastoral– que la terminación de la guerra mundial y las circunstancias internacionales aconsejan con urgencia la total y definitiva estructuración del Estado español”, asentado “sobre firmes e inconmovibles bases institucionales conformes a la tradición histórica española”.

    Hoy, como cuando Balmes escribía, se encuentra España en una encrucijada en la que se ofrece un camino de salvación, pero en la que también se abren vías que conducen al abismo. La experiencia, harto dura, de un siglo de historia, demuestra con evidencia deslumbradora que, al despreciar entonces las sabias lecciones del gran Balmes, se hizo perder a España una maravillosa oportunidad de regeneración política sobre la base de la verdadera restauración monárquica, hecha con monárquicos de pura cepa y de raíces firmes en el país, con lo que se habría logrado la paz y la prosperidad tan ansiadas, base del verdadero y sólido esplendor de las naciones. Porque no se siguió el camino que se debía, ha sufrido nuestra patria un calvario de verdaderos desastres que han culminado en las dos fatales etapas republicanas.

    Escribía en aquel entonces la pluma del gran Balmes: “Es necedad el mecerse en vanas esperanzas, es temeridad querer estrellarse contra la fuerza de las cosas, es cobardía el abatirse en presencia del infortunio, y postrarse, y llorar. La España se salvará si ella propia se salva; si no, no; la España recobrará su aplomo si ella trabaja por recobrarle; si no, no; la España tendrá gobierno si ella emplea sus medios para que se funde, y se afirme, y se arraigue; si no, no; la España verá cesar ese sistema, que ya lleva algunos años, de gobernar intrigando y perturbando y explotando, si ella procura que cese; si no, no. Y lo repetimos: si no, no; si la España no piensa en sí misma, si no recuerda lo pasado, si no atiende a lo presente, si no mira al porvenir, si, descuidada como la buena fe, floja como el cansancio, deja que unos pocos lo digan y lo hagan todo a nombre de ella, entonces ni tendrá gobierno, ni paz, ni sosiego, ni esperanza de prosperidad, y será víctima de turbulentas pandillas, de camarillas miserables, de intrigas extranjeras; será la befa y el escarnio de las demás naciones; se la verá apenas en una extremidad de Europa, como aquellas plantas mustias y descoloridas que vegetan en una roca junto a un lozado jardín” (O. C.; t. XXVIII; página 27). La perspectiva que se ofrecería hoy a los ojos de aquel gran hombre, caso de seguir emperrado en el error, serían mucho más terribles. Hoy los fermentos del mal tienen muchísima más virulencia y hay en lo internacional una atmósfera que les es más favorable, por más que haya en ella ventanas que, debidamente aprovechadas, puedan sanearla. El camino de perdición hoy conduce a abismos más negros entre convulsiones mucho más tremendas que las que ya hemos sufrido. Y añadía en la página siguiente: “Que en las grandes crisis de los pueblos, en esos momentos solemnes en que la sociedad se transforma, y saliendo de un caos espantoso demanda un nuevo elemento para recobrar sus fuerzas, para vivir, indignos serán [de] acaudillarla quienes piensen en otra cosa que en el grande objeto en que se envuelve la suerte de millones de sus semejantes; quien busque el incienso de la adulación en vez de la gloria; quien prefiera los melosos acentos de la lisonja al atronador estrépito de los aplausos de los pueblos”.

    En aquellas fechas a que nos hemos venido refiriendo, había quienes creían que era Narváez, el omnipotente espadón de Loja que salvó a España de las convulsiones en que se debatió Europa en 1848, quien salvaría a España de los peligros que la amenazaban, no siendo, por tanto, necesaria la restauración que Balmes y el pueblo español deseaban. Resueltamente afirma nuestro escritor que Narváez no es el hombre porque carece de grandes ambiciones y se apoya en una situación que no tiene cimientos estables: “el general Narváez se distingue por la energía de carácter y la celeridad y acierto de acción en los momentos críticos: de aquí su importancia. Este mismo hombre escasea de pensamiento político: de aquí su vacilación en el mando y sus caídas. Ve una España de salones y cuarteles: mientras está en ella, triunfa y domina; mas para el gobernante hay una España fuera de los cuarteles y de los salones; en ella Narváez yerra, y por este error, cuando llega el caso, es vencido en los salones y no le salvan los cuarteles. Se ha dicho que Narváez es hombre de grande ambición; mas no parece que sea de ambición grande. La ambición, cuando es grande, se encamina a cosas grandes. Soberbios palacios, espléndidos trenes, pomposos títulos, altas condecoraciones, todo esto puede hallarse junto a una ambición grande, mas no es el objeto de ella; sostener el orden y conservar en equilibrio las pequeñas fracciones de un partido pequeño, tampoco es digno de una ambición grande. La experiencia y las contrariedades parecen haber quebrantado un tanto las violencias de los ímpetus antiguos; esto es bueno; pero si el quebranto ha de producir flexibilidad para plegarse a ciertas personas y cosas diminutas, en vez de una mejora es un deterioro. La verdadera flexibilidad, digna de un hombre de Estado, es el saber plegarse a las grandes cosas. El general Narváez se considerará necesario para la situación actual; quizá otros no lo crean así; pero sea necesario en buen hora: la situación actual ¿qué cimientos tiene? ¿Se han curado los males en su raíz? Narváez sabe bien que no; y no lo sabe él solo”. (O. C.; t. XXXII; págs. 382 y 383).

    Volviendo al momento presente, es evidente que España puede salvarse de los peligros que la acechan y emprender con resuelta marcha el camino de regeneración política que borre dos siglos de continuos infortunios. Pero ha de quererlo con la voluntad firme con que se quieren las cosas grandes y de mucho empeño. No se trata de un grado más o menos de prosperidad, sino de la vida misma de la nación, que no sucumbiría sin tremendas convulsiones que a todos nos alcanzarían. Nos ha de mover a hacer el esfuerzo necesario, no sólo una razón de patriotismo, sino el egoísmo individual de quien defiende la hacienda y la vida propias y el honor de las madres, esposas e hijas. Todo hace creer que, si se repitieran las circunstancias pasadas, los horrores aumentarán en grado sumo.

    Se puede salvar, se ha de salvar, porque tiene los elementos necesarios para salvarse. Aquellos principios sociales que Balmes proclamó “únicos que, aplicados con discreción y oportunidad, pueden cerrar el cráter de las revoluciones y restablecer la tranquilidad y sosiego” siguen viviendo en el campo político español defendidos abnegadamente, heroicamente, por el organismo político único que en Europa cuenta con un siglo de existencia, en el curso del cual, como dijo Balmes, ha dado pruebas de lo mucho que vale y del vigor con que está arraigado en las entrañas de la nación. Este hecho, en cierta manera maravilloso, porque es único en la historia contemporánea, da la robusta base en que ha de fundarse el poder político capaz de guiar con fuerza bastante a la nación por las revueltas aguas de la política moderna.

    Ni ha de confiar en vanas esperanzas, ni ha de entregarse a catastróficos pesimismos, con los que se quiere tantas veces excusar lo trabajoso del esfuerzo que se ha de hacer. Tampoco hemos de fiar en el vano mesianismo que confía en el hombre excepcional que nos saque del atolladero. Para salvarse España, es España quien ha de quererlo, quien ha de poner en tensión los más firmes resortes de su voluntad y obrar con la decisión que exigen las grandes empresas. En suma, la salvación de España será, si se la hace, una obra nacional, porque será la nación quien la emprenda para el fin más caracterizadamente nacional.

    Este sentido damos a la frase de la pastoral de nuestro Primado, que dice: “Ábranse sólidos cauces a la manifestación de las opiniones legítimas por órganos naturales de expresión”. Porque, como dijo Balmes, en una empresa tan sustancial no se concibe una España que no piense en sí misma, que no atienda a las lecciones del pasado, que viva en el descuido de la buena fe o la flojera del cansancio. La obra de una camarilla más o menos atenta a los vientos que soplan más allá de las fronteras, no tardaría en derrumbarse abriendo la puerta a nuevos horrores, en los que todo estaría a punto de perecer.

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