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Tema: La españolía de don Ramón Menéndez Pidal

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    La españolía de don Ramón Menéndez Pidal

    La españolía de don Ramón Menéndez Pidal



    Antonio Rodríguez Huéscar

    "Para tres generaciones de españoles por lo menos, y en orden creciente, la figura de Menéndez Pidal ha estado permanentemente al fondo de su paisaje intelectual, como una garantía de que España, la España positiva, creadora, la España capaz de vivir «a su nivel histórico» aún seguía existiendo. No digo que esa garantía y esa seguridad radicasen sólo en la figura de don Ramón; otros hombres meritorios en todos los sectores de la vida intelectual o artística formaban parte esencial de ella -pues es bien cierto que una golondrina no hace verano-. Pero don Ramón Menéndez Pidal era como la encarnación tutelar y casi paradigmática de toda esa ilustre cohorte. Por su edad, por la especie de serenidad imperturbable que emanaba tanto de su persona como del sentido entero de su obra -obra de tan decantada claridad y perfección-, por ese clima de alta cumbre que le rodeaba, don Ramón parecía estar siempre au dessus de la mêlée. Era considerado como patrimonio común por tirios y troyanos. La evidencia de su valor y significación en el campo de la creación científica y literaria se imponía a todos con tal fuerza y sobreabundancia, que a nadie -salvo alguna desgraciada, y desdeñable, excepción- se le ocurría vincular su nombre en serio a los vaivenes y contingencias de la lucha política. Su prestigio se cernía sobre ella como algo que no ha de entrar en discusión, por constituir parte integrante -y en verdad principalísima- del conjunto de los bienes nacionales y de los títulos del crédito histórico de España.

    Estas palabras traducen, en efecto, la vivencia que yo tuve de don Ramón -y que, según he podido comprobar, era compartida por la mayor parte de mis compañeros universitarios- desde mis primeros tiempos de estudiante, incluso antes de haberlo leído (y comencé a leerlo muy joven, en la primera edición de Poesía juglaresca y juglares).

    Y esto es lo primero que hay que señalar, creo, acerca de don Ramón Menéndez Pidal como español. Al menos, es lo primero que, como dato testimonial, se le ocurre señalar a un español de mi generación. Puede resumirse así: Menéndez Pidal ha formado parte esencial de la figura espiritual de España, de la mejor España, para los españoles de por lo menos cuatro generaciones, desde que abrieron los ojos a la vida. Para estos españoles, don Ramón constituyó, pues, a nativitate, una enorme circunstancia española, consagrada y enteriza, inamovible, con la fuerza de un hecho histórico-cultural de primera magnitud. Era algo que pertenecía a la vez al pasado y al más vivo y actual presente, algo así como una «gesta de descubrimientos» en marcha hacia siempre nuevas promisoras perspectivas. Y el protagonista de esa gesta, don Ramón, estaba ahí -en el Centro de Estudios Históricos, en la Academia, en su residencia de Chamartín-, visible y abordable, trabajando y produciendo sin pausa nuevos y cada vez más frescos frutos, a los 60, a los 70, a los 80, a los 90, casi a los 100 años. Parecía increíble y, al mismo tiempo, nos habíamos acostumbrado de tal manera a esa larga presencia creadora que ya la considerábamos casi tan natural como el giro de los astros. Ahora bien, lo que esa gesta viviente de descubrimientos descubría día a día, ante los maravillados ojos de los españoles y aun de los extranjeros, era... España, una nueva y desconocida España.

    Es don Ramón Menéndez Pidal, en muchos sentidos -y esto creo que es lo segundo que hay que decir-, un español «de excepción». Son muy pocos los españoles que han realizado en forma tan cabal el tipo del sabio a la moderna, del investigador, que requiere, como se sabe, el cultivo empeñoso de virtudes tan infrecuentes en el mundo hispánico como son la disciplina intelectual más rigurosa, la constancia del esfuerzo inquisitivo, el gusto por el dato preciso, la organización cerradamente económica del trabajo, la adquisición paciente y tenaz de todos los medios auxiliares -incluso su invento- requeridos para la investigación y el dominio de las correspondientes técnicas, la información al día del estado de los conocimientos en el campo que se cultiva. Y... en fin -y sobre todo-, el no conformarse con los datos, con la erudición muerta (por rica y abundante que ésta sea), sino tener la voluntad y la capacidad de usar esos datos como lo que son, como medios al servicio de un pensamiento constructivo. Así fue como don Ramón, con sin igual fortuna y tesón, labró su predio para el cultivo -uno y trino- de la filología, la lingüística y la historia, estrechamente mancomunadas para alcanzar un solo fin: el desentrañamiento de España. Esta era la meta: lo demás tuvo siempre para don Ramón un valor instrumental. «Menéndez Pidal -escribe Marías a raíz de su muerte- ha poseído inverosímilmente a España; cuando se lee con algún detenimiento asombra lo que descubrió, atesoró, elaboró, con genial paciencia. Y cuando lo tuvo reunido lo dejó decantarse, caldeado por el fuego de un corazón que parecía frío porque todos sus rayos se volvían hacia adentro y porque tenía exquisito cuidado de no perturbar, no remover, no agitar con ocurrencias ni caprichos la clara imagen amadísima que se iba formando y dibujando en el fondo de su alma: una España que no quería olvidar ni uno solo de los latidos de su historia» (A. B. C., Madrid, 21, nov., 1968). En ese rasgo -la constante preocupación por España- se advierte la radical pertenencia de don Ramón a la generación del 98. Y hay que decir que nunca se hizo historia de España tan exhaustiva y exigentemente como la hizo él, especialmente con aquellas partes o aspectos del medievo castellano de su predilección -como la épica o el mundo cidiano. El estudio magistral de los textos literarios antiguos, de las manifestaciones del habla castellana primitiva, le ayudaron a penetrar en la estructura de la vida histórica española que los sirvió de contexto, cumpliendo así, por vías propias, con la misión más acendradamente asumida por esa generación suya -la del 98-, que no parece ser otra que la de llevar a España, por diversos caminos, a hacerse cargo de su propia realidad (primera e ineludible condición para su «salvación»). Menéndez Pidal pertenece, en efecto, a esa casta, reciente y antigua, de españoles egregios, cuya significación más relevante ha sido la de constituirse en conciencia de España, en auscultadores del latido profundo de la vida española -de la actual y de la pretérita. Han pensado estos hombres -y sobre todo, han sentido- que era menester una especie de socratismo colectivo del pueblo español, si éste había de potenciar nuevamente su personalidad histórica, no perdida, pero sí en trance, como se ha dicho, de «decadencia» (el mayor mentís a esa presunta decadencia lo constituye la existencia misma de esa formidable generación) o de «tibetanización», o, lo que es aún peor, de sañuda, cruelísima contienda civil. M. Pidal ha sido uno de los españoles que ha tenido más aguda intuición de esa necesidad, no limitándose a platónicas o jeremiacas lamentaciones, sino poniendo animosamente manos a la obra. A la obra ardua, al «paso honroso», a la empresa calladamente hazañosa, de sacar a la luz los recónditos orígenes de la conciencia nacional, a través de su lengua y de su literatura primigenias. Organizó su vida entera y puso en ejecución su enorme talento, para consagrarlos ese fin, y planeó a largo plazo, con extraña clarividencia, sus difíciles y geniales trabajos.

    En esa búsqueda -y parcial constitución- de una conciencia lúcida de España basada en su cabal conocimiento, han colaborado todos los hombres del 98, y aún sus precursores del regeneracionismo (Costa, Picavea) y sus seguidores de las generaciones sucesivas. Y es evidente que, para esa obra, era menester un hondo amor a España, como su motor inicial: un amor intellectualis, como el que proclamaba y postulaba Ortega en sus «salvaciones» de 1914; o un apasionado, furibundo, clamoroso, casi ciego amor, como el de Unamuno; o un amor lírico como el que, en diversos registros poéticos, prodigaron los otros tres Ramones -Valle Inclán, Pérez de Ayala, Gómez de la Serna-, y también Miró, y Azorín, y Machado... En algunos de ellos -la mayoría- esa pasión reviste la forma de un «dolorido sentir», de un «amor amargo». He aquí cómo la veía Ortega, testigo de excepción, en 1914 (Vieja y nueva política): Habla de «ideas, sentimientos, energías, resoluciones», «comunes [...] a todos los que hemos vivido sometidos a un mismo régimen de amarguras históricas, de toda una ideología y toda una sensibilidad [...] yacente en el alma colectiva de una generación [...] que ha sabido vivir con severidad y tristeza; que no habiendo tenido maestros [...] ha tenido que rehacerse las bases mismas de su espíritu; que nació a la atención reflexiva en la terrible fecha de 1898 [...] una generación, acaso la primera, que no ha negociado nunca con los tópicos del patriotismo y que [...] al escuchar la palabra España no recuerda a Calderón ni a Lepanto ni piensa en las victorias de la Cruz, [...] sino que meramente siente, y eso que siente es dolor» (Obs. I, 268). Ese amor y dolor de España vive y se concentra en los hombres de esa generación en una especie de culto a Castilla, a su tierra, a su paisaje adusto, que es para ellos cifra y resumen de lo natural, lo estético y lo histórico. Y en ese culto comulga también don Ramón con los grandes escritores y poetas; es más: contribuye a él del modo más poderoso y original. «La visión de Menéndez Pidal -escribe Laín Entralgo- es más realista, más risueña y menos exaltada que la de Unamuno, Azorín, Baroja o Machado». Y agrega: «Todos nos han hecho ver y sentir el paisaje castellano». Y en otro lugar: «soñar la sencillez de Castilla y esperar el recobro de la autenticidad perdida mediante el recurso de una acción quijotesca van a ser [...] las dos actividades principales a que se entreguen, en tanto españoles, los hombres del 98. ¿Hasta qué punto es un azar que Menéndez Pidal, hombre de esa generación, haya hecho de la Castilla originaria el tema cardinal de su egregio trabajo de investigador?».

    Claro que no hay tal azar. Hay, tan solo, el gran hecho diferencial que don Ramón representa dentro de su generación, y aun en relación con muchas otras. El modo de ser español que ejemplarmente encarna es, en efecto, rarissima avis. Si cotejamos el estilo de su personalidad con los rasgos caracterológicos que él mismo destacó como predominantes en el «homo hispanicus», vemos que sólo muy pocos le convienen, y éstos en un sentido peculiar. Le conviene, por ejemplo, la «sobriedad», pero sólo como positiva virtud al servicio de la perfección del trabajo cotidiano. Le conviene la apatheia de origen estoico, el temple ataráxico o, mejor todavía, el sosiego castellano, ese sosiego que admiraba la Italia renacentista, la cual introdujo en su lengua «el hispanismo sussiego, para denotar la virtud del ánimo tranquilo, la grave serenidad» (19-20). No le conviene, en cambio, en modo alguno, el «misoneísmo tradicionalista», ni «el manifiesto desvío que la mente hispana siente hacia la ciencia pura, teniéndola por superflua», y que «es parte del innato senequismo ibérico» (27). Ese tipo de sobriedad en cuanto al saber (sapere ad sobrietatem) no le cuadra en absoluto al ávido intelectual que es don Ramón. Ni la «invidencia», ni el «individualismo» exacerbado, ni el sentimiento «localista» y «cantonalista» de España -que él considera como un «accidente morboso». Piensa que sólo cuando se logra vencer esas actitudes «se produce un auge de los trabajos científicos». Y el desacordado contraste entre la empresa colectiva y la obra individual (en el español de la decadencia) hace, según él, que «los maestros no formen escuela» ni perfeccionen sus doctrinas. Claramente se advierte en qué radical medida corrigió él con el ejemplo de su propia vida estos defectos tradicionales en la dislocada sociología del saber hispánico: es archisabido que creó una escuela en el más riguroso sentido -cualitativo y cuantitativo- de la palabra. (Y nótese que este hecho se repite en otros maestros contemporáneos, como Cajal en la histología y la medicina, y Ortega en la filosofía). Julián Marías dedicó un sustancioso estudio a nuestro hombre, que tituló El claro varón don Ramón Menéndez Pidal. Hay en esa denominación un condensado, sintético retrato del recreador del Cid, especialmente si lo vemos como vio tal prototipo de humanidad el autor de esa expresión -Hernando del Pulgar, en sus Claros varones de Castilla. Escribe el propio don Ramón: «El mayor elogio que Hernando del Pulgar concibe para sus claros varones [...] es el decir: "era hombre esencial, aborrescedor de apariencias e de cirimonias infladas [...] era hombre esencial e no facía muestra de lo que tenía ni de lo que facía"» (24). Don Ramón Menéndez Pidal era también hombre esencial, claro varón de Castilla (aunque no naciese en ella) a cuyo redescubrimiento tan principal y decisivamente contribuyó. En esa Castilla idealizada viven los hombres del 98 algo así como el símbolo redivivo de la unidad de España; mas no de esa España convencional -y un tanto esperpéntica- de los exaltadores a ultranza de las viejas glorias, sino de una España orientada hacia un futuro de mayor autenticidad. «En tanto que la política sigue sus carreras torcidas» -permítaseme esta última cita de Ortega (de 1910)- «se va formando en el subsuelo peninsular una nueva cultura. Algunos hombres solícitos labran un alma nueva para España, una alta espiritualidad continental.

    «Ramón Menéndez Pidal ha escogido la materia más peligrosa para hacer con ella europeísmo: la literatura vieja, la poesía anónima que florece bronca en las hendeduras del suelo nativo. Es tan difícil de tocar esta sustancia, que precisamente a los que antes de él la trataron se debe esta manera de ver el mundo que yo llamaría casticismo bárbaro, celtiberismo, que ha impedido durante treinta años nuestra integración en la conciencia europea. Una hueste de almogávares eruditos tenía puestos sus castros ante los desvanes del pasado nacional: daban grandes gritos inútiles de admiración, celebraban luminarias que lo ilustraban nada y hacían imposible el contacto inmediato, apasionado, sincero y vital de la nueva España con aquella otra España madre y nutriz.

    «Menéndez Pidal ha roto con esos usos, y la filología española, merced a él, ha pasado a influjo de otro signo del Zodiaco. No hace mucho fue invitado a dar unas conferencias en los Estados Unidos. Allá fue este hombre severo y veraz, sabio y digno, para dar muestras a los enemigos de un día de la nueva vida española» (Obs. I, 146).

    Sí, estos hombres entendían así la unidad espiritual de España: haciendo ciencia, arte, gran literatura. Don Ramón sintió, como los más de ellos, la angustia de los graves desgarramientos a que una política desatentada podía llevar -como en efecto llevó- a España. En Los españoles en la historia dedica un capítulo a las dos Españas, cita la tremenda frase de Larra: «Aquí yace media España; murió de la otra media», y dice: «No es una de las semiespañas enfrentadas la que habrá de prevalecer en partido único poniendo epitafio a la otra. No será una España de la derecha o de la izquierda; será la España total, anhelada por tantos, la que no amputa atrozmente uno de sus brazos, la que aprovecha íntegramente todas sus capacidades para afanarse laboriosa por ocupar un puesto entre los pueblos impulsores de la vida moderna» (151).

    Puede considerarse este párrafo como expresión fiel del peculiar sentimiento de la unidad de España que inspiró la obra y la vida toda de don Ramón Menéndez Pidal. Es casi una declaración de principios.

    Quiero terminar por donde empecé: por una constatación testimonial: Mi impresión personal ante la muerte de don Ramón Menéndez Pidal (y creo que será la de un gran número de españoles) es que con él desaparece una época entera de la historia de España. Mientras él ha vivido, ahí estaba todavía, encarnado y activo, el espíritu de esa época, y nos parecía que no se habían acabado de ir los otros grandes hombres que habían compartido con él ideas, propósitos, esperanzas y logros. Desde ahora, nuestros grandes muertos -Unamuno, Ortega, Valle Inclán, Baroja, Azorín, Machado, Marañón, y los demás- van a sernos más lejanos, porque la gran época cultural a la que ellos dieron vida y estilo se va con el hombre que todavía, hasta hace unas semanas, la representaba en cuerpo y alma. Y esto es un motivo de profunda y melancólica meditación para nosotros, españoles, de quienes don Ramón era parte esencial. Con su muerte, todos quedamos como mutilados en nuestro ser espiritual: algo nuestro, que aún era actualidad viva mientras él existió, se hace ya historia, pasado. Con él, todos los que nos hemos formado en esa época -los que hemos beneficiado del magisterio, ejemplo y compañía de sus hombres señeros- morimos un poco. El tránsito de la presencia viva a la ausencia que es la «presencia» histórica de todo ese período, brillante y creador como pocos, pendía de un hilo: la vida de don Ramón. Un hilo que se prolongaba y se mantenía milagrosamente tenso, a través de las tremendas conmociones de la guerra civil y de la posguerra, como si la muerte, consciente de la trascendencia de su acto final, no se atreviese a cortarlo. Pero al fin el hilo ha sido cortado. Don Ramón era, no sólo el gran representante vivo de la época, sino también el símbolo de ella y algo así como el mentor, el hermano mayor, el primero entre los pares», «por edad, gobierno y sabiduría». Su misma prolongada pervivencia de un siglo parecía tener esa significación profunda. Fue el primero y el último de su generación. Por eso, definitivamente -repito-, con él se va la época. No importa que queden aún -y que sea por muchos años- unos pocos hombres pertenecientes a ella, aunque más jóvenes, de primera calidad y mérito -Manuel Gómez Moreno
    1, Teófilo Hernando, Américo Castro, por citar sólo tres nombres adscritos a distintos cuadrantes de la cultura-: ellos mismos sentirán, estoy seguro -y con más intensidad que nosotros- que esto es lo que significa la muerte de don Ramón. Desde ahora precisamente -y no mientras don Ramón aún vivía- van a sentirse como supervivientes. Y en alguna medida, aunque mucho menor, también nosotros, los más jóvenes. Pero no hay que apesadumbrarse demasiado. Es seguro que don Ramón, como en la leyenda de su héroe favorito, seguirá ganando batallas después de muerto, durante mucho tiempo, en el alma de los españoles. Ojalá que esas victorias póstumas -las de él y las de los demás hombres de su linaje- ayuden a llevar a buen puerto la desnortada nave de España. De él hay que decir, como del Cid su cantor: ¡Dios, que buen vasallo, si oviesse buen Señor!

    http://www.cervantesvirtual.com/obra...f62abbe_2.html
    Última edición por ALACRAN; 03/08/2020 a las 19:22
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
    Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)

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    Re: La españolía de don Ramón Menéndez Pidal

    Menéndez Pidal y los españoles en la historia

    El patriotismo del intelectual coruñés fue el resultado del estudio en las bibliotecas y laboratorios

    17/04/2016

    FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR

    Acababa de cumplir setenta años Ramón Menéndez Pidal cuando concluyó la guerra civil. La vitalidad de aquel hombre enjuto, de apariencia frágil y con el aire melancólico y sagaz de un profesor de fin de siglo, le permitió atravesar las circunstancias más esperanzadas y tristes de una nación a cuya comprensión y defensa dedicó su inteligencia poderosa y entusiasta corazón. Su prudencia nunca fue falta de coraje o palidez de convicciones, sino moderación política, elegancia intelectual y respeto ideológico: todas esas virtudes cívicas gracias a las cuales la cultura jamás precisa del gesto heroico o el ademán violento. El patriotismo de Menéndez Pidal era el resultado de algo muy vinculado a los miembros de aquella generación nacida en los albores de la Restauración: el estudio en las bibliotecas, la investigación en los laboratorios, la docencia en las universidades, el saber divulgado en libros fundamentales que se interrogaban sobre España. Respondía este hombre egregio al compromiso con una labor científica empeñada en que nuestra nación se encontrara a sí misma, se aprendiera en las horas de estudio y se supiera gracias al reposo de una meditación abierta a Europa desde la raíz de nuestra propia historia. Ese amor crítico e insatisfecho a España era la base de una conciencia nacional que nos proporcionó una edad de plata en todos los órdenes de la creación artística y la ciencia.

    Formado en la creatividad de un debate apasionado sobre la tradición y el futuro de nuestro pueblo, en el que participaron tantas figuras deseosas de devolverle su prestigio cultural, el autor de «La España del Cid» y de «Idea imperial de Carlos V» enfiló la difícil posguerra decidido a restablecer esa línea de inquietud y elaboración rigurosa de una idea de España. Una idea que solamente podría dignificarse si sobre ella se establecían los fundamentos de la concordia, de la reconciliación y del aprecio por la herencia común, compartida sin mitos ni exclusivismos. Saber lo que España había sido, saber en qué había consistido su historia, despojarla de místicas tendenciosas y de hazañas ficticias, era un propósito que desbordaba en mucho la imprescindible tarea silenciosa de los archivos y la labor disciplinada de una cátedra. Suponía la creación de una moral cívica, de una ética nacional. Cuando hablaban de la historia de España y de su constitución a través de un largo proceso de experiencia colectiva, los hombres como Menéndez Pidal estaban haciendo un sobrio ejercicio de pedagogía patriótica frente a los acaloramientos del nacionalismo.

    En 1947, el primer volumen de la monumental «Historia de España» que dirigió Menéndez Pidal fue prologada por una densa y copiosa introducción. «Los españoles en la historia» se reeditó sin cesar desde entonces, en un volumen aparte. De esta manera irrumpía en el debate nacional una cascada de reflexiones sobre nuestro significado en la trayectoria de los países occidentales, siempre con el telón de fondo de dos asuntos esenciales: por un lado, la existencia de una verdadera conciencia española que asomaba a la historia, al menos, desde los tiempos medievales; por otro, la disposición a arrebatar, a la propaganda de partido o al ensayo mercenario, nuestra condición de comunidad consciente vivida a lo largo de los siglos.

    Causa cierto rubor que quienes emprenden su formación universitaria en nuestros días sean condenados a la ignorancia de la tarea titánica de Menéndez Pidal. Produce vergüenza que aquel intenso conflicto de perspectivas haya caído en el olvido de los futuros historiadores. Provoca espanto, sobre todo, que aquel esfuerzo por rescatar España de su propia disolución en una guerra civil, se haya despreciado en un clima que tanto favorece a los que niegan la realidad histórica de España envueltos en la bandera del localismo y del afán separador. Que no se extrañen quienes, con su terca indiferencia cultural, han contribuido a la crisis de las humanidades y al desprestigio de la historia, que por ese vacío caiga nuestra convivencia y nuestra fe en la sustancia común de los españoles.

    Recomiendo a cualquier lector, en estas horas afligidas de impugnación nacional, que se acerque a las páginas de «Los españoles en la historia» escritas por alguien que disfrutaba de una condición tan ausente en nuestra época, la de sabio. Un sabio formado entre sabios, que escribía aceptando que había de ser juzgado por intelectuales de alta estatura y temible capacidad crítica. Y leamos, al ritmo de una hermosa lengua -porque hasta eso se ha perdido cuando se escribe la historia, como si la belleza y la precisión fueran virtudes opuestas-, las páginas serenas en que se reivindicó a los españoles y su protagonismo colectivo de un largo proyecto nacional. Leamos de nuevo las palabras de Menéndez Pidal, hablándonos de un pueblo que desplegó formas de existencia social, conceptos religiosos, maneras de entenderse a sí mismos, sentido del honor, humanismo cristiano, amor a la libertad y acatamiento al poder ejercido al servicio del bien común. Leamos también el relato de nuestras crisis, de nuestras lamentables épocas de ferocidad e incivismo. Vayamos, sobre todo, a esa desembocadura en la que el valiente profesor afirmaba la necesidad de superar la escisión de los españoles a ocho años del final de la guerra civil: «No es una de las semiespañas enfrentadas la que habrá de prevalecer en partido único poniendo epitafio a la otra. No será una España de la derecha o de la izquierda; será la España total, anhelada por tantos, la que no amputa atrozmente uno de sus brazos, la que aprovecha íntegramente todas sus capacidades para afanarse laboriosa por ocupar un puesto entre los pueblos impulsores de la vida moderna».

    https://www.abc.es/cultura/abci-mene...2Furl%3Fsa%3Dt
    Última edición por ALACRAN; 29/08/2020 a las 13:49
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
    Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)

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    Re: La españolía de don Ramón Menéndez Pidal

    Principales obras de don Ramón Menéndez Pidal ;

    Don Ramón escribió más de 500 obras, de las cuales destacamos las siguientes:

    Poema del Cid (ensayo);

    Leyenda de los Infantes de Lara;

    Crónicas Generales de España (catálogo);

    Manual de Gramática Histórica Española;

    Cantar del Mío Cid: Texto, gramática y vocabulario;

    El Romancero Español (Romancero hispánico);

    Poesía Juglaresca y Juglares;

    Orígenes del Español;

    Antología de prosistas españoles;

    Los romances de América;

    Idea imperial de Carlos V;

    Flor nueva de romances viejos;

    El idioma español en sus primeros tiempos;

    La lengua de Cristóbal Colón;

    Poesía árabe y poesía europea medieval;

    Castilla;

    Toponimia prerrománica hispana;

    De primitiva lírica española;

    Estudios literarios;

    Los españoles en la Historia;

    España, eslabón entre la Cristiandad y el Islam;

    La Chanson de Roland y el neotradicionalismo;

    El padre Las Casas: su doble personalidad;

    El padre Las Casas y la Leyenda Negra;

    En torno al Poema del Cid;

    El dialecto leonés;

    Mis páginas preferidas;

    Reliquias de la poesía épica española;

    La epopeya castellana a través de la literatura española;

    La España del Cid;

    Historia de España.

    (...)


    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
    Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)

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    Re: La españolía de don Ramón Menéndez Pidal

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    Biografía de D. Ramón Menéndez Pidal


    Nació don Ramón Menéndez Pidal en La Coruña (1869), en el seno de una familia asturiana de añeja dedicación a la cultura. Fueron sus padres don Juan Menéndez Cordero, natural de Pajares (Asturias), caballero comendador de la Orden de Carlos III y magistrado de la Real Audiencia de Galicia, y doña Ramona Pidal, natural de Villaviciosa. La partida de nacimiento del insigne polígrafo, inscripta en el Libro de Bautizos de Santa María del Campo (folio 220 v. libro XX, partida 709), que se conserva en la iglesia de Santiago, de La Coruña.


    En la anterior partida de nacimiento se dice que don Ramón Menéndez Pidal nació en el número dos de la calle de Santa María. La casa es una de las más antiguas de la Ciudad Vieja. Don Juan Menéndez Cordero desempeñó el cargo de magistrado en la Audiencia coruñesa durante los años de 1862 a 1869. No obstante, en 1861 la familia debió permanecer una temporada en Madrid, ya que en dicho año nació el escritor y diputado don Juan Menéndez Pidal, que dirigió el Archivo Histórico Nacional y la Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos. Otro hermano de don Ramón, el pintor don Luis Menéndez Pidal, nació en Pajares, el 25 de agosto de 1864. En ese mismo año había nacido, en La Coruña, otro hijo, que fue bautizado con los nombres de Antonio Felipe. El señor Menéndez Cordero abandonó, con su familia, La Coruña en 1870, y cuatro años después lo encontramos como magistrado en la Audiencia de Sevilla. Pero la familia ya había echado hondas raíces en La Coruña, donde nacieron Alejandrina Petra (1862) y Antonio Felipe (1864), fallecidos en la niñez, y María del Rosario, muerta en Madrid, en 1941. Don Ramón fue, por consiguiente, el cuarto y último de los hijos nacidos en La Coruña.

    UNA INCONTABLE CONSTELACIÓN DE HONORES

    «Mi primera publicación —evocaba el maestro en el homenaje que le tributó el Centro Asturiano de Madrid cuando cumplió noventa años— fue el comentario de un cuento oído por mí a una viejecita de Pajares del Puerto, cuento que en dialecto «payariegu» reflejaba todo el enrevesado problema de la introducción lingüística oriental en España». Efectivamente, semejante estudio, titulado «Cuentos populares de Asturias» se publicó en el «Porvenir de Laviana», en forma de folletón, en los números que van desde el 21 de agosto hasta el 25 de octubre de 1891, cuando don Ramón tenía veintidós años.

    Parece que se debió a casualidad que llegase a sus manos el estudio de Max Müller sobre la emigración de los cuentos y que sus trabajos se orientasen hacia el análisis de la filiación de temas y motivos, técnica que no dejaría de cultivar en tres cuartos de siglo de investigaciones. Sin especial inspiración ni patrocinio de nadie, comenzó Menéndez Pidal a preparar su tesis doctoral dedicándola a las fuentes del «Conde Lucanor», en cuyo decurso se familiarizó con los métodos europeos de estudio de la poesía popular.

    No fue menos fortuito y providencial el encuentro de don Ramón con el tema máximo y primacial de su vida, foco de sus ilusiones y afanes más entrañables: la gesta del Cid. Por las mismas fechas en que se doctoraba (1893), la Real Academia Española publicó un concurso para premiar una gramática del «Poema del Cid». En 1895, la corporación concedería el galardón al trabajo que presentó sobre «Texto, gramática y vocabulario» del poema, en el cual están en germen varias de las producciones más destacadas de los años siguientes: primeramente, la posibilidad de una gramática histórica rigurosa y profunda del idioma castellano; en segundo término, el planteamiento concreto de la personalidad del Cid y su inserción en la realidad de su época, y luego la valoración de los ingredientes históricos del acervo legendario tradicional.

    En el año siguiente, 1896, esta última directriz de trabajo se plasmaría en otro estudio monumental, «La leyenda de los Infantes de Lara» y dos años más tarde el maestro sistematizaría su prolongado estudio de las crónicas medievales en un «Catálogo de las Crónicas Generales de España existentes en la biblioteca particular de Su Majestad».

    EL INGRESO EN LA ACADEMIA

    Bastaron estas obras para que el nombre de don Ramón se impusiera en los medios culturales, hasta el punto de que ya en 1898, cuando aún no había cumplido los 30 años, el glorioso autor de «Pepita Jiménez», don Juan Valera, comunicará a Menéndez y Pelayo, en carta fechada el 10 de julio, que sus candidatos para la Academia serían, entre otros, Menéndez Pidal y J. O. Picón. Mostróse de acuerdo con esta elección, don Marcelino, al contestar el 5 de diciembre: «Desde luego, se me ocurren como buenos candidatos J. O. Picón y Armando Palacio, a título de novelistas; Pepe Galiano como poeta y Ramón Menéndez Pidal como filólogo y erudito.» Dice más adelante: «Este verano ha estado aquí trabajando en mi biblioteca, R. Menéndez Pidal y por él he sabido con júbilo que está usted resuelto a escribir el prólogo para el libro que los amigos me dedican.»

    El día 7 de septiembre de 1898, Valera volvió a acordarse de don Ramón para que ocupase un puesto en la Academia, y al producirse el 16 de octubre otra vacante por muerte de Barrantes, Valera sugirió a don Marcelino que había que procurar elegir como sustituto a J. O. Picón o a Menéndez Pidal.

    No tardaron en ingresar en ella. Picón entró el primero y ocupó la vacante de Castelar (25 5-1899) Por este tiempo, don Ramón se lanza a estudiar las variedades dialectales del castellano y crece la simpatía que le profesa Valera, que en carta a Menéndez y Pelayo del 19-IX-1899 pide a este: «Dé usted mis cariñosas expresiones a Menéndez Pidal». Dentro del mismo 1899, don Ramón publica «Notas sobre el bable hablado en el Concejo de Lena».

    Ya en los umbrales del siglo XX, la muerte de Víctor Balaguer (14-1-1901) promueve una nueva vacante académica, para la que es elegido Menéndez Pidal el 21 de marzo, a los 8 días de haber cumplido los 32 años.

    El encargado de contestar al discurso de recepción es don Marcelino, que en 28 de diciembre de 1901 escribe desde Santander a Valera, que está en Madrid: “Llevo muy adelantado mi libro sobre «Los romances viejos». Pienso llevar escrito también el discurso de contestación a R. Menéndez Pidal».

    El día 9 de octubre de 1902, Menéndez Pidal ingresaría en la Academia Española y pronunciaría el discurso de recepción acerca de «El condenado por desconfiado» de Tirso de Molina, y los problemas de atribución y paternidad que plantea» , trabajo éste en el cual rebrotan las investigaciones que había dedicado al «Conde Lucanor».

    En 1903, estudiaría la leyenda del Abad Juan de Montemayor y en 1904 daría a conocer su manual elemental de Gramática Histórica española.

    CATEDRÁTICO DE LA UNIVERSIDAD DE MADRID

    Invitado por el Ateneo de Madrid para formar parte de la Escuela de Estudios Superiores, don Ramón había ya profesado allí desde el año 1896, creando en su derredor un primer círculo de alumnos que difundieron en seguida la fama de exigente laboriosidad, rigor escrupuloso, claridad deslumbrante e idoneidad pedagógica que le caracterizaron siempre En el año 1899 obtuvo la cátedra de Filología Románica de la Universidad de Madrid y por su aula pasarían las figuras más preclaras de las humanidades españolas concordes todas en subrayar la inmensa deuda que tienen con su magisterio.

    Incluso las que luego han cultivado disciplinas distintas, evocan con admiración las inspiraciones recibidas del maestro en punto a aquilatar un método científico impecable y a mantener en la cátedra un clima de calor amistoso excepcional.

    VIAJE DE NOVIOS POR LA RUTA DEL CID

    En el año 1900, don Ramón contrajo matrimonio con su discípula María Goiri, a la cual llevaba cinco años. Goiri ha dejado fama de belleza radiante y serena: resplandecientes de talento fue una de las primeras mujeres que franqueó las puertas de la Facultad de Filosofía y Letras. Era maestra nacional cuando entró en ella. Le apasionaban enormemente la historia y la filología, y la personalidad del joven catedrático de Filología Románica la deslumbró. En la España de la época atrajo expectación este matrimonio de intelectuales. Tal fue la última ocasión en que doña María Goiri se ofreció a la atención del publico. A partir de su matrimonio, renunciando bellamente a todo quehacer personal y a desarrollar su vocación, se convirtió en auxiliar recatada de su esposo.

    Como viaje de novios. los Menéndez Pidal recorrieron la ruta del Cid a pie y a caballo, conviviendo con las gentes que pueblan aquellas comarcas y escrutando los viejos posos cidianos que permanecen en su habla y en su mentalidad. Hasta el último día, los dos trabajaron juntos: doña María leía varios idiomas, seguía los periódicos y las revistas de medio mundo y separaba cuanto pudiera interesar a su esposo. Don Ramón durante su trabajo la consultaba a cada momento.

    Dos hijos ha tenido su matrimonio: doña Jimena, casada con el matemático y físico don Miguel Catalán, y don Gonzalo, casado con doña Elisa Vernis. Todos ellos residen en la vecindad de don Ramón y el cuadro familiar que componen los hijos y los nietos rodeándole es un modelo de ternura y de adhesión. Don Gonzalo cursó en la Facultad de Filosofía y Letras y es catedrático insigne y reputado por diversas obras propias y por la fama de haber colaborado profundamente en las de su padre a cuya compañía ha dedicado la flor de su vida.

    LOS PRIMEROS TRABAJOS DEL GRAN INVESTIGADOR

    EMBAJADOR DE LA CULTURA ESPAÑOLA

    La fama de exquisitez espiritual y ponderación de carácter que nadie regateaba en plena juventud a don Ramón, le procuró un encargo comprometido y honroso: en 1904 fue nombrado comisario del rey de España escogido como árbitro, para estudiar en Quito y Lima los documentos que iluminasen un conflicto de fronteras entre Ecuador y Perú. A la feliz gestión de nuestro enviado se debió el aquietamiento de las pasiones que el pleito había engendrado y la salvaguardia de la paz entre ambas naciones.

    En 1905 contribuyó a la conmemoración del centenario del Quijote y publicó en mayo de 1906 en la revista «Cultura Española», su importante estudio sobre los orígenes de «El convidado de piedra» en el que alude a los precedentes gallegos del tema.

    En el siguiente año (1907), al fundarse la Junta para Ampliación de Estudios, Menéndez Pidal es nombrado vocal de la misma y presidente al vacar el cargo en 1934 por fallecimiento de Ramón y Cajal. Poco después se inicia la publicación de una de sus obras más importantes: «Cantar del Mio Cid: ''Texto gramática y vocabularios», editado el primero en 1908.

    Al año siguiente tiene lugar el primer viaje de don Ramón a Norteamérica, pronunciando en Baltimore una serie de conferencias, que en 1911 aparecen agrupadas en volumen en Francia traducidas por M. Merimée bajo el título de «L’Epopée castellane a travers la Litterature Espagnole». También profesó un curso en la Universidad de Nueva York.

    Hacia 1910, año en que pasa a dirigir el “Centro de Estudios Históricos”, publica el tomo correspondiente a la «Gramática» del poema del Cid rematando su gran obra en torno a la prodigiosa creación del siglo XII, con el último y tercer tomo acerca de los «Vocabularios» de la misma, que se publica el mismo año (1912) en que, al morir, en mayo, Menéndez y Pelayo hereda Menéndez Pidal su primado. En el mismo año ingresa en la Real Academia de la Historia.

    Un año después (1913), publica en la revista «Libros» su ensayo «El poema del Cid — Valor artístico del poema», y ampliando sus servicios a la cultura patria funda en 1914 la «Revista de Filología Española».

    En el Madrid de la posguerra mundial preside el Ateneo de la calle del Prado en el curso 1919-1920 inaugurándolo, el 29 de noviembre, con su notabilísima conferencia acerca de «La primitiva poesía lírica española» en la que exalta la personalidad de su maestro Menéndez y Pelayo y valora la lírica medieval gallega.

    Su impulso de historiador le induce a completar su visión del Cid literario y mítico con la estampa del héroe de carne y hueso de Rodrigo Díaz de Vivar. Así surge su breve y primorosa monografía «El Cid en la historia» (1921), para ofrecer poco después, en 1924, «El rey Rodrigo en la literatura» y la estupenda monografía «Poesía juglaresca y juglares».

    En estos momentos de su trayectoria cuenta don Ramón 55 años, y su prestigio ha quedado contrastado por la crítica universal más exigente.

    El 23 de diciembre de 1925 fue elegido, interinamente, por primera vez, director de la Academia de la Lengua, nombrándole en propiedad el 2 de diciembre del 26 y reeligiéndole para tan cimero puesto en 5-XII-29, 1-XII-32 y 5- Xll-35. Por aquella época, aparece una de sus obras de mayor empeño: «Orígenes del español» (1926).

    El esfuerzo visual que desde hace años viene realizando provoca un desprendimiento de retina, que alarma a sus seguidores y discípulos, y le obliga a pasar algún tiempo relativamente inactivo. Relativamente porque son los días en que, reposando en su lecho, oye de labios de su hija Jimena los viejos romances que en 1928 publica bajo el título de «Flor nueva de romances viejos» poniendo a su frente esta dedicatoria de ofrenda emocionante a su filial colaboradora: «A Jimena que, Antígona de mi ceguera, recreó mis días de tedio, llevándome a sacar del olvido este romancerillo».

    La Cruzada le sorprende en Madrid. Afrontó las circunstancias con serenidad y defendió durante su estancia en la capital los intereses de la Academia.

    EL ULTIMO CUARTO DE SIGLO

    Lograda la victoria se reintegra a España y reanuda el ritmo de su« investigaciones sobre el pasado histórico-literario español y vuelve a colaborar en las tareas académicas, hasta que el 4 de diciembre de 1947 es reelegido presidente de !a docta corporación.

    Por este tiempo comienza a aparecer la grandiosa Historia de España que viene publicando Espasa Calpe y en la que los prólogos magistrales a la obra y a los tomos de España romana y España visigoda etcétera, proceden de la mano del maestro que la dirige. En el otoño de 1951 el Instituto de Cultura Hispánica le edita su monumental obra «Reliquias de la poesía épica española», en cuyo prólogo —al decir de Dámaso Alonso— «se contiene la más briosa y compacta defensa de la continuidad tradicional, defensa escrita por un hombre de ochenta años, pero con una pluma juvenil y animosa, quizá más animosa que en obra alguna de su juventud».

    Semanas más tarde —el 6 de noviembre de 1951— la Universidad de Madrid le ofrece homenaje a través de la palabra de Dámaso Alonso y en dicho acto don Ramón vuelve a poner cátedra con su lección acerca de «Los Reyes Católicos según Maquiavelo y Castiglione» que a comienzos de 1952 es editada por la sección de publicaciones de la Universidad de Madrid.

    Diserta el 19 de febrero sobre «España como escalón entre la cristiandad y el Islam», y en junio es galardonado con un premio de cinco millones de liras por la Academia Nacional de los Linces, de Italia emparejándosele en el galardón con Tomás Mann. Posteriormente, entre el 20 y 24 del mes de octubre de 1952 don Ramón Menéndez Pidal se trasladó a París y en la Exposición del Libro Español (a cuya inauguración asistió el ministro de Asuntos Exteriores francés, M. Schuman) desarrolló una conferencia sobre «La literatura española como clave de tradicionalidad»

    HOMENAJES A UNA VEJEZ EUFÓRICA

    Al cumplir en 1954 el llorado maestro los ochenta y cinco años de edad, el ministro de Educación Nacional, que era a la sazón el señor Ruiz Giménez le visitó en su domicilio, acompañado por el rector de la Universidad madrileña y le entregó personalmente la orden ministerial por la cual se instituía el «Seminario Menéndez Pidal», dedicado a proseguir los trabajos a que don Ramón había dedicado la vida entera.

    Los Centros Gallego y Asturiano de la capital y otras Casas Regionales le tributaron un efusivo homenaje en el curso de un almuerzo. En este acto fue dado a conocer el acuerdo de las Casas Regionales de solicitar para el señor Menéndez Pidal la Medalla de Oro al Mérito en el Trabajo. En 16 de febrero de 1956 recibiría el Premio de Literatura de la Fundación «Juan March».

    Cada uno de sus cumpleaños daría ciertamente ocasión a que se repitiesen estos testimonios de afecto y devoción, mas —por razón de la admirable magnitud de la cifra- destacaremos las proporciones que revistieron los agasajos que recibió el año 1964 cuando cumplió noventa y cinco de edad. Sus compañeros de la Real Academia Española le ofrecieron una tarta con noventa y cinco velas. (...)

    Falleció D. Ramón en Madrid, el 14 de noviembre de 1968.


    Última edición por ALACRAN; 05/03/2021 a las 19:34
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
    Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)

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