El quinto Ramón:
Juan Ramón
Ya lo dijo la Ley del Manu: ¿Quién es mi enemigo? Mi vecino. Y también Juan Ramón Jiménez en lo que tenía de indostánico con su barba esquiva. Y quizá el secreto de su altísima Poesía haya sido ese de la DISIDENCIA, hasta de sí mismo. Como la más dolorosa de las vecindades. («¿Necesito yo acaso I de algún vivo en la vida? / ¡Olvido! ¡Soledad tan gratos / aquí despierto!»)
Contó en la «Residencia de Estudiantes» el ilustre puertorriqueño Jaime Benítez los dramáticos escapismos de Juan Ramón por los hospitales psiquiátricos de Estados Unidos. Hasta que Zenobia tomó la decisión de llevarle a Puerto Rico y hacerle vivir en casa de un médico español, el doctor Madrid, cuya terapéutica consistió en soltarle por la explanada de la Universidad entre estudiantes que le rodeaban y aclamaban: «¡el Poeta!, ¡el Poeta!»
Tal como ahora una publicación «A JUAN RAMÓN JIMÉNEZ» con portada lapidaria, editada por el «Aula cultural» del Consejo Superior de Investigaciones y el Instituto de Cooperación iberoamericano y orquestada con cien voces españolas clamando: «¡El Poeta!, ¡el Poeta a los cien años de su nacer!»
Cuando el 15 de abril en 1927 me decidí a visitarle en Madrid para explicarme esa «fobia vecinálica» tomé muchas precauciones. No asustarme. Persignarme. Y reducirle —poéticamente— a la familia de los lepidópteros. Buscando su espiritrompa. Como supremo Lírico de España.
Recién mudado de casa (una de las mudas inevitables que hace la larva de la seda periódicamente), tenía aún en desorden su rincón y se excusaba. (Recuerdo que su voz salía de un oboe metido en un profundo pozo seco.) Y esa voz se le enredaba en la espiritrompa que, al fin, descubrí en su capilaridad bucal, en su barba, donde los lepidópteros poseen radicadas —según los entomólogos— las células selectivas del gusto. Y sólo entonces comprendí que su manía era la de un solitario inmerso en un huevo de oro, evitando que nadie se acercara a perturbar su morada mágica. No consintiendo vecindad alguna.
—Me he tenido que mudar de casa porque en la anterior tenía un Magistrado que tiró un tabique y penetró en mi cuarto... Y lo peor fue antes en otra mansión con otro vecino que tocaba pared por medio todo el día la pianola y al encontrármelo por la escalera me preguntaba si me molestaba... Al fin encontré un piso que me gustaba pero el vecino era un novelista, Académico que se creía un hidalgo (Ricardo León), pero que tomaba por las mañanas aguardiente en calzoncillos... Ahora sólo me molesta, en el piso de abajo un emblema de burguesía pudiente e intolerable...
Una tarde vino a visitarme Juan Ramón a La Gaceta Literaria, donde colaboró con honrosa asiduidad. Y se quedó extasiado de mi piso que daba al romántico Cementerio de San Nicolás, cuyos cipreses se mecían (como la acipresada barba juanramoniana) tras la calle cerrada, por una larga valla. (Calle de Canarias, 41.) ¡Parece un plateau de cine! Y además los obreros del taller al salir no me molestarían porque parecen aquellos de cuando el Cine empezó con Pathé Freres...
Me faltó tiempo para ofrecerle mi propio apartamento. Convirtiéndome, por tanto, en vecino que huye... Pero quizá aquel ofrecimiento me valió la altísima consideración de incluirme en sus Españoles de tres mundos. Aún le veo sentado en la butaca de níquel y sarga negra que dibujó el polaco Jahl, junto a mi mesa también funcionálica, y que por timbre tenía una esbelta bocina deliciosa de auto y detrás el cartel de «L'Étoile du Nord».
Aún le veo. Pero ya no le volví a ver más. Porque se lo dejé al insigne Benítez para que fuera a recogerle el Premio Nobel —1956— y se lo trajera a Zenobia, que lo recibió ya en agonía mientras él arrancaba flores, flores y las derramaba temblando sobre el lecho de esa muerte que había sido su Vida (Su Esposa como Musa). ¡Su única Vecina sin mudanza] («¿Cómo era, Dios mío, cómo era? ¡Y sólo quedó en mi mano la forma de su huida!») (...)
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