El segundo Ramón visto por Giménez Caballero: don Ramón Menéndez Pidal
Don Ramón (Menéndez Pidal)
Debemos a Ortega el haber descubierto en «nuestro Pidal» algo más que «una infatigable exploración y un cúmulo de saberes». Pues «la laboriosidad de un erudito empieza a ser ciencia cuando moviliza los hechos y los saberes hacia una teoría».
Pero lo que no precisa Ortega cuál es esa teoría pidaliana. Como no sea «la cinemática del lenguaje castellano, con sus mapas fonéticos y su homogeneidad, hacia el siglo IX». Esto es, con una tal «pobreza de variaciones» que le hacen a Ortega sentirse orgulloso de haber llegado, también él, a esa misma conclusión en lo político con su España invertebrada.
Por lo que, cautelosamente, Ortega advierte: «Yo espero que en la vida del Cid, próxima a publicarse (esto se escribía en diciembre de 1926), se nos comunique la palabra del enigma).»
Y esa palabra es la que Pidal jamás pronunciaría, dejándola quizá, también cautamente, pero como buen galaico-astur, a que un seguidor suyo —aun el más oscuro de todos, pero el más decidido en la romanidad, como pudiera ser el que esto está escribiendo— la pronunciase. Esa de la Caudillarquía. La verdadera teoría pidaliana, implícita y audaz.
Alguien, inmediatamente pensará que lo que yo deseo del «más grande romanista entre los vivientes» es utilizarlo como un augur o teoreta de un Caudillo de España: Franco. (Nombre, por cierto que el propio Ortega anticipara, comentando Los orígenes —pidalianos— del español, al subrayar la europeidad de Alfonso VI, quien, además «de sustituir la letra visigótica, traer monjes cluniacenses y matrimonios reales con princesas extranjeras», recibe gente franca entre sus huestes, como aquel Kigelme Franco, importante vecino de Burgos.»
Pero ¿han sido otra cosa los llamados «hombres del 98» —dando a este sigma una amplia «borrosidad de límites generacionales» según la ley de Lidz—, han sido otra cosa que augures pronosticadores y maestros de la España realizada, al fin, por nosotros sus nietos?
¿Es que las generaciones pueden realizar otra gestión sino la de actualizar postulados implícitos en las precedentes?
El día que alguien lea, con piedad y respeto, lo que impliqué en mi obra sobre El dinero y España o nuestro «Tercer resurgimiento», descubrirá entre líneas aquello que ya las nuevas generaciones están poniendo en marcha. Aunque luego a lo mejor hagamos también aspavientos, como aquellos del 98, ante la augurada realidad cuando pasa del dicho al hecho. Al hablar de esa famigerada «generación del 98» se olvida que, como toda generación con fecundidad histórica, se compone —en rigor— de tres promociones: la inicial y dos subsiguientes que perfeccionan y concretan la primera. Es el ritmo según el propio Ortega, descubierto, antes que un Petersen, por el arábigo español Abenjaldún: «Tres generaciones, ciento veinte años.» «Eso dura un Estado.» «Poco antes, poco después, sobreviene la decrepitud. Los Estados, como los individuos, tienen una vida: crecen, llegan a la madurez, luego comienzan a declinar.»
Ley de las Crisis. En la historia de los grandes pueblos que mueren para resurgir. Y que, al desfallecer, provocan un despertar sobre sus más alertas conciencias.
Siguiendo el sentido de esta ley crítica podríamos llamar «hombres del 98», en la Historia Universal, a vigías como aquel del Antiguo Egipto que escribiera la Profecía de Neferrohu. A Job en su babilónico libro de lamentaciones y esperanzas. A San Agustín en su Ciudad de Dios u Orosio en su Historia ante la catástrofe de Atila. A Joaquín de Fiore queriendo eternizar el Evangelio. A Maquiavelo en su Príncipe. Al Vico de la Ciencia o Vida nueva. Al Hobbes del Leviatán. Al Danivlesky de Rusia y Europa o la desesperación en la apatía, al Spengler del Untergang des Abendlandes...
Caracterizándose, esas Crisis, por una vida pobre, desesperanzada y difícil en los pueblos donde se producen. Pero también por brotar de clamores regenerantes. Piénsese en la Alemania —precaria y dispersa del XVIII—, cuando aparecieron aquellos haces germinales de un Lessing, un Herder, un Goethe, un Schelling, un Kant, un Novalis, creados de una Aufklärung germánica.
Y otro hecho que confirma mi afirmación sobre nuestro tercer resurgimiento español. Éste: que los pueblos próceres podrán declinar, pero también realzarse. Y más de una vez. Según intentó precisar Alfred L. Kroeber en Configurations of Cultural Growth. Así, China tuvo ya dos renaceres y quizá está en el tercero desde Mao. Japón, cuatro. India, dos. Francia, tres. Y tres Inglaterra. Y cuatro Alemania.
Siendo también característico de algunos, como podría acaecer para España el aparecer lo que Spengler denominara una «segunda religiosidad» o enlace a una «fase primaveral» de otra nueva cultura, tras inevitables incertidumbres. Tal como ya aconteció en el hiperespiritual barroco español del XVII después de la primera aurora del XV y la plenitud del XVI.
Ésta es la verdadera explicación de nuestro 98 como crisis. Vida precaria, desilusa y rebelde. Pero incitadora, por ello, de un brote primario de vaticinadores, de esperanzadores. Así, frente a la España que se hundía en atomizaciones individualistas, Maeztu postula otra, unánime, colectivizante, gremial, «sindical». Valle-Inclán desempolva el «Tradicionalismo carlista» y lo prepara para el juvenil de 1936. Baroja, ante la farsa del parlamentarismo, plantea la disyuntiva de un César o Nada. Y descubre la imperialidad de Loyola. Azorín, con Antonio Mochado, descubren el mito de Castilla.
Unamuno recatoliza las juventudes con un existencialismo trágico que le hace morir en Salamanca, entre nosotros, 31 de diciembre, 1936, cuando alborea ya una victoria que tanto le debería en inspiraciones.
Ortega es el «Estado fuerte» y el maestro de José Antonio y de tantos de nosotros, incitador de disciplinas y altas morales, civiles, cesáreas. Pero ¿para qué seguir con más figuras señalativas? Basta con la de don Ramón Menéndez Pidal que, al carismar al Cid, crea, más que una teoría, toda una doctrina: esa de la Caudillarquía.
¿Fue el Cid, como dicen algunos de sus detractores, un simple aventurero, un anticipo del condotierismo renacentista, a sueldo de moros y cristianos, por lo que el Rey Alfonso VI tuviera razón al exiliarlo de Castilla? Algo así como los que quisieron historiar a Cristo presentándolo al modo de un subversor del Imperio romano. Pero lo cierto es que Cristo, con su Mensaje, encontró evangelistas que proclamaron la máxima doctrina universal y más sublime del hombre: el Cristianismo. Como también es cierto que en el mundo ya no religioso, sino simplemente legendario, el Cid encontraría también un notíficador de su buena nueva: la supremacía caudillal sobre la Real cuando ésta deja de saber «regir», de lograr un «Rex». La Caudillarquía, como institución uniarcal frente a la monarquía cuando deja de serlo y se transforma en pluriarquía, sin un solo Mando o Poder, que reparte entre validos, camarillas, cuando no mujeres y concubinas.
Todos los pueblos, instintivamente monárquicos —y sobre todo el español (como en religión apasionadamente monoteísta)—, buscan un rey, un regimentor o conductor, un Caput o cabeza. Y cuando no lo encuentran, aceptan un sucedáneo, aun cuando deban diminutivizarlo y hacer de ese Caput un Cabdiello, o Caudillo o Cabecilla, sin carisma dinástico, pero sí: popular y nacional. Y por tanto Legendario.
Y ése es el Cid que nos evangelizó Menéndez Pidal. Hasta prototipizarlo umversalmente. Y justificar así —desde un simple Carmen o poema coetáneo de Rodrigo Díaz de Vivar (siglo XI) hasta el Mio Cid del Juglar de Medinaceli— sus crónicas historiales, todo un Romancero, un Teatro y una Novelística histórica. Con poetizadores (aparte de los hispánicos) como Corneille, Hugo, Herder, Leconte de Lisle, Heredia, Southey, Dennis, Monti, Bagger. Y aun llegar a poseer un cine actual como ese Cid de Samuel Bronston asesorado por el propio Menéndez Pidal, un Cid hispano-yanqui de mundial éxito.
En esa mágica y eficiente doctrina caudillarcal entrarían no sólo los Caudillos como Mío Cid o Giménez de Rada y un Cisneros, sino los futuros Libertadores de naciones, desde Washington a Bolívar, y los grandes Presidentes a la norteamericana, y los Secretarios generales de Partido a la rusa. Es decir, la «instauración de lo Monárquico», cuando este valor se debilita o desaparece en la historia de los pueblos. Eso sería la Caudillarquía o teoría pidaliana del Cid. Que encendió de tal modo a nuestras Juventudes cuando nuestra Monarquía tradicional quedó destruida en 1931, que por todas partes buscaron su sustitución y reencarnación. Su «Caudillización». Hasta encontrar a Franco tan galaico como el autor de aquella palabra del enigma, de aquella teoría pidaliana advertida y denunciada por Ortega.
Menéndez Pidal fue nuestro gran augur, el modelador poético, sibilino, mágico, insinuante que nos enseñara a buscar en la vida española: alguien que correspondiera a aquellos rasgos que él nos propusiera del Cid, a un «Salvador de catástrofes nacionales».
Y los «modernos frutos» fuimos nosotros, humildes, fieles, estrictos cumplidores de las directivas de Pidal y de todos los demás Maestros del 98, a los que nadie tiene el derecho de enfrentarlos con nosotros, como si fueran nuestros contrarios o adversarios, ellos los liberales y los reaccionarios nosotros.
La verdad revolucionaria sólo ha sido una: la continuidad. Y el que a los suyos se parece, honra merece. Y si hoy a don Ramón se le honorífica por lo que hiciera con el Cid, ya va siendo también hora de un poco de honor y de piedad para los que del Cid hicimos otra vez, Vida, Sangre, Victoria: Tercer Resurgimiento de España. Y «Homenaje» como el de estas líneas: al gran Maestro Menéndez Pidal. (Aunque al fin ese triunfo fracasara al Monarquizarse otra vez la Caudillarquía.)
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