Escrito a raíz del accidente en que falleció el general Mola (1887-1937)
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EL GENERAL QUE IBA SIEMPRE «A OTRA COSA»
5-VI-1937
No pasan de tres o cuatro las veces que tuve ocasión de ver y hablar al general Mola. Todas ellas, ya durante la guerra, rápidas y fugaces. Así a la sobriedad seca y tajante que era la característica del general en todo: palabra, gesto y estilo, se une para mí esta otra sobriedad de mis recuerdos y mi trato con él. Y así el general Mola ha quedado en mí como una memoria enjuta, económica, desnuda de toda exuberancia, con algo de lápida y algo de estatua: como preparado, en vida, para la quietud de una inmortalidad gloriosa.
Las dos o tres primeras veces lo vi en el frente de Madrid en aquellos días cinemáticos e ilusionados del avance sobre la capital. Venía siempre por los aires, inesperadamente. En cualquier momento, cuando menos le aguardábamos, al mirar el grupo familiar y conocido del Cuartel General, encontrábamos en medio la figura espigada, interminable, del general Mola, con su largo abrigo y sus gemelos colgados del cuello. Siempre estaba despidiéndose. Acababa de llegar y ya se iba: porque ya con su estilo telegráfico, austeramente taponado de episodios y divagaciones, había tenido tiempo de enterarse y de decir cuanto era necesario.
Tenía una frase constante con la que imponía a los demás y se imponía él mismo, una avara utilización de cada minuto: "¡A otra cosa! " Quería decir que ya aquel asunto o aquella tarea estaban suficientemente agotados y esperaban otros que reclamaban el turno y la atención. Con esa frase distribuía su tiempo y podaba inexorablemente sus palabras. Yo no lo veo más que marchando a grandes zancadas militares, con sus altas botas sonoras de espuelas, dando la mano, despidiéndose siempre par a ir " a otra cosa... ". Y esas otras cosas eran siempre, en él, cosas de España, cosas del Ideal.
Yo no soy muy bajo, pero Mola me ponía, sin levantarla apenas, su mano sobre el hombro. Así lo recuerdo en Torrejón de Velasco, el día que apareció a ver los primeros tanques rusos cogidos a l enemigo, en el cuartel de Leganés, poco después de tomado por nuestras tropas. Y en ese afán suyo de utilización avara de todo—cada minuto, cada cosa y cada hombre—para la Patria, me decía siempre lo mismo. Me preguntaba por la propaganda, por los versos, por el teatro. Aprovechaba el minuto para lanzarme, de soslayo, una excitación y un estímulo para lo que él creía mi función en esa armónica distribución de colmena, que era para él el servicio de la Patria. Y él, que apenas hablaba, terminaba siempre diciéndome: "Hable usted mucho, Pemán".
Y todo por disciplina férrea de su voluntad. Porque una vez, la única que hablé con él más detenidamente, me lo confesaba: "Si yo me hubiera dejado llevar, mi vicio hubiera sido estar siempre leyendo en una butaca. " Y al decirme esto había en sus ojos vivos una vaga tristeza, como de agua de acequia prisionera...
Esto fué en su despacho de Valladolid. Yo iba a ver a uno de sus ayudantes y por un error del ordenanza me metieron en su despacho, donde el general estaba solo y en aquel momento excepcional, sin un quehacer urgente. Salió de su mesa y se sentó junto a mí en una butaca. Aquel día hablé con él largamente. Quiero decir doce minutos. Supremo despilfarro del general Mola.
Pero despilfarro, también disciplinado y aprovechado para su obsesión de eficacia y de servicio. Llevó la conversación, como siempre, al terreno de la propaganda, del teatro, de los versos. Tenía una amplísima visión sobre la eficacia de todas esas cosas en la guerra actual. Citaba de paso, con insospechada abundancia, libros, comedias y autores. Pero siempre "de paso", siempre en busca de lo eficaz, sin detenerse morosamente en la exhibición de su cultura. Sobre su charla sonaban también las zancadas marciales de sus espuelas, siempre con prisa por España. Varias veces intenté llevar la conversación a otro terreno. Acababa el general de pronuncia días antes, por la Radio Nacional, aquel magnífico discurso sobre el Estado nuevo que tantos aplausos mereció. Quise varias veces hablarle, de él, felicitarle. Pero todas las veces él, con un tajo rápido de su mano extendida, decapitaba en el aire mi frase y me decía: "¡A otra cosa!".
Porque no se le podía hablar de las cosas suyas. Era como Castilla: hacía la epopeya, pero no la cantaba. Vivimos ocho siglos de Ilíada, pero no tuvimos tiempo de escribirla. Donde otros pueblos, como los germanos, o los escandinavos, tienen largos poemas hinchados, nosotros no tenemos más que romances cortos, minutos de epopeya, que parecen escritos al paso sobre un tambor, con el caballo ensillado a la vera, para marchar " a otra cosa".
El general Mola obraba en Ilíada: Somosierra, Vizcaya. Pero hablaba en romance corto... Así nos dejó él mismo el modo y el estilo cómo hemos de llorarle y sentirle: la liturgia, breve del responso de su mejor agrado. Sobria e intensa fué su vida, larga de hechos y corta de palabras. Sobria e intensa su muerte, súbita en lo hondo de un valle. Intensa y sobria ha de ser nuestra pena.
No hemos de detenernos en un lento saboreo de la desgracia. Hay que seguir. Los muertos en la guerra no se quedan en medio del camino como un estorbo. Se les lleva piadosamente a un lado. Allí quedan como un ejemplo, como un estímulo, y junto, el camino expedito y libre.
Sea, pues, nuestra elegía sobre el cuerpo glorioso del héroe, a su gusto y según su consigna. "Un minuto intenso de oración, de dolor y de aprendizaje... Y en seguida con su ejemplo en la mente y con España en el corazón: '¡A otra cosa!'
JOSÉ M. PEMAN
"... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)
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