El espíritu de la época y el pensamiento político de Macanaz, artífice de la reforma administrativa, tras el vuelco de 1714, consolidaron en Cataluña, en plazo relativamente breve la obra de las armas.
De un lado la Chancillería o Audiencia con su Real Acuerdo y sus togados ardientemente borbónicos, hechuras sucesivas del mismo Macanaz, de Roda, de Campomanes, e imbuidos en el espíritu del Memorial y de la Regalía de amortización;
del otro lado, los romanistas de la Universidad de Cervera, con su fervor de neófitos combinándose con la tendencia del derecho imperial a la unidad y el cesarismo;
de otro lado todavía, los próceres de los Amigos del País y la Real Junta de Comercio; fundaciones o refundiciones debidas a la nueva dinastía, fueron otros tantos focos de adoración entusiasta para reyes “filósofos” y otros tantos instrumentos de su labor asimilista.
Los beneficios materiales de la paz, la protección dispensada a la industria, al comercio, a las obras públicas, a la navegación, y el auge observado en Cataluña por lo que concierne a la riqueza y al número de habitantes, hubieron de producir muy pronto una innegable reacción en sentido felipista y una correlativa depresión del patriotismo propio y de sus manifestaciones en la esfera del pensamiento, de la literatura y del lenguaje.
Así como para los intelectuales del catalanismo, en la segunda mitad del siglo XIX, Felipe V y su época constituirán un tópico de aversión y blasfemia, para los intelectuales del siglo XVIII constituían nada menos que un ídolo y una fecha de oro: Finestres se conmovía al recordarlos; el cancelario don Ramón Lázaro de Dou proclama a Felipe de Anjou el Solón de Cataluña a causa, precisamente, de su tan (posteriormente) aborrecido y execrado Decreto de Nueva Planta, que abatió “derechos feudales, servidumbres góticas y depresivas, preeminencias señoriales odiosas”; la Real Academia de Buenas Letras, refundida y patrocinada por el monarca, en medio de los más efusivos transportes anunciaba que revivían en Fernando VI, «conde de Barcelona, los gloriosos Berengueres, y en doña Bárbara de Braganza, las pías y fuertes Almodis».
El mismo Capmany en sus Memorias escribía:
«¿Qué era, en fin, la España toda, antes de que entrase a ocupar el trono la augusta casa de Borbón? Un cuerpo cadavérico, sin espíritu ni fuerzas para sentir su misma debilidad.»
Y añade en otro lugar de dicha obra, comentando el inverosímil crecimiento de la población barcelonesa en los dos últimos tercios de aquella centuria:
«Tal ha sido el impulso que recibió en el benéfico reinado del señor Felipe V, feliz época de la resurrección de la prosperidad nacional de estos reinos, para ser hoy la ciudad más populosa y activa de la corona.»
Fue entonces, al calor de estos beneficios, cuando, entre, los elementos ilustrados de Cataluña, empezó a tomar cuerpo la ficción o postliminium histórico de considerarse, no ya sus agregados actuales, sino descendientes efectivos y directos continuadores, en lo político y en lo intelectual, de la civilización netamente castellana; se habla de «nuestros clásicos», de «nuestro idioma», de «nuestro Siglo de Oro», refiriéndose a épocas de autonomía lingüistica y mental, y aun de completa separación entre las dos Coronas.
La misma diferenciación peninsular que, por feliz inconsecuencia, hallaba Capmany en la aptitud de los catalanes para la vida económica, dejaba de reconocerla en la esfera puramente especulativa o literaria.
Así, al traducir la antigua arenga del rey Martín en elogio de Cataluña, dirigida a las cortes de Perpiñán, justifica la versión castellana en la necesidad de no dejar aquel documento en «un idioma antiguo provincial muerto hoy para la república de las letras y desconocido del resto de Europa.»
Por la misma razón publicaba Capmany traducido al castellano, el libro del Consulado del Mar, ofreciendo el texto auténtico sólo a guisa de justificación diplomática.
Algo por el estilo pensaba Torres Amat, no obstante sus tareas de biógrafo de los escritores catalanes antiguos, afirmando también (con endeble crítica) que Cataluña, desde qué se unió con Aragón, había considerado como lengua nacional la castellana.
Y en fin, con la misma velada displicencia, o con franco enojo, trataban este asunto del lenguaje nativo, mirado casi siempre de través y como obstáculo y causa de inferioridad, todos los eruditos e investigadores de la época, en las tierras de lengua catalana, fuesen valencianos, mallorquines o del Principado propiamente dicho, desde Capmany a Lampillas, desde Mayans, Salvá y D. Buenaventura Serra hasta Sempere y Guarinos, el cual llevó su horror contra el «provincialismo» y todos sus atributos al extremo de execrar, en uno de sus prólogos, la costumbre de ofrecer en las biografías el lugar de nacimiento de los personajes, como abonada al incremento de la vanidad local y a las mutuas querellas de región; acabando por suprimir este dato en los tomos sucesivos de su Ensayo de una biblioteca española de los mejores escritores del reinado de Carlos III, con un rasgo de jacobinismo literario que les quita no poca utilidad y los vuelve confusos y de incómoda consulta.
El levantamiento de 1808, en fin, no hizo sino fortalecer el espíritu que alentaba a la generación de Capmany y esparcir, de un cabo al otro de la Península, el ardor político, la preocupación constituyente, la polémica.
El puro cultivo de las letras puede decirse que se interrumpe desde aquella fecha hasta 1833, para no dejar sitio a otra cosa que la arenga, el manifiesto, la diatriba y el canto de batalla.
Arengas elocuentísimas son las odas de Quintana y las elegías de Nicasio Gallego, que parecen a menudo simples versiones poéticas de los inflamados manifiestos de la Central. Alocuciones guerreras, los versos de Arriaza y las pastorales de los Prelados. Todo es exhortación, apostrofe, controversia. Bajo las formas en apariencia más severas, bajo los asuntos y temas al parecer más indiferentes o remotos palpita de continuo la pasión contemporánea y el pleito entre españoles rancios y españoles reformistas.
Los ingenios de Cataluña, hasta Cabanyes, no dieron de sí más que opúsculos de discusión casi siempre virulentos y chabacanos; imitaciones entecas de Meléndez Valdés; calcos directos de Quintana, como en los versos infantiles de Aribau (1818); algún libro de combate como La Inquisición sin máscara, del hebraísta don Antonio Puig y Blanch, publicada bajo el pseudónimo de Natanael Jomtob, y el rastro luminoso, pero fugaz, del periódico El Europeo, en 1823, de que no vino a tenerse verdadera conciencia sino diez o doce años más tarde.
(MIGUEL S. OLIVER)
Marcadores