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CEREBRO Y MENTE (Antonio Orozco)
Por Antonio Orozco Delclós
Leí en el número de junio de 2004 de la revista Investigación y Ciencia, un interesante artículo de R. Douglas Fields, profesor de la Universidad de Maryland, en el que recoge la historia contada por Mr. Albert Driving, en un libro de reciente aparición. Se trata de la historia de Thomas Harvey, patólogo que, en 1955, realizó la autopsia de Albert Einstein: «Concluida su tarea, decidió llevarse el cerebro del genio a casa. Allí, flotando en el interior de un recipiente de plástico, permanecería 40 años. En varias ocasiones, Harvey repartió finos cortes del cerebro a científicos y seudocientíficos de todo el mundo, quienes estudiaron el tejido en busca de pistas que explicaran la genialidad de Einstein. Cuando Harvey llegó a los ochenta, colocó lo que quedaba del cerebro en el maletero de su Buick Skylark y cruzó el país para devolvérselo a la nieta de Einstein. Uno de los científicos que examinaron cortes del preciado cerebro fue Marian C. Diamond, de la Universidad de California en Berkeley. No encontró nada especial en el número o el tamaño de las neuronas. Sin embargo, en el córtex de asociación, responsable de la cognición de alto nivel, halló una cifra elevadísima de las células de la glía: una concentración mucho mayor que la del promedio de su encéfalo. ¿Mera rareza? Quizá no. Cada vez existen más pruebas que sugieren que las células gliales desempeñan un papel mucho más importante del que se ha venido suponiendo. Durante decenios, los fisiólogos dirigieron su atención hacia las neuronas, consideradas fundamentales para la comunicación cerebral. A la glía, en cambio, pese a superar en número a las neuronas en una proporción de nueve a uno, se le atribuía sólo una labor de mantenimiento: transportar nutrientes desde los vasos sanguíneos hasta las neuronas, mantener un buen equilibrio iónico y proteger de los agentes patógenos que consiguen eludir el sistema inmunitario. Con el sostén de la glía, las neuronas se hallarían libres para comunicarse entre sí a través de las sinapsis y establecer una red de conexiones que nos permiten pensar, recordar y saltar de alegría.» Termina el largo artículo con este párrafo: «Se dibuja así un panorama excitante y prometedor: más de la mitad del cerebro, inexplorada durante medio siglo, puede encerrar una valiosa información sobre el funcionamiento de la mente. Con todo, los neurobiólogos prefieren actuar con cautela y no precipitarse en la asignación de un nuevo protagonismo a la glía.»
A unos y a otros, la ciencia nos sorprende cada día con nuevos descubrimientos. Avanza a pasos agigantados en el conocimiento de ese microcosmos impresionante que es el hombre. Sin embargo el campo de investigación lejos de disminuir se amplía siempre más. Se adquieren certezas, no sólo se proponen conjeturas. Las hipótesis se suceden unas a otras y vamos de asombro en asombro. Quienes nos interesamos por sus resultados nos admiramos tanto de la capacidad de conocer como de lo conocido. Es una maravilla ver cómo cosas tan menudas producen efectos tan inmensos en la persona concreta que somos cada uno de nosotros. Alegría da saber que hay unas células que hacen posible saltar de alegría. Lo agradezco a las hasta ahora por mí ignoradas «células de la glía». Agradezco que existan aquellos que las han descubierto con sus funciones. Agradezco que las haya sobre todo a quien las ha concebido en su eternidad, al «Artista» de esa maravillosa vida que circula por los intrincados circuitos eléctricos del cerebro humano, que permiten pensar, recordar, pensar que pienso y recordar que recuerdo, gozar y gozar de mi gozo.
Como suele decir la doctora Natalia López Moratalla, la ciencia no puede descalificarse a sí misma descartando de su argumentación la causalidad sustituyéndola por la casualidad. Por eso, desde este microcosmos, cada día más admirable, por más conocido en sus sorprendentes entresijos, la mente no puede por menos que elevarse a su Creador. «Cerebro y mente», forman en el microcosmos humano una unidad maravillosa, sin que por ello se confundan, como no se confunden en un concierto de Bethoveen para piano, el piano, la partitura, el pianista y Bethoveen. Unidad y diferencia, inmanencia y trascendencia, no son términos excluyentes. Física y metafísica, ciencia empírica y ciencias del espíritu, todas tienen algo que decir. Nos alegrará que no se ignoren entre sí, que se hablen, que se esfuercen en entenderse; que sin confundir planos y niveles, encuentren notas armónicas, de modo que todos podamos escuchar sosegadamente - en concierto de múltiples instrumentos bien afinados -, la melodía fascinante de la unidad y pluriformidad de la Creación. Confío en que nuestra sección CEREBRO HUMANO nos ayude a disfrutar cada día más de los enigmas que se guardan en el estuche viviente que cabalga sobre nuestros hombros.
Etiquetas: Orozco, biología humana, ciencia y fe, razón y fe
Enviado por arvo.net - 04/07/2009
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