Fuente: Iglesia-Mundo, Nº 256, 1ª quincena Junio 1983. Páginas 17-18.
CIENCIA Y FE
«Uno puede decretar que en la otra orilla está la Nada, pero nadie ha regresado blandiendo triunfalmente tamaña afirmación» (?)
Para demostrar algo hay que basarse en algo. De manera más precisa, para demostrar la proposición A, hay que basarse en otra proposición o axioma B. Según esto, todo se puede demostrar formalmente, porque para demostrar A se puede partir de B = A. Sin embargo, hay una restricción lógica y es que el axioma o los axiomas B no sean contradictorios. Este es el problema de los fundamentos de la Matemática: la no contradicción de los axiomas. Muchos no sospechan que la noble y atractiva Matemática (¡tan ponderada!) se convierte, en cierto modo, en una ciencia experimental al tener que comprobarse diariamente la no contradicción de sus axiomas fundamentales. Se podía pensar que hasta la fecha no se ha encontrado ninguna contradicción en ella. Esto es un error porque se han encontrado «paradojas» en la teoría de conjuntos que son algo más que paradojas. Y una prueba de ello es que ha habido que desechar ciertos modos de razonar. Así, en cualquier momento, puede surgir una contradicción en la Matemática, pero hay la esperanza de que tal contradicción se pueda soslayar con una mayor finura y cautela en las demostraciones. Así surge la fe en algo sobrenatural que nos asegura la no contradicción de una Matemática teológica perfecta. Un hombre de ciencia inteligente que no cree, no puede ser más que un escéptico. Si esto pasa en la Matemática, se puede comprender lo que ocurre en las Ciencias Naturales y experimentales, basadas siempre en un número finito de observaciones. Pero la Matemática, con esa fe en la no contradicción, vuelve a ganar su merecido prestigio dentro de las Ciencias, sobre todo porque las conclusiones A a las que se llega partiendo de los axiomas B, son muchas veces insospechadas.
La experiencia prueba que las verdades del hombre son solamente relativas, no absolutas, pero la razón también lo prueba. En efecto, de un número finito de observaciones, casi siempre más bien pequeño, no se puede conocer la totalidad de los hechos referentes a una verdad. De todos modos, es maravilloso que mediante la razón el hombre puede llegar a conocer, con un cierto grado de fiabilidad, más hechos que los observados, mediante la utilización de ciertas hipótesis, más o menos contrastadas. Así la razón permite ampliar «localmente» los conocimientos basados en la experiencia, pero nunca a la totalidad de los hechos que están fuera de toda posible experiencia. Las antinomias de la teoría de conjuntos confirman de cierta manera que el conocimiento de la totalidad se rebela al hombre. Hay que amar a la ciencia, pero sin poner ninguna superstición en ella que pueda perjudicar su progreso.
Todo esto nos lleva de manera general a fundamentar la no contradicción de la lógica en una fe en Dios. Por lo cual, todo argumento con el que se pretenda demostrar la no existencia de Dios cae en defecto, porque se basa en la no contradicción de la lógica que cae de su base al negar la existencia de Dios. En otras palabras, la no contradicción de la lógica viene a ser equivalente a la existencia de Dios. Por eso me río de ese dicho jocoso que circula entre algunos matemáticos: “¡Dios existe porque la Matemática está exenta de contradicción (!!), y el diablo existe porque la no contradicción no se puede probar!”. La verdad es que sin Dios no tendría sentido la vida, tanto desde un punto de vista racional como no racional.
Hay algunos, entre los que se encuentran algunos teólogos, que parecen desconocer o no entienden la posición de la Iglesia respecto a la posibilidad de mostrar la existencia de Dios. La Iglesia, representada por el Concilio Vaticano I, está a muchos años luz de algunos teólogos o pseudoteólogos modernos, por eso no la han podido comprender. El Concilio Vaticano I define, siguiendo a San Pablo, que «Dios, principio y fin de todas las cosas, puede ser conocido por la luz natural partiendo de las cosas creadas». Así, el Vaticano I indica el camino para conocer a Dios por la luz natural. Para mí, una demostración definitiva de la existencia de Dios reside en los Misterios de la Encarnación y de la Santísima Trinidad. El primero demuestra de manera contundente la realidad de Dios, y el segundo prueba que Dios, antes que Uno, y sin dejar de ser Uno, es Amor. Pero lo grato del primero es que también prueba, de manera muy especial, que Dios ama a los hombres.
Hay dos proposiciones que son, en cierto modo, equivalentes: a) la existencia de Dios, y b) la existencia del más allá. En efecto, la existencia del más allá implica la existencia de Dios y la existencia de un Dios Justo y Misericordioso lleva a la existencia del más allá. Hay algunos que de manera, en cierto modo maliciosa, piensan que los creyentes lo son por temor. No piensan que creemos por amor, pero lo más grave es que no caen en que lo hacemos por justicia. Así, ellos tan justos, cometen la mayor injusticia, al no dar a Dios el homenaje que le es debido. Un solo instante de la vida estaría justificada para amar a Dios.
Pues bien, la existencia del más allá está probada por la Resurrección de Cristo. ¡Esta es nuestra gran alegría! Y nadie después de morir ha regresado blandiendo triunfalmente la afirmación de que en la otra orilla está la Nada. Pero también hay otros muchos milagros y profecías, y motivos de credibilidad que confirman la existencia de Dios.
Lo mismo que hay una estrecha relación de unas ciencias con otras, pensamos que las verdades de la fe no son tan independientes de la ciencia como algunos suponen. Las verdades de la ciencia y las de la fe están íntimamente relacionadas, porque tienen el mismo fundamento: Dios. Un razonamiento probabilístico llevará a creer. Como Pascal, pensamos que por muy pequeña que fuese la probabilidad de la existencia de Dios, hay esperanza matemática tan infinitamente grande que nos lleva racionalmente a creer. En efecto, si no existiese Dios, lo que es mucho suponer, todos perderíamos. Pero si existe Dios, como ocurre, los que perderían serían ellos, los que no creen y no cumplen la voluntad de Dios.
Los creyentes estamos cada vez más persuadidos que es preferible ser creyente de una religión primitiva que ser ateo. Yo pienso que hay una cosa peor que ser ateo: ser agnóstico. Porque si malo es no creer en Dios, mucho peor es creer que Dios existe y no nos ama. Y que conste que esta importancia de la fe no viene de los creyentes, sino que se deduce de numerosos y claros versículos de la Biblia.
Tanto nos quieren los ateos a los creyentes que muchas veces salen en defensa nuestra pero, naturalmente, siempre en contra de la Iglesia. Así se explica que hayan defendido a Galileo, Descartes, … Cuando lo cierto es que esos científicos estuvieron al lado de la Iglesia y que, si vivieran, su testimonio estaría a favor de la Iglesia. Cauchy, gran matemático, decía en una ocasión: «Yo soy cristiano, es decir, yo creo en la divinidad de Jesucristo con Tycho-Brahe, Copérnico, Descartes, Newton, Fermat, Leibniz, Pascal, Grimaldi, Euler, Guldin, Boscovich, Gardil, con todos los grandes astrónomos, todos los grandes físicos, todos los grandes matemáticos de los siglos pasados. Yo soy católico, como la mayor parte de ellos; y si se me pregunta la razón, yo la daré con mucho gusto. Se vería que mis convicciones son el resultado, no de prejuicios de nacimiento, sino de un examen profundo». (Cfr. C. A. Valson: La vie et les travaux du baron Cauchy. Paris, 1868, T./pág. 173).
Ya hemos visto lo que pasa en las Matemáticas, pero no hemos perdido la fe en ellas. Igualmente, con la ayuda de Dios, esperamos perseverar en la fe en Él. Para el que no quiere creer no valen argumentos. Ya se sabe que para no admitir la conclusión A, basta no admitir los axiomas B de los que se deduce A. Pero algunas veces, incomprensible e incongruente, no se admite A pero se admite B. Esto ocurre muchas veces con las cosas relativas a la fe. Ya sabemos lo que dijo a Abraham al rico Epulón: «Si no escuchan a Moisés y a los profetas, ni aunque uno resucitara de entre los muertos se persuadirían». Y, efectivamente, es el caso que Cristo ha resucitado y muchos todavía no se han persuadido.
BALTASAR RODRÍGUEZ-SALINAS
De la Real Academia de Ciencias
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