El papa Francisco y el sacerdocio
Ortiz de Zárate
El Viernes Santo leí un artículo en un blog que pasa por tradicional en el que se alababa la homilía del Santo Padre en la Misa de Jueves Santo, cuyo tema era el sacerdocio. Tuve la santa paciencia de leérmela dos veces, y he de confesar que lo dicho por el Papa Francisco no pudo ser, en mi humilde opinión, más decepcionante. Intentaré hacer un resumen lo más objetivo posible.
Comienza el Papa haciendo referencia a una cualidad del sacerdocio, la de la alegría, que luego pasa a exponer:
“El Señor nos ha ungido en Cristo con óleo de alegría y esta unción nos invita a recibir y hacernos cargo de este gran regalo: la alegría, el gozo sacerdotal. La alegría del sacerdote es un bien precioso no sólo para él sino también para todo el pueblo fiel de Dios: ese pueblo fiel del cual es llamado el sacerdote para ser ungido y al que es enviado para ungir.”El resto de la homilía, tras una alusión a la pobreza del sacerdote, es “más de lo mismo”, darle vueltas y vueltas a este tema. Así, el Santo Padre afirma que esa alegría es una alegría “que nos unge” porque la gracia que se concede al sacerdote en la ordenación le “colma y se derrama íntegra, abundante y plena. Ungidos hasta los huesos…y nuestra alegría que brota desde dentro, es el eco de esa unción”. Es una alegría incorruptible, “porque el Señor prometió que nadie nos la podría quitar (cf Jn 16:22)”. Por último, es una alegría misionera. “La unción es para ungir al santo pueblo fiel de Dios: para bautizar y confirmar, para curar y consagrar, para bendecir, para consolar y evangelizar. Alegría misionera que es custodiada por el mismo rebaño al que unge.
La alegría sacerdotal, según el Santo Padre, es una alegría que se hermana con la pobreza, porque,
“El sacerdote es pobre en alegría meramente humana ¡ha renunciado a tanto! Y como es pobre, él, que da tantas cosas a los demás, la alegría tiene que pedírsela al Señor y al pueblo fiel de Dios…sal y dale a tu pueblo lo que te fue encomendado, que tu pueblo se encargará de hacerte sentir y gustar quién eres, cómo te llamas, cuál es tu identidad y te alegrará con el ciento por uno que el Señor prometió a sus servidores”He de hacer notar la referencia que el Santo Padre parece hacer al final de este párrafo a una pretendida crisis de identidad en el sacerdote, y que es precisamente la comunidad la que se encarga de decirle quién es. Parece que fuera la comunidad la que definiera lo que es el sacerdote. Un concepto bastante protestante.
Es una alegría que, finalmente, se hermana con la fidelidad a la obediencia a la Jerarquía de la Iglesia. En otro párrafo, el Papa hace una somera mención, muy de pasada, de que el sacerdote es sacado de los hombres para volver a los hombres como dispensador de los dones y consuelos de Jesús, y de que Jesús mismo está y obra en la persona de sus sacerdotes para el bien de su pueblo.
Hasta aquí el resumen.
Sin embargo, en ningún lugar de la homilía se hace mención de que el sacerdote ES OTRO CRISTO (alter Christus), que actúa in persona Christi; y que eso es en lo que consiste el “carácter sacramental” que imprime el sacerdocio. Que la vocación sacerdotal, es, por lo tanto, una llamada a una imitación de Jesucristo mucho más perfecta que la que debe llevar a cabo el resto del pueblo cristiano; y que, por esa misma razón, el sacerdote ha de ser un ejemplo de santidad a imitar, un auténtico modelo para los fieles. San Pablo se lo recordaba al obispo Tito: “Sé ejemplo de buena conducta, en lo que se refiere a la pureza de doctrina, a la dignidad, a la enseñanza correcta e inobjetable (Tit 2: 7-8). Creo que fue Santo Tomás quien dijo que entre la santidad del seglar y la del sacerdote, debe mediar la misma distancia que hay de la tierra al cielo.
Otro elemento conexo al buen ejemplo, del que habla San Pablo, es la proporcionada respetabilidad de la cual debe rodearse el ministro de Dios —no sólo por su comportamiento ejemplar, sino también por su porte, su manera de ser y su vestimenta— para que su actuación ejerza más influencia en el alma de los fieles.
En ningún lugar de la homilía se dice que el principal oficio del sacerdote es, como su mismo nombre indica (sacer-dare), el dar las cosas sagradas al pueblo de Dios, entre ellas, la más sagrada de todas: el Sacrificio de la Santa Misa. No hay en toda la homilía la más mínima referencia a la conexión esencial que existe entre el sacerdote y la Santa Misa. La Carta a los Hebreos, que, por cierto, el Papa no menciona ni una sola vez, siendo así que trata toda ella del sacerdocio, describe en su capítulo cinco el ministerio sacerdotal con estas profundas y hermosas palabras:
“Porque todo sumo sacerdote, escogido entre los hombres, está constituido en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios, para ofrecer dones y sacrificios por los pecados; y puede compadecerse de los ignorantes y extraviados, ya que él mismo está rodeado de debilidad, y a causa de ella debe ofrecer expiación por los pecados, tanto por los del pueblo como por los suyos”.Podemos recordar aquí la entrañable y ardorosa devoción que el santo Cura de Ars le profesaba a la Santa Misa, de la cuál decía que si conociéramos su valor, moriríamos; y que para celebrarla dignamente, el sacerdote debía ser santo. Y el gran teólogo Garrigou-Lagrange sintetizaba así esta doctrina:
“El sacerdote debe considerarse ordenado principalmente para ofrecer el Sacrificio de la Misa. En su vida, este Sacrificio es más importante que el estudio y las obras exteriores de apostolado. Efectivamente, su estudio debe ordenarse al conocimiento cada vez más profundo del misterio de Cristo, Supremo Sacerdote, y su apostolado debe derivar de la unión con Cristo, Sacerdote principal”.Y, por supuesto, la homilía ni se asoma a los otros deberes sacerdotales directamente unidos a la Santa Misa, a saber, la Liturgia de las Horas, la adoración eucarística, la lectio divina, el santo Rosario y la meditación.
La homilía del Papa tampoco hace alusión a que el sacerdote hace realidad en su vida la vida de Cristo como Sumo Sacerdote y como cabeza de la Iglesia, y que, por lo tanto, le son inherentes los poderes-deberes de santificar, regir y gobernar al pueblo de Dios; poderes que ni se mencionan en la homilía. En este sentido, es indispensable que el sacerdote ofrezca, para salvar a aquellos que le han sido confiados, su propio sacrificio, unido al de Cristo, a ejemplo de San Pablo: “Ahora me alegro de poder sufrir por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, para bien de su Cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1:24).
Otro elemento esencial que la homilía pasa por alto es el poder de perdonar los pecados que tiene el sacerdote. En efecto, la identificación personal del sacerdote con el Sacrificio de la Cruz lo ha de llevar a dedicarle muchas horas al confesionario. El sacerdote ha de intentar por todos los medios, en la predicación y con consejos persuasivos, que sus parroquianos descubran el significado y la belleza de la Penitencia sacramental, mostrándola como una íntima exigencia de la presencia eucarística. Al papa Francisco le gusta utilizar la expresión de que la Iglesia ha de ser “un hospital de campaña”. Pues bien, no podemos imaginar mejor hospital para las almas que el confesionario. Por eso el sacerdote ha de estar horas delante del sagrario suplicando a su Dios que abra el corazón de sus fieles a ese Dios Padre que no se cansa de ir tras el pecador hasta hacerlo volverse a Él.
Totalmente olvidada está también es esta homilía la íntima relación que el sacerdote, como “otro Cristo” que es, debe guardar con la Santísima Virgen María.
Soy consciente que en una homilía, aunque sea de Jueves Santo, no se pueden mencionar todas las excelencias del sacerdocio. Pero los temas que considero que el Papa ha dejado en el aire, y que yo no he hecho más que enunciar, son esenciales al sacerdocio. Si es que estamos hablando del sacerdocio católico, claro está, y no de un mero ministro protestante elegido por la comunidad para que predique la palabra de Dios, bautice y ofrezca unos consuelos espirituales, más o menos profundos, a sus parroquianos; eso si, con mucha unción y mucha alegría.
Me gustaría terminar este breve apunte, recordando algo que el Santo Padre también ha pasado por alto: la altísima dignidad del ministerio sacerdotal. Y para hacerlo, nada mejor que traer a colación este maravilloso párrafo del santo Cura de Ars:
“Si desapareciese el sacramento del Orden, no tendríamos al Señor. ¿Quién lo ha puesto en el sagrario? El sacerdote. ¿Quién ha recibido vuestra alma apenas nacidos? El sacerdote. ¿Quién la nutre para que pueda terminar su peregrinación? El sacerdote. ¿Quién la preparará para comparecer ante Dios, lavándola por última vez en la sangre de Jesucristo? El sacerdote, siempre el sacerdote. Y si esta alma llegase a morir [a causa del pecado], ¿quién la resucitará y le dará el descanso y la paz? También el sacerdote… ¡Después de Dios, el sacerdote lo es todo!… Él mismo sólo lo entenderá en el Cielo”El papa Francisco y el sacerdocio | Tradición Digital
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