Kérenski en Isengard


Poco tiempo después de su creación en el siglo XIII, las universidades de todos los países occidentales comenzaron a entregar un grado académico honorario que no se alcanzaba, como es habitual, luego de superar una serie de requisitos establecidos, como escribir y defender públicamente una tesis, sino por los méritos académicos que una persona poseía y que no siempre implicaban un recorrido “escolar” por esa casa de estudios. Es lo que se conoció como doctorado honoris causa.
Era una distinción que se entregaba excepcionalmente a una figura de gran prestigio e importancia en el mundo de las ciencias, de las artes o de algún otro dominio de la cultura. Se constituía para la universidad que lo concedía en una ocasión de gran importancia y formalidad: todos los profesores, ataviados con sus togas y birretes, ingresan al Aula Magna donde, solemnemente, el Rector investía con el título de Doctor Honoris Causa al personaje en cuestión, quien recibía las vestiduras académicas correspondientes, junto con el anillo y el diploma, y luego pronunciaba su clase magistral que, habitualmente, se constituían en un brillante discurso en el que descollaba la ciencia y el brillo del nuevo doctor.
Esto sucedía también, aunque sin togas ni birretes, en las universidades argentinas. Pero llegó la democracia y, peor aún, llegó el kirchnerismo y, con él, toda una recua de rectores y rectoras que tenían poco y nada de académicos y mucho de políticos, y para quienes el alto cargo universitario que ocupaban no era más que un medio de saltar a algún puesto de mayor importancia e influencia. Y es por eso que no dudaron un solo momento en utilizar todos los recursos que la universidad les ofrecía -poco importaba para ellos la importancia, historia y prosapia que los mismos pudieran tener-, a fin de congraciarse con el poder K y ser bendecidos con recursos económicos y cargos. Y pudimos ver, en la última década, como nuestras más prestigiosas universidades nacionales como Buenos Aires, La Plata, Córdoba, Cuyo, Rosario y Tucumán, comenzaron a repartir doctorados honoris causa a troche y moche. Tenemos hoy entonces pavoneándose por el mundo a prestigiosísimos doctores honoris causa: Evo Morales y Hugo Chávez; Estela de Carlotto y Mercedes Sosa; Oscar Santaolalla y Leonardo Favio; Cristina Kirchner y Ricardo Foster. Total, que estos señores rectores manosearon hasta tal punto una tradición secular que, en la actualidad, poseer un doctorado honoris causa de una universidad argentina no significa nada. Ellos habrán agradado al soberano de turno y obtenidos vaya a saber qué favores; la universidad se desprestigió, se puso en duda su seriedad y perdió credibilidad.
No cuesta mucho trabajo hacer la analogía con lo que está ocurriendo en Roma por estos días. Reemplacemos a los rectores peronistas y kirchneristas por el papa Francisco, y a los doctorados honoris causa por las canonizaciones, y tendremos el resultado. En concreto, el Sumo Pontífice está utilizando las canonizaciones para conseguir los favores y las simpatías del pueblo, pero no ya solamente del “pueblo fiel católico”, que no sé hasta dónde le importa al Santo Padre, sino del pueblo en general. En términos tolkinianos, Bergoglio está metiendo mano hasta en los recursos más antiguos y venerables que posee nuestra Madre la Iglesia para congraciarse con los millones de orcos que lo siguen y alaban a través de los medios de comunicación para, de esa manera, aumentar y consolidar su poder e influencia.

Escribo esta reflexión movido por la enorme sorpresa, indignación y tristeza que me ha producido la noticia, aparecida hace pocas horas, de que en octubre se beatificaría a Pablo VI. Llamo la atención de que se trata de un disparate mayúsculo pero, sobre todo, gravísimo. Insisto, es una situación de extrema gravedad porque con la banalización e instrumentalización de las canonizaciones a la que estamos asistiendo, no solamente la Iglesia se debilita a los ojos de sus fieles –aunque se fortalece a los del mundo-, sino que pueden llegarse a extremos que aún hoy nos cuesta avizorar. Muchos están sospechando ya una “turbo-beatificación” del padre Carlos Mugica, a partir de los homenajes que la Conferencia Episcopal Argentina le está rindiendo por estos días y, detrás, podría venirse la de Mons. Angelelli.
No se trata aquí de volver a la discusión de eruditos acerca de la probable infalibilidad de las canonizaciones. Mucho menos se trata de cuestionar si Juan XXIII o Pablo VI están o no en el cielo. No me corresponde a mí meterme en esas cuestiones. Lo que sí cuestiono es lo siguiente:
1. El líder de una institución no puede por una cuestión elemental de respeto institucional, de prudencia política, de conciencia histórica y de pudor personal, canonizar a sus antecesores inmediatos. Es un disparate; una imprudencia mayúscula que jamás sucedió en la Iglesia. Un dato estadístico lo demuestra: en mil cien años (entre 885 y 2013) la Iglesia canonizó solamente a cinco papas: León IX (1049-1054); Gregorio VI (1073-1085); Celestino V (1294); Pío V (1566-1572) y Pío X (1903-1914). Con Francisco, en un solo año, canonizó a dos y beatificará a uno.
2. Una canonización no implica solamente declarar que tal o cual persona se encuentra gozando de la visión beatífica sino proponer a ese tal como modelo de vida a todos los fieles cristianos, y modelo de vida implica heroicidad comprobada y evidente de sus virtudes. Francamente, yo no puedo encontrar que Juan XXIII o Pablo VI hayan ejercido de modo heroico, por ejemplo, la virtud de la prudencia. Y este no es un juicio particular; es un juicio estrictamente objetivo basado en la evidencia histórica reciente: el estado en el que quedó la Iglesia luego del Concilio Vaticano II, convocado por el Papa Gordo y continuado y propagado por el Papa Afrancesado (recordemos que el papa Montini tenía particular predilección por la literatura francesa). E insisto, son datos objetivos que cualquiera puede comprobar: entre 1964 y 2004, los años más floridos de la primavera conciliar, dejaron los hábitos casi 70.000 sacerdotes y religiosos. Este es un dato estadístico. ¿Y cuántos fieles dejaron la Iglesia? Es cuestión de pasearse un domingo por los templos europeos para ver que sus misas están vacías, tan vacías como los seminarios y noviciados convertidos hoy en albergues para turistas o en centro de convenciones.

La evidencia no puede ser negada ni manipulada porque salta a la vista: a partir de datos puramente objetivos y cuantitativos resulta claro que el Concilio Vaticano II fue un rotundo fracaso y una medida de una pavorosa imprudencia. Si añadimos a estos datos las reflexiones teológicas y litúrgicas que ya todos conocemos, podemos calibrar la magnitud del daño que provocó a la iglesia la “inspiración” de don Ángelo Roncalli y la pertinacia en profundizarla de Gianni Montini.
Por estas razones y por algunas más que pueden aportar los lectores del blog, creo que la beatificación de Pablo VI constituiría en hecho gravísimo para la Iglesia.
Corolario 1: Desde hace unos días estoy experimentando la sensación de que la Iglesia ha sido tomada por personajes ajenos a ella. Como ya algunos han señalado, el papa Francisco no piensa y no actúa como católico. No tiene reflejos católicos. Es un hombre del mundo, con criterios oportunistas mundanos, que funge de católico. Huelo que es mucho menos nuestro de lo que yo pensaba.

Corolario 2: En los últimos tiempos me vuelve una y otra vez el primer centellazo que recibí el 13 de marzo de 2013 cuando lo vi asomarse a la loggia: “Éste nos va entregar”, me dije. Después me pareció un juicio exagerado. Ahora me estoy preguntando seriamente si Bergoglio no será un nuevo Kérenski y si no tendremos que comenzar a llamar al Vaticano dentro de poco con el nombre de Isengard.

The Wanderer