En el centenario de la Pascendi.
Por don José Miguel Gambra
Conferencia pronunciada en el Círculo Antonio Molle Lazo (24/3/2007)
San Pío X
La encíclica de San Pio X llamada Pascendi fue publicada ahora hace 100 años contra el modernismo y estaba precedida del decreto Lamentabili, donde se condenaban unas decenas de proposiciones extraídas de esa corriente de pensamiento. Como parece propio de su conmemoración podría empezar por mencionar las circunstancias en que fue escrita, por citar los autores más destacados cuyas ideas provocaron en aquel momento esa reacción de la jerarquía eclesiástica. Cabría hablar de Loisy, de Le Roy y de Tyrrel entre otros, pues sin duda ellos y los filósofos en los que se inspiraron inmediatamente, como Blondel y Bergson, y otros más remotos, ya pertenecientes a la órbita del protestantismo, como Schleiermacher y Strauss, pero sobre todo Kant.
Sin embargo, prefiero adoptar otra perspectiva. Porque entender la Pascendi como condenación en un momento dado de las doctrinas de unos pensadores muy determinados es, en cierta medida, hacerle el juego a los propios modernista y a sus sucesores. En efecto, esta encíclica, en cuanto constituye una parte del magisterio ordinario, por cuanto se halla en consonancia con lo que la Iglesia ha mantenido desde sus comienzos, tiene un alcance muy superior al de unas circunstancias determinadas.
El modernismo pretende que los documentos eclesiásticos tienen una vigencia limitada y transitoria que se debe comprender a la luz de unas condiciones ambientales particulares; los conciben como respuestas de la jerarquía a retos momentáneos que nunca deben sacarse fuera de su contexto histórico. Y así, respecto de la Pascendi los historiadores de la Iglesia, más o menos progresistas, estás dispuestos a reconocer la imprudencia y exageración de los autores que inmediatamente provocaron lo que llaman crisis del modernismo. Pero, al mismo tiempo, califican de injusta lo que llaman tendencia integrista que extiende a otras época, a otros movimientos y a otros autores las condenas contenidas en la encíclica y el decreto. Así, un importante prelado, cuyo nombre no citaré, decía no hace mucho:
"hay decisiones del Magisterio que (...) son sobre todo una expresión de prudencia pastoral y una especie de disposición provisional (...). Se puede pensar al respecto en las declaraciones de los Papas del siglo pasado sobre libertad religiosa, así como en las decisiones antimodernistas de comienzos de este siglo (...). En los aspectos de sus contenidos, [estas declaraciones y decisiones] fueron superadas, después de haber cumplido su deber pastoral en un determinado momento histórico".
Para contrarrestar este estrecho confinamiento histórico al que se pretende reducir nuestra encíclica, voy a limitarme a extraer de ella unas cuantas de las doctrinas que condena con el fin de poner en evidencia la heterodoxia de algunas doctrinas que son moneda corriente entre el clero actual. Esta es la actitud a mi entender propiamente católica, pues conlleva que las enseñanzas del magisterio ordinario sean de carácter intemporal y que las condenas lo sean de manera definitiva. Y para recordar que esa intemporalidad de doctrinas y condenas esd ella misma doctrina intemporal de la Iglesia, me gusta repetir las hermosa palabras del papa San Simplicio que, ya en el s. V, señalaba:
Lo que por las manos apostólicas, con asentimiento de la Iglesia universal, mereció ser cortado al filo de la hoz evangélica, no puede cobrar vigor para renacer, ni puede volver a ser sarmiento feraz de la viña del Señor lo que consta haber sido destinado al fuego eterno (Denz. 160).
La Pascendi presenta un sistema no católico de pensamiento de manera ordenada, empezando por una teorías fundamentales y primeras, que son de orden filosófico, para luego sacar las consecuencias de esos principios en la totalidad de las ramas del saber cristiano. No ofrece la condena de tal o cual autor ni de tales o cuales proposiciones concretas, sino que presenta más bien lo que podríamos llamar una actitud intelectual, una tendencia o un espíritu adoptado de manera común por una serie de sabios cuyos nombres y proposiciones no se citan directamente. La razón de ello, a mi entender, no fue sólo el deseo, frecuentemente destacado, de tratar caritativamente a los eclesiásticos y laicos desviados, muchos de ellos de vida irreprochable y posiblemente animados en principio de buenas intenciones. También, si mal no entiendo, lo que con ello pretende la encíclica es superar la dificultad de señalar y delimitar la secta o la doctrina que se trata de condenar. Por eso evita que su enseñanza se vea limitada a unas circunstancias y doctrinas formuladas de una manera determinada. Pues el modernismo que se condena en la encíclica no constituye una secta públicamente reconocida y de netas fronteras, ni es la escuela fundada por un único pensador, sino que se caracteriza más bien como un conjunto de teorías de apariencia multiforme y de extraordinaria capacidad de evolución y adaptación. Tiene, por principio, una ilimitada aptitud para asumir nuevas doctrinas con renovado vocabulario, lo cual hace casi imposible atajar completamente el mal que entraña por medio de la condena de expresiones concretas, como tantas veces ha hecho la Iglesia. Pienso, pues, que el estilo de la encíclica, que es consciente y reconocidamente peculiar, responde al deseo de que los fieles comprendan, desde sus principios más profundos, la manera de entender el mundo y la religión propia del modernismo y proporcionarle así una coraza intelectual contra un enemigo que no se declara como tal y que no tiene bandera ni uniforme.
El núcleo doctrinal del modernismo, tal como lo presenta la Pascendi, está constituído por tres doctrinas procedentes de la filosofía moderna. La primera, el idealismo, viene a coicidir con el horizonte filosófico común a todo el pensamiento moderno. Las otras dos, agnostocismo e inmanentismo, sitúan en consonancia con ese horizonte el objeto de la religión y el llamado hecho religioso.
I.- Idealismo (o inmanentismo): El núcleo de su pensamiento procede de la filosofía moderna que mantiene la incapacidad de nuestras potencias cognoscitivas de alcanzar las cosas tal como son: sólo podemos conocer las apariencias de ellas, lo que llaman los fenómenos, y las ideas que acerca de ellas nos formamos.
El idealismo, en uno de sus sentidos, quizás el más originario, no niega que podamos conocer las cosas que están fuera de nuestra conciencia. Sólo afirma que no se nos ofrecen inmediatamente. El entendimiento del hombre topa en principio sólo con representaciones que no remiten a cosa alguna fuera de la representación misma. Esta situación que a cualquier entendimiento normal (al cual los filósofos modernos llamarían acrítico o ingenuo) le parece, cuando la entiende, poco menos que risible, porque lo que quiere decir es que no tenemos constancia de la existencia de nada del mundo natural fuera de nosotros mismos. Esta concepción de nuestra mente fue excogitada por primera vez por Descartes, que propuso, sólo como hipótesis momentánea, que llamó la duda metódica, según podríamos haber estado engañados desde nuestro nacimiento por un poderoso genio maligno que se habría divertido en distorsionar todo lo que normalmente creemos que es conocimiento. Tanto lo que captamos por medio de los sentidos, como lo que nos han enseñado sería conforme a esta hipótesis un engaño. En otras palabras, supone al hombre encerrado en sí mismo e incapaz de coniocer la realidad exterior, como estaría un niño que estuviera encerrado desde su nacimiento en una de esos aparatos de realidad virtual
Descartes creía saber de un procedimiento para concluir, razonando desde este punto de partida radical, tanto la existencia de Dios y sus atributos como la del mundo material del que tratan las ciencias físicas y matemáticas. Pero, como, en la situación descrita, sólo se dispone de datos sensible y otras afecciones que a nada remiten fuera de ellos mismos, pronto le hicieron ver a Descartes cómo su intento necesariamente abocaba al fracaso.
Pero con ello se metió a la filosofía por una camino que ha marcado todo el pensamiento moderno no católico que, en líneas generales, dio por evidente el punto de partida cartesiano. Así nacieron los diversos sistemas filosóficos racionalistas y empiristas que culminan con el pensamiento de Kant. El mundo en sí (es decir fuera del sujeto que es el hombre) es inasequible, es una mera suposición; lo único que alcanzo es el mundo en mí. En esta filosofía, la ciencia se entiende como si versara acerca de los fenómenos, acerca de lo que se me aparece: sus leyes no enseñan qué son las cosas, como pretendía el pensamiento realista de Aristóteles y de santo Tomás, sino sólo como se produce los acontecimientos aparentes.
II.- Agnosticismo: Puesto que los seres y los acontecimientos sobre los que trata la religión no son inmediatamente accesibles a nuestros sentidos; es decir puesto que Dios no es un fenómeno, es evidente que Dios no puede ser objeto de ciencia. La metafísica, una de cuyas partes llamada la teología natural que pretende alcanzar la existencia de Dios, carece, según esta filosofía, del carácter de ciencia. Su contenido no son más que fantasmagorías de la razón.
Tampoco la historia nos sirve de auxilio para conocer las cosas de que habla la religión, pues la historia se basa en esos datos sensibles que se llaman documentos históricos, los cuales, si se consideran desde el punto de vista que llaman científico, sólo relatan acontecimientos del mundo fenoménico y las concepciones de quien los escribió, pero en modo alguno nos dan a conocer a Dios. Lo mismo ocurre con la revelación externa, que se reduce a unos documentos históricos, es decir a datos fenoménicos. Y así, desde esta perspectiva, Cristo nos para la historia más que un hombre.
No queda pues nada real que predisponga a recibir el don de la fe: no queda el conocimiento natural de Dios que captamos desde las cosas del mundo, pues el llamado mundo no ofrece más que apariencias; no quedan los motivos de credibilidad (los milagros, las profecías, la integridad y milagrosa pervivencia de la Iglesia. Para el modernista, los datos históricos no nos dan a conocer todo eso como hechos, sino como producto de la mente fabuladora de los hombres que los escribieron.
III.- Inmanencia religiosa: Sin embargo, el hecho religioso necesita una explicación. Ante ese fenómeno los movimientos reduccionistas del pensamiento moderno adoptaron una postura de radical desconfianza. Por ejemplo, Marx, Freud, en nombre de la ciencia y Nietzsche, en nombre de la vida, entendieron que cualquier religión es de suyo un engaño forjado conforme a unos intereses que ocultan una mentalidad depravada de maneras diversas. Para ellos la religión no debe ser explicada sino desmontada y destruida.
Contra estas doctrinas decididamente ateas el modernismo intenta, siguiendo los pasos de Kant, situar la creencia religiosa, pero manteniéndose en los presupuestos de la filosofía moderna que hemos visto. Como Colón, que pretendió buscar las Indias por el otro lado, así los modernistas quieren buscar la religión católica por los nuevos caminos de la filosofía. Pero, como Colón, lo que encontraron fue otra cosa.
Ningún conocimiento del mundo externo, ningún dato de los sentidos y ningún documento que la historia es capaz de ofrecer conocimiento alguno sobre le objeto de la religión que es Dios. Mas, como para seguir las sendas de la filosofía moderna, no hay acceso a la realidad externa, sino que sólo se nos ofrece la conciencia en sus aspectos diversos, habrá que buscar a Dios en otras facetas de la interioridad humana que no sean los de la ciencia. Y, en efecto, hallan algo que por entonces había adquirido carta de naturaleza en la filosofía reciente: el sentimiento. De Dios, como de todo el supuesto mundo externo, no se tiene conocimiento, tampoco se conoce como fenómeno ni de manera intelectual, pero hay una clase de sentimientos, que siendo un hecho interno a la conciencia diferente de lo fenoménico, proporciona un contacto con lo divino y lo incognoscible. Ese sentimiento consiste en la captación de la necesidad de lo infinito, en la percepción de la indigencia ante lo trascendente o lo incognoscible, de lo cual nada puede decirse racionalmente.
En esto consiste el llamado principio de inmanencia religiosa: Dios se nos revela interiormente, no por vía del conocimiento, sino como un sentimiento que es la fuente de toda la religión. Si hemos entendido cómo, según el modernismo, se explica la insistencia del hombre en tratar de Dios por la presencia del sentimiento religioso, podemos decir que sólo tenemos que sacar las consecuencias para entender en toda su magnitud el error de esta tendencia.
Ante todo hay que percatarse de que no hemos salido de la conciencia, del hombre enclaustrado en su interior característico de la filosofía moderna. De igual manera que, según el idealismo, cuando el científico habla de las cosas y de sus leyes no habla más que de apariencias fenoménicas que se suceden de manera repetitiva, así el que habla de Dios no dice nada del mundo externo sino que habla de la presencia en el sujeto de los sentimientos. Pero dejemos eso de momento y tratemos de mostrar cómo, por una lógica interna implacable, se siguen las principales doctrinas del modernismo desde esta concepción primera llamada inmanentismo religioso.
El proceso, que se desarrolla todo él en los límites de la conciencia, depende precisamente de los caracteres propios de la conciencia, que son principalmente tres: se da en todos los hombre, tiene unidad y es una unidad vital. La mente o conciencia es, en primer lugar, común a todos los hombres en los cuales se da siempre, de manera más o menos oscura el sentimiento religioso. En segundo lugar la conciencia, en todos sus aspectos, se caracteriza porque tiene la inestabilidad de lo viviente, está en permanente transformación o cambio. En fin, la mente humana no está formada por departamentos independientes que siguen caminos separados, sino que constituye un todo, una unidad, donde cada parte, cada tipo de vivencia, intelectual o no, se conecta con el resto. Veamos por separado las principales tesis modernistas que se siguen de cada una de estas propiedades de la conciencia donde se desarrolla todo el fenómeno religioso:
I.- De la universalidad de la conciencia se sigue:
1) Confusión de la naturaleza y la gracia: la presencia de Dios en la el hombre se manifiesta o produce gracias al sentimiento de lo infinito, que es una afección natural, común a todo hombre, como común a todo hombre es la alegría o la tristeza. De ahí una primera consecuencia, y no la de menor importancia: se sobrenaturaliza la naturaleza humana. En otras palabras, se confiere a la naturaleza del hombre, a todo hombre por el hecho de serlo, la gracia de la fe, cosa que para la doctrina católica sólo es propia de los bautizados.
2) La "verdad" de toda religión. De lo anterior se extrae una segunda consecuencia: todas las religiones participan del carácter sobrenatural que tiene la religión católica. Puesto que el sentimiento religioso de suyo hace creyente al hombre y, al ponerle en contacto inmediato con Dios, le confiere la fe sobrenatural, toda religión es verdadera y sólo difieren unas de otras por las formulaciones más o menos imperfectas del sentimiento religioso. Si acaso, los modernistas conceden que religión católica, por tener más vida, es una formulación más perfecta de la fe. En los asuntos de religión no hay verdad y falsedad en el sentido que el realismo ingenuo confiere a esos términos. Las religiones son formulaciones más o menos afortunadas del sentimiento religioso, más o menos intensas y excitantes de ese mismo sentimiento, pero no son estrictamente hablando verdaderas en el sentido de enunciar algo que se corresponda con la realidad exterior a la conciencia.
II.- De la vitalidad de la conciencia se sigue:
3) Evolucionismo: el sentimiento, como todo lo que vive, cambia a lo largo del tiempo según las circunstancias. En cuanto la religión se reduce a sentimiento, adopta formas diversas de manifestación a lo largo de la historia. Ese sentimiento era rudo y deforme al principio de la historia, pero con el decurso de los años se ha ido pulimentando hasta adquirir las formas diversas de religiosidad que conocemos. Por su parte la religión católica, nacida de ese hombre de inmanencia vital inigualable que es Cristo, de cuya poderosa fuerza surgió la corriente de la que nació la Iglesia, ha adoptado, según las épocas, caras dispares: primero fue judaica, luego paulina, más tarde helénica etc.
III.- En fin, la conciencia tiene una unidad tal que hay una necesaria influencia mutua de sus diversos aspectos y estratos. De ello se sigue que el sentimiento religioso debe estar en conexión con esa clase especial de fenómenos que es la presencia de otros hombres con los cuales formamos la sociedad religiosa y civil, y con el conocimiento intelectual que tiene por objeto los fenómenos:
III.A.- Relaciones con los otros hombres:
Aunque el hombre está encerrado en la intimidad de su conciencia, no se considera a sí mismo en la completa soledad, sino que siente la necesidad del "otro", de otros seres semejantes a él con los cuales entra en contacto y forma sociedades, como la sociedad civil y la sociedad religiosa o Iglesia.
III.A'.- Consecuencias de la relación entre el sentimiento religioso y la comunidad eclesiástica:
4.- La Iglesia es el parto de la conciencia colectiva: Los hombres necesitan comunicar y practicar y extender su fe, es decir su sentimiento religioso. De ahí la formación de colectividades comunidades que tienden a conservar y ampliar la fe común. La colectividad en la que se unen los que siguen a Cristo es la Iglesia Católica. Todo lo que a ella se refiere y lo que ella misma significa es tergiversado a al luz de este origen que le confieren los modernistas. Veamos algunos ejemplos:
5.- Los dogmas no son mas que la expresión del sentimiento religioso.- En consonancia con lo precedente los dogmas surgen cuando el hombre quiere expresar su fe, es decir su sentimiento religioso. A ello le precede el acto de conciencia del creyente que los modernistas llaman "pensar su fe", es decir buscar la expresión de sus sentimientos. Sólo después esa expresión o formulación es sancionada por la comunidad eclesiástica y por la jerarquía. Los dogmas no expresan, pues, verdad alguna acerca de lo real. No son más que instrumentos para provocar sentimientos religiosos y, a la vez, son símbolos de quienes poseen un mismo sentimiento según las religiones y sus diversas épocas de desarrollo
6.- Los dogmas son mutables ya que, según cambien las circunstancias históricas, según las dificultades con que se encuentre la comunidad religiosa, según el grado de desarrollo de la ciencia, según evolucionen las formas de sociabilidad, cambian también los dogmas que no son más que expresiones transitorias del sentimiento religioso. Es pues propio de los dogmas que modifiquen para que adquieran valor vital. Carecen, pues, de la inmutabilidad que la Iglesia siempre les ha atribuido.
7.- Hay un mecanismo conforme al cual se produce la evolución de los dogmas: la jerarquía eclesiástica surge de la Iglesia que es, a su vez, resultado de la colectividad religiosa. Esa jerarquía tiene la función de mantener la cohesión por medio de ritos y doctrinas comunes, cuya finalidad es la de reavivar el sentimiento religioso. La jerarquía, pues, tiende por naturaleza al anquilosamiento y a la permanencia inalterable de los dogmas y de la liturgia. Pero todo ello, dada la naturaleza vital del sentimiento religioso, se convierte con el tiempo en fórmulas ineficaces necesitadas de renovación para que surtan efecto sobre el sentimiento. Así, pues, es deber de los teólogos y de los laicos promover la transformación de la liturgia, de los símbolos sacramentales y de los dogmas para que se adapten a las circunstancias variables de la vida del creyente. De ahí un permanente conflicto entre estas dos fuerzas -la de evolución y la de permanencia- que no debe tenerse por extraordinario y escandaloso, sino que ha de entenderse como el proceso natural de desenvolvimiento del dogma en la sociedad eclesiástica.
III.A''.- Consecuencias de la relación entre el sentimiento religioso y la sociedad civil
8.- El hombre no sólo vive dentro de la comunidad eclesiástica, sino en la sociedad civil. Ambas facetas del hombre deben acomodarse en su vida interior (porque todo ello, no lo olvidemos, se desarrolla en el seno de la conciencia, aunque dentro de ella se distinguen los fenómenos que se nos aparecen como parte de un hipotético mundo externo y los sentimientos que los tenemos como procedentes de nuestra subjetividad). De esa relación se sigue:
9.- Separación Iglesia-Estado: de la misma manera que la ciencia y la fe han de separarse, así también la Iglesia y el estado. Pues, si entre aquellas había una diversidad de objetos, entre estas ahí una diversidad de fines: una persigue lo espiritual, es decir el mundo de los sentimientos, el otro lo temporal, es decir pertenece al mundo de los fenómenos. De lo cual se colige que, al tener la política como fin los fenómenos objetivos y la religión sentimientos subjetivos, ésta no puede pretender imponer nada a la política. Es un abuso de autoridad de la Iglesia que ésta pretenda señalar o dar directrices sobre el camino que debe seguir la política. Es más, en caso del conflicto, que se da cuando un católico pretenda actuar en política o en las manifestaciones externas del culto, la religión debe someterse a las exigencias del régimen político.
10.- La ciencia y la fe son facetas de nuestra interioridad que, de suyo, están separadas; pues versan sobre asuntos diferentes: una trata de los fenómenos, la otra de los sentimientos inmanentes. Ahora bien, como entre la ciencia y la expresión dogmática de la religión se producen en ocasiones contradicciones, es la religión la que debe adaptarse a los dictados de la ciencia y no a la inversa. Y eso no sólo en ciencias como la física o la filosofía, sino también en la historia y la exégesis de los textos. Así para la historia Cristo no es más que un hombre, poco común desde luego, pero un hombre. En cambio para la fe Cristo es Dios. Mas, puesto que el hombre no puede desdoblarse, el sentimiento religioso deberá acomodarse a la ciencia de modo que, siguiendo con el mismo ejemplo, Cristo se ha de concebir como un hombre de gran inmanencia religiosa, cuyos hechos históricos fueron posteriormente adornados por la fabulaciones prodigiosas de los primeros creyentes y de los evangelistas, con las cuales no pretendían ofrecer una historia objetiva, sino leyendas para excitar la fe. Y así vino a creerse que Cristo es Dios e, incluso, Él mismo al final de su vida se adquirió esa convicción.
Hemos visto cómo la concepción de la religión como producto inmanente de la conciencia trastoca y tergiversa uno tras otro el significado de los pilares de la verdadera religión. Queda por tratar la cuestión más importante, que la Pascendi presenta al final y por la que quizás se estén ustedes preguntando: ¿esta gente cree o no "en que fuera de él hay un Dios en cuyas manos caerá un día"? La encíclica ofrece las dos únicas respuestas posibles, ambas destructivas de la religión en su totalidad: el ateismo o el panteismo.
El hombre no tiene ciencia de Dios, ni los escritos revelados lo dan a conocer objetivamente, pues sólo tratan de excitar el sentimiento religioso, no narrar hechos. El único contacto con Dios se da a través del sentimiento. Pero entonces caben sólo dos posibilidades: que ese contacto sea con una cosa real o que no vaya más allá del propio sentimiento subjetivo (del sentimiento de indigencia de lo infinito). Si lo primero, entonces el hombre es parte de Dios, el alma y Dios son caras de una misma cosa. Se cae en el panteismo. Si lo segundo, entonces no hay noticia de Dios, como tampoco la hay de las restantes cosas. Se cae en el ateismo.
Todo esto, repito, es una exposición de doctrinas condenadas. Cada uno de los apartados de la Pascendi remite a los concilios de Trento, al Vaticano I, a la Quanta cura al Syllabus y a un sinfín de citas que muestran cómo estas teorías ya habían sido condenadas, una por una, tiempo atrás. Y hoy siguen tan condenadas como entonces, aunque la penetración de estas ideas entre eclesiásticos y fieles sea hoy muy grande, tan grande que la mayoría de los católicos no se escandalizan al oírlas a diario en boca de los sacerdotes.
En una conferencia que dí hace años sobre este tema, el presidente de la asociación que me había invitado, se levantó airado cuando empecé a exponer las doctrinas modernistas, siguiendo el hilo de la Pascendi. Creyó que exponía las doctrina cuya condenación presentaba. Pero su despiste momentáneo puso de manifiesto la rectitud de su formación cristiana. Era hombre ya entrado en años hacia 1980, que es cuando di esa conferencia. Era, pues, un fiel que había recibido la enseñanza de la Iglesia de siempre y reaccionó conforme a ella. Desgraciadamente hoy, si un católico sufriera un despiste similar y no se diera cuenta de que mi exposición presentaba doctrinas condenadas, no habría reaccionado así; más bien se habría encogido de hombros creyendo oír uno de tantos sermones abstrusos como los que se ofrecen cada domingo en numerosas parroquias.
Y es que el modernismo ha penetrado en la Iglesia desde la jerarquía hasta los fieles de manera tan profunda como amplia. Su presencia es avasalladora: basta leer el voluminoso libro de Franco Amerio para captar el alcance de su penetración. Verdad es que esa penetración tiene grados muy dispares en la conciencia de los católicos. Los modernistas profundos suelen ser más bien religiosos y profesores adentrados en estudios filosóficos, porque llegar a ver las cosas como un idealista es cosa contraria al sentido común y a la naturaleza. Por su lado, los que participan de unas u otras doctrinas modernistas son legión en la Iglesia. unos lo hacen por obediencia y tratando de forzar las enseñanzas de los pastores para convencerse de que no hay nada de modernismo en la Iglesia. Otros, manteniendo la doctrina tradicional, creen bueno usar el método de la inmanencia y el recurso al sentimiento como medio apostólico (cosa rechazada y descrita ya por la Pascendi). Otros en fin mantienen la doctrina tradicional en los puntos que atañen a la moral, y al credo, pero no en cuanto a la doctrina social.
¿Dónde radica el secreto del éxito que ha tenido el modernismo para invadir con tal amplitud la Iglesia a pesar de las condenas sucesivas que sobre este movimiento, y otras tendencias próximas, ha pronunciado Roma; desde las condenas a Lammenais hasta la del neomodernismo hecha por Pio XII en 1950? El modernismo, en efecto, tiene una especie de genialidad satánica en la capacidad de pervivencia que ha desarrollado. Es algo similar a la de esas bacterias hospitalarias que parecen alimentarse de los mismos antibióticos con que se las combate. Esa capacidad le adviene, a mi entender, del conjunto de ideas que expone la Pascendi y más concretamente de los puntos siguientes:
1) Su doctrina, aunque los destruye todos, no niega abiertamente los dogmas. Entre un modernista y un fiel no hay (hablando en general) proposiciones que uno afirma y el otro niega a las claras. La diferencia reside en la manera en que entienden las mismas proposiciones, pues, como se ha visto, para uno las enseñanzas de la Iglesia expresan la realidad y para otro son la manifestación fabulada de aspectos de nuestra conciencia. Viene a ser como si el modernista viera como una película de ficción lo que el creyente ve como un documental o un noticiario. Ambos conocen lo mismo, pero para uno el magisterio es una a modo de novela mientras que para el otro es más verdadero que un tratado científico.
De ahí una primera dificultad muy general para que las condenas afecten a los modernistas, pues ellos están dispuestos a admitir lo mismo que enseña la Iglesia, pero de otra manera, y así no hay quien se entienda. Toda afirmación se vuelve ambigua, lo cual es aprovechado por los modernistas para no sentirse afectados por las advertencias y condenas.
2) De otra parte, el evolucionismo de los modernistas hace muy difícil rechazar de manera concreta sus doctrinas por la declaración de herejía contra una sentencia o formulación determinada y fija. Toda la religión está sometido a la ley de la transformación a lo largo del tiempo y según cambien las circunstancias, de modo que quienes tienen un espíritu modernista ofrecen una incesante remodelación de las doctrinas y de las formas de expresarlas. Después de la Pascendi, la adopción de toda clase de filosofías ha dado lugar a neomodernismos sucesivos, basados unos en el existencialismo, otros en la fenomenología, y la axiología, en el personalismo, en el marxismo y en un sinfín de otras doctrinas.
3) En fin, el modernista, por principio, está interiormente a salvo de las condenas. Para cualquiera de nosotros la condena de nuestras opiniones, la suspensión, o la excomunión son penas canónicas de extraordinaria importancia que difícilmente soportaríamos sobre nuestras espaldas con tranquilidad. Para el modernista, dado el papel de motor del cambio que confiere al teólogo y al laico, las condenaciones son cosa que no le afectan en su interior. Porque el sabio modernista entiende que su papel y su deber consiste en promover la adaptación a los tiempos, de lo cual necesariamente se sigue el enfrentamiento a una jerarquía cuya función es, por su lado, la de mantener la tradición que une la comunidad de creyentes con el espíritu de su fundador. Sufrir la oposición de la jerarquía es parte del oficio del teólogo, y lograr mantenerse dentro de lo que ellos entienden que es el seno de la Iglesia, es decir, con cátedra dentro de la sociedad de creyentes, es también parte de su oficio.
Estas características de la doctrina modernista y de otras teorías más o menos próximas, como el liebralismo católico, han hecho que una y otra vez las condenas y admoniciones no hayan logrado apartar este compendio de herejías del seno de la Iglesia. Una y otra vez los afectados por ellas han comentado, reinterpretado y tergiversado los textos condenatorios de para justificarse, sin alejarse oficialmente de la Iglesia. Así ha ocurrido desde los discípulos de Lammenais hasta Theilard de Chardin y Rahner, pasando por Dupanloup y otros muchos. Es pues conveniente "meterse", siguiendo la Pascendi en la forma modernista de pensar para ser capaces de detectar lo que pertenece a esta corriente heterodoxa de pensamiento que se ha adueñado de extensas y muy altas zonas de la Iglesia.
Gracias al estudio de esta encíclica podremos calificar de modernista a cualquiera que mantenga esas ideas condenadas. Sin embargo, como esto no es siempre fácil quizás sea útil dar unos remedios caseros para detectar a un modernista que, según lo indicado, puede serlo de manera más o menos profunda. Una de esas recetas consiste en examinar su lenguaje: expresiones como "vivir la fe", "pensar la fe", usar como criterio de verdad las "experiencias" religiosas, tener siempre en la boca la dignidad de la persona etc. son frecuentemente signo de que nos hallamos ante alguien más o menos inficcionado de modernismo. Pero como no es cosa aquí de hacer un catálogo de las manipulaciones lingüísticas del modernismo, podemos dar otras recetas más generales para detectar modernistas:
1) La actitud bifronte, que la propia encíclica describe, es uno de esos signos de identificación: los modernistas pueden parecer "contradictorios", "vacilantes y dudosos", pero "eso lo hacen de propósito y deliberadamente, es decir, de acuerdo con la idea que tienen de la mutua separación entre la ciencia y la fe". En efecto, cuando hablan como historiadores no mencionan la divinidad de Jesucristo, ni mencionan la autoridad de los padres o de los concilios; pero cuando llegan al púlpito, profesan la creencia en Dios hecho hombre de manera firmísima y citan con honor los concilios.
Recuerdo el caso de una sacerdote que, hacia 1970, es decir cuando los ambientes universitarios estaban dominados por el marxismo, no paraba de hablar en tono laudatorio de la capacidad explicativa de la dialéctica en unos seminarios de la universidad. Evidentemente empleaba esta palabra en sentido que le daban Hegel y Marx. Sin embargo, cuando yo, indocumentado estudiante, le reconvine escandalizado de que admitiera tal modo de pensar siendo un sacerdote, él salió diciendo que se refería a la dialéctica como método de discusión del cual hablaba ya Aristóteles. Y, luego, viendo que yo era creyente, acabó por hablarme, de forma harto edificante, del Santo Rosario y de la Virgen de Lourdes.
2) Eso va unido a la oscuridad buscada de sus enseñanzas. Si, quien tiene un mínimo de formación, se queda en ayunas sobre lo que ha querido decir un sacerdote o prelado, es muy probable que se halle ante un modernista. Porque el modernista, siempre en trance de adaptación, hace uso de un lenguaje inusitado y ambiguo que, de una parte, pretende reformar las enseñanzas para acomodarlas a tendencias nuevas y, de otra, no dice con claridad suficiente sus ocurrencias que contradicen la enseñanza tradicional para protegerse de cualquier posible condena. Quienquiera que le haga un reproche a ese respecto se encontrará con que el sabio modernista le da la razón, conforme al método visto arriba de distinguir dentro de sí mismo al científico del creyente.
Una alumna andaluza y simpática que tuve en un curso de lógica matemática, cuando me volvía para escribir en la pizarra, preguntaba en un susurro a su compañera "¡pero qué ice? La pobre no se enteraba de nada. Pues bien, cuando se queden ustedes como esa alumna ante las palabras de un sermón, es muy probable que están ustedes ante un modernista. Por ejemplo, es fácil llegar a ese estado de ánimo cuando se leen cosas como ésta:
Si Dios mismo es hombre y lo es por toda la eternidad; si por eso toda teología es eternamente antropología; si está vedado al hombre tenerse en poco, pues entonces tendría en poco a Dios; y si ese Dios sigue siendo un misterio insuprimible, entonces el hombre es por toda la eternidad el misterio expresado de Dios, que participa por toda la eternidad del misterio de su fundamento.
Estas frases de una eminente cardenal no son sino una expresión de lo que la encíclica llama panteísmo, es decir de la identificación de la criatura humana con el creador; pero, dada la enormidad de tal aserto, este cardenal lo camufla con sobreabundante pedantería y voluntaria oscuridad.
- En fin, otra de las tácticas más frecuentes de los modernistas consiste en presentar sus doctrinas como inasequibles al vulgo. Y nada hay más vulgar para ellos que el aferrarse a las doctrinas tradicionales. Ante quienes se obstinan en denunciar las contradicciones de sus doctrinas o la oscuridad de su enseñanza, suelen adoptar la actitud de quien posee un saber superior que no puede captar cualquiera. La respuesta "yo no he dicho eso", usted no ha comprendido, "no es tan sencillo", "para entenderlo tendría usted que haber estudiado filosofía, teología o exégesis bíblica", es la moneda corriente que devuelven los modernistas a quien le haga una objeción. Ellos, como avanzadilla intelectual de la comunidad religiosa en progreso, se sitúan a sí mismos en un plano de superioridad que abarca, de un lado, la enseñanza tradicional y, de otro, las novedades filosóficas más recientes, con la idea a priori de su necesaria compatibilidad. Y así, para mantener a la vez doctrinas incompatibles recurren a distingos nuevos que de entrada califican de inasequibles para los indoctos.
Oscuridad, engaño, ocultación. Nada de esto es cristiano. Ya con su presencia todo eso debe activar la sospecha. Pero sólo eso. Leamos las claras, veraces y explícitas líneas de la Pascendi, donde las inextricables complejidades modernistas se hacen comprensibles, y podremos pasar, en su caso, de la sospecha al juicio cierto.
Para imprimirla coferencia se puede descargar uno de estos archivos:
El audio y video de la conferencia está aquí o aquí
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