Episcopado y doble lenguaje
Germán Mazuelo-Leytón
San Pío X denunció la táctica modernista de mezclar lo racionalista con lo católico.
Los secularistas dan por supuesto que su lenguaje, con todo su contenido de planteamientos y orientaciones, conecta mucho mejor con el pueblo que el lenguaje de los tradicionales, que se supone arcaico y superado.[1]
Recientemente en Italia, el famoso obispo Athanasius Schneider ha manifestado que hoy vivimos unos tiempos oscuros, de confusión doctrinal con sus destellos engañosos de relativismo, naturalismo, antropocentrismo, a menudo cubierto bajo la máscara de «diálogo», bajo la máscara de «acompañamiento personal», bajo la máscara de «sorpresas del Espíritu Santo».
No se podría tener una síntesis más exacta de esa realidad de la Iglesia Católica de hoy en día, y de labios de un obispo. Un obispo que comprende cabalmente su función, su lugar único en la Iglesia como sucesor de los Apóstoles, al contrario de tantos otros miembros del episcopado a quienes parecería no interesarles la fidelidad a su misión que conlleva una especial responsabilidad en la salvación de las almas a ellos confiadas.
Lamentablemente, tantos obispos utilizando un lenguaje ambiguo conducen a su grey al abismo de la condenación.
Los obispos son los sucesores de los Apóstoles de quienes por derecho divino han heredado el triple poder de instruir, de santificar y de gobernar una porción de la grey de Cristo.
La palabra obispo significa etimológicamente guarda, protector, inspector. Los paganos aplicaron este nombre a los dioses que defendían y protegían sus hogares. Entre los atenienses era la palabra técnica para designar a los prefectos de las colonias. En la Iglesia Católica designa a los que han recibido la plenitud del sacerdocio y se les ha confiado el cuidado y gobierno de una provincia de la Iglesia, que recibe el nombre de diócesis.
Los Apóstoles que recibieron el mandato de constituir el reino de Dios en el mundo por conquista, no tuvieron limitaciones territoriales. Pero la función de conquista ordenada a la organización de la sociedad eclesiástica era, por su naturaleza, transeúnte (prerrogativa personal).
Efectivamente, desde el principio, los Apóstoles pusieron a la cabeza de las comunidades fundadas en las diversas regiones de su apostolado personas que los representaran en vida y los sustituyeran después de su muerte.[2]
El concilio de Trento declaró que los obispos, como sucesores de los Doce, pertenecen de manera excelente (praecipue) a la jerarquía, y que no dicen en vano en la ordenación: «Accipe Spiritum Sanctum»: «Recibe el Espíritu Santo».
Por ende, declara el santo Concilio que, sobre los demás grados eclesiásticos, los obispos que han sucedido en el lugar de los Apóstoles, pertenecen principalmente a este orden jerárquico y están puestos, como dice el mismo Apóstol, por el Espíritu Santo para regir la Iglesia de Dios [Act. 20, 28], son superiores a los presbíteros y confieren el sacramento de la confirmación, ordenan a los ministros de la Iglesia y pueden hacer muchas otras más cosas, en cuyo desempeño ninguna potestad tienen los otros de orden inferior [Can. 7]. Enseña además el santo Concilio que en la ordenación de los obispos, de los sacerdotes y demás órdenes no se requiere el consentimiento, vocación o autoridad ni del pueblo ni de potestad y magistratura secular alguna, de suerte que sin ella la ordenación sea inválida; antes bien, decreta que aquellos que ascienden a ejercer estos ministerios llamados e instituidos solamente por el pueblo o por la potestad o magistratura secular y los que por propia temeridad se los arrogan, todos ellos deben ser tenidos no por ministros de la Iglesia, sino por ladrones y salteadores que no han entrado por la puerta [Ioh. 10, 1; Can. 8].. Estos son los puntos, que de modo general ha parecido al sagrado Concilio enseñar a los fieles de Cristo acerca del sacramento del orden. Y determinó condenar lo que a ellos se opone con ciertos y propios cánones al modo que sigue, a fin de que todos, usando, con la ayuda de Cristo, de la regla de la fe, entre tantas tinieblas de errores, puedan más fácilmente conocer y mantener la verdad católica.[3]
Es sentencia cierta que el episcopado es sacramento.
Los obispos, por la consagración son elevados a la plenitud o cumbre del sacerdocio católico, y en su alma se imprime el carácter episcopal, en virtud del cual son dotados de la suma potestad del orden, que encierra el poder de confirmar y ordenar.
En cambio, el poder de jurisdicción, que comprende la doble facultad de enseñar y de gobernar, se les transmite por la «Missio canonica», que es un acto jurídico emanado directamente del Sucesor de Pedro.
La constitución apostólica Sacramentum Ordinis, del Papa Pío XII, enseña que tanto el diaconado, como el presbiterado y el episcopado son sacramentos, en cuanto determina exactamente cuál es la materia y la forma de cada una de estas órdenes sagradas.[4]
Dicha constitución apostólica decide sólo lo que en el futuro se requiere para la válida administración del sacramento del orden.
El apóstol San Pablo escribe a su discípulo Timoteo: «Te amonesto que hagas revivir la gracia de Dios que hay en ti por la imposición de mis manos»[5], consta por consiguiente históricamente que con esa imposición de manos de San Pablo había recibido Timoteo la consagración episcopal.[6] Luego en la consagración episcopal se infunde la gracia, que es el efecto propio y específico de los sacramentos.
En efecto la Sagrada Escritura (Act 6, 6; I Tim 4, 14; 5, 22; 2 Tim I, 6) y la antigua tradición cristiana conocen sólo la imposición de manos como elemento material del rito del sacramento del orden.[7]
El episcopado constituye una verdadera orden sacramental, distinta y superior a la del simple sacerdocio, e imprime, por consiguiente, un carácter distinto al del simple sacerdocio.[8]
«Al obispo le corresponde juzgar, interpretar, consagrar, ordenar, ofrecer, bautizar y confirmar». En las cuales palabras se resume todo cuanto le corresponde como obispo, por derecho divino (ordenar y confirmar), y lo que le pertenece como sacerdote (ofrecer, bautizar, etc.), y lo que el derecho eclesiástico le reserva como obispo; v. gr., la consagración de las iglesias, altares, vasos sagrados, etc.; confeccionar el santo crisma e impartir las bendiciones que a él se le asigna en exclusiva.
El rol de los sínodos, conferencias episcopales y otras instancias similares, han debilitado también la misión profética de los obispos, sustituida por una pseudo colegialidad episcopal, al respecto el entonces cardenal Joseph Ratzinger decía sin ambages:
El decidido impulso a la misión del obispo se ha visto atenuado, e incluso corre el riesgo de quedar sofocado, por la inserción de los obispos en conferencias episcopales, cada vez más organizadas, con estructuras burocráticas a menudo poco ágiles. No debemos olvidar que las conferencias episcopales no tienen una base teológica, no forman parte de la estructura imprescindible de la Iglesia tal como lo quiso Cristo; solamente tienen una función práctica concreta.[9]
Advertía el cardenal Ratzinger que se verificaba el peligro de
una cierta disminución del sentido de responsabilidad individual en algún obispo, y la delegación de sus poderes inalienables de pastor y maestro en favor de las estructuras de la conferencia episcopal.
San Agustín en uno de sus famosos sermones dice:
He hablado de obispos buenos y de obispos malos; he dicho lo que debemos ser y lo que debemos evitar. Mas ¿qué os concierne a vosotros, pueblo de Dios? También a vosotros os concierne algo. Quiero que estéis edificados sobre piedra, que se levante un templo a Dios, que os hagáis idóneos para recibir a Dios, que vuestra esperanza no fluctúe entre las dudas, que estéis cimentados sobre roca firme. Seamos nosotros como seamos, vosotros tenéis que estar a salvo. Ciertamente es bueno para nosotros el ser buenos obispos que presidan como deben y no sólo de nombre; esto es bueno para nosotros. A quienes son así se les promete una gran recompensa. Más, si no somos así, sino —lo que Dios no quiera— malos; si buscáramos nuestro honor por nosotros mismos, si descuidáramos los preceptos de Dios sin tener en cuenta vuestra salvación, nos esperan tormentos tanto mayores cuanto mayores son los premios prometidos. Lejos de nosotros esto; orad por nosotros. Cuanto más elevado es el lugar en que estamos, tanto mayor el peligro en que nos encontramos. Pensamos, en efecto, en la cuenta que hemos de dar tanto de los honores como de las maldiciones que nos otorgan los hombres. Muchos nos honran, muchos nos critican y muchos nos maldicen. En mayor peligro nos ponen quienes nos honran que quienes nos maldicen. La honra humana hace cosquillas a nuestra soberbia, mientras que las maldiciones de los hombres nos ejercitan en la paciencia. Allí temo caer, aquí pongo bases firmes. Pues cierto siervo de Dios me dice: No temáis las afrentas de los hombres. También Jesucristo el Señor dice: Dichosos seréis si os maldicen los hombres y dicen, mintiendo, toda clase de males contra vosotros por causa mía31. Pues sí alguien os maldice y dice la verdad, no es que hable mal, pues dice lo que es en realidad. Aquí se trata de quienes hablan mal porque dicen cosas falsas. ¿Qué nos prometió a nosotros el Señor? Gozad y alegraos, porque vuestra recompensa es grande en los cielos. Quien habla mal de mí aumenta mi recompensa, mientras que quien me adula quiere disminuirla. Mas ¿qué diré, hermanos? ¿He de desear que vosotros habléis mal de mí para que aumente mi recompensa? No quiero que aumente mi recompensa con mal para vosotros. Hablad bien, obedeced; aunque yo quede en peligro, vosotros no sufráis detrimento. ¿Y qué pasa si a un pueblo le cae un obispo malo? El Señor y Obispo de los obispos os ha dado seguridades, para que vuestra esperanza no se apoye en un hombre. He aquí que, como obispo, os hablo en el nombre del Señor; cómo soy, lo ignoro; ¡cuánto menos lo sabéis vosotros! En cierto modo, puedo presentir lo que seré dentro de una hora; mas ¿cómo puedo saber lo que seré en adelante? Pedro presumió, y quedó al desnudo ante sí; ignoraba que estaba enfermo, pero al médico no se le ocultaba. Dijo, presumió y hasta se atrevió a prometer: Iré contigo hasta la muerte. Entregaré mi vida por ti. Y aquel médico, tomando el pulso a la vena de su corazón, dijo: ¿Vas a entregar tu vida por mí? En verdad te digo: antes que cante el gallo, me habrás negado tres veces.[10]
Levantemos hermanos los brazos al Cielo para que se derriben las murallas de la confusión doctrinal, y el Corazón de Jesús nos conceda misericordiosamente obispos como San Agustín, y como aquellos que hoy mismo no han claudicado en su fidelidad a la Fe Verdadera.
Germán Mazuelo-Leytón
[1] IRABURU, P. JOSÉ MARÍA, Sacralidad y secularización.
[2] PIETRO PARENTE, ANTONIO PILLANTI, SALVATORE GAROFA, Diccionario de teología dogmática, Cfr. I Tim 6, 1-2; II Tim 2, 25; 4, 2; Tito 1, 13; 2, 1.
[3] DENZINGER 960.
[4] DENZINGER 2301.
[5] 2Tim 1, 6; cf. 1 Tim 4, 14.
[6] ROYO MARÍN O.P., P. ANTONIO, Teología moral II.
[7] Cf. SAN HIPÓLITO DE ROMA, Traditio Apostolica; SAN CIPRIANO, Ep. 67, 5; SAN CORNELIO, Ep. Ad Fabium (en SAN EUSEBIO, Hist. Eccl. VI, 43, 9 y 27); Statuta Ecclesiae antiqua (Dz 150 ss).
[8] ROYO MARÍN O.P., P. ANTONIO, Teología moral II.
[9] RATZINGER, Card. JOSEPH, Informe sobre la fe.
[10] SAN AGUSTÍN, Sermón 340.
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