Revista FUERZA NUEVA, nº 470, 10-Ene-1976
Entre la heterodoxia y la demagogia
El servicio especial de Editorial CIO, de 3 de diciembre de 1975, dedica un comentario en exclusiva a la homilía pronunciada por el cardenal Tarancón el 27 de noviembre pasado (1975), ante los Reyes de España, en la parroquia madrileña de San Jerónimo. En aquella homilía -dice CIO- el cardenal de Madrid propone como doctrina de la Iglesia un conjunto de ideas que, por falsas, rechazan eminentes y numerosísimos cardenales, obispos, superiores generales de colectividades religiosas, teólogos y sacerdotes, esparcidos por toda la tierra. (Véase en su original la amplísima lista de autoridades eclesiásticas). Aquellas ideas inadmisibles, añadimos nosotros -aunque sea tarde con respecto a dicha homilía-, dimanan de la Asamblea Conjunta celebrada en Madrid en 1971; Asamblea que escarneció la sangre de los mártires de la Cruzada, y Asamblea que patrocinó Tarancón y condenó Roma.
“Las palabras de Martín Descalzo -continúa CIO- han dado pie… a plantear problemas teológicos muy serios respecto al grado de comunión con la Iglesia del cardenal Tarancón... Las dudas sobre la ortodoxia de monseñor Tarancón provienen, según se ha comentado en círculos teológicos españoles y romanos, de su participación en la demolición litúrgica, tan en consonancia con sus manifestaciones contra el sacerdocio ministerial tal como lo instituyó Cristo y lo definió el Nuevo Testamento y la Iglesia”.
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El cardenal Tarancón, a tenor del juicio citado, no ofrece garantía doctrinal en materia de fe y costumbres a los católicos españoles, puesto que su comunión con la Iglesia católica es dudosa, no de Derecho, pero sí de hecho. Y, efectivamente, su famosa homilía confirma aquel juicio, ya que presenta aspectos ambiguos y confusos, difíciles de interpretar dentro de la ortodoxia. Afirmar, por ejemplo, que “el Concilio Vaticano II actualizó el mensaje de Cristo” y que “los Documentos del Episcopado español han adaptado aquel mensaje a nuestro país”, en cuanto significan no la reproducción verdadera o falsa de unos hechos, sino la admisión de cambio del divino mensaje en su realidad o en su interpretación, constituyen dos aseveraciones inaceptables en doctrina católica. Los verbos “actualizar” y “adaptar”, según su propia significación, implican por fuerza un cambio o mutación esencial o accidental, de aquello que se actualiza o se adapta. Por virtud de ese cambio o mutación, lo que era inactual se hace actual y lo que no estaba adaptado logra la adaptación. El mensaje de Cristo, por consiguiente, tendría que experimentar un cambio esencial o accidental, en sí mismo o en su interpretación, para actualizarse, para adaptarse a un país, a una sociedad determinada.
Olvida el cardenal la sentencia de Cristo: “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán”. Olvida el cardenal que la palabra de Dios, por ser eterna, es siempre actual. Olvida el cardenal que el mensaje de Cristo se resume en una fe y en unos principios de conducta en orden al fin sobrenatural del hombre, y que esa fe y esos principios son permanentes e inmutables a través de los siglos. Olvida el cardenal que la palabra de Dios no puede ser cambiada ni alterada ni en lo esencial ni en lo accidental, ni en sí misma ni en su interpretación, por ninguna potestad humana. Olvida el cardenal que no es el mensaje de Cristo el que debe actualizarse y adaptarse al hombre, sino que es el hombre el que debe adaptarse al mensaje de Cristo, adquiriendo mediante esa adaptación una actualidad permanente, la actualidad de “las palabras que encierran la vida eterna”.
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Cabría reseñar en el decurso de la homilía cardenalicia otros indicios racionales de heterodoxia: cabría hablar de cierto ecumenismo de patente protestante, propio de “creyentes”, de “cristianos”, que de manera consciente rechaza la precisión y fijeza del concepto y del término “católico”. Representando el cardenal, según se supone, a la Iglesia católica, ostentando en aquel momento la representación religiosa de una nación católica, siendo la fe católica la raíz de histórica de nuestra unidad patria, y hablando ante unos Reyes que poseen por derecho y por tradición el glorioso título de Católicos, monseñor Tarancón, complaciente con las representaciones europeas anticatólicas que asistían acto, elude constantemente a través de toda su homilía el uso de un concepto-clave, que deslinda ideologías y señala la frontera entre la verdad y el error. Sin duda, monseñor Tarancón sintió pavor al “inmovilismo” del recio catolicismo español, y se acogió a términos tan vaporosos y tan plurivalentes como “cristianos”, “creyentes”, etc.
Con ese sentido tan ecumenista y tan europeizante, no es extraño que Tarancón niegue al mensaje de Cristo, a la doctrina católica, el patrocinio de un determinado modelo de sociedad y la imposición de una determinada ideología política.
Pero el cardenal yerra en esto, una vez más, porque hay una Ley Divina Natural que impone las normas y principios básicos que regulan la sociedad y que inspiran las directrices generales del régimen político de las naciones; hay además una Ley Divina Positiva que rige a la sociedad en su mismo germen y origen, estableciendo un sistema estable de orden matrimonial y familiar; por encima de la Ley y encarnando su contenido existe un espíritu cristiano que debe inspirar todos los actos de los hombres individual y socialmente considerados; y como resultado de esa Ley Divina, Natural y Positiva, y de ese espíritu cristiano, existe el Reinado Social de Jesucristo, obligatorio por Derecho Divino, por ser Dios, y obligatorio asimismo por Derecho Humano, porque es el Hombre-Dios.
Ese Reinado Social de Cristo, que se inicia interiormente en el corazón de cada hombre por su gracia, exige unos ciudadanos cristianos, y como consecuencia una sociedad cristiana y, por tanto, un gobierno cristiano y consiguientemente una política cristiana y finalmente una doctrina y una ideología cristianas como base y fundamento del orden público cristiano. Vea el cardenal cómo el mensaje de Cristo impone un determinado modelo de sociedad y un determinado modelo de orden político.
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La homilía, por lo demás, vacía de contenido doctrinal, suple el defecto de doctrina con exceso de demagogia. Hay que reconocer a monseñor Tarancón una notable habilidad para manejar de cara al público tópicos y lugares comunes tan manidos y sobados como “democracia”, “libertad”, “igualdad”, “fraternidad”, etc.; hay que reconocerle singular destreza para conjugar en extraña simbiosis la religión con la política; y hay que adjudicarle también cierta inhabilidad para esquivar las constantes contradicciones en que incurre.
En efecto: nuestro cardenal, que afirma la inhibición de la Iglesia en temas temporales y políticos, invade el terreno de la competencia exclusiva del Estado, se reviste de los atributos de consejero de gobierno, de economista y de sociólogo, y suelta ante la asamblea reunida bajo las bóvedas de San Jerónimo el Real una larga y cálida arenga socio-política a favor de los oprimidos, propugna la promoción de los derechos humanos -no tanto de los derechos de Dios-, clama por la justicia social, exige la distribución de los bienes y de las riquezas, propone la liberación de las cadenas que, al parecer, venimos padeciendo. Y de esta manera, monseñor Tarancón, que limitaba su colaboración a la misión específica de orden sobrenatural, que corresponde a la Iglesia, termina exigiendo al Rey el cambio de estructuras jurídico-políticas.
Este es el cardenal que, dirigiéndose al Monarca, dice: “Yo soy el pastor de vuestra alma”. Dios guarde al rey, Dios guarde a España.
Julián GIL DE SAGREDO
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