Revista FUERZA NUEVA, nº 607, 26-Ago-1978
Renegados por la Constitución
Como ocurre ahora en España, cuando los católicos se ven forzados a entrar en sociedad civil o a formar partidos políticos en compañía con otros ciudadanos diagnósticos, ya agnósticos, ya ateos positivos, los católicos deben postular -por todos los medios lícitos- que esa sociedad civil y esos partidos no sean laicos, que confiesen a Dios, pues de otro modo el católico se convierte en un renegado, en un infiel. Basta con releer la Sagrada Escritura para advertir que el Dios que se revela a los hombres por amor, gratuitamente, es un Dios que castiga muy severamente la infidelidad, el culto a los ídolos de los gentiles, la inobservancia de la ley, el retorno a la esclavitud de la carne.
Cuando el católico se asocia para fines políticos con un creyente en que Dios no existe, no caben más que dos opciones: o bien se constituye tal sociedad sobre el supuesto de que existe Dios, de que existe un soberano y universal legislador, cuyas leyes ha de respetar toda asociación humana, o bien se constituye tal sociedad sobre el supuesto de que no existe la ley de Dios, creador del hombre.
Pues bien, en el caso de que un católico acepte el supuesto u opción atea, comete el mayor pecado y, por supuesto, el mayor error: el pecado y el error de menospreciar las revelaciones de Dios acerca de cómo deba ser la convivencia humana. Cuando un católico elabora o vota para su patria una Constitución atea, una Constitución en que no se reconoce a Dios como supremo legislador, cuyas constituciones morales han de respetarse, ese católico, al menos en ese acto constituyente, está haciendo un acto de fe en que Dios legislador universal no existe, o el pecado de reconocer que ese Dios existe, pero él no le guarda el debido amor, el debido respeto, la debida gratitud y reconocimiento. Un católico que contribuye a promulgar una Constitución que no reconoce a Dios, “ipso facto” deja de ser verdadero creyente en Dios, verdadero hijo de Dios, puesto que obra con menosprecio de la gracia que lo hace “partícipe de la naturaleza divina”, comulgante con el comportamiento o moral divinos. La creencia en Dios no cubre tan sólo la vida privada, sino que abarca la vida pública, porque todo poder viene de Dios y ha de ser ejercido como Dios quiere.
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Y a nadie se puede hacer creer que, por espíritu de civismo, con ánimo de consenso, el creyente ha de sacrificar a Dios y ha de renunciar a lo que sabe por Dios y dispensarse de lo que debe a Dios, para complacer a sus conciudadanos creyentes en que no existe Dios. El católico ha de ser transigente, tolerante: pero no renegado, apóstata.
¿Qué solución cabe, entonces, a la convivencia entre el creyente en que tal Dios existe y el creyente en que no existe tal Dios?
Cabría la solución del sufragio universal: cabría someter a referéndum la cuestión de si la Nación o el Estado ha de darse una Constitución laica (atea) o una Constitución que confiesa y acata al Dios revelante. Pero ésta es una solución radicalmente agnóstica, liberal, sectaria, partidista. El creyente en Dios no puede aceptar la solución de poner en tela de juicio ni someter a sufragio la existencia de Dios. El creyente en Dios está firmemente convencido de que existe Dios como soberano y universal legislador del hombre, y que la existencia y soberanía de Dios es un hecho objetivo, que no queda invalidado ni descartado o anulado por el mero hecho de que haya hombres que lo repudien o lo desconozcan.
La soberanía y el imperio de Dios es “de iure” efectivo sobre el creyente en Dios como sobre el no creyente en Dios: la ley moral (divina), como ley civil, obliga tanto a aquel que la conoce y está conforme con ella, como a aquel que la ignora o la rechaza. Dios no deja de existir ni de ser legislador y juez por el simple hecho de que un hombre niegue a Dios.
Así, pues, desde los supuestos de la fe católica no hay otra solución que la del Estado y los partidos confesionales. Cualquier otra solución sería negación radical y práctica de esa fe.El católico, ni siquiera al hacer la Constitución del Estado puede admitir el supuesto de que Dios no existe o de que su ley es desdeñable, porque “ipso facto” reniega de Dios, sustrae a Dios la actividad humana, practica el ateísmo: el católico “ha de confesar a Dios delante de los hombres”. Y es el derecho natural, no solo la fe católica, lo que exige la confesión constitucional de Dios, si bien se mira, única garantía absoluta y correcta de los derechos del hombre, en tanto en cuanto la Constitución de Dios trasciende y sobrepuja las voluntades humanas.
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Si la libertad, entendida como la explican la teología y la filosofía católicas, no es la capacidad para hacer lo que uno quiere sino la capacidad física y civil para hacer lo que uno debe hacer, discurriendo desde las premisas de la concepción cristiana, no es verdadero respeto civil de la libertad humana el dar la primacía a la creencia constitucional de que el hombre es un ser autónomo, que no tendría sobre sí una ley de Dios natural o moral obligándole en conciencia.
Los católicos, pues, sean mayoría o sean minoría en un país, deben sentirse y proclamarse discriminados y aun oprimidos cuando la Constitución nacional sea laica, atea, desdeñosa de la Constitución querida por Dios para la naturaleza humana. En este punto capital de la afirmación o de la negación de Dios legislador universal, los católicos no pueden ser tolerantes sin dejar de ser católicos. Los católicos deben sentirse marginados y aun oprimidos cuando desde la Constitución se les impone la creencia en que Dios no existe o la creencia en que Dios no es legislador universal de la vida humana. Y la opresión es opresión, independientemente de que la imponga la mayoría a través del sufragio universal o de que la imponga un déspota o una minoría.
Eulogio RAMÍREZ
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