Revista FUERZA NUEVA, nº 582, 4-Mar-1978
El matrimonio en la nueva Constitución
Uno de los muchos errores que ya se atribuyen a la futura Constitución española es su desarraigo respecto a lo tradicional.
Por lo que el matrimonio se refiere, la Constitución que se proyecta se separa de las demás Constituciones españolas y sigue sólo a la republicana de 1931.
La misma Ley de Matrimonio Civil, de 1870, no fue constitucional y quedó incumplida desde sus comienzos. Por ello, la Ley fue derogada y el Estado se vio obligado a reconocer -incluso con carácter retroactivo- efectos civiles a los matrimonios canónicos.
Parecida suerte corrieron las Leyes del Matrimonio Civil y del Divorcio en su corta vigencia de los años 30. Los pocos matrimonios civiles que entonces se celebraron y los divorcios concedidos correspondían, en su mayor parte, a extranjeros residentes en España, o a los escasísimos españoles que no eran católicos.
Aun hoy (1978), cuando la última reforma de la Ley del Registro permite a cualquiera celebrar matrimonio civil con gran facilidad, sólo lo contraen los que han naufragado en la fe, o pertenecen a sectas de ámbito muy reducido.
De ahora en adelante, la familia y el matrimonio corren el riesgo de estructurarse de espaldas a nuestra trayectoria histórica, a nuestra idiosincrasia, a nuestros usos y costumbres, prescindiendo no ya de la doctrina católica sino hasta de ciertas exigencias del mismo Derecho natural.
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El artículo 27(1) del anteproyecto de la Constitución atribuye al Derecho civil la regulación de “las formas del matrimonio”. No se hace salvedad alguna respecto del matrimonio de los bautizados, que es el de la casi totalidad de los españoles. Comprobar el hecho de esa abrumadora mayoría numérica no supondría juicio alguno de valor moral o dogmático por parte del Estado, ni discriminación religiosa, sino admitir y sancionar un hecho incuestionable.
De prosperar el atentado que implica dicho artículo 27 (1), pronto veremos a los juzgados manipulando algo que debiera ser un sacramento, por cuanto, en los bautizados, la sacramentalidad del matrimonio es una propiedad esencial e inseparable del mismo.
Ese pontificar laico respecto de algo sagrado va a tener lugar, por ironía de los tiempos, en una época en que tanto se habla de la independencia y hasta de separación de poderes.
Y esa injerencia del Poder civil en la regulación de “las formas del matrimonio” se va a producir en una sociedad integrada por católicos, para los que, por exigencia de su fe, el llamado matrimonio civil es un mero concubinato, al ser nulo el matrimonio de los bautizados celebrado al margen de su forma canónica.
Si de “las formas del matrimonio” pasamos al Poder judicial sobre el mismo, el citado artículo 27 (1) del anteproyecto atribuye -también indebidamente- al Estado la regulación de “las causas de separación y disolución del matrimonio”.
Pero lo más grave es que, en virtud de otro artículo, el 107 del mismo anteproyecto (2), todo el Poder judicial se reserva “en exclusiva a los Juzgados y Tribunales determinados por las leyes”.
A las leyes y a los Tribunales eclesiásticos no los reconoce la Constitución, ni es verosímil que los vaya a reconocer, dada la asepsia religiosa de la misma.
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Así, la futura Constitución (1978) resulta más radical que lo fuera el célebre Decreto de 1868, del sectario Romero Ortiz, sobre unificación de jurisdicciones. Porque aquel Decreto, no obstante su marco antirreligioso y revolucionario, reconoció el fuero judicial de la Iglesia en cuanto a pleitos beneficiales, causas matrimoniales y procedimientos por delitos eclesiásticos. Nada de esto reconoce la nueva Constitución.
Creemos que el anteproyecto, por lo menos, bordea la heterodoxia. El Concilio de Trento, al tratar del matrimonio, en su sesión XXIV, definió: “Si alguien dijere que las causas matrimoniales no pertenecen a los jueces eclesiásticos, sea tenido por hereje”. El papa Pío VI declaró que aquella potestad de la Iglesia se extiende a todas las causas matrimoniales, tanto de separación como de nulidad, y es exclusiva de los jueces eclesiásticos (“Denzinger, nº 1500).
El punto de partida del citado artículo 107 (2) contiene, además, otro postulado incompatible con la fe católica. Con una deficiencia técnica asombrosa, aquel artículo proclama que “la justicia emana del pueblo”.
Una cosa es que la soberanía o sus poderes residan en el pueblo y otra, muy distinta, que emanen del pueblo.
La primera fórmula pudiera aceptarse. Pero no la segunda. San Pablo ha escrito: “Todo poder viene de Dios y quien resiste el poder, resiste a Dios”. Es lo mismo que Jesucristo dijo a Pilatos: “No tendrías poder alguno, si no se te hubiera dado de lo alto”.
Atribuir el origen del Poder Judicial al pueblo, por lo demás, es amenazar la independencia de la Magistratura, quitar el más firme soporte a sus resoluciones y a la obediencia y abrir el camino a los tribunales populares, de nefasto recuerdo entre nosotros.
Ante los múltiples y graves peligros que la futura Constitución comporta, algunos predican, con acento sibilino, que la Iglesia no debe presentar batalla al divorcio y al matrimonio civil. Y, con celo digno de mejor causa, bucean sutilezas en una Teología decadente, para cohonestar desvaríos de consecuencias incalculables.
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En expresión del Concilio Vaticano II -tan manoseado por muchos- la Iglesia “debe iluminar las conciencias” no sólo de los fieles sino de todos los hombres, según el mandado recibido por aquélla de “enseñar a todas las gentes”. No hay en esto injerencia clerical ni presión alguna respecto del Estado ni de nadie.
Adoptar una actitud pasiva ante problemas tan graves como el matrimonio civil, el divorcio, la abolición práctica de la jurisdicción eclesiástica en las causas matrimoniales, el adulterio, el concubinato, el aborto, el uso de anticonceptivos, la aconfesionalidad, el laicismo o el ateísmo del Estado…, todo ello es algo inusitado y desconcertante.
Pero lo es mucho más si esa actitud pasiva se compara con la diligencia desplegada por los mismos para defender la libertad de enseñanza o educación cristiana de la juventud.
Porque cabe preguntar: ¿Qué educación cristiana de los hijos podrá esperarse de unos padres unidos por un vínculo meramente civil, sin la gracia sacramental del matrimonio, divorciados o divorciables, capaces de concubinatos, amancebamientos y adulterios legales y de atentar impunemente contra la concepción y la vida de sus propios hijos?
Desmembrar la familia, comenzando por el matrimonio, es el camino más fácil para lograr de una vez la descristianización de España.
Santiago CASTILLO HERNÁNDEZ
Catedrático de Derecho Canónico
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