Revista FUERZA NUEVA, nº 596, 10-Jun-1978
DESCATOLIZACIÓN DE ESPAÑA
NI antes ni después de ser aprobado en la Comisión del Congreso de los Diputados que ha debatido el artículo de la futura Constitución nacional descatolizando el Estado español, me ha sido deparada la dicha y la confortación de conocer siquiera un lamento público de autoridad competente al haber dejado de ser España oficialmente católica y haberse convertido en oficialmente liberal.
Yo no conozco ni papa, ni obispo, ni sacerdote, ni religioso, ni laico afligido ni alarmado por el hecho de que Dios haya sido expulsado sigilosamente de nuestra vida pública. Yo no conozco a nadie que haya hecho pública su opinión y su conciencia de la gravedad del hecho consistente en querer constituir la vida pública española (política, económica, cultural, social) como si Dios no existiese ni se hubiese revelado. Ni siquiera parece haber conciencia de que descatolizar España es desespañolizarla un poco, si se considera que la quintaesencia de España, el componente sin el cual no se explica ni se produce la gesta diferencial de España en la historia, es el catolicismo. Y, se diga lo que se diga, darle por cimiento a la vida española una Constitución laica, indiferentista, agnóstica o atea (los cuatro epítetos aquí equivalen a lo mismo) es descatolizarnos un poco más, descatolizar un órgano importantísimo, un ingrediente vertebral de España.
Considerar que España, que el Estado español, debe cimentarse no sobre los principios, creencias o postulados católicos, sino sobre los artículos de la fe diferenciales o peculiares del liberalismo, es equivalente a reconocer públicamente que la empresa llamada España en la historia y la empresa llamada catolicismo en el mundo han fracasado, por ahora.
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Se me puede decir —y algunos así lo creen— que lo que ha triunfado ahora en España es el catolicismo liberal, laicista y luteranizante resultante de una determinada interpretación y aplicación del Vaticano II. Pero al objetante potencial que me adujera esa proposición yo tendría que redargüirle lo mismo: que ese género de catolicismo repudiado por la Iglesia hasta Juan XXIII inclusive es una versión del catolicismo que no es la española, que es la francesa y la anglosajona, con incrustaciones o infiltraciones de las revoluciones ateas y liberales que padecieron en su día los países de allende el Pirineo.
En la presente coyuntura político-religiosa española yo veo triunfantes las ideas por las que un día la Iglesia católica condenara a Lamennais, a Montalembert, a Lacordaire, a Sangnier, a Montuclard, a Loisy. Más todavía, cualquier observador, por superficial que sea, podrá apreciar que los teólogos de que se hacen asesorar nuestros obispos dominantes (la mayoría gobernante de nuestra Iglesia) son teólogos conformados y caracterizados por los oráculos del pensamiento protestante más liberal y secularizado, ya que no impregnados por los ideólogos marxistas. Tal parece como si obispos y teólogos estuvieran convencidos de que fueron Lutero, y Descartes, y Rousseau, y Loisy, y K. Barth, y Marx, y Cox, y Bonhoeffer, y Bultmann, y E. Bloch, etcétera, los que estuvieron acertados y la Iglesia católica en pleno la que se equivocó, debiendo hacer ahora, presurosamente, a un tiempo, la reforma luterana, la reforma racionalista, la reforma liberalista, la reforma modernista y la reforma marxista; en suma, la revolución del humanismo antropocéntrico.
Pero claro está que si tácitamente, al romper la Iglesia actual su comunión de doctrina con la Iglesia anterior al Vaticano II, considera que pudo equivocarse globalmente antes, por lo mismo, da pie para que consideremos que la Iglesia católica se estaría equivocando globalmente ahora de nuevo. Y habría razón para esperar que hoy, como en tiempos de San Atanasio, la verdad estuviera con aquella pequeña parte de la Iglesia católica irreductible a la herejía y a la contaminación luterano-liberalista-marxista; habría razones para creer que la España tradicional, la genuina, «la evangelizadora de la mitad del orbe», es la acertada, aunque pecadora: que el único error y el único pecado de esa España consiste en no haber sido suficientemente católica.
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Aquí y ahora lo que ha sucedido es que no ha funcionado suficientemente la fe católica, la fe de los católicos, por negligencia del clero. Para fundamentar la Constitución española han concurrido esta vez tres concepciones del hombre y del mundo, tres cosmovisiones; a saber, la católica, la liberal y la marxista. Y, con la pasividad de la mayoría de los obispos y del Papa, finalmente ha prevalecido la concepción liberalista. La clase política hoy arteramente dominante ha actuado como quien cree fanáticamente, gratuitamente, que se puede imponer civilmente a un pueblo la cosmovisión liberal a través de la Constitución y no se le puede imponer civilmente la cosmovisión católica, como si, moral y civilmente, fuera más lícito imponer a los ciudadanos la ideología liberal que la teología católica. Pero la cosa es clara: no se respeta más a la persona imponiéndole las consecuencias civiles de la fe liberal que imponiéndole las consecuencias prácticas de la fe católica o de la fe marxista. Y, puestos a imponer, lo lógico y lo moral es que los católicos impusieran civilmente las consecuencias de su fe religiosa.
Ciertamente, la fe no se impone, pero no hay más remedio que imponer algún sistema de consecuencias políticas de una fe, sea la fe liberal, sea la fe católica, sea la fe marxista. Y el católico, si lo es, está seguro de que «fuera de la cristiandad sólo hay ese inmenso reino de desgracia que consiste en no saber siquiera de qué se habla», como decía Péguy: que sólo sabemos lo que es realmente el hombre y lo que debe ser la organización de la sociedad (la Constitución nacional) cuando tendemos a la gratuita, a la graciosa Revelación de Dios de que es depositario el catolicismo.
Eulogio RAMÍREZ
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