Revista FUERZA NUEVA, nº 576, 21-Ene-1978
Justicia y política
Según avanza el proceso constituyente español, es desconsolador observar que la Justicia -sin perjuicio de rectificaciones o concesiones de detalle, estimables en la intención, pero no en el resultado- sigue abocada a una sensible politización. El pueblo español viene acostumbrado a todo lo contrario; es decir, a cifrar su confianza en la neutralidad y en el apoliticismo de sus jueces.
La Justicia se encuentra en el quirófano, del que Dios quiera salga ilesa y no disminuida e irreconocible, por obra, más bien, de un mimetismo comparatista que de una autóctona y decantada experiencia. El cercano ejemplo de algunas Judicaturas latinas de Europa, agitadas y desunidas por influjos políticos, no puede decirse que sea orientador en este terreno.
Realismo contra nominalismo, es de ver cómo, por más que ahora -y ello es de agradecer- vuelva a hablarse de “Poder judicial”, cuando antes se hablaba de “Justicia” o de “Administración de Justicia”, no es dudoso que la Justicia era más “poder” cuando ni siquiera se llamaba literalmente así que cuando vuelve a recibir constitucionalmente, tan reverencial título si, a cambio, se la somete, por primera vez en su historia moderna, a un claro “intervencionismo” o “dirigismo” político parlamentario, a través de un Consejo rector extrajudicial en buena parte, en el que se barajan y entremezclan atribuciones de dirección y disciplina, propias hasta ahora (1978) de sala de Gobierno, con otras de calificación y promoción, inherentes al Consejo Judicial propiamente dicho, con lo que la política y, más concretamente todavía, el signo preponderante en cada legislatura, dispondrá de los destinos del personal judicial.
Sin independencia orgánica, la independencia funcional se hace ardua y precaria.
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Avanzada la gestación constitucional, no hay motivos para el optimismo. Con todo, el deber de advertencia leal en este trance, como público exponente de opiniones judiciales individualizadas -la opinión corporativa, bien conocida por lo demás, no ha sido recabada en modo alguno ni ha encontrado canales adecuados de expresión- es ineludible hasta el final por parte de quienes, con calificado deber moral al efecto, tengan posibilidad de hacerlo. Si el mal temido llegara a consumarse, el actual cuadro directivo de la Justicia, impotente y mudo testigo del naufragio, sería, ya para siempre, con culpa sin ella, “el de los tristes destinos”,
El caso es que según el artículo 112 del borrador constitucional resultante de la segunda lectura, el Consejo General de la Justicia estará presidido por el presidente del Tribunal Supremo e integrado por veinte consejeros, doce de ellos en representación de las diversas categorías de las carreras judiciales, y ocho juristas más, de reconocida competencia, con más de quince años en el ejercicio de su profesión, propuestos por el Congreso de los Diputados. Esquema este tan “intervencionista” como el primitivo, del que tan sólo viene a diferir en el tanteo de consejeros, según su procedencia. Es cuestión de principios y no de cubileteo de números en las votaciones, en las que, además, sería poco edificante que aparecieran sistemáticamente enfrentados judiciales y extrajudiciales.
Ante la fórmula apuntada, surge un cúmulo de amargas preguntas: ¿Por qué esta intrusión política en el área de la Justicia? ¿A qué antecedentes, causas o finalidades responde; es ensayo o es retorsión? ¿Qué motivos ha dado la Justicia para esta intervención foránea? ¿Qué conocimiento directo de la personalidad, historial, méritos y deméritos de los magistrados van a tener los extraños, limitados a los datos que pueda aportar la inspección, y llamados, no obstante, a entrar hasta en las intimidades del personal judicial, más propios, acaso, de la discreción de un Tribunal de honor que susceptibles de ser aireadas en una heterogénea asamblea?
Si se desea la presencia de caracterizadas representaciones jurídicas o forenses, como pudieran ser los Colegios de Abogados y de Procuradores y la Academia de Jurisprudencia, ¿por qué no han de ser estas Corporaciones las llamadas a designar sus propios representantes, en vez de hacerlo la Cámara Baja? ¿Por qué viene la democracia a prohijar una fórmula intervencionista en la Justicia no muy distinta en esencia de la intentada en 1973-74 (franquismo) y que hubo de ser abandonada entonces por el propio Parlamento, que supo ceder ante la fuerza suasoria de las impugnaciones?
Coincidente con lo que aquí se dice, el decano del Colegio de Procuradores de Madrid, señor Granados Weil, se ha pronunciado en la revista corporativa contra la politización de la Justicia
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En años y años, la Justicia española no tiene por qué avergonzarse ni arrepentirse de nada que se parezca a dócil sumisión a dictados distintos de los de la Ley. Así, por sólo citar dos muestras donde tantas abundan, baste decir que es ya Historia cómo, en pleno régimen del general Franco, el Pleno del Tribunal Supremo no vaciló en procesar, previa autorización parlamentaria y provocando con ello una crisis de Gobierno, a varios ministros y dignatarios, y ello no ya por rapacidad, sino por meros indicios de descuido, lesivo en la gestión y defensa de fondos públicos; contratiempo encajado serenamente por el Poder político, por más que, fuera ya del área de la jurisdicción y en la línea de endémica prodigalidad nacional en el ejercicio del derecho de gracia, se promulgara después un indulto general que alcanzó a estas personas, sin llegarse al juicio, en el que hubieran podido confirmarse o bien desvanecerse los cargos iniciales de negligencia. Ya en la presente etapa democrática, el Tribunal Supremo patentizó su desgana por la política rehusando, como ajeno a su jurisdiccional competencia, el menester de legalización de partidos políticos que le confería el Gobierno Suárez.
Ni la Judicatura tiene por qué entrar en la política ni ésta en la jurisdicción. Tal es el Estado de Derecho. Así pudo alcanzar tan larga vida la Ley Orgánica del Poder Judicial, de 1870, coexistente, en su prudencia, con diversos regímenes políticos y Constituciones. Buen ejemplo.
A ningún judicial puede serle ajeno el tema que nos ocupa. Pero menos que a nadie podría dejarnos indiferentes a los magistrados veteranos próximos a transmitir la antorcha, con la ilusión de legar al escalón de relevo la misma Justicia servida y vivida por nosotros, firme, independiente y prestigiosa. Es más, preclaros magistrados y fiscales, jubilados ya -Ogáyar, Reol, González Díaz-, acaban de romper lanzas por esta causa, con tanta sensibilidad como brío y desinterés.
Pase lo que pase y como siempre, por descontado el acatamiento a la ley, constitucional o no, mientras rija. Pero si ello es con quebranto de algo tan preciado como la independencia judicial, sobre la Justicia española habrá caído una inmensa tristeza.
Adolfo DE MIGUEL GARCILOPEZ
“ABC” (11-1-1978)
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