Tengo el libro que reseña a continuación Jack Tollers y es verdaderamente excelente. Mejor y de más fácil lectura que el conocido El Rin desemboca en el Tíber, por su estilo más ameno. Tremendamente documentado. Y como es habitual en el profesor De Mattei, sumamente respetuoso en todo momento hacia el Sumo Pontífice (lo que no siempre se puede decir de Tollers, como se puede apreciar en la reseña que sigue a continuación). El libro ya está traducido al castellano, y en estos momentos se está buscando editor. Recemos porque pronto pueda estar en las librerías de los países de habla hispana.
Historia del Concilio: el polvo que engendró estos lodos
Wanderer, acabo de terminar de leer las 600 páginas del libro de Roberto de Mattei sobre la Historia del Concilio Vaticano Segundo (en su versión yanqui del año 2012, Loreto Publications, Fitzwilliam, N.H.—no está traducido al castellano que yo sepa).
El libro se publicó originalmente en italiano en el año 2010.
A mí me gusta el género “Recensión de libros”, pero confieso que aquí estoy un tanto amedrentado, quizás más que nada por la brevedad que exige el formato de blog, pero también por la importancia del asunto, la variedad de cuestiones a tratar y otras cositas más, difíciles por otra parte de decir: por ejemplo, de cuánto lugar, cuánto tiempo, cuánto tiempo espiritual (o psicológico) ocupó en nuestras vidas el maldito concilio, cuántas veces no hablamos de él (generalmente pestes, claro está), cómo nuestros enemigos se valieron de él para imponer su maldita agenda, y últimamente como Buela y sus secuaces lo defendían a morir, no sé si acuerdan ustedes, etc. etc.
Pero, bueno, dejemos eso y vamos al libro.
Está muy bien. Está mejor de lo que me esperaba. Está excelente. Se trata de un trabajo de inmejorable factura, notable scholarship (aparentemente de Mattei leyó absolutamente todo, fíjense que lo cita varias veces a Meinvielle, créase o no, entre cientos de otros autores que también cita: italianos, alemanes, ingleses, brasileros, yanquis, holandeses y no sé yo cuántos más—yo pensé que se había olvidado de von Hildebrand y su Caballo de Troya, pero también está citado en la pág. 551.
Es un libro bien escrito, con sabia síntesis (¡sí, créase o no!) y le deja al lector sacar sus propias conclusiones—son contadas las veces en que el autor interpola algún parecer propio (dos o tres veces, me parece, en 600 páginas), no necesariamente le da más espacio a los críticos del Concilio sino más bien al contrario, deja hablar lungo a los cardenales, obispos, teólogos, periti y periodistas progres, aprovechándose de la innumerable cantidad de diarios, memorias y cartas que se han escrito y publicado en las últimas décadas, como por ejemplo, las de Congar, Rahner, Suenens, Helder Cámara, de Lubac, Daniélou, Schillebeeckx, Laurentin, Rynne (Wiltgen), Tisserant, Bugnini, Bea, Ratzinger, Chenu, Murray (John Courtney), Alfrink, Frings, Hans Küng, Casaroli, Dossetti, entre otros muchos. Como fuente para una historia objetiva de lo que pasó, esta incontable cantidad de memorias constituyen el sueño del historiador, no sólo porque rara vez alguno miente o falsifica las cosas cuando las asienta en su diario, o cuando escribe una carta personal, sino porque los diarios de los otros, de los del lado más tradicionalista, confirman lo que dicen los del bando progre. ¿La contra? Bueno, son menos, pero allí también constan los recuerdos de Ottaviani, Bacci, Siri, Gherardini, Lefebvre, Guerra Campos, Ruffini, Luigi María Carli, Antonio de Castro Mayer, Frane Franic, Garrigou-Lagrange, Biffi y algunos más que se me olvidan.
Insisto, me parece de máxima importancia, porque no son muchos los hechos históricos que se pueden reconstruir con tanta solvencia: en sus recuerdos de cómo sucedieron los hechos, todos, sustancialmente, coinciden.
La primera conclusión que se desprende de la lectura de este mamotreto es que el Concilio no fue sino el escenario de una guerra furiosa, peleada de cien maneras distintas, recurriendo a toda clase de armas, con ambos Papas indiscutiblemente tomando partido, invariablemente, por el bando progre, que, también indiscutiblemente, ganó y exterminó toda pretensión de oposición, con la inestimable ayuda de los comunistas, los masones, los judíos y los medios masivos de comunicación. Ni hablar sobre lo ocurrido durante las décadas del post-concilio (a la cual el autor le dedica un interesantísimo capítulo final) en el que la reforma litúrgica, los estudios bíblicos, las misiones, los seminarios, las universidades católicas se fueron todas al mismísimo demonio, mientras se imponía la Teología de la Liberación, la lectura de Teilhard de Chardin, la comunión en la mano, el vaciamiento de seminarios, conventos y monasterios (Ecclesia depopulata), el Catecismo Holandés y no sé yo cuántas cosas más—y como perla de muestra resulta muy, muy interesante, ver lo que pasó en Italia, al final del Pontificado de Paulo VI, cuando el gobierno demócrata cristiano presidido por Giovanni Leone y con el primero ministro (amigo personal del Papa) Giulio Andreotti, sacan, el 22 de mayo de 1978, la ley de aborto, firmada por todos los parlamentarios demócrata-cristianos (según cuenta uno de ellos, Tina Anselmi, Paulo VI exhortó a los ministros demócrata-cristianos a que permanezcan en sus puestos aun cuando hubieran firmado esa ley—créase o no).
En fin, en el 2010, de Mattei no podía ver lo que ahora sí (y eso mismo dice): que Bergoglio es la perfecta culminación del Concilio, del “espíritu” del Concilio y de la mar en coche. Esa dileccion por la ambigüedad, ese gusto por lo plebeyo, ese enfermizo odio contra la liturgia decorosa, contra el latín, contra Santo Tomás y todos los Padres… y tantas cosas más, proceden de aquí—600 páginas después, no me queda la menor duda (full disclosure, confieso que nunca tuve muchas).
Bergoglio es la perfecta encarnación de Vaticano II y es, claro está, la perfecta porquería, no jodamos más.
Pero es lindo el libro este, entre otras cosas porque termina de una vez y para siempre con el cuento chino ese, de que la decisión de convocar al Concilio fue una inspiración del Espíritu Santo. El Gordo quería que siempre se creyera eso. Sino que es, entre mil otras cosas, sencillamente, mentira. En su propio diario (Juan XXIII, Pater Amabilis: Agende del Pontefice, 25), el Papa cuenta que
En una audiencia con el Secretario de Estado Tardini, por primera vez, se me ocurrió pronunciar, como por casualidad, la palabra “concilio”, como conjeturando qué cosas un nuevo papa podría proponer como una invitación a un enorme movimiento de espiritualidad para la Santa Iglesia y el mundo entero (pág. 92, el lenguaje deficiente no es culpa del traductor).
Contra lo que esperaba el Papa, a Tardini la idea le pareció brillante y cinco días después la anunció, el 25 de enero de 1959, en la Sala Capitular de la Abadía de San Pablo Extramuros, a un grupo de cardenales que quedaron estupefactos. Como lo quiere de Mattei:
Llegados a este punto, resulta necesaria una consideración. En los últimos cinco siglos del segundo milenio, sólo habían tenido lugar dos concilios; Trento y Vaticano Primero. La convocatoria de una asamblea de esa evergadura constituye una decisión que no se puede hacer a las apuradas y e irresponsablemente, sino que más bien supone, profunda reflexión y muchas consultas.
Sí, bueno, tu abuela, nada de eso. Pero eso sí, quedaría en el mayín popular que la decisión había sido una inspiración del Espíritu Santo y de eso se encargó el propio Papa, como queriendo, de entrada, despachar a quienes tuvieran alguna duda de que comenzaba lo que darían en llamar “la Primavera de la Iglesia” y otras estupideces por el estilo.
Pero, claro, en estos años se acuñaron varias cosas como estas de la primavera de la Iglesia que resultaron ser armas formidables, imbéciles locuciones de eficacia probada, de influencia demoníaca, como la del “espíritu del Concilio” con las que se hizo, terminada la malhada reunión, toda clase de canalladas, empezando por la reforma litúrgica y la nueva misa de 1969 (prohibiendo, de hecho, durante cuatro décadas, la celebración de la misa tridentina).
Y claro, es lindo el libro este, porque uno recuerda que se le había asignado un carácter “pastoral”, que Juan XXIII había insistido una y otra vez en que no se definiría ninguna cuestión dogmática y que sólo era para “pastorear” a lo grey. ¿Y bien? Resulta que estuvo prohibido hablar del comunismo. Cuando una tercera parte del mundo padecía el comunismo (especialmente los cristianos), el Cardenal Tisserant acordó en la ciudad de Metz con funcionarios de Moscú que acudirían veedores soviéticos al Concilio con tal de que no se mencionara siquiera al comunismo. Eso lo cumplieron al pie de la letra, Juan XXIII, Paulo VI y la mayor parte de los padres conciliares (no tiene desperdicio la relación que hace de Mattei de la suerte corrida por un petitorio de parte de 435 padres conciliares para agregar una condena al comunismo a la Gaudium et spes: el secretario de la comisión mixta responsable de la preparación del esquema correspondiente, Monseñor Achille Glorieux, hizo desaparecer el petitorio, al cual nadie vio, nunca más (pág. 477). Carli protestó vehemente ante el Cardenal Felici quien a su vez le mandó un memo al Papa Paulo VI. Y este le contestó a Felici, el 15 de noviembre de 1965, con un memo, en el que le dice, entre otras cosas, que semejante declaración no sería consistente con las promesas del Concilio de no meterse en tópicos políticos, de no pronunciar anatemas y de no hablar sobre el comunismo (pág. 479).
Yo no sé como hace de Mattei para escribir sobre todo esto sin que se le note el enojo. Juro que yo no podría: ¡las “promesas” del Concilio! Pero, ¿qué carajo?
Y así ¿no? También estaba prohibido hablar del diablo ni del infierno, claro está, que eso no sería muy “pastoral”, ¿no?, por supuesto que no. Con todo, de Mattei documenta cosas lindas, como la intervención del Patriarca Latino de Jerusalén, Mons. Alberto Gori, de la Orden de Frailes Menores, cuando se discutía el esquema De Ecclesia:
La omisión de mencionar con una referencia clara la posibilidad de una infelicidad eterna me parece inaceptable, tratándose de un concilio ecuménico, cuya incumblencia es la de recordar íntegramente la doctrina en asunto de tanta importancia para todos los seres humanos, y especialmente para los católicos.
Así como se define la existencia del Juicio y del Cielo, así también debe afirmarse sencillamente la certeza de una eterna infelicidad para quienes hayan menospreciado la amistad con Dios.
Y a mí me parece que se requiere esto por tres razones:
La primera es que indiscutiblemente para el cristianismo la existencia del infierno constituye una verdad revelada. El mismo Salvador, que por cierto sabía más que ningún otro acerca de cuál sería el mejor método para postular su doctrina, y que a la vez era la bondad misma encarnada, sin embargo muchas veces, de manera clara y apasionadamente, proclamó la existencia y la eternidad del infierno. En la sección preliminar de este capítulo escatológico, junto con lo que se afirma sobre la existencia de un Juicio y de una eterna felicidad, debe incluirse una referencia explícita a esa verdad revelada que las complementa, esto es la certeza de que existe la posibilidad de una infelicidad eterna.
La segunda razón por la que es necesario recordar esta verdad explícitamente, es la enorme importancia que tiene esta horrorosa posibilidad para todos los seres humanos. En verdad, los hombres que sienten tan poderosa la atracción de la concupicencia al punto tal que podrían verse inducidos a menospreciar la amistad divina, por cierto que necesitan verse disuadidos del pecado con el temor de la eterna infelicidad que amenaza a todo pecador no arrepentido.
La tercera razón por la que debe hacerse una mención expresa de esto es porque nuestro tiempo lo requiere especialmente. Y esto porque el deseo prevaleciente en todas partes de una vida mejor en términos materialistas y el hedonismo desenfrenado que caracteriza a nuestros contemporáneos, disminuye gravemente, a los ojos de muchos, el valor de la amistad divina y el sentido de pecado. Y como consecuencia de esto la existencia del infierno, la posibilidad de una eterna infelicidad, son nociones que les resultan ajenas, que ni siquiera consideran, o que piensan como materia inapropiada para considerar, contra la que batallan con más y más ímpetu por creerlas nociones contrarias a la cosmovisión moderna. Como muchos han destacado, son muy pocos los predicadores que hoy en día se atreven siquiera a mencionar estas cosas y prefieren callarlas. Pero como resultado de este temor de los predicadores, mucho me temo que la mayoría de los fieles van a concluir que constituye una doctrina obsoleta sobre algo que, al final, no es real. Y de esta manera se promueve la corrupción de las inteligencias y de la moral.
Por tanto urjo fehacientemente, venerables hermanos, que el texto propuesto para el artículo 48 sea brevemente afirmado, conforme a las palabras de la Biblia, pero esto muy claramente, junto con la referencia al Juicio, presentando la alternativa ante la cual se halla todo ser humano, esto es, una eterna felicidad o una eterna infelicidad (págs. 360-361).
Ya sé, Wanderer, la cita es larga por demás y esta recensión, casi, casi, que no entra en ningún blog. Me extralimité. Pero necesitaba destacar qué clase de tipos, qué clase de cosas, fueron las derrotadas en Vaticano II (y como todos los que deliberadamente niegan el infierno… allí van).
El Vaticano II, claramente se desprende de este libro, fue una guerra, y nosotros la perdimos (por lo menos durante este medio siglo que le siguió).
Y una última apostilla: se desprende de este libro que uno de los agentes más furiosamente progresista, eficaz como pocos y sumamente joven era el Padre… Ratzinger. Yo no sé cómo nunca hizo un mea culpa formal por su actuación durante el Concilio, pero que se lo hayan devorado sus hijos, no me sorprende para nada.
Y diría algo peor todavía: que se embrome.
Perdimos la guerra, Wanderer, pero que no se diga que no hubo guerra, eso nunca, que no hay guerra, sino más bien lo de Teresa la Grande:
Todos los que militáis
debajo de esta bandera,
ya no durmáis, no durmáis,
pues que no hay paz en la tierra.
Atentamente,
Jack Tollers
The Wanderer
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