Extractos del libro “El Concilio del papa Juan”, de Michael Davies, Ed. Iction, Buenos Aires, 1981. (Título original: “Pope John’s Council” 1977)
I – EL PAPA JUAN ES “INSPIRADO”
II – LA IGLESIA ANTES DEL CONCILIO
III – GOLPE DE MANO DEL ‘GRUPO DEL RIN’
IV – EL ‘GRUPO DEL RIN CONTROLA EL CONCILIO
V – LOS “EXPERTOS”: TROPAS DE CHOQUE LIBERALES
VI – “BOMBAS DE TIEMPO” EN LOS DOCUMENTOS
VII - LOS PERIODISTAS FABRICAN EL MITO
VIII - EL TRASFONDO DEL PROTESTANTISMO CONTEMPORANEO
IX – COACCIONES DE LOS OBSERVADORES PROTESTANTES
X - INDIGNO TRATO A LA FIGURA DE LA VIRGEN
XI - GIRO A LA IZQUIERDA
XII - ¿COMPLOT MASÓNICO?
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I - EL PAPA JUAN ES “INSPIRADO”
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1- El papa Juan declara que Dios le inspiró para convocar un Concilio Ecuménico. 2- Falta de entusiasmo en la Curia.3- Los Concilios previos condenaron los principales errores de su tiempo. 4- El Vaticano II no ha producido buenos frutos. 5- Evidencia de que la Iglesia posconciliar está comprometida en un proceso de autodestrucción. 6- Los males que afligen a la Iglesia[FONT=Verdana] surgieron en el Concilio mismo. 7- El papa Juan no previó en absoluto los resultados de su decisión de convocar un Concilio. 8- No pretendía sino un Sínodo de Roma magnificado. FONT]
1- El papa Juan declara que Dios le inspiró para convocar un Concilio Ecuménico.
Juan XXIII estaba totalmente convencido de que su decisión de convocar el Concilio le había sido inspirada por Dios: “…habíamos decidido, bajo la inspiración de Dios, convocar un concilio ecuménico”… (1).
Según Juan XXIII, la inspiración de llamar a un concilio ecuménico le llegó durante una conversación con el cardenal Tardini, a fines de 1958. El papa preguntó a su Secretario de Estado qué podría hacerse para dar al mundo un ejemplo de paz y concordia entre los hombres y una ocasión de nuevas esperanzas, cuando de pronto surgieron de sus propios labios las palabras ‘¡Un concilio!’ (2). Esto fue, como lo explicó después, “un impulso de la divina providencia” (3).
2- Falta de entusiasmo en la Curia.
El plan de “inspiración divina” de Juan XXIII le fue revelado al sacro Colegio de Cardenales “en aquel memorable 25 de enero de 1959, fiesta de la Conversión de San Pablo, en la basílica a él dedicada. Fue completamente inesperado, como un relámpago de luz celestial que derramara dulzura en los ojos y en los corazones” (4).
Sin embargo, hubo una clara falta de entusiasmo por parte de los cardenales; y cuando Juan XXIII les pidió una respuesta a su “inspiración”, ninguno tuvo nada que decir. Admitió su desengaño más tarde: “Humanamente hablando, hubiéramos esperado que los cardenales, después de oír nuestra alocución, se hubieran congregado a nuestro alrededor para expresar su aprobación y sus buenos augurios”. No obstante, dio la más favorable explicación posible al fracaso de sus respuestas, en lo que describió como un “impresionante y devoto silencio” (5).
La convicción de Juan XXIII de que su Concilio había sido convocado en respuesta a una inspiración divina fue compartida por su sucesor. En su discurso de apertura de la segunda sesión (1963), Pablo VI incluyó las siguientes palabras:
Oh, querido y venerado Juan XXIII, te alabamos y agradecemos por haber decidido –sin duda bajo la inspiración divina- convocar este Concilio… (6)
3 - Los concilios previos condenaron los principales errores de su tiempo.
Por supuesto, ningún católico tiene obligación de creer que la inspiración de Juan XXIII provino de Dios.
No sólo eso; en una carta pastoral de 1870, dirigida a su clero explicándole el trasfondo de los sucesos del Primer Concilio Vaticano, el cardenal Manning citaba con aprobación las palabras del cardenal Pallavicini (siglo XVI):
…convocar un concilio general, a menos que la necesidad lo exija perentoriamente, es tentar a Dios (7).
Más adelante agregaba:
Cada uno de los Concilios fue convocado para abatir la herejía principal o corregir el mal principal de la época (8).
Así lo había señalado el cardenal Manning en una pastoral anterior, y continuaba:
Los seis primeros fueron convocados para condenar herejías, el séptimo para condenar a los iconoclastas, el octavo a causa de Focio, el noveno para recuperar Tierra santa, el décimo contra los reclamos de los antipapas, el undécimo contra los valdenses… (9)
…pero no hay duda de que (contrariamente a lo anterior) aunque el comunismo ateo era el mayor mal del siglo XX, fue un mal que el Vaticano II expresamente hizo hincapié en no condenar…
En fin, cualquiera que haya sido la fuente de inspiración del Concilio Vaticano II, una vez convocado éste, el Espíritu Santo por lo menos le hubiera impedido enseñar herejías formales en sus documentos oficialmente promulgados. Tal vez esa influencia del Espíritu Santo se evidenció en que el Vaticano II se diferenció de los otros Concilios precedentes, por ser de naturaleza “pastoral” y no promulgar, por tanto, enseñanzas doctrinales o morales infalibles que habrían de ser mantenidas obligatoriamente por la Iglesia.
Aun así, el hecho de que tales documentos no contengan herejías formales no implica de ninguna manera que dichos documentos hayan explicado la fe en la forma más clara posible; …o que realmente no hubiera sido mucho mejor que nunca se hubiese convocado el Concilio.
4- El Vaticano II no ha producido buenos frutos.
“Por sus frutos los conoceréis. ¿Acaso los hombres cosechan uvas de los espinos o higos de las zarzas? Así, todo árbol bueno da frutos buenos y todo árbol malo da frutos malos” (Mt. 7, 16-19).
Nadie puede negar que, hasta ahora, el Vaticano II no ha producido frutos buenos. Las reformas decretadas en su nombre, de acuerdo con el arzobispo M. Lefevbre, “han contribuido y siguen contribuyendo a la demolición de la iglesia, a la ruina del sacerdocio, a la destrucción de la Misa y de los Sacramentos, a la desaparición de la vida religiosa, así como al surgimiento de una doctrina naturalista y teilhardiana en universidades y seminarios y en la educación religiosa de los niños, una doctrina nacida del liberalismo y condenada muchas veces por el solemne magisterio de la Iglesia” (10).
5- Evidencia de que la Iglesia posconciliar está comprometida en un proceso de autodestrucción.
Hasta el mismo Pablo VI habló posteriormente en términos muy diferentes a los de su discurso de apertura de la segunda sesión del Vaticano II.
En 1968 ya había llegado al punto de lamentar el hecho de que la Iglesia se hallaba en un proceso de autodestrucción (11).
Y en la fiesta de san Pedro de 1972 llegó a decir que, de algún modo, el propio Satanás había encontrado una abertura para entrar en la Iglesia por donde diseminaba dudas, inquietud e insatisfacción, a tal grado que hasta cualquier profeta mundano que opinara sobre la Iglesia era escuchado con mayor atención que la propia Iglesia.
“Creímos”, se lamentaba, “que después del Concilio llegaría un día de sol en la historia de la Iglesia; y en su lugar encontramos nuevas borrascas. Hay inseguridad; la gente busca abrir abismos en vez de puentes para cruzarlos. ¿Cómo sucedió esto? Os confiaremos una convicción: hay un poder adverso, el Demonio, al que el Evangelio llama el enemigo misterioso del hombre, …algo preternatural vino a sofocar los frutos del Vaticano II”.
Esta cita de Pablo VI proporciona llamativa significación a la aseveración del profesor J. Hitchcock, liberal desilusionado, en un libro publicado en 1971:
Hay muchas curiosidades en la historia de la Iglesia de los años posconciliares, y no es la menor el hecho de que tan pocos “progresistas” hayan advertido hasta qué punto las predicciones de los “reaccionarios”, previas al Concilio, han resultado correctas y sus propias expectativas desmentidas…
Aquellas esperanzas de los “progresistas” parecen ahora enormemente quiméricas, como una ilusión grandiosa, como una teoría atractiva, pero que ha fracasado en su realización.
En los días del Concilio era común escuchar predicciones de que las reformas conciliares llevarían a un resurgimiento masivo del espíritu católico languideciente. Los laicos serían sacudidos de su apatía y alienación y se unirían con entusiasmo en proyectos apostólicos. La teología y la liturgia, resucitadas y magnificadas, serían fuentes constantes de inspiración para los fieles. Las órdenes religiosas, reformadas para ponerse a tono con la modernidad, se verían abrumadas por los postulantes… La Iglesia vería aumentar el número de conversos de forma impresionante…
En realidad, en cada caso ha sucedido precisamente lo contrario de esas predicciones… la renovación ha resultado, obviamente un fracaso… Pocas cosas en la Iglesia parecen del todo saludables o prometedoras; todo parece vagamente enfermizo y vagamente hueco… (12).
6- Los males que afligen a la Iglesia surgieron en el Concilio mismo.
No es ciertamente exagerado sostener que el presente rumbo de Occidente apunta hacía la apostasía universal.
Una encuesta sobre la vida católica en los EEUU desde 1965 hasta 1972 mostraba con claridad que “el catolicismo norteamericano tal como se conocía hasta 1960 parecía haber terminado”. Hallaron que la disminución de las concurrencias a misa había alcanzado “proporciones catastróficas” y no podían imaginar otro momento de la historia humana en que tanta gente se abstuviese de “prácticas religiosas de precepto”.
En cuestiones de doctrina y de moral, encontraron que católicos y protestantes se estaban tornando virtualmente indistinguibles; y que las probabilidades de que una proporción significativa de jóvenes siguiera considerándose católica resultaban remotas. “Lo notable es que ningún enemigo externo nos ha destruido, señalaban, “sino que nos hemos destruido nosotros mismos” (15).
El modelo descrito por esos sociólogos resulta común a la mayoría de países occidentales.
En Francia, el cardenal Marty admitió que, desde el posconcilio hasta 1975, la concurrencia a misa en las iglesias parroquiales de París había disminuido en un 54%; aún más grave, la disminución de vocaciones entre 1963 y 1973 había disminuido en un 83%.
Sobre Gran Bretaña, escribía el cardenal Heenan en 1972: “si no se revierte drásticamente la actual tendencia, la Iglesia no tendrá futuro en los países de habla inglesa” (19).
Sin embargo, en su discurso de apertura del Vaticano II, Juan XXIII había utilizado términos duros hacia quienes designó como “profetas de las tinieblas, que están siempre pronosticando desastres”. Aseguraba que hasta las cenizas de san Pedro y sus otros santos predecesores se estremecían en “mística exultación” ante su Concilio que “ahora se inicia y se eleva en la Iglesia como una aurora…”
Pero evidentemente las predicciones de los “reaccionarios”, de “los profetas de las tinieblas” de Juan XXIII, probaron estar en lo cierto.
El padre Louis Bouyer, uno de los más distinguidos eruditos católicos, y ya antes del Concilio considerado de ideas “progresistas”, escribió con posterioridad al mismo: “a menos que seamos ciegos debemos aseverar rotundamente que lo que vemos no parece ser la esperada regeneración del catolicismo, sino su acelerada descomposición” (20).
Revelaba que algunos progresistas incluso saludaban las señales de esa descomposición como los primeros frutos de la renovación. “¡Incluso un semanario francés, que se titulaba católico, llegó a decir que la renovación posconciliar no había realmente penetrado en la iglesia española de entonces, tomando como criterio el hecho de que la cantidad de vocaciones sacerdotales no había disminuido mucho allí (21).
De usarse tal criterio no resultaba sorprendente que se describiera Holanda como la avanzada de la renovación: si en 1957 hubo 420 ordenaciones, ¡¡en 1971 no hubo ninguna ordenación en el clero secular, mientras que en el año anterior 271 sacerdotes murieron y 243 habían renunciado a su vocación!! (22).
7- El papa Juan no previó en absoluto los resultados de su decisión de convocar un Concilio.
En su discurso de apertura al Concilio, Juan XXIII había explicado que:
La mayor preocupación del Concilio Ecuménico es ésta: que el sagrado depósito de la Doctrina Cristiana sea guardado y enseñado más eficazmente… para transmitir pura e integralmente, sin ningún atenuante o distorsión esa doctrina…
No hay razón para suponer que no fuese del todo sincero en esa aspiración.
El cardenal Heenan escribía en 1968: “A menudo me pregunto qué hubiera pensado Juan XXIII si hubiera podido prever que su Concilio brindaría una excusa para rechazar tanto de la doctrina católica que él aceptaba íntegramente”.
Pablo VI tal vez pensaba eso mismo el 3 de abril de 1968 cuando habló ante una audiencia:
La palabra de Cristo ya no parece la verdad que nunca cambia, siempre radiante… Se ha convertido en una verdad parcial… y es así privada de toda validez objetiva y autoridad trascendente. Se dirá que el Concilio autorizó tal tratamiento de la enseñanza tradicional. Nada hay más falso, si hemos de aceptar la palabra de Juan XXIII que lanzó ese aggiornamento en cuyo nombre algunos se atreven a imponer peligrosas y a veces irresponsables interpretaciones del dogma católico (23).
Juan XXIII había esperado que, como resultado de su Concilio, las viejas verdades serían expresadas en formas nuevas que, al preservar su significado esencial, ayudarían a la Iglesia en la misión a ella confiada por Cristo, de evangelizar el mundo, un mundo cada vez más influido por formas laicas de pensamiento.
Pero como admitía Pablo VI en su discurso de apertura del Sínodo de obispos de 1967, había sucedido lo contrario:
Nos referimos a los enormes peligros originados por el actual modo de pensar alejado de la religión... en el seno mismo de la Iglesia aparecen obras de diversos maestros y escritores que, al tratar de expresar las doctrina católica en formas y modos nuevos, con frecuencia desean más bien acomodar los dogmas de la fe a los modos laicos de pensamiento y de expresión que guiarse por las normas de la autoridad docente de la Iglesia (24).
Esta advertencia contra enemigos dentro de la Iglesia hacía eco a la de san Pío X cuando condenaba el modernismo en la encíclica Pascendi. En esa encíclica advertía sobre los “fabricantes de errores”, que atacan a la Iglesia “en su propio seno”. La aspiración clave de aquellos originarios modernistas fue también acomodar los dogmas de la fe a los modos laicos de pensamiento” (25).
Tenía razón Pablo VI al negar que el Concilio autorizara semejante tratamiento de la enseñanza tradicional, pero los documentos conciliares dejaron abierto el camino para ello; se quejaba de que el diablo hubiera encontrado una abertura que le permitió entrar en la Iglesia para arruinar los frutos que hubieran debido surgir del Vaticano II. Pero fue el Concilio mismo el que abrió la brecha en el bastión de la Ciudad de Dios, a través de la cual el “misterioso enemigo del hombre” se abrió camino hasta el “seno mismo” de la Iglesia para iniciar el proceso de descomposición que, como señalara Louis Bouyer, está acelerándose.
Hay muchos católicos sinceros que, como el Papa, creen que la paradoja de los hechos actuales, opuestos a los deseados frutos del Concilio, puede resolverse haciendo una distinción entre el así llamado “espíritu del Vaticano II” y los documentos conciliares mismos. Aseguran que la adhesión a dichos documentos hubiera producido una renovación sin precedentes… Pero se debe recalcar una vez más que un árbol bueno no puede producir frutos malos. No hubo ningún “espíritu” de Trento ni del Vaticano I que trabajara en sentido contrario a las intenciones expresas de esos concilios, porque sus documentos no admitían tal interpretación.
(Nadie ha sido capaz de usar la encíclica Mysterium Fidei de Pablo VI, su encíclica sobre la Eucaristía, ni su Credo del Pueblo de Dios como instrumentos para socavar la enseñanza tradicional, porque esos documentos no admiten ninguna interpretación que no sea la ortodoxa.)
El profesor Van der Ploeg, O.P., distinguido erudito bíblico holandés declaraba:
El ascenso del neo-modernismo se vincula históricamente con el Segundo Concilio Vaticano (26).
Y según Monseñor Rudolph Graber, obispo de Ratisbona:
Dado que el Concilio apuntaba en principio a una orientación pastoral y, por tanto, se abstuvo de hacer declaraciones dogmáticas o de denunciar, tal como habían hecho Concilios anteriores, errores o falsas doctrinas mediante claros anatemas, muchas cuestiones asumieron entonces una ambivalencia opalescente que suministra cierta justificación a los que hablan del “espíritu del Concilio” (27).
Este mismo punto de vista fue expresado con más energía por Monseñor Lefevbre, elegido por Juan XXIII como miembro de la Comisión Central Preparatoria del Concilio y uno de los más incansables defensores de la ortodoxia durante el Concilio mismo:
“Este Concilio no es como otros, y por eso tenemos derecho a juzgarlo con prudencia y reserva. No tenemos derecho a decir que la crisis que estamos soportando no tiene nada que ver con el Concilio, que sólo es una mala interpretación del Concilio” (28).
El propio Pablo VI admitió que el Vaticano II era un Concilio diferente, cuando dijo en su Audiencia General de 6 de agosto de 1975: “…distinto de otros Concilios, éste no fue directamente dogmático, sino doctrinal y pastoral”.
En este momento la Iglesia pasa la que debe de ser la peor de sus crisis desde la herejía arriana. Es difícil que quede algún aspecto del dogma, la moral o la práctica tradicional católica que no haya sido cuestionado, ridiculizado o contradicho “dentro del seno de la Iglesia”. La Liturgia, sobre todo, ha sido reducida a un estado que fluctúa entre la trivialidad, la profanación y el sacrilegio.
La pregunta por contestar es si éstos son los frutos que la mayoría de los Padres intentaron o al menos esperaron que fueran; pero que fueron resultado directo del Concilio.
¿Hay, en efecto, una relación causal entre el Vaticano II y el así llamado “espíritu del Vaticano II”, como afirmaban monseñor Lefevbre, el obispo Graber y el padre Van der Ploeg?
Para demostrar que “el ascenso del neo-modernismo se vincula históricamente” con el Concilio y que los documentos mismos contienen esa “opalescente ambivalencia” que justifica a los que hablan del ‘espíritu’ del Concilio”, es necesario estudiar no sólo los documentos mismos, sino también la manera en que fueron redactados.
Dicho análisis revelará que fue el Concilio mismo de Juan XXIII el que, como dijo el Cardenal Heenan, “brindó una excusa para rechazar tanto de la doctrina católica que él (Juan XXIII) aceptaba íntegramente”.
Aunque quizás por la misericordia de Dios, Juan XXIII no vivió para ver el alcance total de la devastación en la viña del Señor, iniciada por su Concilio, es indudable de que antes de morir había perdido muchas de sus ilusiones, entre la primera y la segunda sesión (años 1962-63).
El Cardenal Heenan aclaró esto en el segundo tomo de su autobiografía: explicaba que posiblemente Juan XXIII no pudo prever los resultados de su decisión de convocar un Concilio y que no apreció totalmente la significación de los sucesos que él estaba poniendo en movimiento (29).
8- Juan XXIII no pretendía sino un Sínodo de Roma magnificado.
Según el cardenal Heenan, la mayoría de los Padres Conciliares compartían la ilusión del Papa de que “se habían reunido como hermanos en Cristo para un breve y agradable encuentro” (30). El Papa habría “imaginado al Concilio como un Sínodo de Roma glorificado, que daría a los obispos la oportunidad de reunirse en el hogar del padre común. Juan XXIII habría previsto el Concilio como una especie de “safari episcopal” (31).
No obstante, el cardenal Heenan explicaba que ya antes de finalizar la primera sesión, “el Papa debería haber considerado su Concilio más bien como un asedio” (32).
Cuando Pablo VI dirigió su discurso anual a los predicadores cuaresmales de Roma, en marzo de 1976, se acercó más que nunca a admitir que era en realidad el Concilio el que había iniciado el proceso de devastación de la viña del Señor (33). Cifraba el papa el origen de dos tentaciones que están destrozando la Iglesia de hoy en día, una que llevaba al protestantismo y la otra al marxismo.
Los males que aparecen a viva luz en la Iglesia posconciliar existían ya bajo la superficie de la Iglesia preconciliar. Las tentaciones del protestantismo y del marxismo a que aludía Pablo VI, junto también con la del modernismo, yacían en el subconsciente de muchos católicos, especialmente en los países que bordean el Rin, …en otros casos ya habían salido del subconsciente y sólo esperaban una oportunidad…, y el Concilio creó las condiciones que permitieron que esas tendencias surgieran a la superficie; que fueran proclamadas con arrogancia; y codificadas como una nueva ortodoxia.
(Extraído de “El Concilio del papa Juan”, de Michael Davies, Ed. Iction, Buenos Aires, 1981). Título original: “Pope John’s Council” 1977)
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