Pablo VI y la autodemolición de la Iglesia (ii)
Redacción | Publicado el 6 Mayo, 2009 |
Seguimos con la selección de algunas disposiciones de gobierno de Pablo VI.
10.- En 1969, con la Instrucción “Fidei custos” permitió que los laicos distribuyeran la Sagrada Comunión bajo el pretexto de “especial circunstancia o nuevas necesidades”.
11.- Al comienzo de la Instrucción “Memoriale Domini”, redactada en aquel entonces por el masón Mons. Bugnini, Pablo VI prefiere que la Iglesia no distribuya la Eucaristía en la mano, «por el peligro de profanarla» [y] «por el reverente respeto que los fieles deben a la Eucaristía». Pero unas pocas líneas adelante la Instrucción nos sorprende autorizando su práctica allí «donde tal costumbre hubiera sido objeto de abusos».
En 10 y 11 se confirman nuevas contradicciones de quienes prefieren legalizar el mal antes que erradicarlo, dando una falsa idea de autoridad para un acto en que ésta ya fue violada. Idas y venidas que superaron la razón de circunstancias extremas, tales que guerras o catástrofes, para la distribución de la comunión por laicos. Se quiso imponer como cotidiano, con violencia y desprecio a las protestas de los fieles, la comunión distribuida por cualquiera, con especial preferencia por mujeres, en la mano y de pie, contrariamente a las normas de «reverente respeto que los fieles deben a la Eucaristía». Obvio es que esta irreverencia no se produce en los protestantes pues que no creen en este “misterio de fe” igual que los católicos.
12.- Encíclica Populorum progressio (El Progreso de los pueblos). Según esta encíclica, la Iglesia ya no debe centrar sus energías en ganar almas para Cristo y llevarlas a la vida eterna, sino que todos nuestros esfuerzos han de aplicarse a la acción social para promover un humanismo integral. El Papa se despachó a gusto contra el sistema capitalista cuando ya se había rodeado de asesores como Sindona y Marcinkus, entre otros, mezclando a la Iglesia en inversiones poco recomendables. Por ejemplo, en una gran empresa italiana fabricante de preservativos.
13.- Al aprobar el nuevo “Rito de las exequias” Pablo VI aceptaba la cremación de los cadáveres bajo el supuesto de que no se eligiese «por motivaciones anticristianas». Como si fuera fácil saberlo. Esas intenciones anticristianas fueron siempre negar la resurrección de los muertos como postulan los doctrinarios masónicos. Este nuevo rito, contrario a la tradición apostólica fue ni más ni menos que favor de Pablo VI a las Logias cuyos socios por ocultar su condición solían pedir tierra sagrada para sus deudos. Según el Papa, este gesto fue «a modo de camino de reconciliación».
14.- Puede suponerse que incluso el más débil creyente desea morir asistido por un sacerdote, expirar con un crucifijo en las manos, ser enterrado con su escapulario o su hábito de cofrade… En cambio, qué extraña cosa que en las exequias de Pablo VI su ataúd carecía del mínimo símbolo cristiano. Y no solo esto, que al cadáver se le colocó en el suelo según las normas judías de duelo. (Cfr. ‘Regole hebraiche di lutto’, Carucci ed. Roma 1980, p. 17.) Novedad repetida en otros casos notables, como fue con el prelado del Opus Dei, Mons. Álvaro del Portillo y el papa Juan Pablo II.
Terminaré incluyendo un comentario que pudiera ser oportuno. Con todo el respeto a la jerarquía apostólica pero con todo el derecho, y deber, de bautizado afirmo que en la Iglesia actual se evidencia una pérdida muy grave del sentido sobrenatural, de despiste sobre su fundación objetivada en nuestro rescate del pecado y en la perdurabilidad de nuestras vidas. Obviando esta fundamental promesa nos hemos girado hacia sólo la añadidura del “ciento por uno en este mundo”, disimulando como bien social o falso humanitarismo este sucio fraude al Evangelio.
Por esta pérdida de lo fundamental, y por inconsciente compensación, muchos católicos necesitan hacer del papa un ídolo mediático, idealizarlo como si fuera el Aga khan al que pesar en oro. Y olvidarnos de su identidad de representante de Cristo (cuya divinidad debe proclamar frente a sus seculares enemigos); no viendo en él al administrador que gerencia para su señor - ata y desata - la hacienda que le fue confiada (redimirnos del pecado por su inmolación); y tampoco al mayordomo que usa para su amo las llaves con que guarda de ladrones la casa (la vida eterna). A tal absurdo llega esta idolatría que sus enfermos se violentan a sólo ver bienes donde la historia los niega, y a no ver los males que se evidencian en sus escombros. No es serio responsabilizar de esto al Espíritu Santo, como si por privilegio de la FIFA los goles que le metan al Real Madrid jamás suban al marcador. Con esta falsificación de la fe se traspasan al Espíritu Santo compromisos impropios de su asistencia, y se otorga al papa una infalibilidad imposible… aunque instrumentable. En la definición dogmática, la asistencia prometida señala limitaciones como, por ejemplo, en la advertencia de que «[…] no fue prometido a los sucesores de Pedro el Espíritu Santo para que por revelación suya manifestaran una nueva doctrina, sino para que, con su asistencia, santamente custodiaran y fielmente expusieran la revelación transmitida por los Apóstoles, o depósito de la fe.» (cfr. Dz 1836.)
Porque para el fiel más párvulo es claro como el agua que cuando Pedro negó a Jesús, fue Pedro quien le negaba y no el Espíritu Santo. Que cuando Judas le vendió al Sanedrín, no fue inspirado por el Espíritu Santo sino por su personal frustración política. Que en el incidente de Antioquía, no fue el Espíritu Santo el que exigió la circuncisión sino los judíos, y que tampoco en él se inspiró Simón Pedro para complacerles, sino en su personal debilidad. Así fue, sin secuestro de teologías, las cuales muchas veces sólo son encajes intelectuales que respaldan el corporativismo de un clero sin Gracia. Lo seguro es que del Espíritu Santo procedieron las lágrimas de contrición en San Pedro; o que por él le llegaría a Judas el remordimiento que luego malogró suicidándose. Y, sin discusión, sí que fue el Espíritu Santo el que inspiró a la Iglesia, en la persona de San Pablo, la reprensión a San Pedro afeándole que sometiera el conocimiento de Cristo a las exigencias judías de la previa circuncisión. (Hch 15, 1; Ga 2, 11-14) Un acto aquél muy importante pues que fijó en los cristianos su total independencia de supuestos hermanos mayores y desmontó la primacía del Antiguo Testamento. Por tanto, salvo mejor opinión, este episodio de la Historia de la Iglesia patenta prioridades doctrinales y coloca en sus justos límites la infalibilidad pontificia, como arriba subraya la referencia magisterial.
Parece que la beatificación de Pablo VI ha de lograrse contra viento y marea. Ya beatificado Juan XXIII, nada más queda él para laurear al Concilio Vaticano II. Al santificar a los papas conciliares se canonizará también esas cabezas de dragón que son las mentiras nominadas liberalismo (masónico), democratismo (modernista), antropocentrismo (revolucionario), más el materialismo histórico, el progresismo y el comunismo impulsados ya desde su convocatoria. Faltos de razones más consistentes, se acude al sentimentalista argumento de que “realmente Pablo VI sufrió mucho”, en chocante tesis que reivindicaría méritos para el mismo Belcebú, criatura en eterno tormento. Pero lo que de la biografía de Pablo VI nos queda es que, aun si dijéramos que quiso hacer el bien pese a que “por humana debilidad involuntariamente hizo algún mal”, lo paradójico de su reinado, quizás lo preternatural es que el bien lo hizo muy mal y el mal lo hizo bastante bien.
Pedro Rizo | Pablo VI y la autodemolición de la Iglesia (ii) : Actualidad
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