DE LIBROS Y REALIDAD
De un tiempo a esta parte nos viene invadiendo la persuasión de que conquistar el conocimiento, el saber, mediante la adecuada dosis de instrucción libresca, equivale, aproximadamente, a conquistar el poder político. Pues “sabiendo más” que el adversario será natural consecuencia el derrotarle. Pero saber, ¿de qué?
El continuo y acelerado avance de posiciones de la cultura de izquierdas española en los últimos treinta años no implica, en absoluto, que en sus filas se cuenten legiones de doctos y sesudos intelectuales. Resulta innegable que los hallazgos y creaciones de éstos rara vez calan en un sector significativo de la psique colectiva. Más nos acercaríamos a la realidad si atribuyéramos tan vertiginoso avance a la actividad, soterrada primero y descarada después, de un equipo de hábiles agitadores políticos, fabricantes de pseudocultura de digestión rápida y consumo masivo, maestros del slogan sencillo y repetitivo, más expertos en marketing, propaganda y psicología que eruditos de biblioteca. Pío Moa resalta la “escasísima producción intelectual” de la izquierda revolucionaria ya durante la Segunda República, en contraste con su “exuberancia propagandística”. Lo que no impidió al Partido Comunista español crecer de manera exponencial, sobre todo una vez iniciada la Guerra Civil. Tras el conflicto, la España derrotada tuvo que agazaparse, lamiéndose las heridas, en espera de que la historia le brindara una nueva ocasión. La sociedad española se venía contorsionando de forma eléctrica desde el siglo XIX, sucediéndose los impulsos disolventes y los conservadores. Tras cuarenta años de nacional-catolicismo volverían a tener su oportunidad los disolventes; y vaya si la aprovecharon, con el resultado que bien conocemos. Supieron aunar, por tanto, el método y el momento adecuados. Otro asunto es que su percepción del hombre, la mujer y la historia no se ajuste a la realidad natural y a la larga condene al descalabro al pueblo que tenga la desdicha de padecerlos.
Porque, contrariamente a lo que el furor “ilustrado” sospecha, el verdadero político, movilizador de conciencias, catalizador de energías, astuto observador, no es un intelectual (ningún gran conductor lo ha sido) sino un profundo conocedor de hombres, de los secretos resortes que laten en el fondo del alma de un pueblo y un tiempo determinados. Sólo él intuye bajo la superficial apariencia de las cosas, con asombrosa y privilegiada visión, las posibilidades de acción, dado el marco cultural y temporal en el que está inscrito. El que no entienda esto que escriba libros de política, si quiere, pero que no haga política.
Un ejemplo ilustrativo: a raíz de la Ley de Memoria Histórica se han intensificado las querellas que enfrentan a historiadores que podríamos llamar “pro-franquistas”y que legitiman el Alzamiento Nacional, en función de que éste se produjo contra un Estado que amparaba un proceso revolucionario; con un segundo grupo que sostiene que dicho alzamiento fue un golpe fascista auxiliado y aun dirigido por Hitler y Mussolini para aniquilar a un Estado democrático y respetuoso de la legalidad. ¿Quién tiene razón? En verdad creo que la respuesta a esta pregunta carece por completo de relevancia salvo en el “mundo de los libros”. Me explico: Si alguna vez se resuelven estas querellas en favor de unos u otros será una “victoria” con nulo efecto sobre la realidad. Franco venció en el terreno de los “hechos” y poco importa si tenía o no “razón”, porque, al final y con insistente frecuencia a lo largo de los siglos, la razón no la da ni la quita otra cosa que la fuerza de las armas. Lo demás es conversación para rellenar periódicos, tertulias y novelas.
Cuestión fundamental ésta: el talante del estudioso, del sabio, del pensador (figura necesaria pero a menudo odiosa, hasta el punto de justificar la visceral sentencia de Goebbels: “cuando oigo la palabra intelectual desenfundo mi pistola”) es similar en extremo a la del religioso: ambos, rechazando el plano de la realidad, pretenden la evasión a otro, ideal e irreal (el “mundo de los libros”), construido artificialmente en su cabeza y vertido en el papel, y que sólo allí existe y funciona. Esa otra “realidad”, meramente intelectual, les resulta enormemente sugestiva pues está estructurada de modo impecable, es decir, prescinde de las “imperfecciones” del mundo de los sentidos, de la espontaneidad, de la vida. Ya que ésta se revela, en última instancia, como una tortura insoportable a los ojos de su hiperdelicada sensibilidad.
Platón, tan gran intelectual como nefasto político, fracasó con estrépito en su intento de transformar sus ideas sobre el buen gobierno, magistralmente expresadas en la “República”, en un proyecto viable en Siracusa. ¿Por qué? Fundamentalmente porque el temperamento del hombre político le era totalmente ajeno. Y es que alguien debería advertir a los creadores de sueños de lo problemático que resulta llevar a la práctica las invenciones del espíritu sin contar con lo abrupta y escarpada que suele presentarse la orografía de la realidad. O lo que es lo mismo, que trasladar las ideas del papel a la realidad suele ser mal negocio. Hölderlin lo expresó de modo insuperable: “Siempre que el hombre ha querido hacer del Estado su cielo, lo ha convertido en un infierno”. También Gracián al afirmar que el sabio conoce mucho de libros y poco de la vida y, por tanto, es fácil que caiga en engaños. En definitiva, el sabio se refugia de la vida, de la ingobernable, impredecible, espantosa y cruda realidad, en los libros. O, como el científico (variedad aún más despreciable del intelectual), pretende modificar el mundo adaptándolo a la idea preconcebida que de él se forjó en su mente. Pretende sustituir “lo que ES” por “lo que DEBERÍA ser”; pero resulta que la vida, en toda su impetuosa plenitud, no se deja aprisionar en un sistema cerrado y abstracto, pulcro y sin fisuras, y acaba por escapársele de entre los dedos. Alguno de ellos acepta, tardíamente, que los dogmas de la ciencia son incapaces de explicar nada (al menos nada trascendental) y que la vida es, al fin, un misterio indescifrable para el genio de nuestra especie.
Los utópicos del marxismo, que justamente pretendían la consideración de éste como ciencia, vieron su paraíso naufragar en las procelosas aguas de lo real. En cambio, el auténtico político, el guerrero, el caudillo, poco dado a especulaciones teóricas, acepta las inmutables leyes de la vida, no pretende, iluso, alterarlas. Comprende internamente que no hay azar en nada de lo que ocurre sino que el todo y cada una de sus partes, tanto el orden como el caos, tienen su sentido porque forman parte del plan integral del cosmos. Por tanto, teje su estrategia en torno a los “hechos” y no a una “verdad” escrita o revelada. Se pregunta, con Pilatos, “¿qué es la verdad?”, sin tono de ironía o sarcasmo, pues no conoce “verdad” ninguna, sólo los incontestables y graníticos “hechos”. Y por eso está listo para vencer.
Joaquín Verdú
Publicado por Información en 15:23
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