Es frecuente negar la relación entre el arte y la política, y, sin embargo, ello significa caer en el absurdo error de invertebrar la historia y en la fácil pedantería de cortar los nexos que íntimamente unen entre ellas todas las manifestaciones del genio humano, cuyo desarrollo constituye el acervo de los pueblos, que en su estado pletórico se llama cultura y en su fase consuntiva, civilización.
CUERPOS ORGÁNICOS
La cultura y su proyección, la historia, son cuerpos orgánicos tanto en su constitución como en su proceso evolutivo. Buena parte dela magistral obra de Oswald Spengler -y en especial La decadencia de Occidente- está dedicada a mostrar cómo el estilo de vida de una comunidad popular engendra una serie de actividades -entre las que se encuentran, lógicamente, arte y política- que se determinan y condicionan entre sí. Este hecho histórico aparece de manera clara y taxativa en la antigüedad, donde cada acto político tiene su correspondiente proyección artística y donde en muchas ocasiones el arte motiva determinadas estructuras socio-políticas. Hay un estilo dórico, pero también un periodo político dórico, que señala el advenimiento de formas jerárquicas, con la aparición de la nobleza y de los reyes homéricos; en la época jónica se relaciona el perfeccionamiento artístico y la sistematización política mediante el tribunado. Y al fin aparecerá el helenismo artístico y filosófico simbolizado por Pérgamo, que marca la disgregación política griega.
La cultura occidental faústica nos mostrará en el Medievo cómo sin un sistema político tendente a la perfección, jerárquico y teocrático, hubiera sido imposible la nueva eclosión de las artes, que llegan a un elevado punto, jamás vuelto a alcanzar, de pureza espiritual, de agónico misticismo, del románico, que en su recogimiento canta el éxtasis interior de un arquetipo humano -el héroe que es santo y guerrero a un tiempo-; del gótico, que apunta hacia el cielo, como los hombres que tienden, en esa época, hacia Dios y sólo hacia Él.
DESINTEGRACIÓN DEL PODER ORGÁNICO
El Renacimiento supondrá, al tiempo que una reacción naturalista contra el arte medieval, la desintegración del poder orgánico, unitario y totalizador de los impulsos populares que representaba aquella monarquía. Si damos un salto hasta la aparición del barroco, veremos cómo una época controvertida, de absolutismo y de liberalismo, de tiranía máxima y de revolución sangrienta, de los Borbones y de Rousseau, del racionalismo enciclopédico y de la demagogia callejera, es incapaz de dar un contenido a su arte; se traduce todo en formas y más formas, tejiendo un estilo complejo, pero superficial, que es el signo de la confusión y, al cabo, del materialismo que imperan en el alma de los hombres de esa época.
Será preciso esperar a la génesis del romanticismo, que traerán consigo los nacionalismos. Todo artista romántico expresa, en su arrebatadora pasión creadora, el profundo sentir de su pueblo, que despierta a la edad moderna y empieza a marchar hacia la realización de sus posibilidades nacionales. Es el instinto de la sangre, que supera la forma, para exaltar lo transcendente, lo inmaterial y eterno.
Cuando el máximo abanderado del romanticismo, Richard Wagner, poeta, músico y pensador, escribió sus dramas musicales, además de exponer una concepción ética, idealista y cósmica de la vida, fue -consciente o subconscientemente- el portador del clímax socio-político de su era. En Lohengrin y en Los maestros cantores de Nürenberg palpita el ansia terminante, el anhelo intempestivo de Alemania por lograr su unidad y su grandeza, y en la teatrología El anillo del Nibelungo se intuye ya la catarsis heroica que conducirá al III Reich. Y cuando Verdi compuso sus más bellas óperas, aludió en su música altanera y grandiosa a la causa de la unidad de Italia. No olvidemos que su apellido, cifrado en siglas, se convirtió en el más popular lema del Risorgimento: “Vittorio Emmanuele Re D’Italia”.
El desbordamiento de los nacionalismos por la democracia, primero, y por el marxismo, después, supuso el ascenso del arte degenerado, es decir, de la plástica abstracta, de la música electrónica o dodecafónica, de la literatura y la filosofía existencialistas... Pero el proceso decadente a que han sido abocadas las artes a través de estos sistemas o anti-estilos, no es esencialmente orgánico; obedece, más que al agotamiento de la potencia artística de Occidente, a una corriente general impulsada desde posiciones contraculturales, progresistas, al servicio de la subversión política: democracia, marxismo, masonería, sionismo... Se trata de un “arte” desarraigado, antipopular, infrahumano, que nos es impuesto por fuerzas extrañas a nosotros, como lo son las doctrinas políticas que lo generan.
EL “NUEVO ARTE”
En el desolador panorama del siglo XX -y nuevamente me refiero tanto al arte como a la política- sólo hay un vacío esperanzador, un vacío que se encargan de llenar, con su aportación colosal, los movimientos fascistas, y muy particularmente el nacional-socialismo con su peculiar y genuina filosofía irracionalista de la vida. El triunfo momentáneo de dichos movimientos significó, al margen de sus realizaciones políticas, un proceso de revitalización para el arte europeo; huyendo de conceptuaciones, siempre discutibles y fáciles de rebatir, me limitaré a señalar algunos de los nombres más significativos de este renacer artístico: Richard Strauss, Hans Pfitzner, Carl Orff, Pietro Mascagni, en la música, el premio Nobel Knut Hamsun, Gabriele D’Annunzio, Ezra Pound, Robert Brasillach -el hombre que antes de la muerte, momentos antes de ser asesinado, proclamó que “el fascismo es la poesía misma del siglo XX”-, Pierre Drieu La Rochelle, Stefan George, Louis-Ferdinad Céline, en la literatura, Arno Brecker, Josef Thorak, Georg Kolbe, R. Ullmann, Sepp Hilz en la plástica...
Nuestra Patria conocerá el estilo del Nuevo Arte; bajo su influencia se alzará la más grande obra de arte española del siglo XX; el Valle de los Caídos, que simboliza, a un tiempo, la superación definitiva del pesimismo literario-artístico -pero condicionado por la política- de la generación del 98, la derrota del traumático odio marxista y la unión espiritual de los españoles más allá de la muerte, y en cuyas piedras está escrita aquella “entera estrofa española del canto universal de la gloria de Dios” que quería que fuera la victoria de la Falange Rafael Sánchez Mazas, claro representante de una joven generación de poetas y al mismo tiempo luchadores políticos, cuya primacía corresponde, sin lugar a dudas, al propio José Antonio.
EL ANTI-ESTILO
Es evidente que en un mundo -el posterior a 1945- en que vuelve a clavar su zarpa el materialismo histórico, en un mundo regido, como decía Spengler, por las formas económicas, con el capitalismo todavía en pleno auge y el socialismo científico disputándole influencias, sólo puede darse la versión degenerada del arte; del “realismo oficial soviético” que anula toda creatividad, de las porquerías de Picasso, Henry Moore o de la monstruosa arquitectura que nos impone la especulación plutocrática o de los engendros como Jesus Christ Superstar o Godspell, creados y difundidos por la judeomasonería con el objetivo de atacar los fundamentos espirituales de la sociedad occidental. El apellido del autor de la primera, Jewison, es bien significativo.
En la misma línea, resulta igualmente evidente la utilización política que los demócratas, y en mucho mayor grado los comunistas, hacen de sus producciones artísticas o pseudo-artísticas. Picasso y Neruda son los ejemplos más claros de un anti-estilo centrado en el odio, carente de valores positivos y que en muchos casos -como el del Guernica- llega a desvirtuar hechos históricos en exclusivo beneficio de la más burda propaganda política...
... pero es también evidente que todo artista -y aquí están los perseguidos, los verdaderos “incomprendidos”, los “marginados”-que en este corrompido mundo cree una obra de arte originada en la belleza, que exalte todo cuanto nace del alma, que plasme los valores permanentes de un pueblo o de una raza, es decir, que cree una obra de arte idealista, es un político que lucha por la destrucción del materialismo demo-marxista.
Juan MASSANA
(Revista Fuerza Nueva nº 471, 17- Ene- 1976)
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