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Tema: Discurso de C. H. Douglas a la Sociedad Marshall (1934)

  1. #1
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    Discurso de C. H. Douglas a la Sociedad Marshall (1934)

    De las cuatros referencias que C. H. Douglas hace en su carta al Social Credit de 7 de Diciembre de 1934, aludiendo a las ocasiones en las que tuvo que vérselas con defensores ortodoxos de la economía, ya hemos reproducido la del debate con Hawtrey, y la del debate con Robertson.

    Aquí reproducimos a continuación el discurso a la Sociedad Marshall, en Cambridge, dado el 20 de Octubre de 1934. Aunque en la mencionada carta Douglas señala la existencia de un debate posterior al discurso, por ahora sólo he podido localizar el texto del discurso nada más.


    Fuente original del texto: Social Credit (26 Octubre 1934).pdf

    Fuente de donde se toma el texto: SOCIALCREDIT.AU

  2. #2
    Martin Ant está desconectado Miembro Respetado
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    Re: Discurso de C. H. Douglas a la Sociedad Marshall (1934)

    Libros antiguos y de colección en IberLibro
    Fuente: Social Credit, 26 Octubre 1934, nº 11, Vol. 1.


    “¿QUÉ ES LO QUE ESTAMOS INTENTANDO HACER?”

    por C. H. DOUGLAS


    Discurso a la Sociedad Marshall, pronunciado en el Trinity College, Cambridge, el 20 de Octubre de 1934.



    Desde un punto de vista superficial podría parecer que el espectáculo dado por la aparición de un hereje monetario aireando sus opiniones delante de la Sociedad Marshall de Cambridge es uno de aquéllos que vendría a estar obligado a agradar a toda aquella gente que sitúa el coraje entre las más altas de las virtudes. Pero tengo una memoria suficientemente vívida de los años pasados con el sonido de Santa María la Grande, así como de la atmósfera que acompaña a la negación del derecho a jugar a las canicas sobre las escaleras de la Cámara del Senado, como para recordar que resulta posible, fácil y seguro decir casi cualquier cosa sobre cualquier tema dentro de los muros de esta Universidad, siempre y cuando se presente como una opinión personal, y no como algo que lleve autoridad especial alguna.

    Así pues procederé al instante a introducir mi postura completamente a salvo diciéndoos algo con lo que estoy seguro que estaréis de acuerdo; y vuestra opinión, puedo decir, es compartida por varias gentes en las provincias y otros lugares. Yo no soy un economista. Durante una proporción considerable de mi vida laboral he inducido a gente a tener que entregar o separarse de modestas –y desde mi punto de vista inadecuadas– sumas de dinero (que, sin embargo, encontré útiles) persuadiéndoles a que me confiaran varios emprendimientos de ingeniería. De tal forma que realmente mi posición en relación a las ciencias económicas es la de la joven señorita a la que se le preguntaba si tomaría algo de mermelada y replicaba: “No, gracias. Nosotros la hacemos”.

    Reclamando, por tanto, los privilegios del económicamente irresponsable, me gustaría sugerir que, visto desde el punto de vista de un ingeniero, un economista es un hombre que dedica una buena parte del tiempo a explicar por qué los hechos no confirman las teorías. Y no tengo ninguna duda de que un economista contestaría que los ingenieros son gente que dedican buena parte del tiempo a producir condiciones respecto a las cuales no se puede razonablemente pedir que se ajuste ninguna teoría económica que se precie. Ahora bien, si bien tanto el ingeniero como el economista, al adoptar esa actitud, pueden estar exagerando su posición, yo creo que es en esta diferencia de posición donde podremos encontrar la raíz de buena parte del problema en que se encuentra hoy día el mundo. Haya o no conciencia de ello, yo no pienso que haya bastante claridad de demarcación entre el economista y el economista político que la que yo habría de esperar, digamos, de Cambridge. Parecemos estar, actualmente, hostigados por un ideal político no expresado, que se disfraza bajo la guisa de sistema económico. Hablando como ingeniero, yo no creo que podamos hacer mucho progreso hacia una solución de nuestras dificultades hasta que hayamos decidido si ésta es o no una posición legítima que se pueda tomar. Quizás me podáis permitir extenderme un poco sobre este aspecto del tema.


    El trabajo como meta del sistema económico

    Que yo sepa, ningún economista ortodoxo ha criticado el más interesante, y probablemente trascendental, experimento de este siglo, que ahora mismo se está desarrollando en los Estados Unidos; y ello por razón de la defectuosidad de la premisa primaria en la que se basan, la cual aparece expresada inequívocamente como “La re-ocupación generalizada y permanente de los obreros, a sueldos suficientes como para asegurarles confort y una vida decente”. Estoy citando del Informe del Comité de Finanzas, de la Primera Sesión del Septuagésimo-tercer Congreso de los Estados Unidos.

    Esto es tanto como decir, pienso yo, que la premisa es axiomática; y, desde mi punto de vista, constituye al instante una petición de principio. Decir que ningún sistema social o económico ha conseguido su objetivo si no proporciona un máximo de ocupación o empleo en la industria materialista, no tiene nada que ver ni con las ciencias económicas ni con la ingeniería: se trata de idealismo político. Ciertamente no es ingeniería, porque el objetivo específico de la ingeniería consiste en sustituir y someter las fuerzas de la naturaleza al servicio del hombre, y de esta forma hacen su trabajo por él.

    Yo no pienso que pueda hacer algo más útil al hablaros que exhortaros sobre la necesidad de examinar, definir y clarificar ese ideal político, y asignar la responsabilidad por el mismo y por las consecuencias que lógicamente deben seguirse de su consecución.

    Se ha establecido más allá de toda duda razonable que el actual equipo económico e industrial podría, o bien actualmente, o bien en un muy corto espacio de tiempo, producir mucho más por encima de las necesidades de aquéllos que participan o están implicados en su puesta en funcionamiento. Si hubiéramos de perseguir el ideal de mantener este equipo totalmente empleado junto con el conjunto de toda la población trabajadora, la expansión de mercados para la exportación –y no solamente expansión absoluta sino expansión acelerada– vendría a ser algo inevitable. Asumiendo que este ideal fuera perseguido en todos los países industriales, y sin que se postule o plantee ninguna otra cosa en forma de dificultades en el sistema financiero mismo, esta política significaría una creciente competencia por un mercado cada vez más reducido. ¿Realmente reconocemos las consecuencias lógicas de esto, y reconocemos que estas consecuencias, en forma de preparación para la guerra y aumento de armamentos, están en todos lados desarrollándose hasta su catastrófica conclusión? No estoy criticando el ideal, aun cuando no es el mío; simplemente os estoy pidiendo que os metáis esto en la cabeza, que apliquéis vuestra inteligencia a esto, y que os deis cuenta de que no es algo inevitable sino en la medida en que no sea reconocido.


    El único objetivo sano de la industria

    El mismo tipo de argumento, pienso yo, resulta urgentemente necesario en relación a muchas otras cosas que entran dentro de la esfera tanto del ingeniero como del economista. Resulta difícil aplicar algún sentido sano a un sistema industrial que no tenga como objetivo fundamental el incremento en el confort y mantenimiento de la vida. Pero ha de reconocerse que mucha de la gente que es muy elocuente en relación a las virtudes del sistema económico tal y como lo hacemos funcionar actualmente, repudian este objetivo y se quejan del apartamiento del mundo moderno de los estándares puritanos.

    Pero os pediré que asumáis, por el momento, que esta premisa es justificada. Supongamos que la edad de oro se conseguiría si no hubiera desempleo alguno. Volveos ahora con esto en mente a los hechos del mundo de la industria. Permitidme disipar al instante vuestros miedos: no voy a repetir los hechos bien conocidos de la paradoja económica conocida como “pobreza en medio de la abundancia”. Pero es inevitable que tenga que tocar el hecho de que no hay, en todo caso, ninguna escasez seria de bienes y servicios; y que hay una enorme cantidad de desempleo, una cantidad todavía mayor de empleo extraordinariamente ineficiente (es decir, tiempo dedicado por los individuos a trabajos que son, o bien fundamentalmente inútiles, o bien se realizan a través de métodos muy inferiores), y que ese desempleo de los individuos corre parejo con un aún mayor desempleo de planta, maquinaria y tierras. De tal forma que algo equivalente al empleo de un cien por ciento de la población disponible y de los recursos productivos disponibles vendría al instante a dar como resultado, o bien una avalancha de producción tal que ningún método de consumo conocido –fuera del de la Guerra– podría hacerle frente, o bien habría de venir acompañada por una reducción de la eficiencia tal que sería equivalente a una vuelta a las artesanías manuales. Esto me parece a mí que es una exposición razonablemente inatacable de los hechos físicos; y a pesar de la opinión obviamente opuesta prevalente en los más altos círculos financieros (según la cual las cifras son mucho más importantes que los hechos), yo confieso tener, partiendo de mi formación, una opinión contraria.


    Problemas que los economistas ortodoxos ignoran

    Pero voy a pediros que sigáis esta línea particular de pensamiento un poquito más. Os voy a pedir que supongáis que, antes de nada, toda la población, sin catástrofe alguna, ha venido a quedar re-ocupada, produciendo de ese modo un enorme excedente de bienes inutilizables. Ese excedente se aceleraría como consecuencia de la mejora en los procesos y el uso creciente de energía. Y que, cuando esto viniera a ser evidente, la industria prescindiría de nuevo de grandes números de personas, reduciéndose así la producción a la cantidad necesaria para toda la población, pero produciéndola con, digamos, un quinto de la población.

    Me gustaría preguntaros cómo estos cuatro quintos de la población van a obtener su parte de la producción. No estoy entrando, por el momento, en la cuestión de si, en caso de que se gravara al resto de la población trabajadora hasta llegar al 80 por ciento de sus ingresos, y lo dividiéramos entre los cuatro quintos de los llamados desempleados, esto proporcionaría suficiente poder adquisitivo. Simplemente os estoy preguntando, como cuerpo de expertos tanto de economistas como de economistas políticos, si una propuesta de este tipo os parece política práctica.

    Quizás me permitáis elaborar este punto un poco más. En el ejemplo que acabo de dar, y asumiendo que todos los costes de producción fueran pagos directos en sueldos y salarios, vosotros, en efecto, les estaríais dejando claro a esa gente que todavía estuviera trabajando que, aunque ellos ganaran, digamos, como se suele decir, “Veinte libras a la semana”, se les estaría quitando dieciséis libras a la semana a través, digamos, de un Impuesto sobre la renta de a 15 chelines la libra, a fin de proporcionar lo que se denomina “subsidio” al resto, al tiempo que se va exhortando a ese resto a encontrar trabajo. ¿Una propuesta de este tipo os parece algo que sea una aproximación psicológica sana al problema práctico de distribuir el excedente? Pregunto esto porque parece ser la única solución que es apoyada o tolerada por la ortodoxia actualmente.


    Exceso de precios sobre poder adquisitivo

    Pero, si bien estoy seguro de que estaréis de acuerdo en que la situación presenta formidables problemas aun cuando se plantee en una forma que prácticamente deja fuera toda discusión, su complejidad se aumenta enormemente, y sus posibilidades de desglose se complican inmensamente, cuando consideramos que –tomando solamente un único ejemplo– durante los diez años de 1909-1918 la industria americana distribuyó 266.000 millones de dólares en poder adquisitivo (en salarios, dividendos, pensiones, indemnizaciones por heridas de guerra, etc…) y puso en el mercado mercancías por valor de 390.000 millones de dólares. En otras palabras, los precios colectivos de los bienes a la venta durante ese periodo excedían el poder adquisitivo disponible para poder comprarlos en 124.000 millones de dólares, y ha de recordarse que muy grandes cantidades de esos bienes fueron vendidos a pérdida por las empresas que las producían, lo que hace que las cifras aparezcan bastante más favorables de lo que realmente son.

    Puesto que me encuentro en esta excepcionalmente favorable posición de estar entre una audiencia altamente competente en economía –al tiempo que yo mismo no pretendo ser un economista– y, por tanto, capaz de preguntar un ilimitado número de preguntas hasta que alguien me pare, apreciaría inmensamente que se me ayudara en otro problema de carácter en cierto modo similar al que me acabo de referir. Si tomarais la hoja de balance de una compañía grande, encontraríais agrupados en el lado derecho activos de varias descripciones, algunos de los cuales consisten en tierra, edificios, herramientas, etc…, y comúnmente se los describe como “activos fijos”; y otros que consisten en dinero o cash en el banco, deudas debidas, etc…, que se describen algo humorísticamente como “activos líquidos”. Juntos constituyen el capital de la compañía. Por favor, nótese que los Valores en Precios y el Poder Adquisitivo están agrupados como si fueran similares. Si examináis la cuenta de Pérdidas y Ganancias de esa compañía con suficiente detalle, encontrareis una división similar: que una porción del beneficio está siempre en todo momento representada por lo que, de hecho, son activos físicos, y el resto por poder adquisitivo; y cuando las cuentas de la compañía son auditadas (primariamente, pienso yo, a fin de poder ser gravadas) se carga sobre esos beneficios Impuestos sobre la Renta en diversas formas, con independencia de que estén representados por activos fijos o por dinero. Los activos fijos no pueden, por supuesto, ser distribuidos a los accionistas y, forzosamente, son transferidos a la Cuenta de Capital.

    Ahora bien, al discutir esta materia ampliamente con el Sr. Hawtrey, del Departamento del Tesoro, yo le subrayé que estos activos fijos no estaban representados por dinero en ninguna parte; y, en segundo lugar, que, aunque no estaban representados por dinero, eran gravados, y el impuesto había de pagarse en dinero, y yo confieso que la única réplica que pude obtener del Sr. Hawtrey fue que él no consideraba que las cifras adjuntas a los activos fijos de la hoja de balance de una compañía representaran nada que tuviera alguna consecuencia práctica.

    Sinceramente espero no estar malinterpretándole, pero esa fue la impresión que obtuve, y mi réplica a él fue que si eso fuera así, entonces pensaba yo que a los fabricantes de Gran Bretaña y de otras partes se les debería decir eso, pues ellos obviamente estaban llevando adelante sus negocios bajo un error, porque ellos sinceramente creen que todos sus activos son activos “que se están ganando”. Me gustaría vuestra opinión sobre esto, porque no tengo duda alguna de que en estos hechos se puede encontrar una clave importante a la dificultad de llevar adelante los negocios actualmente desde el punto de vista del empresario, y de que la confusión entre valores-precios y poder adquisitivo está extendida, y se extiende a cuarteles o sitios en los que uno esperaría que la dicha diferencia estuviera claramente reconocida.


    Cuál es el principio de la tributación

    Sin probar demasiado alto vuestra paciencia, me gustaría obtener, si fuerais tan amables, una opinión sobre toda la cuestión de la tributación. No necesito atraer vuestra atención sobre el cambio que ha tenido lugar en la concepción de la tributación en los últimos siglos. Por tomar un aspecto solo del mismo: antes de la fundación del Banco de Inglaterra –y, con él, de la Deuda Nacional– no había reconocimiento alguno, que yo sepa, de impuestos fundados sobre un llamado principio moral como, por ejemplo, nuestros impuestos sobre bebidas alcohólicas o sobre entretenimientos de cualquier descripción. En casos de ofensas contra la Corona, se imponían fuertes multas sobre la tierra o de otra forma, pero nunca se sugería que esto fuera algo distinto a un acto punitivo. Hoy día tenemos lo que equivale a una multa punitiva continua en buen número de hábitos o actividades. A mí se me multa con 10 chelines cada vez que compro una botella de whisky, y la multa va destinada al policía: al Estado. Éste es un aspecto de la materia, y tiene consecuencias prácticas importantes ya que no hay relación comprobable o verificable entre la moral y la capacidad productiva.

    Un segundo aspecto es que parece que haya de darse por sentado que el individuo que exitosamente amasa una fortuna a través de las presentes reglas del sistema económico haya de ser severamente penalizado por hacerlo.

    ¿Podéis decirme cuál es el principio involucrado aquí? ¿Es que el sistema es tan defectuoso que solamente penalizando el éxito que se da en él se le puede hacer funcionar, o es que todo éxito que se da en él constituye, en cierta manera misteriosa, un peligro contra el que, si es posible, nos debemos guardar? Y, finalmente, ¿os parece a vosotros un proceder eficiente el que toda la industria requiera ser supervisada al menos tres veces: en primer lugar por el Departamento de Contabilidad de la fábrica moderna; en segundo lugar, por los Contables Diplomados que auditan esas cuentas; y, en tercer lugar, por los funcionarios de la Agencia Tributaria, que auditan las cuentas de los Contables Diplomados?

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