Revista FUERZA NUEVA, nº 139, 6-Sep-1969
Con los católicos de Irlanda del Norte
Por Blas Piñar
¿Qué hubiera ocurrido si en España hubiésemos negado a un no católico cualquiera de los derechos inherentes a la ciudadanía? Una campaña mundial se hubiera levantado contra nuestro país, instigada por la prensa, azuzada por la radio y divulgada por la televisión. De nuevo, como tantas veces, se habrían reproducido los tópicos manoseados sobre España retrógrada y sus métodos inquisitoriales, sobre la crueldad de un país atenazado por el sectarismo religioso, gobernado por una minoría teocrática, indigno de figurar en el catálogo de los pueblos cultos y libres…
Pues bien, no a un ciudadano, sino a toda una colectividad, por el simple hecho de profesor la religión católica, se le niega en el civilizado Reino Unido, paladín oficial de las libertades, los derechos civiles mínimos. Postergados en el orden económico y social, con obstáculos casi invencibles para desempeñar funciones públicas, separados del resto de la población, como los leprosos en el Antiguo Testamento, aislados, despreciados, ofendidos y atacados en las barriadas que ocupan, los católicos de Irlanda del Norte están viviendo jornadas difíciles y cruentas que no hacen otra cosa que poner de relieve una situación que arranca de mucho tiempo atrás, pero que ha permanecido silenciada y desconocida para el gran público, porque los mismos poderes que airean, falsean y magnifican lo que puede molestarles en otra latitudes, polarizan sus esfuerzos y sus tentáculos para ocultar las tremendas injusticias que cometen.
Es curioso que, mientras en el plano universal y al nivel del hombre de la calle, Inglaterra aparece como la defensora de los negros de Rhodesia frente al “apartheid” del gobierno que rige los destinos de esta nación, tenga sometidos un régimen de “ghetto” a los católicos de Irlanda del Norte, sin que apenas se hayan oído las voces implorantes, los ruegos caritativos o las protestas clamorosas de los que tienen en otras circunstancias, y por motivos de menos calibre, una sensibilidad enfermiza y a flor de piel.
Los católicos de Irlanda del Norte son nuestros hermanos en la fe. Una razón de proximidad nos obliga a tenerlos muy presentes en la hora amarga de dolor que están atravesando (1969). Parias de Inglaterra, ciudadanos de categoría inferior, acorralados en los puestos serviles, hostilizados hasta la persecución más odiosa y brutal, queremos desde aquí expresarles nuestra adhesión, nuestra simpatía y nuestro afecto. La neutralidad, el ponderado equilibrio de los intereses en juego, la fría contemplación de los acontecimientos luctuosos que allí se suceden sin que se les ponga el justo remedio, sería una traición hacia aquellos que, por la fe, son nuestros hermanos, por la opresión que sufren, las víctimas, y por su clase social, los pobres y los desheredados.
En la época de la más alta valoración de la dignidad del hombre -como tanto se cacarea-, de la lucha contra todo tipo de discriminación, de la igualdad sin excepciones ante la ley, de la apertura de cualquier opción sin trabas ni dificultades, de la libertad religiosa, en suma, erigida como un dogma incontestable, ahí está el ejemplo bien patente y vivo de los católicos de Irlanda del Norte, para darnos a conocer el artificio mendaz de los vocingleros que martirizan, a la vez que se llaman portadores del espíritu pacificador, de los que clavan el escalpelo de sus odios, mientras acuden al mercado de cada día hablándonos de solidaridad.
El caso de los católicos de Irlanda del Norte constituye una página sucia de la historia del Reino Unido, una página idéntica a la que sigue escribiendo en otro plano, con respecto a España, al ocupar por la fuerza y con reto desafiante a las Naciones Unidas, el Peñón de Gibraltar.
Es cierto que Irlanda es una nación dividida. El “divide y vencerás” es un viejo lema que el Imperio Británico, de una u otra forma, en el ámbito territorial o en el ideológico, ha sabido poner en práctica para crearse y subsistir, fomentando la debilidad y las rencillas de los pueblos en los que ha ejercido su influencia; la lección, no cabe duda, ha sido bien aprendida por sus discípulos aventajados, en Corea, en Vietnam, en Alemania y en Berlín.
Por ello, parece claro que con el problema de la discriminación por motivos religiosos, en la región sometida a Belfast, se entrelaza el de la partición del país. Si Irlanda constituyese la unidad política que pide tanto su historia como su geografía, tenemos por seguro que la persecución que nos acongoja no se hubiera producido. La táctica de las mutilaciones territoriales es a la larga perjudicial, y sólo encuentra su antídoto en la reconstrucción de lo que arteramente fue roto y fragmentado.
Por eso, a nosotros, españoles que sentimos una gran simpatía y una profunda admiración por el pueblo hermano -que encontró en nuestra tierra, a lo largo de los siglos, comprensión, ayuda y hasta refugio hospitalario para sus hombres- nos gustaría hablar del Norte de Irlanda y no, como ahora lo hacemos, por motivos bien tristes, y para evitar equívocos, de Irlanda del Norte.
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