Revista FUERZA NUEVA, nº 569, 3-Dic-1977
LOS CRÍMENES DE GUERRA DE LOS OTROS
Un historiador norteamericano, Alfred M. de Zayas, revela la tragedia de 16 millones de alemanes
Cualquier persona interesada en la historia del siglo XX puede encontrar en las librerías cientos de volúmenes dedicados a la Segunda Guerra Mundial. Pero casi todos ellos tienen por única finalidad contarnos lo malvados que eran los fascistas que la perdieron. Si se trata de los alemanes, los relatos llegan al paroxismo. Espectaculares crónicas, mórbidos reportajes, se alinean, uno junto al otro, en los escaparates, a la espera del incauto ciudadano. Apenas interesa a nadie que en ellos se anide una hipérbole por línea, tres falsedades por párrafo y otras tantas calumnias por página. No en vano circula desde comienzos del siglo XX la consigna de “Le boche payera tout”.
Sin embargo, de vez en cuando, surge algún libro destinado a revisar aquellos acontecimientos. No tema el lector demócrata, no vamos a airear la obra escrita de ningún nacionalsocialista -léase nazi- mal arrepentido. Nos referimos, especialmente, a autores como Hoggan, Barnes, Tansill y Beard. Todos ellos norteamericanos. Otro yanqui, el doctor Arthur R. Butz, profesor de la Universidad de Evanston, acaba de torpedear, con datos irrefutables, la conocida leyenda de los seis millones de judíos. No iba a recibir el Premio Nobel por ello, pero al menos hace escasas semanas (1977) le han obsequiado con un atentado.
Ahora (1977), un jurista norteamericano, Alfred M. de Zayas, de rancio origen español, ha dado a conocer, tras largos años de investigación “in situ”, un volumen que sin duda será clásico en la materia: “Nemesis at Potsdam” (Routledge & Kegan, Londres y Boston). Simultáneamente, ha aparecido en lengua alemana en la editorial Beck de Munich, bajo el título de “Die Anglo-Amerikaner und die Vertreibung der Deutschen”. Por vez primera divulga los documentos que hay al respecto en los Archivos Federales de Coblenza y Friburgo, y en el central de la Cruz Roja en Ginebra. E incluye testimonios de primera mano de diplomáticos norteamericanos, británicos y polacos sobre la gran masacre de que fueron víctimas los alemanes del Este al terminar la segunda guerra mundial.
A guisa de prólogo, Robert Murphy, que intervino como consejero norteamericano en la fatídica conferencia de Postdam, ratifica la evidente corresponsabilidad de los aliados occidentales en los hechos. El propio Murphy hace la observación de que en un memorándum remitido a su Gobierno, el 12 de octubre de 1945, denunciaba que en las expulsiones en masa no se hacía la menor diferencia de trato entre las mujeres y niños y los dirigentes del partido nazi.
Versalles, hora cero
Bueno sería recordar, y Zayas acopia bastantes datos, que el origen de todas las grandes calamidades bélicas que se iniciaron en 1939 está en el inicuo Dictado de Versalles de 1918. Entre la infinidad de tropelías de arbitrariedades que en él se gastaron, figura la transferencia de dos millones de alemanes a Polonia y de otros tres millones de germanos al nuevo Estado artificial de Checoslovaquia. Los famosos puntos hablaban del “principio de autodeterminación de los pueblos”, pero los propios aliados los violaban abiertamente. No obstante, en los Estados Unidos, que se ensuciaron al patrocinar y firmar el bárbaro documento de Versalles, meses después el Senado abrió los ojos y se negó a ratificarlo.
¿Cómo trataban los polacos a aquellos millones de nuevos súbditos a la fuerza? La persecución física de sus cuerpos y la expoliación de sus bienes era tan generalizada que las quejas de las víctimas llovían sobre la Sociedad de Naciones. Y se llegó al 13 de septiembre de 1934. Aquel día, el coronel Beck, ministro polaco de Asuntos Exteriores -después, responsable directo de la segunda guerra mundial-, anunciaba ante la Asamblea General de la Sociedad de Naciones, que su Gobierno se veía obligado “a partir de hoy a renunciar a toda colaboración con los organismos internacionales, en todo lo relativo a los controles de la aplicación, por parte de Polonia, del sistema de protección de las minorías. De este modo, Polonia se colocaba abiertamente fuera de la ley internacional, pero ello le facilitaba el perseguir con más saña a los indefensos germanos.
Cientos de tumbas alemanas impulsaron al nuevo canciller Hitler a pedir la estricta aplicación de la democracia en aquellos territorios. Sabía que ganaría abrumadoramente cualquier elección. El plebiscito del Sarre, organizado no por él, sino por los franceses y la Sociedad de Naciones, era un claro precedente. Pero Inglaterra, Francia y EE. UU., que hoy (1977) tanto proclaman el principio de “un hombre, un voto” para los negros de Rhodesia o Sudáfrica, no podían tolerar que fuese aplicado a los blancos de Danzig o la Silesia. Además, les parecía normal tener dividida a Alemania en dos partes, desde 1918. Que los pisoteados alemanes se quejasen en voz alta era algo que crispaba la conciencia democrática de Londres, París y Washington. Alfred M. de Zayas resume la situación con un aforismo francés, que parecían entonar a coro las tres capitales de la plutocracia: “Cet animal es très mechant, quand on l’attaque il se defend!” (¡Este animal es muy malo, cuando se le ataca se defiende!). La más elemental lógica revela que en 1939 tenía que estallar el polvorín de Danzig.
Los rusos invaden Europa
Más hablemos del tema esencial de la obra, la evacuación de la población alemana del Este. En octubre de 1944, al acercarse los ejércitos rusos a la Prusia Oriental, una masa de cinco millones de seres, en su mayoría ancianos mujeres y niños, emprendieron la retirada, por campos y carreteras, hacia el Oeste. Casi exactamente cien años antes, Carlos Marx anunciaba en el “Manifiesto Comunista” que el espectro del comunismo se extendería por Europa. Ahora otro hebreo, pero soviético, Ilya Ehrenburg, concretaba aún más en su famosa proclama a los soldados rojos: “Si ya has matado a un alemán, mata a un segundo, para nosotros no hay nada más divertido que los cadáveres alemanes. No cuentes los días. No cuentes los kilómetros. Cuenta sólo una cosa: los alemanes que has matado”.
En la primera aldea alemana de la frontera que cayó en sus manos, Nemmersdorf, las 65 personas que quedaban, predominando mujeres y niños, fueron asesinadas por los soldadesca roja . Se iniciaba así una era de miles y miles de Paracuellos, que cubriendo de sangre todas aquellas tierras, llegaría hasta 50 kilómetros al este de Hamburgo. Un joven oficial soviético, Solzhenitzyn, por mencionar de pasada aquellas bestialidades en una carta a su familia, sufrió ocho años de “archipiélago Gulag”.
Según datos oficiales, rigurosamente comprobados por el antiguo Ministerio Federal de Expulsados, de 16 millones de alemanes fugitivos en el Este, 1,1 millones perecieron por los acontecimientos bélicos, mientras que otros 2,11 millones murieron durante la huida o la expulsión, es decir, prácticamente después de terminada la guerra. Esto último, en el lenguaje de los aliados, fue designado como “transferencias de población”. Un eufemismo más.
El calvario de la posguerra
A los dos meses y pico de terminada la guerra, en la Conferencia de Postdam, los aliados decidían la expulsión total de los alemanes del Este. Jamás se conoció en la historia un hecho de tal magnitud. Sólo en la antigua Asiria, bajo el reinado de Asurbanipal se había llegado a algo semejante -que afectó a unos 4,5 millones de seres-. pero en condiciones más humanas. Ahora, el calvario de esa población civil alemana, cuyo periodo más agudo se había iniciado en marzo y abril de 1945, duraría hasta el año 1949.
El libro de Zayas revela el alcance de este inmenso genocidio, que dejó tras de sí tres millones y cuarto de cadáveres. En todas partes comenzaba igual. Los soldados rojos y sus agentes autóctonos colocaban bandos en pueblos y ciudades. Se anunciaba a la población civil que unas horas después tenía que estar dispuesta para ser trasladada al Oeste. Una vez concentrada la gente, los asesinatos, las violaciones y las expoliaciones estaban a la orden del día. Si aparecía algún joven -cosa rara, pues los soldados estaban en campos de concentración- se le liquidaba o le enviaban a Siberia. Aquella masa indefensa de ancianos, mujeres y niños, expulsados a punta de bayoneta de sus hogares, quedaban a merced de la crueldad, el capricho o el sadismo de los vencedores.
A los que inicialmente lograban salvar la vida, les quedaban nuevas etapas, en las que podían caer asesinados por el camino o bien perecer por hambre, disentería o agotamiento. Ciertamente, los invasores de Europa ya no tenían ningún pretexto bélico, pues la guerra había terminado varios meses antes. Pero eran las horas felices de Ehrenburg, Morgenthau y Kaufman. De la infinidad de testimonios recogidos en el libro de Zayas, vamos a mencionar alguno.
Cuatro testimonios
Un corresponsal del “Manchester Guardian”, F. A. Voigt, contaba en su periódico lo que sucedía en Checoslovaquia:
“El 31 de julio (de 1945) hubo una explosión en la fábrica de cables de Usti (Aussig, en el Elba). Se dijo que los responsables eran los del Werwolf, aunque ciertamente no había el menor indicio de ello. Siguió una matanza. Las mujeres y los niños eran lanzados al río desde el puente, y se fusilaba a los alemanes por las calles. Se estima que fueron asesinadas entre dos mil y tres mil personas.”
Norman Clark, en un informe desde Berlín, publicado por el “News Chronicle”, el 24 de agosto de 1945, relataba:
“Bajo el techo de la estación (berlinesa) de Stettin, destruido en los bombardeos… contemplé hoy, al mediodía, un vagón de ganado, que estaba en vía muerta en el parachoques cercano al andén 2.
En un lado yacían cuatro personas, bajo unas mantas y sobre unas angarinas de bambú y fibra de rafia; en otra esquina estaban agonizando otras cuatro más, todas ellas mujeres. Una pidió agua, con voz apenas perceptible. Dos ayudantes sanitarias hicieron cuanto podían por cumplir los pequeños deseos de las moribundas.
El tren había llegado de Danzig. Había estado en camino siete días. En ocasiones suelen tardar más… Millares de seres -incluso hasta 25.000 por día- llegan a pie hasta los arrabales, donde son contenidos y se les veda el acceso a la ciudad ya saturada. Diariamente, en la estaciones berlinesas, son recogidos entre cincuenta y cien niños -hasta ahora en un corto tiempo se han reunido unos 5.000 en total- que son huérfanos de ambos padres o quedaron abandonados, y a los que se lleva a orfanatos o se les facilita madres adoptivas”.
En noviembre de 1945, F. A. Voigt escribía en “Nineteenth Century and After”:
“Aproximadamente hacia la misma fecha (31 de agosto de 1945) llegó a Berlín un transporte con alemanes sudetes, hombres, mujeres y niños de Troppau. Estuvieron en ruta durante dieciocho días, en vagones de ganado al descubierto. Emprendieron el viaje 2.400 seres, y llegaron en Berlín 1.350. Es decir, perecieron más de un millar en el camino.”
El 8 de diciembre de 1945, Bertrand Russell, poco sospechoso de fascista, contaba en el “New Leader” a sus lectores:
“A todas horas, mujeres y niños son concentrados en trenes, cada uno sólo con una maleta, cuyo contenido en la mayoría de los casos es robado por el camino. El viaje a Berlín dura muchos días, en los cuales no se reparte el menor alimento. Muchos, al llegar a Berlín, son cadáveres: los niños que fallecen por el camino son arrojados por las ventanas… Pero a muchos de los que se expulsa de sus casas no se les traslada por ferrocarril, sino que tienen que caminar a pie hacia el Oeste. No es posible recibir estadísticas precisas sobre el número de los expulsados de este modo, pues sólo los rusos podrían facilitarlas. Ernest Bevin los calcula en nueve millones. Según el testimonio de un oficial británico, que ahora se encuentra en Berlin, mueren poblaciones enteras, y los hospitales berlineses harían parecer completamente normal la visión de los campos de concentración”.
Los tres genocidas
Mientras tanto, los tres mayores genocidas que recuerda la historia de la humanidad, Churchill, Truman y Stalin -con sus Dresde, Hiroshima e infierno Gulag- entretenían los ocios legalizando la entrega a Stalin de aquellos territorios que, por otra parte, ya tenía ocupados. Por eso decía con sorna el diplomático Kennan que el acuerdo de Postdam “cerró la puerta del establo cuando el caballo ya había sido robado”.
Alfred M. de Zayas ha sacado del olvido el infortunio de 16 millones de alemanes. La amplia base documental de estas páginas, su estilo claro y conciso, y su profundo sentido analítico, las convierte en lectura obligada para cuantos se interesan por la segunda guerra mundial. ¿Acaso siete lustros después hemos de vivir exclusivamente de la propaganda aliada? La aportación de nuevos historiadores como Zayas confirma la vieja expresión de Halkin, de que “la historia no está hecha, pues siempre se está haciendo de nuevo”.
La traducción y edición en español de “Nemesis at Postdam” resulta indispensable para mantener viva en estos pagos la mortecina llama de la verdad histórica.
B. Roncesvalles
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