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Tema: Historia del carácter y psicología españolas: su permanencia a través de los siglos

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    Re: Historia del carácter y psicología españolas: su permanencia a través de los sigl

    4 . Tradición espiritual

    Pero aun en órdenes mucho más elevados obsérvase un idéntico poder de retención, la misma permanencia de caracteres básicos, nazcan de la supuesta raza primitiva o procedan del factor geográfico, del ambiente. Durante la época de la romanización, España dio al Imperio algo más que el abyecto tributo de esos bestiarios. Diole no sólo grandes césares, sino también famosos oradores, escritores y poetas, hasta el punto de poderse hablar de una escuela colonial o latino-hispánica, como ahora se habla de la hispano-americana, o de la anglo-americana.

    Recordemos los nombres más conocidos: Séneca, Marcial, Lucano, Quintiliano... Pues bien: los historiadores de la literatura latina señalan en ese grupo la facundia, el conceptismo y la verbosidad que tantas veces será reprochada a los ingenios castellanos del siglo XVII. El desorden de su fantasía, el tumulto de su lenguaje alteran la vieja mesura y majestad romanas. Una filiación crudamente estoica, acentuada todavía por rasgos nativos de dureza y frugalidad en oposición al epicureísmo de la metrópoli, viene a dar al substine abstine de la escuela, vislumbres de resignación y ascetismo precristianos; como si en esos escritores España se denunciase a la conquista de la Iglesia futura, como si ya guardasen en germen las doctrinas de renuncia y maceración que encendieron más tarde su espíritu en llamas devoradoras, como si fuese imposible descifrar lo que había en Séneca de anticipación a Quevedo o lo que hubo en Quevedo de reencarnación de Séneca. De Córdoba, por ejemplo, había salido Lucano, con toda la exuberancia y colorismo de su fantasía, y de allí surgieron más tarde Góngora y su famosa escuela.

    Basta con las precedentes observaciones para dejar fijado y conocido el primer lecho de la psicología española, la cual recibe su coloración casi exclusivamente y por partes iguales, de ese remoto atavismo y del nuevo matiz que tomó España al consolidar su unidad en tiempo de los monarcas austriacos. El período visigótico y la dominación árabe, no obstante su importancia o sus materiales vestigios, déjannos el concepto de una desviación o de una mera superposición. Es principalmente en la España antigua o en la España moderna, mucho más que en la medieval, donde deben buscarse, a mi juicio, los elementos psicológicos que nos interesan directamente. El alma popular española que el mundo conoce, con sus violencias pasionales, sus danzas espasmódicas, sus espectáculos sangrientos y sus amores trágicos, forjada viene de muy lejano origen. El alma nacional española, tal como se nos revela actualmente, con su herencia de hidalguías y su menosprecio de las cosas utilitarias, con su instinto de imposición y su intransigencia dominatriz que resiste o se rompe pero no se doblega, cristalizada quedó a inicios del siglo XVI.

    La reconquista, la formación de condados y pequeños reinos independientes, no hace sino corroborar la índole atómica y fragmentaria que parece ser ley de nuestra Península y aun con ellos se presenta un nuevo elemento de complicación: las incursiones francas o carlovingias en el nordeste, que refuerzan la diferenciación de una gran parte del litoral mediterráneo, desde Rosas hasta más allá de Valencia, donde predominan un elemento y un espíritu notoriamente ligures. De modo que, en forma de Iberia y de Celtiberia, de España Citerior y Ulterior, de España Bética, Tarraconense y Lusitana, de conventos, marcas y condados, se perpetúan las tres grandes divisiones que correspondieron, después a Portugal, Castilla y la confederación aragonesa y flotan, imprecisas en sus bordes o limites extremos, pero firmes y perennes en los núcleos de agrupación, a través de miles de años, hasta que semejante mosaico de pueblos adquiere su actual y todavía no bien consolidada estructura.


    5. La España moderna y el siglo XVII

    Resumiendo lo dicho hasta aquí, repitamos que nuestra psicología en cuanto a pueblo tiene sus raíces en las capas más hondas y obscuras de la prehistoria y en cuanto a nación se redondea, funde y reacuña de una vez al salir de la Edad media, en la época imperial, desde los comienzos del siglo XVI hasta la mitad del XVII. Esta reacuñación o fase última es la que esencialmente se mantiene hasta los días del desastre del 98, hasta el siglo XX, sin que apenas la hayan arañado en la superficie transformaciones del mundo tan profundas como la Revolución francesa y los grandes inventos del siglo XIX, transformaciones interiores de tanta apariencia como el triunfo del régimen constitucional.

    En el período imperial pueden señalarse tres etapas o momentos: un prodigioso impulso ascendente, un alto, una caída.

    La primera etapa empieza con los Reyes Católicos, después que hubieron reducido el caos espantoso de Castilla, herencia de Enrique IV. La unión de las dos coronas, la conquista de Granada, remate de la lucha contra los agarenos, el descubrimiento del Nuevo Mundo y las victorias de Italia, constituyen el magnífico preludio de tal leyenda. Y el naciente esplendor se agranda en los reinados de Carlos V y Felipe II, con el imperio, la hegemonía en Europa, la anexión de los Países Bajos, las conquistas de Méjico y el Perú, la incorporación de Portugal.

    Desde Pavía hasta Lepanto la gloria se cobija a la sombra de nuestras banderas, España impone la ley, y el sol realmente no se pone en sus dominios. Pero con la suerte de la Armada Invencible y con el tratado de Vervins (1598) comienza la segunda etapa: no mengua, no retrocede todavía pero su impulso queda detenido; conserva sus posiciones sobre el mapa continental, pero a trueque de convertir en defensiva los antiguos extraordinarios arrestos.

    Con Rocroy (1643), por último, se inicia la tercera etapa: España retrocede y decae desde entonces casi con la misma rapidez que ascendió. Pierde los Países Bajos, se le desmembra Portugal, se traslada a Francia la hegemonía y empieza a dibujarse y tomar vigor el formidable poder marítimo de Inglaterra. Antes de terminar el siglo XVII, de tanto lustre y de tanta grandeza no quedan ya más que gloriosos harapos. El sol se pone en aquellos mermados confines; y los celajes cárdenos y siniestros que pesan sobre el fondo escurialense de las efigies de los últimos Austrias, en los retratos de Velázquez, expresan con más verdad y emoción histórica que libro alguno la lobreguez de esa puesta trágica...

    (continúa)
    Última edición por ALACRAN; 24/01/2019 a las 12:02

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