2. Fondo aborigen
Bajo la denominación genérica de iberos, o de celtíberos después de la invasión celta, los geógrafos y escritores antiguos comprenden el conjunto de tribus o gentes que poblaban el territorio peninsular en la época de las primeras inmigraciones históricamente conocidas. Por largo tiempo se las creyó de procedencia -aria o indo-europea; mas después ha prosperado grandemente la teoría de su origen afro-semita, apoyada en la semejanza de sus rasgos sociales y fisiológicos con los de la población establecida al otro lado del Estrecho,—kábilas del Atlas, tuaregs, bereberes,—y en la sospecha de una antigua unidad continental entre ambos territorios, que vino a romperse más tarde.
Belicosa é indócil, sobria y jovial esa población, no corrió la misma suerte en una y otra parte de los mares. Conservó allí su independencia o se retiró a los montes para resguardarla, mientras aquí hubo de sufrir el aluvión de todos los pueblos colonizadores o conquistadores: fenicios, griegos, cartagineses, romanos. Y, no obstante, aun sometida a las más duraderas y vigorosas dominaciones, aun atacada y trabajada por los más activos disolventes de la historia, esa acción corrosiva no llegó nunca a su meollo. Pulió la corteza; dulcificó sus aristas más exteriores, espiritual y geográficamente consideradas; reblandeció el borde marítimo o litoral, pero dejó inmune o casi inmune todo el resto.
Inextinguible tendencia al clan primitivo; hostilidades fronterizas y de vecindad, de unos grupos geográficos contra otros; repugnancia a la coordinación y solidaridad del conjunto; fiero espíritu de independencia, pero localizado y comarcal; heroísmo inaudito para defenderla, con la temeridad más que con el valor y con el valor más que con la cautela inteligente o reflexiva; ineptitud para los grandes esfuerzos que exigen concentraciones supremas: he aquí unos rasgos que se exacerban o se atenúan pero que no se borran jamás a través de nuestra historia. La formación de un verdadero patriotismo español ha luchado y lucha todavía contra esas irreductibles sedimentaciones milenarias. En algún momento pareció que iba a conseguir la unidad orgánica por la cual ha suspirado siempre: mas entonces se trató de un principio exterior y ajeno a la raza misma, como es el principio religioso. Rota esta cohesión al influjo del espíritu moderno, apareció nuevamente la índole fragmentaria de cosa inconstituida, que se había propuesto disciplinar y regir. Después de lo cual España ha vuelto a ser, poco más o menos, la España «sin pulso» de que hablaba Silvela o la «tribu con pretensiones» a que, en horas de desaliento, se refería, con irreverente amargura, un publicista agriado también.
Despojando a esa frase de todo su sabor de blasfemia o denuesto, transportándola a la región del puro conocimiento científico, nos daría tal vez la justa noción del fenómeno peninsular a través de las épocas: un pueblo, un conjunto de pueblos que oscila constantemente entre la gens primitiva y la nación organizada, entre las solicitaciones de su atavismo y las de una plena civilización, de la cual adquiere las formas, los atributos exteriores, la capacidad y la elevación de los individuos, mas no acaba de admitir definitivamente y de una vez la estructura orgánica y total ni ha alcanzado hasta ahora (1914) poder bastante para universalizar lo propio y convertirlo a su vez en plena civilización, en corriente europea.
Por algo estuvo esta raza dotada como ninguna de una fuerte acentuación de rasgos y de una resistencia a perderlos que desconcierta todavía a los más perspicaces observadores. Basta comparar lo que acaba de escribir el Dr. Schulten acerca de los campesinos de la Meseta central, con lo que escribieron más de veinte siglos antes Estrabón y los demás geógrafos, historiadores y poetas de la antigüedad. A través de dos mil años, aquel fondo o estrato primitivo se conserva casi intacto todavía. En las grandes crisis, como acontece en el orden telúrico después de las grandes avenidas o sacudimientos, descúbrese y aparece descarnada a flor de tierra, la granítica raigambre secular. Una levadura acre y violenta trasmite, a lo largo de tantas centurias, la identidad substancial del tipo indígena; y sus modalidades más preeminentes resurgen también con insólita tenacidad.
3. Las supervivencias
Las historias más elementales divulgan en todos los países el recuerdo de Sagunto, el de Numancia. Son éstas como dos concreciones o formas específicas del patriotismo férvido: pero limitado y local, del heroísmo sui generis de nuestras ascendientes remotas. Contra Aníbal los saguntinos, contra las invictas legiones de Roma los de Numancia, ofrecieron el espectáculo de su resistencia indomable, de su temeridad que no vacila, ante el poder, el número ni la gloria, de su bárbaro y sublime apego al tosco recinto en que se guarecen y guarecen a sus mujeres, a sus niños y a sus ancianos. Con ellos se sepultan entre llamas y bajo los escombros que aparecerán un día, calcinados, a la mirada atónita del investigador en la sorpresa de las excavaciones. Y esto ocurre 219 y 137 años antes de Jesucristo.
Pues bien: dos mil años después,—ya lo observaba así el malogrado hispanista Martín Hume,—ese patriotismo sui generis, esa extraña y fiera pugnacidad celtíbera rebrotan, con todos sus horrores, atributos y sublimidades, de entre los muros de Zaragoza y Gerona, cercadas por las huestes de Napoleón. Y si, de los caudillos que fueron nervio de aquellas resistencias o pesadilla de Roma: pastores como Viriato, régulos como Indíbil, y hasta romanos iberizados como Sertorio, trasladamos bruscamente la atención para fijarla en «guerrilleros» tales como Mina y el Empecinado, la identidad substancial que señalaba hace poco tendrá que pareceros evidente.
En Madrid, visitando el Museo del Prado un gran lienzo atrae la mirada con hórrida, indeclinable atracción: los fusilamientos del 3 de Mayo, de Goya. En este lienzo, ante el piquete de ejecución, destaca a la izquierda, entre cadáveres y heridos de las descargas anteriores, la figura emocionante y crispada de un hombre —el clásico chispero— con los brazos abiertos, el rostro dilatado por horrible mueca, el pecho ofrecido a las balas, las guedejas en desorden y como chamuscadas por el fogonazo. Y, no obstante, esa figura no revela miedo ni terror: esa figura es la más enérgica reducción pictórica que yo recuerde de la intrepidez, del fanatismo patriótico, de la rebeldía salvaje al yugo extranjero. La mano del artista, guiada por no sé qué revelaciones infusas, dejó allí un trasunto a la vez psicológico y plástico, a la vez actual y eterno, de todos los caracteres y fierezas ancestrales. Y en esa expresión del odio contra los invasores de 1808, en ese ceño inolvidable, en esos cabellos copiosos y alborotados, parecen revivir, con misteriosa supervivencia, el odio, los rasgos y la acentuación étnica pronunciadísima de los que Tácito había descrito ya como colorati vultus et torti plerumque crines.
Posible es también que, a guisa de observadores que desean documentarse, algunos de nosotros se interesen por otro orden de manifestaciones: el baile, el canto, los espectáculos indígenas. Si la casualidad os pone una noche ante un tablado, su presencia de alguno de esos ejemplares selectos y representativos de la juglaresa o danzatriz española, —digamos, por ejemplo, Pastora Imperio, descubriréis algo esencial, que viene de más lejos y, como un violento perfume de civilizaciones ya olvidadas, despierta en nosotros la reminiscencia de no sé qué ritos sexuales perpetuando-, a travésdel tiempo, el enigmático enlace de la muerte y la voluptuosidad. Esa mujer tipo es también una alta revelación de estirpe. En sus pobladas cejas de ébano, en los carbúnculos de sus pupilas, en la leve tinta de azafrán disuelta bajo su piel, en sus flexiones de pantera elegante y elástica, en la túrgida trepidación de su carne pesando sobre el coturno sonoro, se advierte el producto de una de esas razas de fuerte graduación espirituosa, resistentes a la fusión, al desgaste y a la amalgama. No penséis en Carmen ni en Merimée. No penséis siquiera en Esmeralda ni en Cervantes. Podéis remontar hasta Roma el río de lo pasado y buscar, en los poetas y satíricos del Imperio, en Ovidio, en Juvenal, en Marcial, el cuño anticipado de tan vigorosa medalla, con el chasquido del crótalo y el crujiente espasmo de las bailadoras ibéricas:
Nec de Gadibus improbis, puellae
vibrabunt sine fine prurientes
lascivos docili tremore lumbos.
Y así otra porción de rasgos y supervivencias, con las cuales se puede constituir una verdadera serie. Oyendo no ha mucho a un ilustre profesor la explicación de esas sorprendentes pictografías y dibujos rupestres, del tipo de los de Altamira, admiraba en la proyección las líneas del toro primitivo, asunto principal de no pocas escenas y alegorías de caza, poco a poco transformada en juego. Por la bravura y el ímpetu, dijérase que el bruto estilizado en las rocas hace miles de años, acababa de saltar a la arena, en una de nuestras modernas plazas. Y si acudís a ellas para satisfacer una invencible curiosidad de viajero, fácil es que el toreador de nuestros días os explique el renombre de los bestiarios ibéricos, llamados con preferencia a Roma para el execrable esplendor de los juegos del circo...
(continúa)
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