A García Moreno se le pueden achacar muchas cosas, su bolivarianismo inconsciente, su francofilia propia de su siglo, haber muerto antes de tiempo para terminar su proyecto político –por descuido quizás consciente; pero lo que no se le puede ni se le debe achacar, a diferencia de lo que nos dicen sus apologistas modernos cuando hablan de perdonarle su «fanatismo religioso» -profundamente modernos-, es precisamente su sincera devoción religiosa, su ferviente piedad católica, su profunda fe cristiana. García Moreno fue un gran pecador hasta que alcanzó el camino al ascetismo y lo alcanzó con naturalidad justamente por haber sido un gran y vedadero fiel de su religión. Tan seguro de su fe que para nosotros, hijos del siglo escéptico por definición, nos puede resultar tan extraño, tan difícil de ponernos en su lugar, porque precisamente nos falta la energía de sus convicciones, la fortaleza de su fe. En la mentalidad de García Moreno existía una franqueza de la que nosotros carecemos. Por eso para nosotros las confusiones y las incertidumbres envuelven todo y volvemos la mirada con nostalgia a la vida de un hombre, de una época y de un pueblo que eran más sencillos, para quienes todas las interrogantes tenían una respuesta, toda virtud su cúspide, toda falta su castigo. Era un tiempo ordenado, prístino, integrado en la plenitud de su realidad. Nos parece tan extraño a nosotros, tan llenos de dudas y oscuridad. Vivían una vida que nos resulta incomprensible. Cristo, el Dios vivo, caminaba junto a ellos y estaba presente hasta en el aire que respiraban. Actuaban con un sentido exacto de la existencia, de su existencia. Hoy nos refugiamos en quimeras y nos cobijamos con sombras y por supuesto que toda esa exactitud nos resulta indescifrable: búsquedas sin Graal, sinceras y desesperadas.
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Fuente:
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