EL EVANGELIO Y EL TEPEYAC

Honda en la entraña del corazón humano, la reverente devoción a María nace y finca en la roca del Evangelio.
Aquella que el ángel saludó por llena de gracia y por bendita entre todas las mujeres; aquella en quien el Verbo tomó carne; aquella ante la cual Santa Isabel, movida del espíritu exclamó: “¿De donde a mí tanto bien que la Madre de mi Señor venga a mí?”; aquella que recibió el llanto primero y la primer sonrisa de Jesús; aquella que siguió todos los pasos del Hijo y suscitó el primero de sus milagros; aquella que Cristo en su agonía dejó por madre al predilecto; aquella que perseveraba con los Apóstoles amedrentados cuando en viento y en llamas vino el Paráclito, no constituye un personaje de antojo ni encarna una fantasía sensiblera. Clavada está en la roca del Evangelio, en la veneración de los Discípulos, en los muros de las catacumbas, en las definiciones de los Concilios, en el culto radiante y victorioso de veinte siglos cristianos. No representa una devoción parasitaria sino un amor esencial.
Pero , nosotros, católicos, nunca confundimos al Creador con la creatura. Su distinción irrevocable es dogma de nuestra fe. Sabemos y enseñamos y ponemos al alcance del más humilde aprendiz de catecismo, que el culto propiamente de adoración, que se llama latría, es para Dios solo; que el culto a los santos y a la Virgen es de veneración y tiene por eso significado y nombre diferente. Es ofensiva inepcia -repetida con monótona tozudez en propagandas protestantes- que los católicos adoramos a María como si fuese Dios. Y no menor inepcia ni menos burdo agravio, tildarnos de idólatras por la reverencia a las imágenes: pues es verdad elemental que en ellas reverenciamos la persona que trasuntan, no la piedra, el palo o el lienzo; como al descubrirnos ante la Bandera nos descubrimos ante la Patria y no ante el trapo; como al besar el retrato de nuestra madre, besamos a nuestra madre y no al cartón.
María es nuestra Madre. ¡tristes de aquellos que no la conocen! ¡Tristes de aquellos que conociéndola, la olvidan, o por el orgullo de la inteligencia, o por el desvarío de la carne, o por el seco engaño del estoicismo! Cristo, modelo de varón, no quiso la rigidez amarga del estoico que esconde las lágrimas. Profundamente humano, Cristo lloró a vista de todos. Y nosotros, cristianos, tampoco tenemos por vergüenza el llanto. Somos, sí -debemos ser-, sufridores y bravos y enteros. Pero no asfixiamos la sensibilidad humanísima, en la inhumana sequedad de la soberbia. Más bien, con sencillez, de niños, dejamos nuestras lágrimas en el regazo de una Madre.
Y esta infancia espiritual -que Cristo muy señaladamente encareció en el Evangelio, y que florece lo mismo antaño en las Florecillas de Francisco de Asís que hogaño en las rosas de Teresita de Lisieux-, alienta para nosotros, con singularísima fragancia, en el candor enamorado de Juan Diego y en la tilma celeste del milagro. María, Madre en Cristo del humano linaje, quiso ser, con particular ternura y con la histórica plenitud, MADRE DE MÉJICO.
Porque la Virgen de Guadalupe se identifica con la substancia de la Patria. Ella presidió el nacimiento de nuestra nacionalidad. Quiso visitarnos -como a su prima Isabel en su gravidez- cuando estas tierras estaban “grávidas de Cristo” y aceleró el nacimiento de Él y su reinado entre nosotros de manera tan insólita y desproporcionada con los medios humanos, que todos los historiadores lo advierten y se asombran.
Ella, que consoló a los vencidos y amansó a los vencedores, no muestra fisonomía de india ni de española, sino de mejicana; y diríase que preludió en su dulce imagen la fusión de las dos razas que constituyen la nuestra, por las rosas de Castilla que se absorben y pintan en el ayate del indígena.
Ella, fervorosamente amada por todos los caudillos de nuestra Independencia, palpitó lo mismo en los pendones de Hidalgo, que en las proclamas de Morelos y en las insignias de Iturbide. Ella ha amparado y reverdecido nuestra fe, por sobre más de un siglo de ataques insidiosos o brutales. A ella van nuestras lágrimas y nuestras esperanzas. Ella es emblema autóctono, negación de exotismos desintegradores, vínculo sumo de unidad nacional. En los cimientos del Tepeyac están los cimientos de la Patria.
Pero la Madre y Patrona de Méjico es también, por moroso plebiscito que el Santo Pío X sancionó, Madre y Patrona de toda la América Hispana. Y ya también del Norte llegan voces y gentes y plegarias que le dicen su fervor. A la luz de la Señora y bajo la suavidad de su sonrisa, puede congregarse y fraternizar toda la América.
Porque la Virgen no es sólo un baluarte, sino imán; baluarte contra los que intentan la espiritual discordia, imán de los que buscan la comprensión amiga. Y a nosotros, católicos, nos incumbe esforzarnos por ser, como Ella, baluarte que defienda, imán que atraiga Nos incumbe poner bajo su signo y bendición nuestros afanes, para que sea Ella misma la que en nosotros resplandezca y triunfe, por la integridad de la defensa y por la dulzura de la persuasión.
La Madre de Jesús y Madre nuestra nos dé espíritu y pauta y camino. Y la Virgen de Méjico, la Virgen de los pueblos indoespañoles, extienda a la integridad del continente el blando hechizo de su imperio, levántese por símbolo unitivo de amor y de verdad, y llegue a ser -unánime, plenaria- la Virgen de América.
ALFONSO JUNCO
El milagro de las rosas 3ª edición, Méjico, Jus. pp. 8-10

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