La deportación de indígenas en EEUU a través del Indian Removal Act de 1830.
En ese país no hubo inclusión ni asimilación; solo deportación y muerte.
https://www.facebook.com/77125717629...type=1&theater
La deportación de indígenas en EEUU a través del Indian Removal Act de 1830.
En ese país no hubo inclusión ni asimilación; solo deportación y muerte.
https://www.facebook.com/77125717629...type=1&theater
Rosenblat también tiene las nacionalidades argentina y venezolana.
La fuente es su reconocida obra La población indígena y el mestizaje en América.
https://www.facebook.com/77125717629...type=1&theater
A ver, este tipo de posts anti-blancos y anti occidentales me enervan, primero que los colonizadores americanos encontraron muy pocos indios en el norte, y a pesar de que muchas personalidades despreciaban a los indios, y muchos con justa razon, no hubo ningun incidente que demostrara una intencion genocida, recordad que fue Bartolome de las Casa, y la iglesia catolicas, los verdaderos propulsores de la leyenda negra.
Desmontando el mito del genocidio "Nativo Americano" durante la colonización - Burbuja.info - Foro de economía
Wounded Knee. 125 aniversario
La deleznable y falsa «batalla» en la que el Séptimo de Caballería asesinó a decenas de bebés indios
El 29 de diciembre de 1890, este regimiento asesinó a sangre fría a más de 300 hombres, mujeres y niños que habían intentado huir de una reserva de nativos
El Séptimo de Caballería es recordad por batallas como la de Little Bighorn (arriba)
Una unidad heroica cuyos soldados no titubeaban cuando se les ordenaba lanzarse a la carga contra un grupo innumerable de indios. Gracias a los largometrajes de Hollywood, así es como vemos en la actualidad al popular Séptimo de Caballería. Un regimiento norteamericano que fue creado a mediados del siglo XIX para –en plena expansión hacia el Oeste de los Estados Unidos a costa de la tierra de los nativos- defender las fronteras entre los estados de los «blancos» y los de los «pieles rojas». Sin embargo, y a pesar de que la pequeña pantalla nos ha transmitido que esta unidad era un ejemplo del respeto hacia los indígenas, la realidad era bien distinta. Y es que, sus soldados cometieron todo tipo de excesos contra este pueblo. El 29 de diciembre de 1890 se sucedió, precisamente, uno de los más famosos cuando un destacamento de estos jinetes asesinó a sangre fría a casi 300 siouxs -la mayoría mujeres y niños desarmados- cerca del arroyo de Wounded Knee, en Dakota del Sur. El acto suscitó tal vergüenza que fue «vendido» por el gobierno como una batalla decisiva para detener una presunta revolución.
La explicación de cómo se sucedió esta triste masacre, así como las causas que la provocaron, es uno de los múltiples temas que se pueden leer en «Pieles Rojas. Encuentros con el hombre blanco» (Edaf, 2015), el último trabajo de Victoria Oliver -Doctora en Geografía por la Universidad Complutense-. El libro es, en esencia, un estudio pormenorizado de los encuentros que las más de 200 tribus americanas tuvieron con el hombre blanco desde que Colón pisó el Nuevo Mundo en 1492. «En EE.UU. hay miles de libros sobre tribus americanas, pero en España casi nada. Mi obra habla del encuentro de los exploradores con los “pieles rojas”. Es un libro de historia que muestra como los exploradores y los pioneros iban descubriendo las tribus. Cada capítulo se corresponde con una región de América y explica, por orden cronológico, los momentos en que los conquistadores se toparon con los lugareños», determina la autora en declaraciones a ABC.
Edaf
A pesar de que el cine nos ha vendido que la conquista del «Far West» se realizó hace siglos y siglos, la realidad es que comenzó a materializarse hace apenas 200 años. Sus orígenes se remontan a la época en la que Napoleón Bonaparte fue desterrado a la isla de Elba tras ser vencido en Waterloo. Aquellos días de 1815, décadas después de que los primitivos Estados Unidos se independizasen de Inglaterra a base de fusil y cañón, fueron en los que el país comenzó a expandirse por el norte de América a costa, en primer lugar, de España (a la que se le compró Florida en 1819). Posteriormente, allá por los años 30, el presidente Andrew Jackson puso sus ojos en las tierras del oeste de Norteamérica, unas extensas llanuras que podían ser cultivadas y aprovechadas por los nuevos colonos que llegaban desde Europa ansiosos de asentarse en el Nuevo Mundo.
Lo cierto es que el presidente sabía lo que se hacía, pues aquel territorio prometía dinero fácil. «Las tierras despertaban la admiración, envidia y codicia de los anglosajones, ya que no solamente eran extensas, sino fértiles y ricas tanto para el cultivo como para la ganadería. […] Para muchos estadounidenses el territorio se encontraba desaprovechado y era improductivo, por lo cual era necesario que el pueblo norteamericano se expandiera e hiciera un efectivo uso de esas tierras. El derecho natural blanco al uso de esa tierra estaba muy arraigado», explica la historiadora María del Rosario Rodríguez Díaz en su obra «A. Jackson. La conquista del Oeste y la regeneración india». Todo aquel frenesí colonizador se terminó acrecentando todavía más en los años posteriores cuando se corrió la voz de que, en algunas regiones indígenas, se había encontrado oro y todo tipo de minerales. El hecho movilizó a miles de «hombres blancos».
Con todo –y para desgracia de los norteamericanos- el Oeste era habitado por sus originales pobladores: los indios. Un pueblo formado por decenas y decenas de tribus a las que no les hizo demasiada gracia compartir sus tierras con los nuevos pobladores. «Los indios de las grandes llanuras y de las montañas rocosas ofrecían un obstáculo formidable contra el establecimiento de los blancos. Los más fuertes y guerreros de las tribus eran: los sioux, los pies negros, los crow, los cheyenne y los arapahoe en el norte; los comanches, los kiowa, los ute y los cheyenne, los apaches y los arapahoe del sur. Eran jinetes veloces, admirablemente armados y que vivían de los millones de búfalos que vagaban en libertad», explica Jaime Márquez Morant –Graduado en Historia por la Universidad de Málaga- en su investigación «Historia de los Estados Unidos de América en el SXIX».
Una deportación masiva
Pero los norteamericanos ya habían decidido que, tarde o temprano, aquellas vastas llanuras serían suyas. Así pues, y tras la llegada de Jackson a la poltrona, comenzó la expansión (primero sutil y luego masiva) de los colonos americanos hacia el Oeste del país. En los años siguientes, por lo tanto, ambas culturas tuvieron que convivir juntas. La relación, como cabía esperar, no terminó siendo agradable. Así lo demuestra el que el presidente estableciera en el Congreso que los nativos –a los que consideraba bárbaros y salvajes- se encontraban por debajo de los blancos a nivel social y legal (aunque por encima de los negros). Entendiendo que no se merecían las tierras que el destino les había regalado, comenzó una campaña para expulsarles hacia regiones ubicadas todavía más al Oeste. «En 1830 se promulgó la “Removal Bill”, la ley de Remoción de Indios, por medio de la cual se disponía su traslado a reservas asignadas, donde podrían vivir y desarrollarse de acuerdo a sus costumbres», añade la experta en su obra.
Según explicó el presidente, aquello se hacía para favorecer que la cultura india no se perdiera y pudiera practicarse en regiones acotadas. Estas, por descontado, solían ser menos fértiles y ricas en minerales que las que ya poseían. Sin embargo, la realidad era bien diferente, pues lo que se pretendía era legalizar la expulsión de los nativos de sus tierras y que, a través de las mismas, pudieran cruzar miles de colonos. Por otro lado, y además de las deportaciones, el Gobierno también recurrió a los tratados legales para obtener las tierras en las que creía que había oro o cuya importancia era determinante para establecer una ruta mercantil. Y, si esto no funcionaba, entonces se expropiaba por la fuerza. Todo valía para arrebatar las tierras a sus legítimos propietarios. «Si no funcionaban la presión y el soborno, entonces se dividía el territorio indio en asignaciones privadas individuales. Se comprendía bien que con ellas se les restaría fuerza a las organizaciones indias y los terrenos pronto pasarían a manos de los anglosajones», explica Rodríguez.
Un indio sostiene la cabellera de un soldado fallecido- Wikimedia
Cuando todo aquello fallaba, comenzaba la expulsión mediante los fusiles o las amenazas, algo a lo que muchas tribus indígenas terminaron por responder con las armas. A partir de entonces, muchos grupos de nativos se dedicaron a acabar con la vida de todo hombre, mujer o niño anglosajón que pisaba sus tierras. Y todo ello, de una forma cruel. «Solían escalpar (quitar la cabellera) a los muertos y, además, eran famosos por matar lentamente a sus enemigos», determina Oliver. Para cuando llegó 1835, aquella barbarie ya había hecho mella en el Este de los Estados Unidos. Así lo demostró el mensaje que envió ese mismo año Jackson a sus conciudadanos: «Todos los anteriores experimentos para mejorar las condiciones de los indios han fallado. Ahora parece confirmarse el hecho de que no pueden vivir en contacto con una comunidad civilizada y próspera. Épocas de infructuosos esfuerzos nos han llevado al convencimiento de este principio para la intercomunicación con ellos».
El odio a los indios se generaliza
Con el paso de los años el Oeste no fue el único territorio que contribuyó al ensanchamiento de Norteamérica. Un claro ejemplo fue la unión en 1845 de Texas (independiente de los Estados Unidos desde 1838) y, posteriormente, la anexión de varias regiones de México. Dos décadas después, entre 1861 y 1865, este expansionismo se vio frenado por la llegada de la Guerra Civil entre los estados del Norte y los del Sur. Sin embargo, tras la finalización de esta contienda, las ansias de conquista volvieron de una forma renovada. Y es que, tras lograr la adhesión de algunos territorios de la costa oeste del país como Oregón, el gobierno se percató de que la región india se interponía en la comunicación de los dos extremos del país. Norteamérica, por tanto, se dispuso a conquistar aquella zona nativa -ubicada en el centro del continente- y encerrar en reservas a todos los nativos que aún se hallasen en libertad.
Territorio EEUU (gris); territorio indio (verde)- YouTube
Este deseo de conquista se vio favorecido por la aparición de oro en las montañas de Dakota, territorio que había sido cedido, en principio, a la tribu sioux por ser sagrado para sus miembros. Cuando el vil metal está de por medio, no hay trato que valga, que debieron pensar los miembros del gobierno norteamericano. Por su parte, y hasta el penacho de plumas de verse asediados una y otra vez por el «hombre blanco», algunos nativos se armaron creando grupos de resistencia. El más famoso de ellos fue el que estuvo al mando de Caballo Loco, un líder cuyo valor era reconocido por todos sus iguales. «Hasta el año 1861, los indios habían sido relativamente pacíficos, pero es en ese año cuando vieron sus territorios de caza invadidos por frenéticos y crueles mineros que llegaban en millares. A esto debemos añadir la llegada de colonizadores blancos y el trato poco satisfactorio que les daba el gobierno», completa el historiador en su dossier.
Una vez más la violencia se generalizó. Los indios se armaron y, a base de arco, flecha y tomahawk, se dispusieron a rechazar al enemigo. Sin embargo, en este caso Estados Unidos reaccionó creando unidades como el Séptimo Regimiento de Caballería. Alumbrado en 1868, a este grupo de militares se le asignó el objetivo de proteger a los anglosajones en la frontera entre Estados Unidos y las regiones nativas. Un fin heroico que, para desgracia del gobierno americano, se vio manchado por los múltiples actos desalmados que cometieron sus componentes contra la población indígena. Todos ellos, por cierto, ordenados por su líder, George Armstrong Custer (un inepto militar que, además de sádico, se graduó el último de su promoción en la academia de West Point). Este oficial se hizo rápidamente famoso por sus ataques al amanecer en contra de poblados de indígenas y por no dejar que ninguno de sus enemigos (ancianos, mujeres y niños en muchos casos) escapase con vida. Un mal menor, que pensaban sus superiores, si con ello tenían garantizado expulsar a sus enemigos de allí y deportarles a las reservas.
Custer y el Séptimo de Caballería- Wikimedia
En 1876 este abyecto militar se encontró con la horma de su zapato cuando, mientras asaltaba lo que -según creía- era una pequeña aldea india, tanto él como sus hombres perecieron ante un innumerable ejército enemigo. Aquella masacre (conocida como la de Little Bighorn por el lugar en el que se celebró) hirió profundamente el orgullo de los estadounidenses y provocó que aumentase todavía más el odio contra los ya vilipendiados indios. «Después del desastre de Little Bighorn y de la derrota del general Custer, los Estados Unidos quedaron traumatizados. El ejército, como respuesta, empezó a acosar a las tribus indias con tal contundencia que, al año siguiente, la mayoría acabaron en reservas. En ellas, los nativos vivían en condiciones miserables por lo que, siempre que podían, se escapaban para hacer la guerra contra los blancos por su cuenta», explica, en declaraciones a ABC Oliver.
La «Danza de los espíritus»
A pesar de la victoria de Little Bighorn, la presión militar del ejército de los Estados Unidos acabó diezmando a la tribu de Caballo Loco. Este, sin otro remedio, tuvo que rendirse en 1877 y, por primera vez en toda su vida, aceptar un pacto con el «hombre blanco» según el cuál sería recluido en una reserva. Con todo, los americanos tenían otros planes para supersona. «Sospechaban de él y, a pesar de que estaba confinado y no tenía capacidad de actuación, decidieron eliminarlo. Para ello, le convocaron a una reunión en Fort Robinson (en Nebraska) con la intención de asesinarle. Él se presentó, en principio, sin recelo, pero pronto descubrió que le habían preparado una encerrona. Entonces se rebeló contra sus captores mientras le sujetaban y gritó “Otra trampa de los blancos, dejadme morir luchando”. Al final, un soldado le clavó su bayoneta por la espalda. Murió esa misma noche», añade la historiadora española a este periódico.
En palabras de Oliver, los siouxs se entristecieron tanto por la muerte de su líder que adoptaron una nueva religión conocida como la «Danza de los Espíritus». Predicada por un chamán de Nevada llamado Wowoka, esta creencia se basaba en realizar un baile milenario que, según decían los brujos, podía hacer volver a los muertos del otro mundo. «Wowoca llegó a vivir desde pequeño en una granja con una familia cristiana y blanca. Después, y sin saber por qué, regresó con su tribu en la reserva del Valle Mason (también en Nevada). A los 30 años tuvo una enfermedad que le provocó severas alucinaciones el día de año nuevo. Durante aquella enfermedad, Wowoca dijo que Dios había hablado directamente con él para decirle que los indios estaban destinados a dominar la Tierra y que los búfalos regresarían a las campiñas. Sin embargo, para ello todos los nativos debían bailar una danza solemne. Según Wowoca, tras el baile los espíritus de sus antepasados entrarían en sus cuerpos y les harían inmortales a las balas», destaca la experta.
Varios indios bailan la «Danza de los espíritus»- Wikimedia
Los sioux (la mayoría ubicados en la reserva de Standing Rock –Dakota del Sur-) fueron añadiendo a esta religión un toque más bélico con el paso de los años. Uno de los más drásticos fue el instaurado en los años 80, pues por entonces esta tribu afirmaba que los bailarines tenían que comprometerse a asesinar a los blancos para que los antepasados entraran en sus cuerpos. Con todo, esta variación no fue la más sanguinaria. «En aquella reserva había también un jefe llamado Alce Moteado que le añadió otras particularidades a la danza. Una de ellas era que las viudas debían morir bailando para que los espíritus de sus maridos volvieran a la vida y luchasen por su pueblo», determina Oliver. Todas estas creencias no tardaron en llegar a los oídos del Ejército de los Estados Unidos, que decidió hacer válida aquella frase tan repetida por entonces de «el único indio bueno es el indio muerto» atrapando al líder de la reserva para dar ejemplo. Este no era otro que Toro Sentado, famoso por su arrojo y por ser uno de los compañeros de Caballo Loco.
El 15 de diciembre de 1890, el ejército se dispuso a arrestar a Caballo Loco dentro de la reserva para, posteriormente, interrogarle en dependencias militares. «Esta misión corrió a cargo de una policía india nativa seleccionada de entre gente muy leal al gobierno. Los encargados fueron 43 agentes indios que, seguidos a cierta distancia de un destacamento de soldados, llegaron a la choza de Toro Sentado y le pidieron que se entregase», destaca Oliver. Sabedor de que poco podía hacer ante los agentes, el líder (de unos 60 años y con pocas ganas de iniciar una revuelta) se entregó. Sin embargo, cuando el destacamento salió de la cabaña del nativo, se dio de bruces con una turba formada por siouxs dispuestos a enfrentarse con ellos para evitar la marcha de su jefe. «Cuando Atrapa al Oso, uno de los indios alborotados, hirió a un policía, un agente disparó a Toro Sentado en la cabeza. Entonces se inició un combate que se cobró la vida de ocho indios y otros tantos militares», destaca la experta.
La huida de Alce Moteado
Cuando las barbas de tu vecino veas cortar… Todos conocemos el dicho. Y es seguro que el jefe Alce Moteado (apodado Bigfoot o Pie Grande) también pues –a la vista de que el gran guerrero Toro Sentado había fallecido de aquella cruel forma- decidió reunir a sus seguidores y poner sus pies descalzos en polvorosa el 15 de diciembre de 1890. Su objetivo, así como el de los aproximadamente 400 nativos que partieron con él (la gran mayoría mujeres y niños pequeños), era llegar hasta la reserva de Pine Ridge para ponerse bajo la protección de Nube Roja. Este era otro de los grandes guerreros indios que, entre 1866 y 1868, había presentado batalla (y vencido en varias ocasiones, todo sea dicho) al ejército de los Estados Unidos en Wyoming y Montana. Pero esta era una huida que el Séptimo de Caballería no estaba dispuesto a tolerar. Así pues, horas después de conocer la noticia una unidad de este regimiento partió para interceptarlos.
James Forsuth- Wikimedia
«Tras tres días de marcha [el 28 de diciembre] los soldados encontraron a esa partida de indios», explica el historiador y periodista Jesús Hernández en su obra «Las 50 masacres de la historia». Los perseguidores no eran más que un destacamento de jinetes dirigido por el Mayor Whitside, pero con eso bastó para asustar a los indefensos nativos y obligarles a ser escoltados hacia una posición ubicada cerca del río Wounded Knee. Una vez en la zona se les ordenó que acampasen y que preparasen sus armas, pues deberían entregarlas al día siguiente. Tras ello, y según les dijeron, serían llevados hasta un tren que los deportaría a Oklahoma, en Nebraska. «Esa misma noche llegó el coronel James Forsyth con el resto del Séptimo de Caballería e instaló cuatro cañones ametralladores en las cercanías», explica Oliver. El 29 de diciembre de 1890, en una mañana fría repleta de nieve, los soldados se dispusieron a desarmar a los nativos. Una turba que, aunque podía parecer peligrosa, apenas contaba con hombres armados.
Una cruel masacre
Con los esperados refuerzos cubriéndoles las espaldas (así como las cuatro ametralladoras pesadas) el Séptimo Regimiento de Caballería entró el 29 de diciembre en el campamento temporal que los indios habían levantado en Wounded Knee. Tras los pertinentes saludos (más ceremoniales que por respeto) los soldados solicitaron a los nativos que entregasen cualquier arma que tuvieran en su poder. Los tensos indígenas accedieron... ofreciendo a aquellos «hombres blancos» apenas 38 fusiles. Un número irrisorio para defender una muchedumbre como la que allí se reunía. El truco no surtió efecto. Al instante, los militares se adentraron en lo más profundo del recinto y, espadas y pistolas en ristre, se dispusieron a buscar entre las pertenencias de aquellas personas cualquier utensilio que pudiese ser usado en su contra. Sus sospechas se materializaron enseguida al descubrir todo tipo de hachas, escopetas y filos entre sus aperos y dentro de sus cabañas. La situación se ponía peliaguda por momentos.
Fue en ese instante de tensión cuando saltó finalmente la chispa que detonó el barril de pólvora (esto es, la paciencia de los militares). «Se cuenta que, durante el registro, un indio sordo llamado Coyote Negro comenzó a forcejear con un militar para que no le quitase su rifle debido a que era una auténtica reliquia de familia. En ese forcejeo, al parecer, el rifle se disparó», explica Oliver. Como era de esperar, el tiro acabó con la paciencia de los soldados, que se pusieron en guardia, desenfundaron e iniciaron un tiroteo en el que las ametralladoras del Séptimo de Caballería dieron buena cuenta de una gran cantidad de mujeres, niños de todas las edades (incluso recién nacidos) y, en último término, hombres. Por su parte, algunos nativos devolvieron las balas, aunque en una cantidad irrisoria. No hubo tregua ni se atisbó bondad. La caballería modélica de Norteamérica no se apiadó de los indefensos presentes.
Los soldados, junto a las ametralladoras usadas en la matanza- Wikimedia
Cuando cesó el fuego y se disipó el humo de los disparos la situación era dantesca. Así la describió posteriormente el jefe Caballo Americano: «Había una mujer con un bebé en sus brazos que fue asesinado. Una madre fue derribada con su bebé; el niño sin saber que su madre estaba muerta trataba de llamarla. Las mujeres que huían con sus bebés murieron juntas. Dispararon a través de la mayoría de ellas. Posteriormente los soldados gritaron que todos los que no estuvieran muertos se presentasen ante ellos y que estarían a salvo. Muchos niños pequeños salieron de sus lugares de refugio y, tan pronto como llegaron hasta los soldados, fueron masacrados allí mismo». El jefe Pie Grande tampoco salvó la vida. Fue asesinado en su tienda mientras se recuperaba de un pulmonía que le había postrado durante todo el viaje.
Aunque las cifras varían, Oliver es partidaria de que aquella jornada fallecieron 90 indios, así como 200 mujeres y niños. 51 quedaron, a su vez, gravemente heridos. En cuanto a los soldados, dejaron este mundo 25 y 39 fueron heridos. La mayoría, curiosamente, por el fuego de sus propios camaradas desde retaguardia. La situación se agravó con la llegada de la noche. «Aquella noche, una tormenta de nieve cubrió la pradera y muchos de los indios heridos que todavía yacían en el suelo murieron en la oscuridad a consecuencia del frío», explica, en este caso, Hernández. El Séptimo de Caballería, por su parte, custodió a todos los supervivientes que pudiesen andar hasta Pine Ridge, a donde llegaron horas después con 4 hombres y 47 mujeresy niños. Todos ellos, dañados de una forma u otra. Según se cuenta, cuando los nativos fueron atendidos en la iglesia, pudieron leer un irónico letrero con la siguiente leyenda: «Paz en la Tierra a los hombres de buena voluntad».
Fosas excavadas en el lugar de la masacre- Wikimedia
En los días posteriores, después de que un temporal atacase la zona, la prensa logró acceder a Wounded Knee y ver con sus propios ojos cientos de cadáveres todavía sin enterrar. Y es que, aunque el Séptimo de Caballería había intentado ocultar las pruebas de lo sucedido, sus unidades de «limpieza» todavía no habían podido acceder a la región. No se pudo hacer nada para evitar que se fotografiasen los cuerpos congelados por el frío invernal. Sin saber como actuar, el Ministerio de la Guerra norteamericano decidió afirmar que el ejército se había limitado a responder con las armas a un levantamiento militar sioux. «Aunque en principio se acusó a James Forsyth de actuar con “ciega estupidez y conducta criminal” y se le destituyó, finalmente el Gobierno presentó la matanza como un levantamiento y una batalla épica. No solo eso, sino que se le concedió la medalla de honor a los soldados que más indios mataron aquel día», añade la experta en declaraciones a ABC.
Cuatro preguntas a Victoria Oliver
1-¿Se sabe cómo reaccionó el Séptimo de Caballería cuando se supo la noticia de la masacre?
Se mostraron orgullosos de haber vengado a sus compañeros muertos en Little Bighorn. El problema es que se generó una gran controversia porque era difícil hacer creer a la opinión pública que aquello había sido una batalla. Pero se logró parcialmente.
2-¿Hasta que punto fue grave el maltrato de los nativos por parte del ejército americano?
En el Siglo XIX la represión que hizo el ejército norteamericano de los indios fue terrible. Hay que tener en cuenta que en 1890 estamos hablando de un ejército moderno y democrático, pero antes, cuando no lo era, fue todavía peor. Los indios habían sido tan crueles que el ejército sentía un gran odio hacia ellos. Era relativamente normal. Al haber tanto odio, todo se justificó. Se llegó a decir que el único indio bueno era el indio muerto. Y estas frases eran aplaudidas.
3-¿Existen muchas investigaciones sobre las tribus indias en España?
En EE.UU. hay miles de obras sobre tribus americanas, pero en España casi nada. Mi obra habla del encuentro de los exploradores con los pieles rojas y sus diferentes tribus. Los que lean el libro van a encontrar una investigación seria. Lo he escrito igual que si hubiera escrito sobre los griegos, los egipcios o los íberos. Al decir pieles rojas se piensa en literatura, pero lo he hecho con total seriedad y mediante fuentes inglesas de la época (para los territorios de Virginia y Massachusetts), españolas (cuyos cronistas estuvieron en el sur de Estados Unidos) y franceses.
4-¿Quién “sale ganando” en su libro, los nativos o los colonos?
He intentado ser absolutamente objetiva en mi libro. He hablado bien y mal de los europeos y de los indios.
La deleznable y falsa «batalla» en la que el Séptimo de Caballería asesinó a decenas de bebés indios
DEPORTACIONES MASIVAS DE INDÍGENAS BAJO LA PRESIDENCIA DE ANDREW JACKSON
Durante la década de 1830, la brutal política contra los indios del gobierno federal presidido por Jackson condujo al traslado forzoso de unos 100.000 indios a miles de kilómetros de su lugar de origen. Los semínolas fueron expulsados de Florida, los cherokees y los creeks de Georgia y Alabama, los choctas de Misisipi, y las tribus de los sauk y los fox de Illinois y Wisconsin. El gobierno federal y los distintos estados no quisieron o no pudieron llevar a la práctica de modo organizado la injusticia que habían decidido y dejaron morir de hambre y enfermedad a miles de indios por el camino. La meta de este trail of tears (sendero de lágrimas) era la región declarada territorio indio, situada al oeste de Misisipi y Misuri, en el actual estado de Oklahoma.
En las décadas de 1860 y 1870 los ferrocarriles transcontinentales comunicaron California con el Este. Las gigantescas manadas de bisontes de las grandes praderas fueron exterminadas sistemáticamente. "Buffalo Bill", William Cody, conquistó la fama de haber matado 4.280 bisontes en 17 meses y habérselos vendido a los cocineros de las brigadas que construían el ferrocarril. Con la desaparición de los bisontes, los indios nómadas de las llanuras perdieron la base material de su existencia. Desde 1851, su espacio libre, igual que el de los indios de las praderas y el de los desplazados forzosamente hacia las mismas, se había reducido cada vez más. En las tres décadas de implacable guerra a los indios (1864-1890) y de incontroladas epidemias las tribus fueron diezmadas y sus zonas de asentamiento reducidas a reservas cada vez más estrechas.
Fuente: Los Estados Unidos de América, Willi Paul Adams.
________________________
Fuente:
https://www.facebook.com/photo.php?f...type=3&theater
Del día en el que el Gobierno norteamericano confinaba a los indios en reservas
Luis Antequera 31 enero 2014
Ulysses Grant
Tal día como hoy, 31 de enero del año 1876, hace pues hoy 138 años redonditos, expiraba el plazo concedido por el Gobierno de los Estados Unidos presidido por el republicano Ulysses S. Grant, ordenando a todos los indígenas del país trasladarse a la reserva india de Flandreau Santee en Minnesota.
En 1870 los jefes indios Mahpiua Luta (Nube Roja) y Sinte Galeshka (Cola Manchada) se habían entrevistado en Washington con el Presidente Grant, obteniendo la concesión a permanecer en las tierras del río Platte, con tan mala suerte de que un año después se descubre oro, y miles de blancos invaden las tierras indias. En 1875 una comisión intenta comprar a los indios Paha Sapa, pero los indios no la venden. Se decide entonces ocupar los territorios por la fuerza, momento en el que los indios reciben el ultimátum para integrarse en las reservas. Pocos días después, Crook, Terry y Sheridan organizan una ofensiva a gran escala e inician una nueva guerra.
Sinte Galeshka (Cola Manchada) Mapiua Luta (Nube Roja)
Es por eso que he elegido esta fecha para poner de relieve un dato que acostumbra a olvidarse cuando se compara lo que fue el proceso de colonización americana por los españoles, y lo que fue ese mismo proceso cuando realizado muchos años después por los británicos.
Pues bien, en los Estados Unidos de Norteamérica la población indígena presente en el país a la llegada de los colonos ingleses asciende hoy, a duras penas, a un 1% del total, confinada, a lo que se ve, en reservas. El proceso de mestizaje de esas poblaciones con las poblaciones europeas llegadas al país con posterioridad es prácticamente inexistente, nulo.
En el país en el que los colonizadores y evangelizadores españoles estuvieron más tiempo, Méjico, -llegados por cierto prácticamente un siglo antes que los primeros colonizadores ingleses a Norteamérica, por lo que habrían tenido más tiempo para arrinconar y hasta eliminar las comunidades preexistentes-, la población de blancos puros apenas alcanza un 15% de total; la de indios puros es sensiblemente mayor, alcanzando un 18%; y, el dato más relevante, la población mestiza asciende a… ¡¡¡un 66% del total de la población mejicana, es decir, prácticamente dos tercios de la entera población!!!
¿Con qué cara, díganme Vds., con qué caradura, nos dan lecciones de colonización y de respeto a las poblaciones indígenas los británicos, y con qué cara de idiotas las aceptamos los españoles?
________________________
Fuente:
Del día en el que el Gobierno norteamericano confinaba a los indi - religionenlibertad.com
El artículo, inicial, tiene su importancia desde un punto vista del anglosajón, en menor medida, como se sabe, en la óptica castellano-sajona.
Nos aparece la imagen de Gálvez, general del Ejército Continental ( Continental Army ) que antes de la Independencia de EUA combatía a las tribus amerindias salvajes y criminales de indios y de blancos. Cuando se dijo algo relacionado ´ A la solución final ´ parece que ya quedó claro por algunas investigaciones alternativas que Hitler poseía más de 150.000 judíos en su Ejército Alemán, su chófer fue designado Ario Honorario del Año. Acaso la esposa de Goebbels -Iniciador de los Programas del Fomento de la Familia aria- era judía por parte de padre, donde había generales judíos y otros cargos militares de la SS también había gente de color ( negros y judíos ).
Alcanzando éste punto de vista amplio, debemos de reconocer que no se puede comprender la colonización con la evangelización, por de pronto los españoles no conquistaban en nombre de su raza o reyes, siempre en nombre de Roma, y sus dominios, como se sabe, eran Pronvincias, éstas con los mismos derechos que uno de Madrid ( que por aquel entonces era aldea, s. XV ).
Analizando algunos aspectos de la Historia, y al tratar éstos ciclos de la Humanidad, casi siempre aparece la mano insurrecta de la pluma materialista, que, sin extrañar acude a la llamada comparativa de sus intereses, en ello, otorgar unas observaciones de territorios que no disponían de las mismas protecciones universales que sí garantizaban los dominios de España.
¨ Un buen indio ¨ podría ser la ¨ Dama de Castilla ¨ en época de Cortés pero ésta no era Isabel de Castilla, aunque también reina, y vieron entonces ya en esos siglos la necesidad de que los españoles ¨ no hicieran sangre ¨ con lo que descubrían. Sabemos que los amerindios, determinados Imperios antes de la llegada de los españoles a Colombia ( América ) tenían esclavos y, que, éstos ( por los esclavos ) tenían a su vez esclavos, es decir : esclavos de esclavos. Algo insólito e innovador en la incertidumbre de lo inhumano. Naturalmente, éste tipo de cuestiones han sido censuradas por determinados gobiernos y épocas para eso mismo : ¨ No hacer sangre ¨ .
Tanto el Imperio Azteca como el Maya conocían el sacrificio* humano ( o inhumano ), pero antes de éstos -hablamos de varios siglos antes de la llegada de España al Nuevo Mundo, Las Indias- ya tenían ¡ esclavos de esclavos ! los amerindios en sus inmensas extensiones dominadas ( América ). No había ni un solo Imperio o pueblo amerindio que no fuere patriarcal y segregaba en la enseñanza a los sexos : desmontando la publicidad de políticas incipientes en Occidente y sus siglas de LGTB para el ejemplo de América y su sociedad precolombina, otra veces dijeron sociedad socialista precolombina, quedando descartada también dicha referencia lingüística ; porque, como se ha comprobado, el sistema general de los pueblos amerindios se basaba en lo que dijere el cacique y sus nobles jerárquicos so pena de asesinar a los que protestaban.
En realidad un buen indio sería el que llegó a partipar y ¨ contar ¨ las épicas de los españoles en Italia o en Flandes, durante siglos o de forma presencial en la propia batalla contra los que intentaban atacar a Cristo o a su brazo defensor.
La Masonería se encargaría, poco después de que España ayudase a EUA a liberarse, de destruir la gran labor de España en el Nuevo Mundo, acaso con las carnicerías de Simón Bolívar lo atestiguan ; asesinando a cerca de 1.000 soldados desarmados en un sólo día, incluyendo a mujeres y niños, era ¨ la guerra a muerte ¨ que quiere imitar, hoy, un tal Maduro y sus cuadros en pintura.
El resto lo complementa La Famosa Propaganda.
Última edición por SignaSuperVestes; 09/12/2016 a las 09:03 Razón: tengo un teclado que no me quiere
'La tierra llora': la obra que desmitifica las sangrientas guerras entre Toro Sentado, Custer y compañía
El autor del libro narra el conflicto que se desarrolló entre el progreso y el viejo mundo a través del testimonio de los soldados alcoholizados, los guerreros impasibles, los colonos intolerantes o las incomprendidas tribus aliadas con el hombre blanco
CÉSAR CERVERA
@C_Cervera_M
Actualizado:01/12/2017 15:48h
Oso Flaco se levantó titubeante del suelo cuando el presidente Lincoln preguntó a la embajada de once jefes cheyennes si alguno tenía algo que decir. El 26 de marzo de 1863, el presidente invitó a la Casa Blanca al consejo del pueblo cheyenne encargado de velar por la paz en las Grandes Llanuras. No es que pretendiera escuchar sus quejas. El Gran Padre creía que un paseo por Washington y luego Nueva York, donde fueron expuestos en un museo como si fueran estatuas, convencería a los indios de lo inútil que era luchar contra el poderoso hombre blanco.
Rodeado de una nube de burócratas, Oso Flaco pidió, balbuceante al principio, que los soldados blancos se abstuvieran de realizar actos violentos contra el territorio indio de Kansas. Como explica Peter Cozzens en «La tierra llora» (Desperta Ferro), Lincoln respondió señalando con tono paternal en un globo terráqueo las numerosas naciones blancas que había en el mundo y, al final, la pequeña franja que eran las Grandes Llanuras incluso dentro de Norteamérica.
Luego, con gesto grave, el presidente aseguró a los pieles rojas que su raza podía llegar a ser «tan numerosa y próspera como la blanca, si cedían sus tierras y se dedicaban al cultivo». Sobre los pieles blancas que violaban los tratados y a veces se comportaban mal, Lincoln se justificó en que «un padre no siempre logra que sus muchachos se porten bien».
«No hay hombre blanco que no odie a los indios y no ha habido nunca un verdadero indio que no odiara a los blancos»
De vuelta a casa, Oso Flaco no pudo llevar consigo ninguna promesa seria de que acabarían las incursiones blancas. Volvió con las manos vacías, a excepción de una medalla de la paz de cobre bañado en bronce y de unos documentos en los que Lincoln renovaba su amistad con el pueblo cheyenne. Cuando un año después, el 15 de mayo de 1864, cuatro columnas de soldados a caballo se presentaron en las tierras de la tribu de Oso Flaco, el jefe indio se adelantó a sus hombres para hablar con el Ejército. Con la medalla de Lincoln visible sobre su pecho y los documentos de paz en la mano, Oso Flaco se dirigió a un sargento, que le saludó con fuego. Su cadáver fue destrozado a balazos.
Contra la leyenda negra
Desperta Ferro edita en castellano «La tierra llora», un libro que presenta la actuación de los estadounidenses en su lucha contra los nativos desde un punto de vista estrictamente histórico. Su autor, Peter Cozzens, ofrece un relato documentado de lo que fueron las Guerras Indias sin demonizar a los soldados, pero sin santificar tampoco a los indios. Este experto en temas militares se desmarca así de la leyenda negra que, a partir de 1970, mostró a los indios como las víctimas de un exterminio orquestado por el Gobierno de EE.UU. Una visión incompleta que caló en la opinión pública gracias a libros como «Enterrad mi corazón en Wounded Knee», de Dee Brown.
Fotografía de Toro Sentado
El autor «La tierra llora» narra el conflicto que se desarrolló entre el progreso y el viejo mundo a través del testimonio de los soldados alcoholizados, los guerreros impasibles, los colonos intolerantes o las incomprendidas tribus aliadas con el hombre blanco. Un esfuerzo de análisis para comprender las motivaciones que latían detrás del conflicto y liquidar las falsedades que ha extendido el romanticismo de los setenta y el cine patriótico americano.
Entre ellos, el mito de la unión nativa contra el Gobierno. Durante todo el conflicto reinó una gran división entre tribus, hasta el punto de que la verdadera obsesión de los grandes caudillos como Caballo Loco, Nube Roja o Gerónimo era masacrar a otros nativos antes que combatir a los blancos. El verano anterior a que el jefe Toro Sentado (una mala traducción de «Toro Búfalo se sienta») masacrara al 7.º Regimiento de Caballería de Custer en la batalla de Little Bighorn (1876), los lakotas había estado persiguiendo a sus enemigos shoshones. Sus largas cabelleras eran trofeos muy apreciados, frente al escaso pelo de los blancos, considerados soldados pésimos.
Solo el odio entre ambos mundos era compartido. «No hay hombre blanco que no odie a los indios y no ha habido nunca un verdadero indio que no odiara a los blancos», aseguraba el propio Toro Sentado.
________________________
Fuente:
'La tierra llora': la obra que desmitifica las sangrientas guerras entre Toro Sentado, Custer y compañía
Última edición por Mexispano; 13/06/2018 a las 23:31
La misteriosa mujer del tatuaje azul en la barbilla
Olive Oatman, de origen mormón, pasó su adolescencia con la tribu mohave y sus tatuajes serían el recuerdo de esta experiencia
En 1850 la familia Oatman comenzó una travesía por el desierto de Arizona siguiendo los pasos de su pastor mormón, James C. Brewster
Un grupo de yavapais apalearon a los pioneros hasta la muerte. A todos salvo a dos: las hermanas Olive y Mary Ann, de 13 y 8 años, respectivamente
Los mohave adoptarían a las niñas y para demostrar su unión con la comunidad, se les tatuó en la barbilla, brazos y piernas, unos dibujos a base de gruesas líneas azules
Nidia García Hernández
- Santa Cruz de Tenerife 29/07/2017 - 18:05h
Retrato de Olive Oatman. (DP)
Al pensar en los pioneros nos viene a la mente la imagen de aquellos hombres y mujeres dispuestos a cruzar el océano con la esperanza de fundar un mundo nuevo. El problema era que aquel “nuevo mundo” ya existía y había estado habitado durante generaciones por los nativos del lugar: cherokees, apaches, quapaws, siouxs… infinidad de tribus que aprendieron a adaptarse a la salvaje Norteamérica. De hecho, si muchos de estos colonos sobrevivieron fue gracias a las enseñanzas de los indios; un gesto que obtuvo una contrapartida menos generosa (enfermedades, exilio…) y que redujo drásticamente su población.
La colonización del siglo XIX difícilmente podrá deshacerse de su oscuro legado, pero centrándonos en el punto de vista de los recién llegados, resulta tentador imaginar las sensaciones de aquellos pioneros. El sobrecogimiento de atravesar las llanuras de Nebraska o la impresión de divisar las Montañas Rocosas. El continente norteamericano era inmenso y lleno de contrastes, pero sobre todo, no se parecía a nada de lo que habían visto antes. El impacto de aquellos paisajes tuvo, sin ninguna duda, que emocionarles; aunque no por ello el más ordinario de los días estuviera exento de dureza.
En 1850 comenzaría la travesía de la familia Oatman, a la que no movía el afán de aventura, sino los designios divinos de su pastor, James C. Brewster. Éste, tras varias disputas, se desvinculó de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días y se dispuso a liderar su propia fe. Brewster creía que el lugar sagrado para los mormones no se encontraba en Utah, sino en California, y convencido de ello, condujo a sus seguidores a través del desierto. Al llegar a Santa Fe, casi un año después, la caravana volvió a dividirse. Algunos decidieron asentarse allí, otros continuaron hacia el norte, y los Oatman decidieron alcanzar la desembocadura del Colorado en solitario.
Ocaso en el desierto de Arizona. (DP)
A la familia se le advirtió que aquel tramo era estéril y peligroso, pero como suele decirse en estos casos: la fe mueve montañas (y camufla bastante bien los impulsos suicidas). Aquella elección pronosticaba la tragedia, pero Royse Oatman decidió continuar el camino junto a su mujer y sus siete hijos. Para evitar las altas temperaturas, los Oatman viajaban de noche, pero eso no impidió que los bueyes fueran cayendo, a la par que las provisiones, cada día más escasas. Aquel era un páramo seco y sin vegetación, donde ondeaba el aire y la cordura se desvanecía. La situación comenzaba a ser desesperada cuando un grupo de nativos alcanzó el carruaje. Los indios querían comida y tabaco pero la familia no podía prescindir de nada. Sorpresivamente, la negociación derivó en ataque y los yavapais apalearon a los pioneros hasta la muerte. A todos salvo a dos: las hermanas Olive y Mary Ann, de 13 y 8 años, respectivamente.
Lorenzo, el hermano mayor, fue dado por muerto pero milagrosamente sobrevivió a los golpes. Las niñas, en cambio, se creían completamente solas: sin familia, ni testigos de la masacre. Sus opciones parecían pocas y ahora, además, eran prisioneras de los yavapais. Con ellos recorrieron el desierto durante días, quedando muy debilitadas a causa de la deshidratación y los golpes. El maltrato sufrido durante el trayecto las convencería de su nueva realidad: eran esclavas de los indios.
La aparición de los mohave
Las hermanas pasarían un año en cautividad, tratando de sobrevivir a las extremas condiciones del desierto de Arizona. Los yavapais se alimentaban de carne de venado, ardillas o serpiente hervida, pero ellas debían conformarse con los brotes de yuca, raíces o tunas que encontraban. Cualquier queja era rápidamente reprendida, Olive explicaría como “se deleitaban dándonos latigazos injustificados más allá de nuestras fuerzas”.
Afortunadamente, la suerte de las niñas cambiaría cuando una tribu vecina, los mohave, apareció para hacer negocios con ellos. A los recién llegados les llamó la atención la presencia de las dos niñas blancas y, movidos por la compasión, pactaron un intercambio. Un par de caballos y mantas sirvieron para trasladar a las hermanas a su nuevo destino.
Los mohave vivían en un valle donde los bosques de álamo y los pequeños campos de trigo contrastaban con las tierras baldías de los yavapais. Olive y Mary Ann pasaron a formar parte de la familia de Espanesay y Aespaneo, un matrimonio que las crió como a sus propias hijas. Para demostrar su unión con la comunidad, se les tatuó en la barbilla, brazos y piernas, unos dibujos a base de gruesas líneas azules. Con este diseño tradicional, los mohave aseguraban el reencuentro de sus miembros en el más allá, y suponía una prueba de su compromiso con las niñas. De hecho, el término que éstos utilizaban para describirlas era “ahwe” que significa “extraño” y no “esclavo” o “cautivo”.
Caravanas de pioneros. (DP)
Aparentemente, las hermanas Oatman se integraron totalmente en la comunidad hasta el punto de que, en febrero de 1854, no dijeron nada cuando aparecieron más de cien hombres blancos. Eran topógrafos que estudiaban el terreno buscando trazar una ruta para el ferrocarril desde el río Misisipi hasta el Pacífico. El equipo pasó una semana con los mohave, que fueron descritos como amistosos y serviciales, siempre dispuestos a echar una mano. Puede ser que las niñas, al creer que no les quedaban parientes vivos, hubiesen abandonado por completo la idea de escapar. Pero el afecto con el que Olive siempre relató a su familia mohave pone en duda esta teoría.
Las chicas continuaron llevando una vida pacífica entre los nativos hasta que una hambruna terminó con la vida de Mary Ann. Su muerte −junto a la de muchos otros miembros de la tribu− fue consecuencia de una inundación que destrozó las cosechas. Olive trató de conseguir comida para su hermana, incluso fue con varios de los mohaves a buscar alimento a las montañas pero Mary Ann, que nunca se había recuperado totalmente de sus marchas forzadas a través del desierto, falleció a su regreso. La comunidad se dispuso a preparar la ceremonia de cremación cuando Olive los detuvo. Quemar a los muertos suponía una atrocidad según sus creencias mormonas, por eso pidió enterrarla y aunque esta idea contradecía las costumbres del poblado, la dejaron hacerlo. Olive eligió para ello una zona del jardín, aquel que su nueva familia les había regalado, justo a su llegada.
De vuelta a la civilización
Olive tenía 19 años cuando un miembro de la tribu quechan se presentó en el poblado con un mensaje del gobierno. Las autoridades de Fort Yuma habían oído rumores acerca de una mujer blanca que vivía con los nativos, y el comandante exigía su devolución o conocer los motivos por los que ella no deseaba volver.
Retrato de Olive Oatman, a su vuelta a territorio del hombre blanco.
Oatman no sabía que durante años su hermano había estado batallando en California, pidiendo ayuda a cualquiera que se cruzase en su camino y exigiendo justicia a las autoridades locales. Pero nunca pasó nada. “Aprendí”, reflexionó Lorenzo, “que los hombres no van a través de las llanuras a rescatar cautivos entre los indios”. El hermano superviviente llegó a escribir una editorial en el periódico Los Angeles Star donde detallaba la tragedia y describía la indiferencia que había recibido.
La publicación llegó al Fort Yuma, en Arizona, donde un indio llamado Francisco afirmó conocer el paradero de la joven. Así, éste partió al poblado con la intención de negociar la liberación. La familia mohave se negó en un principio a entregar a Olive y trató de engañar a Francisco alegando que la chica no era blanca, sino de “una raza de personas muy parecidas a los indios, que vive lejos de la puesta de sol”. Habían tintado la piel de Olive con tierra y le pidieron que hablase en un idioma inventado. “Ellos esperaron a escuchar mi absurdo galimatías y presenciar el efecto convincente sobre Francisco. Pero hablé con él en inglés. Le dije la verdad y lo que me habían ordenado hacer”, explicaría Oatman posteriormente.
La tribu comenzó a sopesar su afecto por Olive frente al temor de las represalias por parte del gobierno de Estados Unidos, que había amenazado con destruir el poblado, si la chica no era entregada. Los mohaves terminaron por aceptar el trato y Olive inició el viaje de veinte días hasta Fort Yuma acompañada, eso sí, de Topeka (su hermana adoptiva). Al llegar al fuerte, fue rápidamente cubierta pues iba desnuda de cintura para arriba. Regresó a los vestidos victorianos, aquellos que no daban tregua a la piel, y a la vista sólo quedó el tatuaje azul de su barbilla como recordatorio de su tiempo con los mohaves.
El retrato que la inmortalizó fue tomado cuando tenía unos 20 años. El puritanismo de la época sólo permitía mostrar el tatuaje de su cara pero se simularon la líneas que Olive llevaba marcadas en brazos y piernas con los dibujos que cruzan las mangas y el bajo de la falda. La imagen aparecería en la portada de La cautividad de las niñas Oatman, el libro escrito por Royal B. Stratton, con el que la joven daría a conocer su experiencia. No obstante, tenemos que tener en cuenta la influencia de la estricta moralidad del momento, lo que convierte la lectura del libro de Stratton en una versión tergiversada de la realidad donde los nativos son descritos como unos “bípedos degradados”. El autor obvia el afecto que Olive sentía por su familia adoptiva y se centra en destacar las virtudes de la sociedad blanca respecto a la indígena, tachada de inútil, vaga y pagana. Al fin y al cabo, la historia de una blanca secuestrada por salvajes era el argumento perfecto para perpetuar la expulsión y matanza de los aborígenes que estaba teniendo lugar.
Retrato de miembros de la tribu yavapais y una integrante de la tribu mohave. (CA)
Susan Thompson, amiga de Olive, declararía años más tarde que parecía como si Oatman estuviese “en duelo” tras su regreso. Corrían rumores de que la joven tuvo varios hijos con los mohave pero ella siempre negó cualquier acercamiento sexual con los indios. Curiosamente, con el tiempo se descubriría que su apodo en la tribu era Spantsa, lo que se puede traducir como “vagina podrida” o “vagina rota”; una expresión de cariño, acorde al peculiar sentido del humor de la tribu. Los historiadores encuentran distintas teorías para el mote, pudiendo referirse a su falta de higiene entre colonos e indios (los últimos tenían la costumbre de bañarse todos los días), o bien al hecho de que era activa sexualmente. Posteriormente se ha especulado con la posibilidad de que el apodo hiciese referencia a su infertilidad, ya que aunque Olive se terminaría casando con un rico banquero, John B. Fairchild, nunca tuvieron hijos propios y terminaron adoptando una niña.
Retrato de Irataba, líder tribal de los mohaves. (DP)
Tampoco pareció olvidar a su tribu, y estando ya casada, no dudó en aprovechar la visita de Irataba a Nueva York. El líder tribal de los mohaves ejercía como orador representando a su pueblo y Olive acudió a reencontrarse con él. Éste le contó que su hermana adoptiva, Topeka, aún la echaba de menos y esperaba su regreso. Un acercamiento que fue descrito por la joven como “una reunión entre amigos”, desarmando por completo su papel de captores.
Oatman abandonó rápidamente el circuito de conferencias del libro y pasó las siguientes décadas de su vida luchando contra la depresión y sus crónicos dolores de cabeza. En las raras ocasiones que salía de casa, se cubría con velos para evitar ser reconocida por su tatuaje. Terminaría muriendo a los 65 años de un ataque al corazón y con su muerte, desapareció también la posibilidad de conocer la verdad de su historia. Dejó como única certeza la tragedia de haber perdido a su familia una y otra vez: primero, con la masacre de sus padres y hermanos por los yavapais, y después, al ser arrancada de su segunda familia, los mohaves. Actualmente, su apellido Oatman da nombre a una ciudad de Arizona que forma parte de la ruta 66, cerca del río Colorado y del lugar donde Olive, con mayor probabilidad, experimentó lo más parecido a la libertad.
________________________
Fuente:
https://www.eldiario.es/canariasahor...670183304.html
Tecumseh, el jefe shawnee que intentó unir a todos los indios contra los colonos blancos
Imagen: Anthropology of Accord
En 1812, apenas veintinueve años después de que Reino Unido reconociera la independencia de EEUU por la Paz de Versalles, el nuevo país y su antigua metrópoli volvieron a chocar en una guerra que duraría tres años.
El conflicto supuso un verdadero problema para los británicos, que en esos momentos estaban inmersos en Europa en confrontación abierta con Napoleón. De hecho, fue ésta una de las razones principales del nuevo conflicto, debido a que la Royal Navy reclutaba forzosamente a los marinos norteamericanos y cuidaba de garantizar las restricciones al comercio con EEUU y Canadá.
Pero hubo un tercer factor: el apoyo de Londres -desde Canadá- a las tribus indias que se resistían a la expansión estadounidense y que llevó a un prestigioso jefe shawnee a firmar una alianza en ese sentido; se llamaba Tecumseh.
No se saben con exactitud ni su fecha ni su lugar de nacimiento, aunque se aventuran la primavera de 1768 y el estado de Ohio respectivamente. Su nombre significa algo así como puma que salta por el cielo porque la noche en que vino al mundo -o quizá alguna inmediatamente anterior- se había visto un cometa y este tipo de fenómenos se identificaban con ese animal.
Pero son realmente pocos e inciertos los datos sobre él, empezando por el hecho de que, al igual que pasó con Caballo Loco, no se conserva ningún retrato suyo, y siguiendo por la multitud de leyendas que surgieron al amparo de ese aura misteriosa: que si su madre fue una cautiva blanca, que si ella le educó en el cristianismo, que si llegó a ser francmasón…
Otro retrato hipotético/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons
Cuando nació Tecumseh, los shawnee ya habían regresado a Ohio tras un exilio en el sur forzado por la temible Confederación Iroquesa durante la llamada Guerra de los Castores.
Luchar, no obstante, sería algo cotidiano en su vida, ya que su tribu tuvo que enfrentarse también a los blancos, primero franceses y después británicos; combatiendo contra éstos fallecería su padre en 1774 y, dado que su madre -la auténtica- era una creek que decidió regresar con lo suyos, el niño creció tutelado por su hermana mayor Tecumapese.
Tecumseh tenía once años cuando la victoria de los colonos de Virginia contra la resistencia que lideraba su fallecido progenitor forzó a la mayor parte de los shawneee a emigrar de nuevo, esta vez en dirección oeste, instalándose sucesivamente en zonas de lo que hoy son los estados de Indiana, Illinois y Missouri. Sólo un pequeño grupo, en el cual estaba incluido él, optó por quedarse y afrontar lo que viniera.
Y lo que se avecinaba no era nada prometedor, puesto que en 1775 empezaron los primeros movimientos independentistas coloniales y aunque aquella guerra en ciernes fuera entre blancos, parecía probable que les afectase de una u otra manera. Efectivamente, así fue y no para bien, ya que los poblados indios recibieron ataques de ambos bandos. Los shawnee tomaron partido por los británicos y, dada la evolución del conflicto, ello les obligó a emprender el exilio una vez más, siempre perseguidos por las milicias virginianas.
Para defenderse, los indios de Ohio e Illinois se unieron en la llamada Confederación de Wabash, que guerreó con los colonos incluso después de que éstos lograran la independencia: fue en la Guerra India del Noroeste, en la que Tecumseh participó ya como guerrero junto a su hermano, si bien nunca destacó especialmente en ninguna acción.
En la Batalla de los Árboles Caídos, que tuvo lugar el 20 de agosto de 1794, cerca de dos millares de indios fueron barridos por los mil hombres del general Anthony Wayne al abandonarles sus aliados británicos, teniendo que ceder la mayor parte de sus tierras.
Para entonces la vida de Tecumseh había dado un giro, ya que un día su hermano pequeño Lalawethika (El ruidoso), que era alcohólico, entró en un profundo trance durante el que, dijo después, había visitado al Señor de la Vida, quien le indicó que para restaurar el estado de felicidad que tenían los indios antes de la llegada de los blancos había que evitar el contacto con todo lo que ellos aportaban, desde las herramientas de hierro a la ropa, pasando por la bebida, etc.
La visión de Lalawethika incluía también la abolición de la brujería, la poligamia y la tortura, así como la necesidad de matar a todos los perros. El joven profeta pasó a ser rebautizado como Tenskwatawa (La puerta abierta) y, por si alguien no estaba convencido, su acertado vaticinio de un eclipse de sol en 1806 le otorgó el prestigio definitivo.
Tenskwatawa por George Catlin/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons
Tecumseh, al parecer un gran orador, pasó a ser la voz de Tenskwatawa alentando la formación de una gran alianza de todas las naciones indias para frenar la rapacidad de los blancos, debiendo compartir la tierra entre sí en vez de luchar por ella y no cederla salvo acuerdo común. En ese sentido, en 1810 formuló la que se considera primera mención al concepto indio de Madre Tierra al decir que “la Tierra es mi madre y quiero descansar en su regazo”.
Sin embargo, el mensaje no tuvo demasiado éxito y en 1809, por el Tratado de Fort Wayne, las tribus de Indiana cedieron cerca de doce mil kilómetros cuadrados a cambio de dinero para los jefes y licor para todos. Tecumseh se opuso públicamente y encabezó una partida de cuatrocientos guerreros armados que se presentaron ante el gobernador exigiendo la marcha atrás, pero éste no quiso escucharles y la reunión estuvo a punto de degenerar en enfrentamiento, evitado por la mediación del jefe de los potawamatomi, que exhortó a los shawnee a irse asegurando que no le representaban.
La tensión no tardaría en eclosionar. Un cometa avistado meses después, llevó a Tecumseh a intensificar sus negociaciones con otras tribus para formar la ansiada unión, argumentando que era una señal. Sólo le escuchó la facción más belicosa de los creek, por lo que profetizó el final para todos salvo que se unieran contra el enemigo común. El 7 de noviembre de 1811, mientras él estaba ausente en el sur, en esa especie de gira, las fuerzas del gobernador William Harrison y las de Tenskwatawa se enfrentaron en la batalla de Tippecanoe.
El número de bajas fue similar por ambas partes pero el prestigio del visionario hermano se desmoronó porque había asegurado a los guerreros que no sólo saldrían victoriosos sino indemnes a cualquier arma enemiga. Los shawnee tuvieron que refugiarse en Canadá, donde entablaron alianza con los británicos y además un nuevo fenómeno natural, un violento terremoto, volvió a servir de crisol para unir a los indios desanimados.
La muerte de Tecumseh/Imagen: dominio páublico en Wikimedia Commons
El estallido de la citada Guerra Anglo-Estadounidense de 1812 alineó a la gente de Tecumseh con los casacas rojas, que tuvieron que adoptar una estrategia fundamentalmente defensiva sin poder tomar la iniciativa hasta la derrota de Napoleón en 1814, cuando entraron en territorio vecino e incluso tomaron algunas ciudades; una de ellas fue Detroit y en esa acción la mitad del ejército británico estaba compuesto por los hombres de Tecumseh.
Sin embargo, Gran Bretaña fracasó en los diferentes intentos de invasión llevados a cabo en Nueva York, Baltimore y Nueva Orleans, y en la batalla del Río Támesis, cerca de Ontario, los maltrechos británicos optaron por retirarse dejando solos a los indios. Era el 5 de octubre de 1813 y Tecumseh perdió la vida combatiendo: tanto el coronel que le mató, Richard Johnson, como el general al mando, precisamente el exgobernador Harrison, enarbolaron ese hecho como principal reclamo político de sus candidaturas a la presidencia de EEUU.
Los restos mortales de Tecumseh acabaron en una fosa común, alimentando así todo tipo de leyendas.
Fuentes:
Breve historia de los indios norteamericanos (Gregorio Doval Huecas)
/ Tecumseh. Vision Of Glory (Glenn Tucker)
/ The War of 1812. A Forgotten Conflict (Donald R Hickey)
/ Wikipedia.
_______________________________________
Fuente:
https://www.labrujulaverde.com/2017/...olonos-blancos
Ishi, el último indio yahi de Estados Unidos
Ishi con una reconstrucción de su vivienda/Foto: Jed Riffe Films
¿Recuerdan El último mohicano? La novela de Fenimore Cooper (o sus versiones cinematográficas) cuenta la tragedia de la extinción de esa tribu algonquina en la Costa Este de EEUU en el contexto de la Guerra de los Siete Años entre ingleses y franceses.
Aunque en realidad ese pueblo aún existe, si bien mezclado con el lenape bajo la denominación Stockbridge-Munsee Community, nos queda en la memoria la frase del viejo Chingachgook: “Cuando Uncas siga mis pasos, no quedará ya nadie de la sangre de los sagamores, pues mi hijo es el último de los mohicanos”. Lo verdaderamente triste es que esa situación se repitió más veces en las décadas siguientes con otros indígenas.
Hace unos días hablábamos en otro artículo de la Fiebre del Oro que sacudió California a mediados del siglo XIX, recordando cómo miles de personas en busca de fortuna se lanzaron al duro trabajo minero.
La mayoría de ellos no tuvo suerte pero durante un tiempo vivieron un sueño que se plasmó en la creación de enormes campamentos, auténticos pueblos improvisados, con todo lo que eso conlleva para el estímulo de una economía local en forma de transportes, aprovisionamiento, material, ocio, etc. Por supuesto, la sed de metal dorado no se detenía ante nada y si alguien salió perjudicado en aquel proceso fueron los indios, que de pronto se veían aplastados por la creciente presión demográfica y sus consecuencias.
En el caso de la región californiana, los yana vivían precisamente en Sierra Nevada, uno de los sitios donde aparecieron vetas auríferas y argentíferas. Pertenecían a la familia lingüística hokana, que se extendía por California y el norte de México, y estaban organizados en pequeños grupos de cazadores y pescadores que, a su vez, se repartían entre cuatro más grandes con su correspondientes dialectos (incluso había uno para hombres y otro para mujeres). Uno de esos grupos era el yahi, palabra que significa algo así como persona o ser humano. Los yana no eran nómadas como los indios de las praderas, por lo que sus poblados estaban formados por cabañas en vez de tiendas, sabiéndose realmente muy poco de su organización social.
Regiones auríferas de Sierra Nevada/Imagen: Hans van der Maarel en Wikimedia Commons
Aunque eran guerreros, como casi todas las tribus, no alcanzaban la belicosidad de otros. Quizá por eso su encuentro con los blancos, a los que generalmente procuraban rehuir, resultó nefasto. Como decíamos, un carpintero llamado James W. Marshall que tras arruinarse en el negocio ganadero había puesto un aserradero en el río Americano (en Coloma, California), descubrió oro por casualidad el 24 de enero de 1848. Fue el pistoletazo de salida para que una miríada de aventureros se lanzaran en pos del metal precioso. Entre ese año y 1855 se calcula que llegaron de todo el mundo y con ese objetivo hasta trescientas mil personas, y con ellas las enfermedades, los conflictos, las hambrunas, la destrucción medioambiental…
Los yana se perfilaban como víctimas potenciales. Para empezar porque eran muy pocos -las estimaciones apuntan a entre millar y medio y dos millares, como mucho, en el último cuarto del siglo XVIII- y aquella masiva invasión se llevaba toda la caza y la pesca, además de desviar el curso de los ríos y dejarles sin agua. Pero también porque el característico racismo de la época desató, una vez más, una matanza. Al incorporar casi la mitad del territorio de México a EEUU por el Tratado de Guadalupe-Hidalgo, las pequeñas guarniciones ubicadas en California se encontraron de pronto con un vastísimo territorio que vigilar y, ante la ausencia de tropas que pusieran orden, los cada vez más frecuentes incidentes entre indios y blancos tendieron a solventarse mediante enfrentamientos armados que los historiadores agrupan bajo el epigrafe Californian Indian Wars; en plural porque se extendieron hasta 1873.
Algo que se agravó con la costumbre de los mineros, avalada por la Act for the Government and Protection of Indians -nombre bastante irónico, por cierto-, de hacer incursiones en los poblados indígenas para llevarse mano de obra esclava; normalmente exterminaban a los varones y se llevaban a mujeres y niños, siendo éstos educados en escuelas específicas donde se les sometía a un proceso de aculturización.
Matanza de indios/Imagen: End Genocide
Una de esas masacres fue la de Three Knolls, ocurrida en 1865 y resultado de la cual murieron cuarenta miembros de los yahi, quedando vivos la treintena que pudo escapar; no lo hicieron por mucho tiempo porque fueron perseguidos y sólo sobrevivió la mitad. Entre ellos estaba una mermada familia que logró ocultarse en las montañas y salir adelante a base de evitar el contacto con los blancos en lo sucesivo. Como el mohicano de Cooper, eran los últimos de su tribu, ya mermada por la falta de alimentos, las epidemias (viruela y sarampión) y los cincuenta centavos que se pagaban por cada cabellera india (o cinco dólares, si el trofeo era la cabeza entera). Paradójicamente, también eran indios los que llevaron a cabo el ataque, contratados ad hoc como represalia por la muerte de tres colonos.
En 1908, olvidado ya ese negro episodio de la Historia, saltó la noticia: un equipo de topógrafos se topó a una familia india que vivía en estado salvaje. Eran seis y al ser descubiertos huyeron excepto dos, una mujer enferma a cuyo lado se quedó su hijo -ya adulto, de unos cuarenta y siete años- para defenderla. Sin embargo la cosa no tuvo mayor trascendencia. Los intrusos se fueron, la mujer murió al poco y el hombre, según contó después, nunca pudo encontrar a sus familiares, por lo que pasó tres años en el monte en soledad absoluta hasta que en 1911 le sorprendieron rondando el pueblo de Oroville en busca de comida.
Encendiendo un fuego/Foto: Jed Riffe Films
Protegido de las miradas curiosas por el sheriff local, resultó ser un descendiente de aquellos que habían sobrevivido a Three Knolls. Dos antropólogos de la Universidad de Berkeley, Thomas Talbot Waterman y Alfred L. Kroebber, se lo llevaron para estudiarlo. La tarea no resultó fácil. Para empezar, nunca pudieron saber cómo se llamaba, ya que para los yahi era tabú decir su propio nombre o el de un difunto; él mismo explicó que ya no tenía, puesto que no quedaba ninguno de los suyos para pronunciarlo. Había que ponerle uno y eligieron Ishi, que en su lengua significa Hombre.
Ishi se alojó en las instalaciones universitarias, aunque luego Waterman le hospedó en su casa. Durante cinco años les fue desvelando todo lo relativo a la historia de los yana, así como su cultura, costumbres, religión, etc. La información era incompleta y algo confusa debido al aislamiento que había experimentado y la ausencia de convivencia social, pero lo que sí resultó muy valioso fue el aspecto lingüístico, que permitió a los filólogos conocer más a fondo los dialectos indios del norte de California.
De derecha a izquierda, Ishi, Alfred L. Kroeber y el intérprete yahi Sam Batwai/Foto: UCSF
Lamentablemente para Ishi, carecía de anticuerpos para las enfermedades propias de la civilización y al establecerse en San Francisco quedó expuesto a ellas, enfermando a menudo y requiriendo servicios médicos (el dr. Saxton T. Pope, que le atendía, llegó a establecer con él una estrecha amistad). Así, el 25 de marzo de 1916 falleció de tuberculosis y entonces se produjo una tensa polémica entre los antropólogos y los patólogos de la universidad; estos últimos hicieron caso omiso de los primeros y practicaron una autopsia al cadáver, a lo que los otros se oponían porque en la tradición yahi el cuerpo debe conservarse intacto. Al final, Ishi fue incinerado y sus restos se inhumaron, junto a sus primitivos objetos personales (arco, flechas, un cesto, una bolsa de tabaco, adornos, lascas de obsidiana…), en el cementerio de Mount Olivet.
Carcaj con flechas fabricadas por Ishi/Foto: dominio público en Wikimedia Commons
En realidad no todos sus restos: el cerebro se envió al Smithsonian, que lo conservó hasta que en el año 2000, siguiendo los dictados de la National Museum of the American Indian Act de 1989, fue entregado a los descendientes de las tribus Redding Rancheria y Pit River. No se sabe qué hicieron con él, aunque se supone que lo enterraron. ¿Era el punto final a la historia del último yana? No exactamente. En efecto, a principios del siglo XX se daba por extinguida a esa tribu porque en 1910 sólo había censados treinta y nueve. El censo del año 2000 registró cuarenta y dos yanas puros, veintidós mezclados con otros indios, veintiuno con otras razas y quince con una mezcla de estos dos últimos casos. O sea, un total de un centenar de individuos, la mayoría de los cuales presentaban mestizaje.
De hecho, hay investigadores que no ven clara la adscripción de Ishi como yahi, deduciéndolo de sus características morfológicas (rasgos faciales, altura…) y las características de esos objetos que le habían pertenecido, que al parecer son más típicos de otros pueblos como los nomlaki, los wintu o los maidu. Habría que determinar con exactitud si se trató de intercambio cultural o si, como proponen esos autores, Ishi no era un yahi puro en realidad. En cualquier caso, como se ve, tampoco era el último.
Fuentes:
Ishi the last yahi. A documentary history (Robert F. Heizer y Theodora Kroeber, ed)
/Ishi in three centuries (Karl Kroeber y Clifton B. Kroeber, eds)
/Ishi, el último de su tribu (Theodora Kroeber)
/Days of gold. The California Gold Rush and the american nation (Malcolm J. Rohrbough)
/The terrible Indian Wars of the West. A History from the Whitman Massacre to Wounded Knee 1846-1890 (Jerry Keenan)
/Historic spots in California (VVAA)
/Ishi in two worlds. Biography of the last wild indian in North America (Theodora Kroeber)
_______________________________________
Fuente:
https://www.labrujulaverde.com/2017/...estados-unidos
.
Última edición por Mexispano; 05/09/2018 a las 21:28
El plan exterminador de los indios con coches de lujo, diamantes y criados blancos
CRÓNICA
PABLO PARDO
Washington
12 abr. 2018 03:04
Una de las fotografías antiguas que se conservan en el Osage Tribal Museum Osage Tribal Museum
Eran los Osage, de una tierra rica en petróleo en Oklahoma, los más acaudalados del mundo. Por eso un millonario blanco apodado 'el Rey' ideó una conspiración para aniquilarlos, que llevó a EEUU a crear el FBI
Antes, hasta fueron recibidos con honores en el Capitolio. Asesinos a sueldo fueron matándolos a tiros o haciéndolos desaparecer en "los felices años 20"
Ahora, una investigación, que el periodista David Grann convierte en libro, cuenta la masacre silenciada
¿Dónde se había metido Anna Brown? Era 24 de mayo y hacía tres días que su familia no sabía nada de ella. ¿Se habría montado otra de sus juergas que duraban días y en las que sólo se bebía y se bailaba en el campo y en el desierto, entre los cortados y las barrancas del norte de Oklahoma?
Probablemente. A sus 31 años, y desde su divorcio pocos meses antes, Anna bebía cada vez más. Encima, el alcohol que se tomaba era destructivo, porque era ilegal. En enero de 1920, o sea, 15 meses antes, había entrado en vigor la 18ª Enmienda de la Constitución de EEUU y el alcohol estaba prohibido. El 21 de mayo, antes de desaparecer, Anna se había presentado en una comida en casa de su hermana pequeña, Molly, y el esposo de ésta, Ernest Burkhart (sobrino de uno de los hombres blancos más ricos de la zona, William Hale, alias el Rey), completamente borracha. No era algo infrecuente. Un criado de Anna la había definido como alguien que bebía muchísimo y tenía «una moral muy relajada con los hombres».
Que Anna tuviera criados a su servicio habría noqueado a la mayoría de sus compatriotas en aquel mayo de 1921. Como también que sus dientes postizos fueran de oro. Porque Anna Brown era india. Eso la situaba en el escalafón más bajo. De hecho, un tercio de esa comunidad no eran ni siquiera ciudadanos.
Pero Anna tenía criados. Como su familia. De hecho, una de las sirvientas de la comida en casa de Molly y Ernest era blanca. Eso fue un motivo de humillación para la tía de este último, también blanca, que lamentó en voz alta que su sobrino se hubiera casado «con una piel roja». Que un blanco sirviera a un nativo era inconcebible. Como si un perro paseara a una persona con una correa al cuello por la calle.
La razón de la riqueza de Anna y Molly era su pertenencia a la tribu Osage, una comunidad cuyo colapso como cultura parecía haber quedado sellado en 1870, cuando tuvo que ceder a los descendientes de los europeos un territorio de una extensión similar a toda España que, a su vez, ella había arrebatado a otras comunidades cientos de años atrás. «Cuando los colonos blancos llegamos a un país, los indios tienen que irse», le explica Charles Ingalls a su hija Laura en el archifamoso libro La casa de la pradera, que se desarrolla en Kansas, el corazón del antiguo territorio osage.
Acosados por naciones indias que, con el apoyo de los blancos, querían llevar a cabo un ajuste de cuentas de dimensiones históricas, los Osage buscaron un sitio «en el que el hombre blanco no pueda arar», como dijo su entonces líder Wah-Ti-An-Kah. Y compraron el terreno más pobre: un área algo menor que la provincia de Pontevedra en el norte de lo que hoy es Oklahoma, y que entonces era el mayor gueto del mundo, el sitio en el que EEUU iba amontonando a las tribus que no habían sido exterminadas.
De la extinción a la riqueza
Diezmados por la viruela, sin recibir las ayudas prometidas por el Gobierno y obligados a practicar la propiedad privada -algo que no entendían y que fue usado para que los colonos blancos se quedaran con las mejores tierras a precio de ganga-, los Osage parecían abocados a la extinción cultural cuando, en 1895, el abogado de Kansas Henry Foster les compró los derechos de exploración del subsuelo. Un subsuelo en el que había petróleo. Mucho petróleo. En EEUU, el dueño de un terreno lo es también del subsuelo, al contrario que en España, donde es del Estado.
Osage Tribal Museum
El 10% de los ingresos por la venta del crudo fueron transferidos a la tribu. Y en una década los Osage pasaron de ser una sociedad tribal víctima de una limpieza étnica a la comunidad más rica de EEUU y, posiblemente, del mundo. Vivían en mansiones, se movían en coches de lujo, lucían diamantes... Incluso fueron recibidos en la Casa Blanca y el Capitolio. «Lo, el Pobre Indio», como llamaban las clases educadas a los indígenas, citando al poema Ensayo sobre el hombre de Alexander Pope, se convirtió en motivo de envidia nacional. «Lo, el Rico Indio», tituló la revista Harper's.
Pero ninguno de los cientos de artículos sobre los Osage citó a Anna Brown. Ni los cientos de asesinatos y desapariciones que se produjeron en aquellos años. Nadie se enteró de que estaban siendo exterminados por todos los medios posibles (a tiros, con bombas y con veneno) para que los colonos blancos se hicieran con la propiedad de los terrenos donde estaba el petróleo.
Las cifras oficiales recogen 24 asesinatos. En realidad, fueron centenares. Acaso uno de cada 20 miembros de la tribu murió de este modo en menos de una década. De haber afectado a cualquier grupo que no fuera indígena, las «muertes Osage», como se conoce a la silenciosa matanza, no habrían necesitado que uno de los periodistas más influyentes de EEUU, David Grann, las rescatara casi un siglo después en un libro que es la revelación del año y que en 2019 se transformará en una película de Hollywood dirigida por Martin Scorsese y protagonizada por Leonardo DiCaprio: Killers of the Flower Moon: The Osage Murders and the Birth of the FBI (Los asesinos de la flor de la Luna: las muertes de los Osage y el nacimiento del FBI). [El periodista de The New Yorker repetirá experiencia tras publicar la novela La ciudad perdida de Z: La última expedición en busca de El Dorado, sobre el explorador desaparecido en el Amazonas Percy Fawcett, convertida también en película].
Era como una epidemia. Una semana antes de que Anna Brown desapareciera, Charles Whitehorn, un osage de 31 años, se había despedido de su esposa para realizar un breve viaje y no había regresado nunca. El 28 de mayo, una cuadrilla de obreros que estaba montando un pumpjack (un pozo de petróleo) encontró su cadáver semienterrado con dos balazos en la frente.
Ese día, un padre y un hijo que estaban cazando ardillas se toparon en el cauce seco de un río con un cadáver de mujer en estado de descomposición. Era imposible reconocerla, hasta que llegó una caravana de borrachines, traficantes de alcohol, y Molly y Ernest Burkhart (la hermana de Anna y su marido). Los dientes de oro y las ropas dieron nombre al cuerpo: Anna Brown. Había sido asesinada con la misma arma que mató a Whitehorn.
Los Osage ricos estaban siendo exterminados, y sus derechos petroleros no siempre pasaban a sus herederos legales: muchos miembros de la comunidad eran legalmente «salvajes» y no podían gestionar su herencia sin la autorización de un hombre de origen europeo que actuara como lo que legalmente se llamaba «guardián del indio». En julio murió la madre de Molly, Lizzie. La familia pensó que la habían envenenado. Y también atribuyó al veneno el súbito fallecimiento de Minnie, la hermana pequeña de la familia a los 27 años. Su herencia pasó a ser administrada por un «guardián».
Los Osage se movilizaron, y emplearon sus recursos financieros para contratar a detectives privados que hicieran lo que los sheriffs locales no hacían: investigar. Los detectives combinaban las técnicas de investigación más avanzadas de la época con el soborno, el chantaje y el secuestro. Aun así, fueron asesinados uno a uno. Sus cadáveres aparecieron en la pradera. A uno lo tiraron de un tren en marcha.
Oklahoma era brutal. Apenas dos días después de que se descubrieran los cadáveres de Brown y Whitehorn, estallaron disturbios entre blancos y negros en Tulsa, a apenas 100 km de allí. Todo empezó cuando un limpiabotas negro entró en el ascensor de un edificio, algo prohibido a los de su raza. Cuatro días después, cuando la paz regresó a la ciudad, se habían producido 300 muertes, 6.000 afroamericanos habían sido arrestados y los blancos habían lanzado bombas sobre los barrios negros. Había demasiada violencia y corrupción como para que los asesinatos de indígenas preocuparan a las autoridades.
El nacimiento del FBI
La caza al osage continuó. En 1923 fue asesinado Henry Roan, primo de Anna, Molly y Minnie. El Consejo Tribal Osage pidió ayuda a una nueva agencia cuya tarea era controvertida, porque era la primera policía que cubría todo el territorio de EEUU y no dependía de los estados sino de Washington: el FBI.
Su director, J. Edgar Hoover, aceptó el caso por astucia política, según Grann. Necesitaba cimentar el prestigio político y administrativo de la organización, y los «asesinatos Osage» eran un caso perfecto. Hoover puso al frente de la investigación a un agente llamado Tom White, al que dio presupuesto ilimitado e hilo directo con Washington.
White necesitó esos recursos. Cuando llegó a Oklahoma en 1925, se encontró con que los investigadores ni tan siquiera habían interrogado a Molly y Ernest Burkhart. Tuvo que organizar su propio equipo infiltrando a agentes encubiertos por todo el territorio osage que se hicieron pasar por cowboys, vendedores ambulantes y empleados de las petroleras. Los intocables de Eliot Ness pero en el Oeste salvaje y persiguiendo a asesinos de indios en vez de a Al Capone.
Miembros de la comunidad Osage, con el presidente Calvin Coolidge en 1924. Osage Tribal Museum
En pocos meses, White y su red identificaron, si no a todos los culpables, sí al menos a parte de ellos. Concretamente, a los asesinos de Anna Brown y su hermana Minnie, que entonces estaban envenenando a la propia Molly. Las muertes habían sido planeadas por William Hale, el Rey, y ejecutadas por sus sobrinos, Bryan y Ernest Burkhart: el mismo Ernest Burkhart que estaba casado con Molly.
«Molly pensaba que él la amaba. Habían tenido dos hijos. Cuando descubrió que era uno de los asesinos, tuvo que estar presente en los juicios y enterarse de los secretos de su esposo, de esos asesinatos que habían tenido lugar dentro de su propia casa», ha declarado Grann.
Bryan nunca fue a la cárcel. Hale sólo fue condenado por el asesinato de Roan y quedó en libertad a los 19 años. Ernest estuvo en prisión 30 años. El desmantelamiento de la red tuvo un efecto inmediato: fue una señal de que se había terminado la carta blanca para matar indígenas. Pero para entonces el daño ya era enorme. Una cantidad considerable de hombres blancos tenían derechos sobre el petróleo. Fue, en cierto sentido, la última guerra india de EEUU. Y el resultado, el mismo que en las anteriores.
_______________________________________
Fuente:
El plan exterminador de los indios con coches de lujo, diamantes y criados blancos | Crónica
Los indios Osage, de la opulencia al exterminio
Publicado el 11 abr. 2018
Eran los Osage, de una tierra rica en petróleo de Oklahoma, los más acaudalados del mundo. Por eso un millonario apodado 'el Rey' ideó una conspiración para aniquilarlos, que llevó a EEUU a crear el FBI.
https://www.youtube.com/watch?v=h5CecusScwA
La historia oculta del Lejano Oeste: el letal regimiento de negros que arrancaba cabelleras a los indios
El Cuerpo de Intendencia militar proporcionaba habitualmente peores suministros y equipo a los soldados de esta raza. También los destinaban a los lugares más peligrosos, entre ellos la frontera de Texas, donde los civiles americanos insultaban y agredían sin consecuencia a los soldados que los protegían del acoso indio.
CÉSAR CERVERA
@C_Cervera_M
Seguir
Actualizado: 04/12/2017 11:01 h
Una de las razones por las que las guerras de EE.UU. contra los indios se enquistaron fue porque entre los soldados del Ejército se produjo un gran descenso de efectivos tras la Guerra Civil, tanto en número como en calidad. Como explica Peter Cozzens en «La tierra llora» (Desperta Ferro), además de «inútiles y holgazanes», que afirmaba la prensa de la época, también había una cantidad muy elevada de «indigentes, criminales, borrachos y depravados» entre los nuevos voluntarios. La mayoría obreros no cualificados y alcoholizados que planeaban desertar en cuanto llegaran al Oeste. La feliz excepción eran las unidades formadas por afroamericanos. Los soldados negros, en su mayoría antiguos esclavos, veían en aquel destino una oportunidad de demostrar la valía de su raza a un país que todavía los veía como poco más que animales. De ahí que fueran los mejores guerreros del Far West («Lejano oeste»).
«La ambición de ser todo lo que los soldados deberían ser no se restringe a un puñado de hijos de esta raza desafortunada. Tienen la idea de que la gente de color de toda la nación se ve, en mayor o menor medida, afectada por su conducta en el Ejército. Ahí reside el profundo secreto de su esfuerzo paciente», opinaba un capellán blanco de un regimiento negro. Los cadetes de esta raza no bebían en exceso ni planteaban problemas de indisciplina. Lo que convertían al 9.º y el 10.º de Caballería y el 24.º y el 25.º de Infantería, que agrupaba a los soldados afroamericanos, en las unidades más temidas en el combate por las huestes indias.
Los nativos aprendieron a temer a estos soldados, de modo que los cheyenes del sur y los comanches los apodaron Buffalo Soldier, por respeto a la unidad y por lo mucho que les recordaba al pelo oscuro rizado de este animal. Las «tropas negras» asumieron con orgullo el apodo y se convirtieron el la mayor pesadilla de los indios por contestarles con su misma moneda. Si a los indios les gustaba arrancar la cabellera de sus enemigos, preferiblemente otros nativos, a modo de trofeo; a los Buffalo Soldiers les gustaba también este tipo de mutilación.
Los soldados más temidos por los indios
Unidades formadas por afroamericanos, pero lideradas por oficiales blancos, que no dudaron en elogiar su buen papel y sus habilidades en la lucha, aunque eran incapaces de admitir la igualdad racial. Los envidiosos oficiales de otras unidades incluso achacaban sus méritos a que estaban bien dirigidos por blancos. Un capitán afirmó sobre el 10.º de Caballería que «la raza de color es un valioso recurso para el Ejército, pero tienen que estar dirigidos por blancos, de lo contrario no valen para nada».
Como recuerda Cozzens en su libro, a algunos blancos alistados les molestaba directamente recibir órdenes de sargentos negros e incluso hubo un coronel que se negó a que su regimiento desfilara al lado de las «tropas negras», a pesar de que ellos habían demostrado ser mejores soldados en el campo de batalla.
Todo este racismo mal camuflado se tradujo en que el Cuerpo de Intendencia militar proporcionaba habitualmente peores suministros y equipo a los soldados de esta raza. También los destinaban a los lugares más peligrosos, entre ellos la frontera de Texas, donde los civiles americanos insultaban y agredían sin consecuencia a los hombres que los protegían del acoso indio.
Durante la batalla de Beecher Island (1868), 21 soldados americanos quedaron heridos o muertos, atrapados en una isla en territorio cheyenne, a la espera de que el hambre y el clima extremo remataran a los supervivientes. Cuando creían que estaba todo perdido, el 25 de septiembre de ese año, los soldados vieron acercarse a una unidad de caballería. ¿Sería el mítico 7º. de Caballería de Custer? ¿Una tribu india que venía a acabar con los últimos soldados en pie? No, era el 10º. de caballería al mando de Louis H. Carpenter. Entre gritos de gozo y lágrimas de felicidad, los Buffalo Soldiers repartieron todas sus raciones a aquellos hombres hambrientos.
En otra batalla, la bautizada como Milk Creek (1879), en el noroeste de Colorado, también fue la propicia llegada de una compañía de Buffalos, la 9º de Caballería, lo que salvó al Ejército de registrar más bajas. Cuando los soldados afroamericanos atravesaron las barricadas en las que se protegían los soldados, los temidos utes no dispararon entre intrigados y asustados por su color de piel. Compartiendo el rancho y las barricadas con ellos, un soldado blanco afirmó de forma despectiva: «¡En serio! Permitimos a esos negracos que se metieran en las trincheras con nosotros. Les dejamos que durmieran con nosotros y ellos sacaron los cuchillos y cortaron tajadas de beicon por el mismo lado que nosotros».
«La raza de color es un valioso recurso para el Ejército, pero tienen que estar dirigidos por blancos, de lo contrario no valen para nada»
Conscientes de los desprecios que los Buffalo Soldiers sufrían a manos de sus camaradas blancos, los guerreros utes improvisaron en una ocasión una «copla» con el objetivo de burlarse de ellos:
«Soldados de rostro negro, vais a la batalla detrás de los soldados blancos; pero no os podéis quitar vuestros rostros negros, y los soldados de rostro pálido os hacen cabalgar tras ellos».
_______________________________________
Fuente:
https://www.abc.es/historia/abci-his...a&ns_fee=pos-1
Cuando los esclavos negros se rebelaron contra sus amos cherokee en 1842
6 noviembre, 2016
Esclavos trabajando una plantación / Foto Dominio público en Wikimedia Commons
A mediados de noviembre del año 1842, James Edwards y Billy Wilson atravesaban el Territorio de Oklahoma (no sería estado oficialmente hasta 1907) en dirección a los dominios de los choctaw, en el extremo suroeste de lo que se conocía como Territorio Indio.
Edwards era blanco y Wilson un indio lenape, pero ambos compartían el mismo feo negocio: la caza de esclavos. De hecho, en aquel momento llevaban a una familia fugada a la que habían conseguido capturar, tres adultos y cinco niños, cuando de pronto se abatió sobre ellos una veintena de atacantes que, para sorpresa de todos, eran de raza negra. Los dos esclavistas murieron en el enfrentamiento y la familia fue invitada a unirse al grupo, que resultó estar compuesto por esclavos que habían escapado de sus amos cherokee e intentaban llegar a México, país que tras independizarse de España había abolido la esclavitud.
Pese a lo que suele creerse, esta institución ya existía en América antes de la llegada de los españoles. Éstos introdujeron una versión más extrema y masiva, primero con los indios bravos que se sublevaban contra la Corona y luego, ante el dramático desplome demográfico que ponía en peligro la economía de ultramar, con africanos.
Sin embargo, la explotación del hombre por el hombre era algo generalizado en todo el mundo y las tribus indias no constituyeron una excepción. El régimen esclavista original de aquel continente era diferente, por supuesto, pero a medida que los blancos fueron expandiéndose, los indios fueron asimilando bastante su modelo.
Oklahoma y el Territorio Indio / Foto Kmusser en Wikimedia Commons
Así, entre los cherokee y otros pueblos de América del Norte era una práctica común esclavizar a los prisioneros de guerra para trabajar en el campo. No solían ser cantidades importantes porque la agricultura de subsistencia de los indios no requería muchos, pero a partir del siglo XVIII hubo cherokees que crearon grandes plantaciones en su territorio (correspondiente a partes de los actuales estados de Tennesee y Georgia) y adquirieron a los colonos blancos de los estados limítrofes (Texas y Arkansas) importantes remesas de esclavos negros para trabajarlas.
De esta forma, el esclavismo se incorporó de manera considerable a la economía de la tribu -o, al menos, de algunos de sus miembros-, por lo que en 1819 se hizo necesario desarrollar una legislación ad hoc: si bien los esclavos eran una propiedad y se castigaba a quien intentara huir, el régimen era mucho más laxo que el blanco, pues no se separaba a los miembros de una misma familia, no se les trataba violentamente… En la práctica, muchos convivían con las familias propietarias y adoptaban su estilo de vida.
Entre 1820 y 1830 muchos negros fueron trasladados a territorio indio, no sólo cherokee sino el de las Cinco Tribus Civilizadas (choctaws, chickasaws, creeks y semínolas, aunque estos últimos cambiaron de política), empleándose sobre todo en tareas agrarias pero también como porteadores en el tristemente famoso Sendero de las Lágrimas (el traslado forzoso de indios fuera de sus tierras), en minas y, en algunos casos, en trabajos de más cualificación (confección textil, fraguas…).
Se calcula en millar y medio el número de esclavos que tenían los cherokee hacia 1835, aunque en su mayor parte pertenecían a un reducido grupo de trescientas familias acomodadas, a menudo descendientes de blancos (mestizas, pues) y propietarias de grandes plantaciones de algodón, tabaco y otros cultivos, además de ganado. En cada una de estas haciendas podía trabajar hasta medio centenar de esclavos, aunque en algunos casos se registraron cantidades mayores.
El Sendero de las Lágrimas, por Robert Lindneux / Dominio público
Pero, al igual que pasó en la América española y portuguesa, o en las colonias anglosajonas después, los negros no siempre estuvieron resignados a asumir su cruel destino. Si en las primeras abundaron los cimarrones que escapaban de las encomiendas y se refugiaban en la selva o el monte fundando palenques, quilombos e incluso repúblicas, en este caso también hubo un curioso episodio que ocurrió el 15 de noviembre de 1842, cuando unos veinticinco esclavos decidieron huir de la plantación del cherokee Rich Joe Vann, probablemente el más acaudalado, pues llegó a tener doscientos negros en Webber Falls.
La fuga fue sonada porque los esclavos no se limitaron a irse sino que encerraron a sus dueños y asaltaron el almacén, robando armas, provisiones y caballos, aunque pudieron irse sin que nadie les hiciera frente; a la postre, las únicas víctimas fueron James Edwards y Billy Wilson, con los que se toparon en el camino hacia México y estaban en el lugar y el momento equivocado.
Cabalgando hacia la libertad, cuadro de Eastman Johnson / Foto Dominio público en Wikimedia Commons
Con la incorporación de la familia liberada y de otros quince esclavos que también habían escapado de una plantación creek, el grupo ya era demasiado grande para pasar desapercibido y moverse deprisa, así que sus perseguidores cherokee y creek no tardaron en alcanzarlos, produciéndose un enfrentamiento en el que hubo bajas por ambas partes. El resto de afroamericanos logró seguir su camino mientras los indios, inferiores numéricamente, regresaban a su tierra en busca de refuerzos. Dos días después, la Milicia Cherokee, una partida de cien guerreros aprovisionada y autorizada por el gobierno de Estados Unidos, salía a darles caza.
Los localizaron once días más tarde, junto al Río Rojo, donde yacían agotados por el cansancio y el hambre; sin fuerzas para poder ofrecer resistencia, todos fueron apresados y enviados de vuelta excepto cinco a los que se ahorcó, acusados de la muerte de los esclavistas.
Cherokee con su esclavo / Foto Vocativ
El caso de los fugados, magnificado de forma sensacionalista por la prensa (que dijo que eran cientos y convirtió una simple fuga en una rebelión), no cayó en saco roto e inspiró nuevas revueltas, de manera que varios centenares de esclavos lo intentaron en sucesivas fugas. Pocas tuvieron éxito porque para llegar a México o Kansas, tierras no esclavistas, había que cubrir enormes distancias y además los cherokee extremaron la rigidez del código, echaron a los libertos para que no fueran un ejemplo y crearon las llamadas compañías de rescate, dedicadas a cazar fugitivos; algunas de ellas estaban integradas, paradójicamente, por ex-esclavos.
Por tanto, los cherokee continuaron usando aquella mano de obra y en un censo hecho en 1860, víspera de la Guerra de Secesión, tenían alrededor de 4.600 esclavos, a los que había que sumar los 2.344 de los choctaws, los 1.532 de los creeks, 975 de los chickasaws y medio millar de los semínolas (el catorce por ciento de la población de aquellas tribus). La abolición posterior a la guerra acabó con ese episodio de la historia de Estados Unidos.
Fuentes:
Vann slaves remember (Murray County Museum)
/ Ties That Bind: The Story of an Afro-Cherokee Family in Slavery and Freedom (Tiya Miles)
/ Oklahoma Historical Society
/ Wikipedia
/ The Cherokee and the Slave (Samuel H. Johnson)
_______________________________________
Fuente:
https://www.labrujulaverde.com/2016/...erokee-en-1842
George Washington el auténtico genocida de los indios, y no el almirante Cristobal Colon
“la extensión gradual de nuestros asentamientos causará la retirada tanto de los lobos como de los salvajes, ambos bestias de presa aunque difieran en su aspecto”.
George Washington
Bajo estas líneas:
Mapas de la extensión de la corona de España en las indias (América)
% población mestiza/indígena en países americanos:
-Colombia 63%
-Venezuela 57%
-Bolivia 88%
-Ecuador 92%
-Guatemala 82%
-México 85%
-Honduras 96%
-Nicaragua 83%
-Perú 85%
-Estados Unidos 1%
Bajo estas líneas:
Mapas de la extensión de las poblaciones indias, considerados ciudadanos Españoles según las leyes de indias dictadas el 20 de Noviembre de 1542.
Obsérvese como en la zona de colonización franco anglófila los indios han sido exterminados, mientras que en los territorios de la corona de España permanecen.
la Corona Española promulgaba Las Leyes Nuevas, ¨para la gobernación de las Indias y buen tratamiento y conservación de los indios¨.
Fueron creadas para poner a los indígenas bajo la protección de la Corona española.
Los genocidas no fueron los españoles. Nosotros nos mezclamos con ellos.
DUCADO DE MOCTEZUMA:
El título de condado de Moctezuma es un título nobiliario español, otorgado por el rey Felipe IV el 13 de septiembre de 1627 para Pedro Tesifón de Moctezuma, bisnieto de Moctezuma II. Su nombre hacía referencia al monarca mexica.
Hasta nuestros días, el linaje del emperador azteca se mantiene vigente en España después de varios siglos de llevada a cabo la Conquista.
_______________________________________
Fuente:
https://laverdadofende.blog/2018/11/...vSaKxTqJuvVlek
Última edición por Mexispano; 28/11/2018 a las 22:30
Nativos durante la revuelta de Pontiac - Vídeo: ¿De verdad los españoles fueron tan malos en la conquista de América?
La gran vergüenza que esconde la Leyenda Negra: la matanza inglesa de indios con mantas envenenadas
Aunque a día de hoy existe controversia sobre el tema, varias misivas de la época desvelan que el británico Jeffrey Amherst propuso entregar mantas infestadas de viruela a los nativos que asediaban For Pitt en el siglo XVIII
Manuel P. Villatoro
@ABC_Historia
Seguir Actualizado: 26/11/2018 11:21h
Aunque sea difícil de creer, la guerra biológica no comenzó en 1914 cuando, durante la Primera Guerra Mundial, los franceses usaron bromoacetato de etilo para obligar a los alemanes a salir de sus trincheras. Según afirma Teri Shors (de la Universidad de Wisconsin-Oshkosh) en su dossier « Virus: estudio molecular con orientación clínica», su antigüedad se remonta al siglo VI, época en la que «los asirios envenenaban los pozos de agua de sus enemigos con cornezuelo de centeno» y «las tribus beligerantes catapultaban los cadáveres de animales enfermos sobre los castillos para infectar a sus contrarios».
Por tanto, no resulta extraño que los colonos que viajaron hasta el Nuevo Mundo utilizaran la guerra biológica para vencer a los nativos americanos. A veces, sin pretenderlo (como sucedió en muchos casos con los conquistadores españoles) o, en otras tantas, a propósito. En este sentido, el mayor exponente del uso de las enfermedades para someter a un pueblo fue un oficial inglés: Sir Jeffrey Amherst. Comandante en jefe de las fuerzas británicas en América del Norte durante el siglo XVIII, este militar se hizo tristemente famoso por haber propuesto a sus subordinados enviar a los nativos mantas infestadas con viruela para extender esta dolencia entre el pueblo que asediaba Fort Pitt en 1764.
A pesar de que la controversia sobre esta acción sigue todavía viva (existen multitud de investigaciones que dirimen si las mantas fueron o no entregadas), lo que sí está claro es que Amherst envió una carta a su subalterno, Henry Bouquet, en la que le instaba a usar armas bacteriológicas para diezmar a sus enemigos. Una misiva imposible de negar en la que el militar afirmaba que «harías bien en intentar infectar a los indios con mantas, o por algún otro método» para «extirpar a esta raza execrable».
Jeffrey Amherst
Esta práctica, sin embargo, fue también achacada a los hombres de Francisco Pizarro, como bien señalan el propio Shors y Charles Volcy (profesor de biología del departamento de la Universidad Nacional de Colombia) en « Lo malo y lo feo de los microbios». Sin embargo, expertos como Agustín Muñoz Sanz (jefe de la unidad de patología infecciosa del Hospital Infanta Cristina de Badajoz y profesor titular de Patología Infecciosa de la Facultad de Medicina de la Universidad de Extremadura) han negado a lo largo de los últimos años que aquella España que todavía no se había forjado apostara por extender las enfermedades de manera premeditada.
«Los ingleses y holandeses causaron estragos entre los nativos de la costa este americana (actual Massachusetts) infectándolos y matándolos con mantas contaminadas con el virus de la viruela. España no hizo lo que hoy llamamos guerra biológica, por muy pedestre que fuera entonces», explicaba, allá por 2012, el propio Muñoz Sanz en una entrevista concedida a la publicación « Sinc. La ciencia es noticia» (« La viruela y el sarampión fueron perfectos aliados en el éxito de conquista española de América»). En la misma, el experto añadía que, a pesar de lo que la Leyenda Negra ha tratado de expandir, la realidad es que las enfermedades que llegaron desde Europa fueron las que más nativos se llevaron a la tumba. Aunque de forma involuntaria.
Hacia las mantas envenenadas
Llegar hasta el momento en el que Amherst envió esta misiva requiere retroceder en el tiempo hasta el año 1760. Así lo afirma Alexis Diomedi (de la Unidad de Infectología del Hospital del Salvador) en su dossier « La guerra biológica en la conquista del Nuevo Mundo. Una revisión histórica y sistemática de la literatura». En el mismo explica que, hacia el año 1760, el líder de la tribu Ottawa Bwon-Diac (conocido hoy como Pontiac por una mala traducción) declaró la guerra a los colonos británicos y franceses que se habían establecido en los Grandes Lagos y el Medioeste norteamericano.
La contienda permitió a la tribu obtener un armisticio con los galos que se extendió varios años. Sin embargo, no ocurrió lo mismo con las tropas inglesas, entonces a las órdenes de Jeffrey Ambherst, quien había arribado dos años antes hasta la actual Nueva York como comandante en jefe del ejército británico. Así lo confirma el propio Diomedi, quien es partidario de que estos europeos abusaron de los nativos hasta 1763. Ese año, doce tribus de amerindios entre las que destacaban los Ottawa, los Chippewas, los Shawnee, los Mingo y los Delaware se unieron para combatir contra los colonos «british» en Ohio.
A partir de entonces se generó un conflicto que, como señala el periodista, sociólogo y divulgador histórico Gregorio Doval en su popular « Breve historia de los indios americanos», destacó por su crueldad. El mal llamado Pontiac, que se había distinguido como militar a las órdenes de los galos poco antes, llevó a cabo una exitosa campaña mediante la que logró vencer a los ingleses en campo abierto en Point Pelée, a la altura del lago Erice. «Tras ello sitió Fort Detroit, donde mató a 56 blancos, y a 54 más en Bushy Run», añade el autor.
Representación de la viruela
A partir de entonces, y a pesar de que el gobierno inglés intentó delimitar las fronteras para evitar las continuas matanzas, las incursiones nativas se cobraron la vida de cientos de colonos.
Los repetidos ataques de los indios provocaron una respuesta todavía más brutal por parte de los ingleses. «Estos incidentes empujaron a la Asamblea de Pensilvania a volver a ofrecer recompensas a todo aquel que matase a cualquier indio enemigo mayor de diez años, incluidas mujeres, una práctica que había sido útil durante la Guerra de los Siete Años. La guerra fue brutal y el asesinato de prisioneros, el ataque a civiles y otras atrocidades fueron continuos en ambos bandos», añade Doval en la mencionada obra.
Fort Pitt
La conocida como «Rebelión de Pontiac» provocó que, a mediados de mayo, nueve de los once fuertes británicos en la región hubiesen caído en poder de los nativos. Y la situación no era mejor para los otros dos (Fort Pitt y Fort Detroit), que permanecían asediados. «El Fuerte Pitt, ubicado en la confluencia de los ríos Allergheny y Monongahela, se encontraba bajo el mando del capitán Simeón Ecuyer, quien reportaba su situación al Coronel Henry Bouquet en Filadelfia. Este a su vez informaba al General Amherst», añade Diomedi en su investigación.
Tal y como explica la historiadora Elizabeth Fenn en su artículo « Guerra biológica en la Norteamérica del siglo XVIII: más allá de Jeffery Amherst», Ecuyer informó el 16 de junio a su superior de que la situación era muy grave para los civiles y los comerciantes que se refugiaban dentro del fuerte. Ya no solo por los enemigos que acosaban sus muros y por el hambre, sino porque en el interior había un brote de viruela. Tras recibir esta misiva, Bouquet remitió la información a su vez a Amherst. Tal y como explicó, necesitaban refuerzos para poder sobrevivir y que la plaza no cayera en manos enemigas.
Esquema de Fort Pitt
A día de hoy está perfectamente documentado (la carta todavía se conserva) que Amherst propuso a sus subordinados utilizar esta enfermedad para socavar a los nativos, cuya resistencia a las dolencias europeas era mucho menor. Así lo recuerdan Juan F. Jiménez y Sebastián L. Alioto en su dossier « Políticas de confinamiento e impacto de la viruela sobre las poblaciones nativas de la región pampeano-nordpatagónica (décadas de 1780 y 1880)»: «El aislamiento de esas poblaciones con respecto a los habitantes del Viejo Mundo, hizo que enfermedades endémicas y de menor efecto letal del otro lado del océano devinieran epidémicas y altamente destructivas en tierras americanas. Los brotes de viruela, en especial -aunque no únicamente-, diezmaron a los nativos en forma periódica y recurrente».
La respuesta fue la siguiente, según recoge Patrick J. Kieger en su reportaje «¿Los colonos dieron mantas infestadas a los nativos americanos como guerra biológica?»:
«¿No podríamos ingeniárnoslas para contagiar con viruela a las tribus de indios descontentas? Debemos, en este caso, usar una estratagema para reducirlos».
La idea agradó a Bouquet, quien le hizo llegar la siguiente respuesta el 13 de julio:
«Voy a tratar de inocularlos con algunas cobijas que caigan en su poder, teniendo cuidado de no contraer yo mismo la enfermedad».
El 16 de julio, el comandante general envió otra misiva a su subordinado. El contenido, que varía dependiendo del experto al que se acuda, sería el siguiente según Diomedi.
«Harías bien en intentar infectar a los indios con mantas, como también trate de utilizar cualquier otro método que pueda servir para extirpar esa aborrecible raza».
Dudas razonables, epidemia real
A partir de este punto la historia se difumina. Una buena parte de los expertos afirman que la entrega de mantas se llevó a cabo por orden de Amherst. Sin embargo, Kieger es partidario de que el verdadero culpable fue un comerciante y capitán de milicias llamado William Trent. Este habría dejado escrito el 23 de junio que aprovechó el intercambio de regalos entre facciones durante la visita de dos altos dignatarios tribales al fuerte para entregar «dos mantas y un pañuelo» como presente envenenado. «Espero que tenga el efecto deseado», explicaba en su diario.
Fenn afirma que, días después, el mercader hizo llegar al ejército una factura por estos tres objetos «para reemplazar en especie los que fueron tomados de las personas en el hospital para transmitir la viruela a los indios». Sus superiores la aceptaron y le hicieron llegar el dinero. No obstante, para entonces Amherst ya había sido sustituido como comandante colonial por Thomas Gage. En cualquier caso, lo que sí está claro es que -ya fuera Trent o no- existe documentación que certifica que este plan fue orquestado. Aunque, según historiadores como Paul Kelton, no está claro a día de hoy si Bouquet dio órdenes a sus hombres de propagar la viruela o no.
Jeffrey Amherst
En este sentido, Diosmedi recuerda que, según varios autores, esta práctica no era extraña para los ingleses. «El ejército británico venía practicando sistemáticamente la propagación de viruela entre los indios desde 1755, a propósito del brote que diezmó en 1757 a los Potawatomis, a la sazón aliados de los franceses, sus adversarios en la colonización de Norteamérica», desvela. Más allá de las dudas, en los años posteriores al incidente una epidemia de viruela se extendió entre los nativos cercanos al Fuerte Pitt.
Así lo confirmó, en abril de 1764, Gershom Hick, un explorador capturado por las tribus locales apenas un año antes. «La viruela ha estado generalizada y furiosa entre los indios desde la primavera pasada y que treinta o cuarenta Mingos, Delaware y algún Shawneese han muerto de viruela desde entonces, que esto todavía sigue entre ellos». No obstante, otros tantos autores son partidarios de que la enfermedad pudo extenderse mediante otros focos. Otros tantos creen también que Trent se habría jactado en su diario de que su plan había funcionado en el caso de que hubiera tenido éxito.
_______________________________________
Fuente:
https://www.abc.es/historia/abci-ver...neral&ns_fee=0
Actualmente hay 1 usuarios viendo este tema. (0 miembros y 1 visitantes)
Marcadores