Fuente: Siempre, Número 21, Mayo 1960, páginas 9 y 10.
A PROPÓSITO DE UN CENTENARIO
Notas sobre los sucesos de San Carlos de la Rápita
De un trabajo en preparación sobre «Perfil y quiebra de la Monarquía de Sagunto»
Por José Luis Santaló R. de Viguri
El carlismo derrotado en los campos de Vergara no podía por ello decirse vencido, antes bien diera repetidas pruebas de su vitalidad entre las cuales merecen recordarse la campaña de Cataluña en 184[6] y 1849, y el fracasado intento de mayo de 1855; sin olvidar que en la causa de la Legitimidad buscaron los componentes del ministerio relámpago alianzas para llevar a cabo sus planes, ejemplo seguido por otra respetable agrupación inspirada en Palacio que hubo de apelar a idéntico expediente en los días de mayor pujanza de la Unión liberal.
En tales acontecimientos y en otros que no es del caso referir, tuvo su origen San Carlos de la Rápita, que se planeó con la cooperación y beneplácito de altas e ilustres personas. Contábase entre ellos a la reina Isabel quien, nunca demasiado convencida de la autenticidad de sus derechos al trono, escribió hasta tres cartas a su primo el Conde de Montemolín, a vista de las cuales decidió el Augusto Señor se crease una comisión regia suprema revestida de amplias atribuciones y compuesta de individuos que estuvieran a la altura de su misión, figurando entre ellos el conde de Clonard, presidente del nombrado ministerio-relámpago, y que hubo de serlo también de esta comisión en que le acompañaban grandes y títulos del Reino; sirviendo de intermediario entre el Señor y los restantes personajes el padre Maldonado.
Empresa ardua y complicada la que se acometía, fueron venciéndose dificultades y obstáculos, con lo que a pesar de muchos inconvenientes, la comisión llegó a ser un Estado dentro de otro Estado, no obstante el gran poder de don Leopoldo y la hábil astucia de Posada Herrera. Contribuyó sin duda al buen éxito la respetabilidad y prestigio de Clonard, aparte de que uno de los secretarios de la Junta era destacado oficial del ministerio de la Guerra, con todo lo cual pudo la comisión marchar adelante hasta el punto de no haber una Capitanía general donde no estuviese representada su influencia de un modo semioficial, influencia a veces enérgica, ya que alcanzó incluso a llevar y traer Regimientos y mover y remover jefes a su arbitrio.
Ante la oposición de la reina Cristina y la de don Pedro José Pidal, así como la de otros políticos, y las dificultades que se encontraron en Palacio, resultó preciso abandonar los intentos de fusión dinástica, con lo que se planteó el problema de si el movimiento se llevaría a cabo con sólo los antiguos elementos carlistas o si se había de llamar [a] gente nueva. Prevaleció este criterio, y de acuerdo con él se aceptó a destacadas personalidades sin atender a su procedencia, aspirando al obrar de esta manera a que Don Carlos viniese a ser colocado en el trono por el pueblo que necesitaba pan y trabajo y por gente joven e inteligente que sin compromisos ni más ambición que la gloria y un justo bienestar, no [inci]taban recuerdos dolorosos ni inspiraban desconfianza.
Hace entonces su aparición en escena el que va a ser principal protagonista de los acontecimientos que, a partir de aquel momento, se precipitan hasta que, traicionado, caiga por tierra el formidable aparato montado y del que se esperaba, una vez más, la salvación de España. He nombrado al general don Jaime Ortega.
Hombre de opiniones políticas avanzadas, había mudado de parecer por las graves revelaciones que la infanta Luisa Carlota le hiciera sobre los últimos actos de Fernando VII, con lo que comenzó a experimentar ciertas simpatías hacia la causa carlista, siendo lo cierto que al volver de Francia –donde estuvo emigrado y mantuvo relaciones con la familia de don Carlos– estaba ya ligado con aquel partido y deseaba la ocasión de poder ejecutar un acto grande, atrevido, en el que perdiera la vida o diera mucho que hablar, según él decía.
Contábase con Ortega desde un principio y aun se decía haber sido él iniciador del movimiento sobre el cual conferenciara durante su estancia en París con la emperatriz Eugenia, y nombrado Capitán general de Baleares –por no haber sido posible confiarle la Capitanía de Navarra ni la de Castilla la Vieja– desde las Islas prosiguió sus trabajos y su correspondencia con Don Carlos, sometiendo a la consideración de este Augusto Señor un Manifiesto redactado por su amigo Morales, documento aceptado y firmado por Don Carlos sin reparo alguno.
Cada día era más amplio el círculo de influencia de la Comisión regia, cuyo poder se extendía desde el Real Palacio hasta la última de las oficinas públicas, contando con elementos valiosísimos en todos los Ministerios y singularmente en el de Gracia y Justicia, cuyo titular estaba a su entera devoción. Tenía Comisarios regios en todas las provincias y Comandancias generales, y es de notar que en tres largos años de complicada y constante correspondencia, jamás hubo una sorpresa. El secreto funcionaba en todas sus líneas, pero no se revelaba.
Fue el propio Cardenal Primado quien sirvió de intermediario para poner en manos de la Reina la contestación que a sus misivas enviaba el Conde de Montemolín, transmitiendo también la respuesta de Doña Isabel al encargado de hacerla llegar a su destino; Bravo Murillo enviaba un comisionado a Nápoles para tratar de posibles arreglos conciliatorios; celebráronse conferencias con Narváez y Marfori sin resultado definitivo; se visitó a Cabrera, que desaprobó el movimiento en la forma y ocasión en que se trataba de realizarlo y, por último, consiguióse la reconciliación entre Carlos VI y su hermano el infante Don Juan.
En París se había trabajado activamente, pues la propia emperatriz Eugenia celebró reuniones con Fuentes, Elío y algún otro personaje. Mientras tanto, nuestro Gobierno, que se creía auxiliado por la policía francesa, que le comunicaba noticias y nombres, ignoraba lo principal, que era la parte que los Emperadores tomaban en el movimiento preparado para entronizar al Conde de Montemolín.
Por indiscreciones y confidencias descubrióse lo intentado en Burgos y Logroño, y aunque tales sucesos no dejaron de llamar la atención del Gobierno, éste no dio gran importancia a lo que sabía, máxime cuando muchos de los personajes comprometidos, a los que se llamó, se prestaron a emigrar y a cuanto se les ordenase por el Gabinete.
Preparado todo para el 19 de marzo, aplazóse el movimiento por ocho días, y como de ello no se dio cuenta a la Comisión, este incidente vino a desconcertar todos los planes y aun tal vez a él fue debido el doloroso fracaso de lo que tanto tiempo y esfuerzo había costado preparar.
En la madrugada del domingo de Ramos, 1.º de abril, zarpó de Palma la expedición compuesta de cinco vapores y dos buques de vela en que iban embarcados 3600 hombres, cuatro piezas de artillería y 50 caballos, llevando además cien mil cartuchos, mil fusiles de repuesto y sobre 60000 duros sacados de Tesorería. Mas, por desgracia, pudo comprobarse por alguno de los acompañantes de los Príncipes que no tenía Don Carlos ningún partidario entre quienes se hallaban a bordo, llegando incluso a circularse órdenes emanadas del Gran Oriente para hacer abortar, desde el primer momento, el triunfo de aquel Augusto Señor.
No nos toca aquí relatar los hechos ocurridos en todo su detalle. Baste indicar que de acuerdo con tales instrucciones manifestaron varios oficiales a Ortega que no le seguirían si iba contra el Gobierno, a quien aclamó la mayoría de las fuerzas, con lo que desde este instante, y sin que nada más se hiciera, túvose el movimiento por fracasado. Detenido Ortega en Calanda, preguntó si había estallado en Madrid una rebelión y abdicado la Reina, y al oír la negativa exclamó: «¡me han vendido!».
Juzgado por un consejo de guerra ordinario que le condenó a la última pena, el 18 de abril de 1860 el General Don Jaime Ortega, aquel hombre que quería realizar un acto grande y atrevido, murió como cristiano, como valiente y como caballero. Con su muerte respiraron algunos que osaron temer fuese delator. Ésta y no otra fue la razón de su condena.
El 1.º de enero de 1861 fallecía en Brunsee (Estiria) el infante don Fernando, a consecuencia al parecer de una escarlatina tifosa, y víctimas de la misma enfermedad sucumbían en Trieste Don Carlos en la tarde del día 13 y pocas horas después su Augusta esposa Doña María Carolina de Borbón-Dos Sicilias, aunque la verdad es que fueron víctimas de un envenenamiento cometido por la impregnación de un preparado arsenioso en el pan que comían.
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