Fuente: Misión, 18 de Julio de 1942, página 14.


CON LA LEGITIMIDAD TRIUNFARON LOS INTERESES DE LA PATRIA


Dentro de los límites que imponen los trabajos periodísticos, se han puesto de relieve los esfuerzos que los pueblos de la Corona de Aragón hicieron, en los albores del siglo XV, para conseguir que el gravísimo problema de sucesión, planteado por la muerte de don Martín el Humano, se resolviera, como efectivamente se resolvió, con el triunfo del legítimo rey, logrado por las vías del Derecho. Resta ahora examinar muy sumariamente si ha tenido confirmación aquel principio que Pío XI hubo de formular siglos más tarde en estas bellas y precisas palabras de la Encíclica “Mit brennender Sorge”:

“Una autoridad genuina y legal es, doquiera, un vínculo de unidad y un manantial de fuerza, una defensa contra el resquebrajamiento y la disgregación, una garantía para el porvenir”.


La unidad nacional

Se ha indicado ya que la sentencia fue acatada por los pueblos y por los pretendientes. Los Parlamentos, que estuvieron reunidos durante el interregno, se disolvieron; el rey, en cambio, reunió Cortes, en las que recibió el juramento de fidelidad y el reconocimiento de su hijo don Alfonso como heredero. A ellas acudieron el duque de Gandía y don Fadrique de Aragón, dos de sus competidores, y le hicieron homenaje. El conde de Urgel mandó mensajeros al rey para que le prestasen juramento de fidelidad en su nombre, como así lo hicieron en la catedral de Lérida. Después de coronado con gran pompa en Zaragoza, dio un paseo a caballo por la ciudad, y llevaban los cordones del freno, entre otros varios magnates, el duque de Gandía, don Fadrique, conde de Luna, el duque de Cardona, caballeros de Valencia, y los embajadores de Barcelona. El riquísimo palio que cobijaba al rey lo llevaban doce ciudadanos de Barcelona.

La desdichadísima rebelión a que dio lugar el conde de Urgel, instigado por su madre y por el excomulgado Antonio de Luna, terminó rapidísimamente porque, no sólo no encontró eco en Cataluña, sino que las Cortes catalanas aprestaron un ejército para reducirla, del cual formaba parte el duque de Gandía con trescientas lanzas, y autorizaron al rey para que instruyera proceso al conde como reo de lesa majestad.

En una vista del rey con el Papa Luna, le dio éste la investidura del reino de Sicilia, que había revertido a la Santa Sede a la muerte de don Martín, y los de Cerdeña y Córcega. Con ello, y las providencias que se adoptaron, quedaba asegurada la unidad de la Corona de Aragón.

Si ésta se hubiera quebrado, lo más probable es que hubiera fracasado la unidad política española, reflejo de la unidad nacional, que hubo de llegar a sazón en tiempos del nieto del de Antequera. El reconocimiento del derecho a reinar de aquél, no sólo no estorbó el curso natural que a ella necesariamente había de llegar, sino que la precipitó; y, así, pudo lograrse, sin violencias, cuando más necesario era para oponer un reino poderoso y de robusta fe al aluvión demoledor del protestantismo.

Pero antes, la Corona de Aragón había de tomar parte principalísima en conjurar una de las calamidades más tremendas que han caído sobre la Cristiandad de Occidente, y, con su esplendor, preparar los caminos de la intervención de España en los grandes problemas europeos que el Renacimiento había de suscitar.


Fin del Cisma de Occidente

Se habló antes del cisma que afligía a la Cristiandad. Tres eran los que, entonces, se titulaban Pontífices, y tan enredadas andaban las cosas, que, en lo humano, no había medio de averiguar cuál de los tres –Juan XXIII, Gregorio XII y Benedicto XIII– era el sucesor de San Pedro. En frase del gran obispo Torras y Bages, era un cisma material más que formal; toda la Cristiandad quería obedecer al Papa legítimo; pero andaba dividida en tres obediencias, no por mala voluntad, sino por lo difícil o imposible de resolver de una manera indubitable cuál de los tres en ejercicio era el poseedor de la legitimidad.

Aragón y Castilla eran de la obediencia del Papa Luna, no por capricho o arbitraria disposición de sus reyes. En uno y otro reino el acuerdo del rey había ido precedido de una Junta de teólogos que examinaron el caso. San Vicente Ferrer era también de esta obediencia, y gran amigo y defensor de Benedicto XIII; pero es lo cierto que debía ser mucha su templanza en esta cuestión que apasionaba los ánimos, por cuanto podía circular y predicar libremente en los pueblos sometidos a las otras obediencias.

Pudo, por fin, reunirse el Concilio de Constanza, contra el que, en frase gráfica del santo, trabajaron mil millares de demonios, ante el cual habían de renunciar al Pontificado los tres Papas en ejercicio para elegir el que debía continuar la ininterrumpida serie de los sucesores de San Pedro. La Cristiandad entera deseaba que a él asistiera San Vicente; el rey de Aragón, a sus embajadores, les encargó que de todas las cosas pidan consejo al santo; Gerson, el famoso canciller de la Universidad de París, le escribió en nombre del Concilio, rogándole su asistencia; pero el santo defirió la invitación para seguir su incesante labor misional de legado a látere de Cristo. Esto no obstante, el Concilio, por boca de Gerson y del Papa nuevamente electo, Martín V, ya universalmente reconocido, confesaron que fue San Vicente uno de los más poderosos instrumentos de que la Providencia se había valido para restituir la paz a la Iglesia.

Tan importante factor era la Corona de Aragón, que el emperador Segismundo mandó una embajada a Fernando invitándole a una visita en Marsella, Niza o Savona. Quiso éste, primero, obtener la conformidad del Papa Luna, y tuvo con él diversas entrevistas, en que le apremió a que accediera a renunciar en bien de la Iglesia, sin poder conseguirlo. A Perpiñán acudieron Benedicto, el emperador y el rey, pero el primero huyó a Peñíscola. Reunió entonces Fernando una Junta magna de teólogos, a la que asistieron Sagarriga, arzobispo de Tarragona, compromisario de Caspe y defensor del Papa Luna, y el famoso arzobispo de Burgos, don Pablo de Santa María, en cuya Junta se determinó que se hiciesen al de Luna tres requerimientos, y que, si no daba contestación satisfactoria al tercero, se le negase la obediencia. Se hicieron, sin resultado, los requerimientos, y tomó entonces el rey consejo de San Vicente, que juzgó había llegado el momento de no obedecer al de Luna. A este efecto, se dictó un decreto real el día de Reyes del año 1416.

Al tener de ello noticia los padres del Concilio, cantaron un solemne Te Deum, celebraron una magnífica procesión de acción de gracias, y dirigieron entusiastas cartas a don Fernando y a San Vicente.

A la vista está la gloria que alcanzó la Corona de Aragón ante la Cristiandad, no sólo por la fuerza material de sus ejércitos y escuadras, que tenían el señorío del Mediterráneo, sino por la autoridad moral lograda por la sabia y prudente manera en que, los pueblos que la formaban, supieron resolver los problemas políticos más intrincados, y más expuestos a falsas soluciones, que a los pueblos pueden presentarse. La unidad de la Confederación de los reinos de la Corona no se basaba en la siempre aleatoria acción represiva de la fuerza material, sino en el profundo respeto al Derecho; en las consumadas ciencia y prudencia políticas de gobernantes y gobernados; en la veneración que éstos sentían por la institución monárquica, cuyo poseedor querían estuviese investido de la máxima autoridad moral, y, por ello, no podían consentir otros títulos que los de la legitimidad más pura, que tiene sus raíces en el respeto al Derecho, y no en las reales o supuestas conveniencias del momento, o en la fuerza de las armas. España entera ha de estar orgullosa de ésta tan pura y sin par gloria de los pueblos de la Corona de Aragón.


Consecuencias políticas

El nieto del rey que resultó favorecido con el fallo de Caspe, por su matrimonio con doña Isabel, realizó la unidad española; desde entonces, los reyes de Aragón fueron reyes de España. Andando el tiempo, Cataluña y los pueblos hermanos perdieron los fueros y libertades, y se vieron, como los demás de España, sujetos a un centralismo absorbente, que, sobre ser despótico, estaba en oposición con su genuina manera de ser, y negaba los principios cardinales que rigieron sus leyes políticas. Más adelante, el liberalismo acentuó el despotismo hasta transformar radicalmente, y por la ley del más fuerte, la misma constitución social. En las luchas políticas que modernamente se han suscitado, al tratar estos temas, se ha atribuido todo ello a las consecuencias lógicas del fallo de Caspe, y contra él se han levantado no pocos calificándolo de iniquidad, que violó el derecho del conde de Urgel y sacrificó a Cataluña.

Ni una palabra más se ha de añadir a lo ya escrito acerca de la cuestión de derecho, ni tampoco es hora de ceder a la tentación de estudiar las causas de la decadencia política de Cataluña, porque no es cosa que puede tratarse a la ligera, y es hora ya de dar fin a estos escritos acerca del Compromiso. Pero sí hemos de observar que es un hecho, que demuestra la historia de la época, que la unión con Castilla no fue, en manera alguna, contra lo que podríamos llamar la pública opinión de entonces; antes bien, fue muy bien recibida. Bueno es hacer notar que, en las luchas del Principado con don Juan II, los catalanes ofrecieron la soberanía al rey de Castilla por su tan próximo parentesco con Fernando de Antequera; es decir, respetando, mejor dicho, confirmando la legitimidad que triunfó en Caspe. Y fue Enrique IV, por algún tiempo, tenido por legítimo soberano de los catalanes, con lo que la unidad española, a impulso de Cataluña, pudo hacerse unos años antes si el rey castellano hubiera sido otro.

Los pueblos que tan maravillosamente supieron hacer triunfar su voluntad al servicio del Derecho en la crisis que culminó en Caspe; los que no habían de tardar en levantarse contra Juan II en defensa del derecho que la ley concedía al primogénito, el desdichado príncipe de Viana, y obligaron a un rey como don Juan a someterse, no habían de consentir, del que acababa de ser elegido en Caspe, una violación de sus libertades y fueros. Ni puede creerse que, conscientemente, éste, que con tanta nobleza se había portado en la regencia de Castilla, atropellara a unos pueblos que, defendiendo el derecho, le habían sentado en el trono. Se dice que “se rompieron unas Cortes” de Cataluña por unas palabras “muy cargosas” de don Fernando, cuando, ni en las actas de las Cortes, ni en otros documentos, aparece rastro del incidente. Se ha sacado partido de que el Despensero del rey no quisiera pagar un impuesto, el vectigal, que pesaba sobre el pescado, pero es lo cierto que habló Fivaller con el rey, y el impuesto fue pagado por la casa real, según consta en los libros. Y también lo es que, en unas Cortes convocadas por el de Antequera, se acordó traducir al catalán, por primera vez, los Usatges y demás Constituciones de Cataluña, que hasta entonces se escribían en latín. Consejero suyo durante su vida fue el Arzobispo de Tarragona, Sagarriga, que no había votado en Caspe, y, al morir, dejó a su hijo Alfonso a la leal solicitud de los conselleres de Barcelona. La más característica de las instituciones catalanas, la Diputación del General, la Generalidad, Consejo permanente de las Cortes, quedó asegurada y definitivamente constituida por unas Cortes del rey don Fernando.

Sampere y Miquel, catalanista acérrimo, ha escrito: “Mas los verdaderos responsables son otros (no los titulares de la dinastía castellana), y estos otros son los legistas del siglo XV, que, entusiasmados y convencidos, defendían el absolutismo y el socialismo romanos”.

La cumbre del poderío, de la gloria, de la prosperidad, lo alcanza la Corona de Aragón, Cataluña muy principalmente, durante el reinado de Alfonso el Magnánimo, hijo de Fernando de Antequera. Si en Caspe se hubiera procedido a una elección, y se hubiera tomado como norma el criterio utilitarista propio de los políticos, que atienden sólo a lo que se llama realidades prácticas, las conveniencias del momento, seguramente hubiera resultado elegido el duque de Provenza, que, con el auxilio de Francia, estaba conquistando el reino de Nápoles, cuya investidura le había dado el Pontífice. Ofrecía éste a Cataluña, que vivía del Mediterráneo, el convertir la parte occidental de este mar en un lago catalán, ya que poseía en él, además de las Baleares, Sicilia, Córcega y Cerdeña. Génova, la eterna rival mercantil de Barcelona, hubiera quedado ahogada por entero, o poco menos, entre Provenza, Nápoles y las islas. Pero triunfó en Caspe el Derecho, y no la utilidad. Aunque, al fin y al cabo, como premio quizá a tan sabia conducta, Nápoles fue de la Casa de Aragón. El duque de Provenza no pudo conseguir su empeño de conquistar el reino que se le había adjudicado, y la viuda de su competidor, Ladislao, acabó entregándolo al poderoso rey de Aragón, Alfonso el Magnánimo.

Tan cierto es que fueron gloriosas las consecuencias políticas del fallo del Compromiso de Caspe, que Bofarull, uno de los principales adversarios del Compromiso, que no perdona a San Vicente su eficaz intervención en él, al iniciar la historia del reinado del de Antequera, escribe:

“Empezamos un reinado altamente glorioso para Cataluña…”.



Luis ORTIZ Y ESTRADA