Fuente: Misión, 27 de Junio de 1942, página 16.
EL COMPROMISO DE CASPE
Muerte de un rey y fin de una dinastía
La dinastía catalana de los reyes de Aragón la fundó Vifredo el Velloso, en 1134, y de ella salieron monarcas tan gloriosos como Jaime el Conquistador, que fundó más de dos mil iglesias y dio y ganó treinta batallas a los moros. A fines de mayo de 1410, su último representante en línea directa, el rey don Martín el Humano, enfermó gravemente en Valldoncella, monasterio de las cercanías de Barcelona, mientras en ésta estaban reunidas las Cortes catalanas. Para entonces había fallecido su único hijo y sucesor, rey de Sicilia, mientras le llegaba la ocasión de ceñir la corona de Aragón, sin dejar otros descendientes que un hijo ilegítimo. Heredero don Martín de su hermano, no le quedaban otros que pudieran sucederle. A la muerte de su hijo, y con el fin no logrado de tener descendencia legítima, casó don Martín con Margarita de Prades. Al enterarse las Cortes de la gravedad del rey, acordaron nombrar una embajada con representación en los tres brazos –eclesiástico, militar y popular o real– para que fuera a urgir al enfermo una solución. Tanta era la ansiedad, que aquel mismo día, a las once de la noche, se presentó la embajada en la regia residencia, solicitando ser recibida por su majestad. En la cámara real estaban Ramón Cescomes, protonotario del rey, con otros dos notarios, el obispo, el gobernador de Mallorca y el gobernador de Cataluña, camareros del rey, su mayordomo y don Francisco de Aranda, consejero del rey, donado de la Cartuja de Porta Coeli, que fue más adelante uno de los compromisarios de Caspe.
Ante ellos, Ferrer de Gualbes, consejero de Barcelona, que presidía la embajada, dirigió al rey las siguientes palabras, transcritas por el puntualísimo Zurita: “Señor: nosotros, que somos elegidos por la Corte de Cataluña y estamos aquí delante de vuestra majestad, os suplicamos humildemente que os plega [sic] hacer dos cosas, las cuales redundan en soberana utilidad de la cosa pública de todos vuestros reinos y tierras. La primera, que los queráis exhortar que tengan entre sí amor, paz y concordia, porque los quiera Dios conservar en todo bien; y lo otro, que tengáis ahora por bien de mandar a todos los de vuestros reinos y tierras que por todo su poder y fuerzas hagan por tal forma y manera que la sucesión de vuestros reinos y tierras, después de vuestros días, venga a aquél a quien por justicia deba, como esto sea muy placiente a Dios y en gran manera provechoso al bien público y muy hermoso y perteneciente a vuestra real dignidad”. Y tornado a decir lo mismo –prosigue el analista aragonés–, le preguntó así: “Señor, ¿pláceos que la sucesión de vuestros reinos y tierras, después de vuestros días, venga al que por justicia debe venir?”. Y entonces respondió el rey y dijo: “Sí”. Al otro día, sábado, que fue último de mayo, a hora tercia, nuevamente compareció ante el rey Ferrer de Gualbes con la embajada “y redujo a su memoria las mismas palabras, y respondió de la misma suerte, y el protonotario le hizo la misma pregunta, y le respondió lo mismo, y murió aquel mismo día”.
Cuenta el puntualísimo cronista que junto al rey estaba por aquel entonces la madre de su cuñado, el conde de Urgel, mujer de pelo en pecho y desaforada ambición, causa de las desdichas de su hijo y del desastre de tan noble y poderosa casa, cuya señora, asiendo al moribundo rey por el pecho, le increpó para que declarara, sin más, sucesor a su hijo. Los consejeros de Barcelona “fueron a la mano” a la condesa, obligándola a que tratara con el debido respeto al rey.
Todo ardía en guerra, cisma y disensión
El relato del puntual cronista, príncipe de nuestros historiadores, sin retóricas ni aliños que refuercen los contrastes, con la sencilla naturalidad del lenguaje liso y llano, suspende el ánimo con la sobrecogedora impresión de las grandes escenas de la historia. Necesario es sobreponerse a ella para fijar la atención en las palabras que tan solemnemente se cruzaron entre el rey y la embajada de las Cortes, porque en ellas están íntegramente planteados el problema y la solución que hubo de tardar no poco en aplicarse.
Quizá a alguien sorprenda que no fuera más terminante el ruego de la embajada solicitando del rey, en aquellos momentos en que iba a comparecer ante la presencia de Dios para rendir cuentas de su vida, que determinara él quién había de ser su sucesor. Preciso es tener en cuenta que, desde la muerte de su hijo, se le instaba una y otra vez a que lo hiciera; que ante él acudieron con sus pretensiones quienes se consideraban en derecho, sin que se lograra convencerle. Pudo ello ser debido a dudas sobre el verdadero derecho preferente, pero es más probable que la causa estuviera en el cariño que sentía hacia el nieto ilegítimo que a su lado se educaba. Probablemente deseaba que él fuera su sucesor a falta de descendientes legítimos, y no debió perder la esperanza de lograrlo convenciendo a los pueblos por medios suaves. El mismo temor de que el problema se resolviera por los medios violentos de una lucha armada que habría de ser fatal para los reinos, quizá pensó que podía inclinarlos a aceptar por rey al descendiente ilegítimo de sus reyes. Por de pronto, había conseguido ya del Papa Luna la legitimación del nieto. Lo cierto es que acogía las pretensiones de los competidores muy amablemente, sin desengañar a ninguno, ofreciendo siempre que se resolvería en justicia.
Conviene hacer hincapié en que, para el rey y para las Cortes Catalanas, la muerte de don Martín no dejaba al trono sin sucesor de derecho. Podía ser difícil determinar el sujeto del derecho, pero lo había, y necesario era encontrarlo. El rey no se había atrevido a señalarlo en plena salud, ni era probable que se atreviera en su lecho de muerte. Pero, dado el derecho consuetudinario, necesario era que la última voluntad del monarca rigiera la designación del sucesor. Sabiamente, y en la medida de lo posible, a ello proveyeron las Cortes. Uno era el poseedor del derecho; éste era el que debía venir por justicia en amor, paz y concordia de los reinos. Recogida tan solemne y manifiestamente la última voluntad del monarca, deber de las Cortes era cumplirla en todos sus extremos. Y a ello se aplicaron con prudencia, fortaleza y templanza que les dieron el triunfo, a pesar de las grandes dificultades con que tropezaron.
Esta posición angustiosa en que se encontraba la Monarquía de Aragón, a falta de un titular con derecho manifiestamente claro, era la de la Cristiandad de aquel entonces con respecto al Pontífice. No eran cismáticos los cristianos, no obstante encontrarse divididos por razón de la obediencia a diversos Papas. Todos querían con voluntad firme obedecer al legítimo sucesor de San Pedro, pero, en pleno Cisma de Occidente, ¿cuál de los Papas en ejercicio era el legítimo sucesor? Por uno de esos arcanos de la Providencia, quedó este punto en tanta oscuridad que los más sabios doctores y los más virtuosos varones andaban divididos en sus opiniones: Bernat Metge, en el segundo de los diálogos de “Lo somni” –obra cumbre de la literatura catalana– finge el juicio del alma del rey don Juan, hermano de don Martín, en el que se esfuerza el diablo en ganar el pleito y le pregunta quién era el verdadero Papa, a lo que contestó el alma del rey: “Clemente, de santa memoria”. “¿Cómo lo sabes tú –repuso el diablo–, si no lo sé yo, que presencié la elección de los dos, y en buena razón mejor debería saberlo?”. Por eso, siguiendo a sus prelados y reyes, los cristianos prestaban obediencia a uno u otro Papa, firmemente persuadidos de que la prestaban al legítimo sucesor de San Pedro. Las coronas de Aragón y Castilla, unánimemente, eran de la obediencia de los Papas de Aviñón, cuyo titular era, por aquel entonces, Benedicto XIII, que ha pasado a la historia con el nombre de Antipapa Luna, porque se mostró rebelde a las decisiones del Concilio de Constanza que resolvió la cuestión. Entonces Aragón y Castilla le retiraron la obediencia. El papel del Antipapa en todo el proceso que culminó en el Compromiso de Caspe fue realmente importantísimo, influyendo con su autoridad en llegar a la decisión de concordia y justicia que se deseaba, cosa que a nadie puede sorprender, dada la importancia del caso y las instancias de los pueblos que recibía.
En el interior de cada uno de los reinos no faltaban cuestiones que, sin la poderosa autoridad del rey, traían hondamente divididos los ánimos, y frecuentemente acudían a la lucha armada en defensa de particulares intereses. En Valencia, los Centellas y Vilareguts andaban a la greña, y fueron inútiles cuantos esfuerzos se hicieron para llegar a reunir a todo el reino en un solo Parlamento. En Aragón, los Urrea y los Luna tenían dividido el reino en bandos irreconciliables. En la misma Cataluña, que tan sabia prudencia hubo de demostrar, no faltaban querellas que a la espada acudieran para resolverse: el obispo de Urgel y el conde de Pallars, los bandos de la ciudad de Lérida, vecina del condado de Urgel. El brazo militar andaba muy dividido, pues pretendían los nobles de segunda clase constituir un brazo especial al estilo de Aragón, cuyas Cortes constaban de cuatro brazos. Como es natural, todas estas cuestiones se resolvían en adhesiones más o menos decididas en favor de uno u otro de los pretendientes, y era muy de temer una explosión general que acabara con la corona de Aragón, seguramente la más poderosa de la cristiandad por el dominio que tenía del Mediterráneo.
Gravísimo era el peligro que amenazaba de que el problema de sucesión se convirtiera en un problema europeo que trocara a los reinos en campo de batalla internacional. Uno de los pretendientes era el infante de Castilla, que conquistaba laureles inmortales en guerra con los moros; otro, el rey de Nápoles por investidura de la Santa Sede, al que decididamente protegía Francia; el conde de Urgel, una de las casas, por sus riquezas y la extensión de sus dominios, más poderosas del mundo, estaba en tratos con Inglaterra.
La Edad de Hierro
Ello ocurría en la Edad Media, en esta edad tan maltratada por la literatura y por la política moderna. Edad de hierro, ciertamente; de pujantes pasiones, pero de muchísima fe y poderosísima vitalidad. Un siglo sólo de esta Edad nos ha legado la “Summa” de Santo Tomás, la “Divina Comedia” y la catedral de Colonia. Es la Edad que resuelve el problema social aboliendo la esclavitud, que crea las Órdenes monásticas y de Caballería, instituye las monarquías modélicas, los Municipios libres, las Cortes, los Gremios, las Universidades y las naciones. En la Edad Media nace y se desarrolla la Escolástica y surgen el románico y el gótico con las grandes catedrales y edificios civiles que todavía son asombro del mundo; y se forman los idiomas romances, que tanta perfección habían de alcanzar.
Cualquiera de estos hechos indiscutibles es admirable y pletórico de consecuencias beneficiosas para la humanidad; el conjunto pasma y maravilla, pero ninguno de ellos es bastante para que la ciencia y la literatura, hijas del protestantismo y de Rousseau, suspendan sus imprecaciones hacia aquella Edad que tan hondamente sintió el cristianismo, y, por esto, tan fecunda fue en toda suerte de bienes. Frente a todo esto, ¿qué valen los supuestos o reales abusos, que ciertamente los hubo entonces, como los hubo antes y los ha habido después, como los hay ahora y los habrá siempre, mientras el hombre sea hombre y la tierra sea un valle de lágrimas?
Fue una suerte que se diera el problema en esta Edad, ya muy avanzada, cuando la sociedad estaba firmemente constituida por la íntima trabazón de un conjunto armónico de instituciones sociales y políticas alimentadas por la savia vivificante de la fe; cuando las cuestiones que hondamente afectaban al ser social procuraban encontrar solución, superándolas con medios e instituciones adecuadas.
Porque es lo cierto que la robusta trabazón de las instituciones sociales y políticas prevaleció sobre la evidente acción disolvente de la falta del órgano por que se ejercía la autoridad, que es un factor principalísimo de unión. Y esta íntima trabazón, una de cuyas manifestaciones es la comunidad de ideas y sentimientos, hubo de proveer, no sólo a crear nuevamente el órgano en circunstancias particularmente difíciles, sino a llenar sus funciones espinosísimas durante el interregno.
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Las consideraciones que preceden son convenientes para situar en su marco adecuado el Compromiso de Caspe, para comprender algo de la profunda significación de una de las más puras glorias de la patria. En el próximo número seguiremos el estudio, que bien vale la pena de dedicar algún espacio a un hecho que Zurita y Abarca tuvieron por grande y maravilloso, y Mariana, por semejante a milagro; que hizo exclamar al vizconde de Rocaberti: “este hecho, muy loable y digno de gran memoria, no sin razón resplandecerá e iluminará… por todo el mundo universal”.
El 28 de junio del año 1412, San Vicente de Ferrer, como se verá, anunció solemnemente en Caspe la solución del problema que a los compromisarios se había confiado, anunciando que don Fernando de Antequera era quien mejor derecho tenía a la corona.
Luis ORTIZ Y ESTRADA
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