Excelente artículo desde una óptica hoy ignorada: la monarquía española auténtica, al servicio del pueblo y de la nación, históricamente atacada por la nobleza y grupos de poder (modernamente burguesía, plutocracia...) para hacerla títere y hechura suya.
Motivo del mismo : el inminente derrocamiento del Estado popular del 18 de Julio para poner al nuevo rey al servicio de la plutocracia y sus lacayos, los partidos políticos bajo el señuelo de “las libertades” (como ya sucedió en el siglo XIX tras el traicionado despertar popular de 1808):
Revista FUERZA NUEVA, nº 469, 3-Ene-1976
“O LOS PRINCIPIOS O LA OLIGARQUÍA” (por Vicente de Perlora)
LA MONARQUÍA Y SUS PRINCIPALES VENTAJAS: INDEPENDENCIA
La Monarquía presenta indiscutibles ventajas que justifican su predominio durante no pocas centurias en la Europa cristiana. Su ocaso corre paralelo al de la sociedad occidental.
Dentro de tales ventajas, la unidad y la continuidad se invocan como clásicas. Además, la Monarquía hace coincidir sutilmente el interés del Rey con el interés de la nación. El Rey, por propio egoísmo, ha de tender a la búsqueda de lo más benéfico para la comunidad. Según observa Rafael Gambra. “El carácter hereditario excluye de raíz el gobierno de apariencias, el hacer que se hace… La Monarquía engendra una vinculación humana total: los problemas del país son los problemas del Monarca, su solución gravita sobre él de por vida: solo a su hijo podrá trasponerlos”. El Rey, que no puede dimitir, ha de afrontar la problemática nacional, tratando de hallar las fórmulas idóneas, pues, si yerra, será él mismo o su propio hijo el primero en sufrir los efectos de una política desacertada. No le cabe siquiera el cómodo expediente de la dimisión. De ahí que la perspectiva regia se orientará hacia la visión del problema en sus auténticas proporciones, huyendo de las falsas soluciones engañosas a corto plazo. Por eso se ha dicho que los reyes laboran para el porvenir.
Otra de las características sobresalientes de la Monarquía es la independencia. Los reyes no proceden de ningún partido ni clase social específicos. A diferencia del electo que se debe al bando, facción o estamento que le auxiliara a encumbrarse y le ayuda s sostenerse, la Realeza se coloca por encima de las parcelas sociopolíticas, pues su autoridad no deriva de la acción de ninguna de ellas en exclusiva, sino de un hecho biológico independiente cual es el nacimiento. Ese rasgo distintivo y fundamental de la Monarquía sitúa a su titular sobre las banderías y estratos político-sociales y le habilita para una óptica enfocada hacia el auténtico bien común, y no tiene que desviarla para ganar la próxima elección, supeditando el bien de la Patria al bien de los que le procurarán los votos precisos.
Sobre las clases y los partidos
Tal independencia, deducida también del carácter hereditario, ubica a la Monarquía sobre las clases y los partidos. Al responder la posesión del cetro sólo al lugar ocupado dentro del haz de sucesores del rey anterior, se es Rey «por la gracia de Dios»; es decir, la corona no se ciñe por haberla obtenido con auxilio de una parcela política o social, sino por un suceso al margen del mundo de las banderías y de los estamentos: el nacimiento.
La Monarquía consigue así autonomía vedada a la República. Precisamente dicha autonomía la indispone con las élites o aristocracias. Los grandes, los notables, los próceres de la comunidad miran de soslayo a ese poder independiente que se supraordena al de ellos. Su rival se halla en el Rey que, como el águila desde la cumbre, contempla la problemática de la comunidad y puede, en aras del bien del todo, disponer medidas que lesionen los privilegios de la élite dominante. Los jefes de la nobleza, los líderes de los partidos, los “cerebros” de la plutocracia, por lo general, no sienten regocijo ante un poder que no procede de ellos y que, por tanto, goza de la posibilidad de coartar la libre acción de las oligarquías que tales líderes, jefes, “cerebros”… acaudillan.
INTENTOS NOBILIARIOS DE MEDIATIZAR LA MONARQUÍA
De ahí la predisposición constante de las élites a mediatizar, cuando no cabe derribarla, a la Realeza. Y veremos a la aristocracia guerrera de la Edad Media en pugna permanente con los Reyes.
En Castilla aprovecha la minoría de Fernando IV y de Alfonso XI para intentar consolidar la hegemonía nobiliaria, hasta el extremo de combatir y derrocar a Pedro I. Tras la muerte en Montiel de Pedro I, quedaría entronizada la rama bastarda de los Trastámara, que, al acceder al Trono con ayuda de la nobleza, permanecería mediatizada, hasta que los Reyes Católicos acabaron con el poder nobiliario. En Aragón son de sobra conocidas las pretensiones nobiliarias plasmadas en el famoso “Privilegio de la Unión”, roto por Pedro IV, con quien llegaron a enfrentarse los nobles en las batallas de Epila y Mislata. En Navarra, el padre de Fernando el Católico, Juan II, también hubo de poner término al poder de la nobleza.
A través de las tensiones entre Realeza y nobles se alcanzaron momentos en los cuales la autoridad de aquélla se redujo casi a la nada, como, por ejemplo, la “farsa de Ávila”, donde se hizo público escarnio de Enrique IV de Castilla, a quien se destronara simbólicamente. Y es durante dichos periodos de crisis de la autoridad real y de hegemonía nobiliaria cuando los respectivos reinos de Valencia, Aragón y Navarra se ven asolados por las luchas internas entre las banderías de Centelles y Soler, Lunas y Gurreas, agramonteses y beaumonteses.
Triunfo del bien común
El Rey, respaldado por el estado llano, lograría sustraerse al control nobiliario e independizarse. La alianza del Rey con las clases inferiores representa una constante histórica. Y la victoria de la Realeza sobre el estamento nobiliario significa el triunfo del bien común sobre el particular de los diversos estratos sociales, principalmente sobre el de los más poderosos, que aspiran a aherrojar el Estado en su provecho.
Mas la tensión entre Rey y élite subsistirá. A veces aflora violentamente, como en la Fronda, donde la aristocracia francesa se alza contra Luis XIV, aprovechando su menor edad para tratar de derribar la Monarquía. Otras se manifiestan a través de las doctrinas elaboradas por el noble barón de Montesquieu que, a pretexto de racionalizar el poder, configura el sistema que, de no haberse entremetido las concepciones democráticas de Rousseau, hubiera garantizado el predominio de la élite, a semejanza de lo acaecido en Inglaterra hasta casi el siglo XX, y reducido el poder de la Realeza hasta transformarla en aditamento decorativo.
No se olvide que la Revolución francesa se iniciaría con la crisis debida a la insubordinación de los parlamentarios –nobleza de toga- y que fuera la Asamblea de Notables la que decidiera a Luis XVI a convocar los Estados Generales, de los que las altas capas sociales –nobleza, alto clero, parlamentarios…- esperaban anular el poder regio en beneficio propio.
II LA OPORTUNIDAD DE LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA: SU FRUSTRACIÓN
En España ha habido dos momentos postreros, en los cuales sendas convulsiones profundas han propiciado el inequívoco propósito de rectificación histórica.
El primero se desarrolla con motivo dela Guerra de la Independencia. La lucha contra el invasor francés y contra la ideología del 89 que enarbola sacude hasta la última fibra del sentimiento nacional, que reafirma los genuinos ideales patrios basados en la Religión y la Monarquía. Nace así la corriente de reformismo realista que, según han demostrado los historiadores contemporáneos –Federico Suárez Verdeguer, sobre todo-, pretendía reanudar la ruta comunitaria sobre el sólido cimiento de la Tradición, alejándose tanto del despotismo ilustrado de tipo borbónico como de la senda liberal.
Al lado de esa corriente y entre las clases altas fluyó el liberalismo que aseguraría la pujanza de la élite en detrimento de la Realeza. Se aprovecharía así el propósito de rectificación nacional por la élite –burguesía y nobleza- para procurar la mediatización, otra vez, del poder regio, instaurando la Monarquía constitucional.
Merced al golpe de Estado consumado en 1832, a raíz de los Sucesos de la Granja, la élite se apoderaría de los resortes del poder e implantó el liberalismo, que sirviera para anular la autoridad independiente representada por el Rey y para imponer la preponderancia absoluta de una oligarquía.
José Luis Comellas lo ha descrito con trazos que perfilan la auténtica fisonomía liberal:
“El liberalismo decimonónico por excelencia es minoritario y selecto. Aborrece la democracia y el gobierno popular. Proclama una Constitución como ley fundamental del régimen, pero muchas veces se olvida de consignar en ella los derechos del pueblo. Sigue un sistema parlamentario en el que lleva la voz cantante una asamblea que representa al país; pero esta asamblea la designan sólo unos pocos electores, y para ser diputado hay que reunir unos requisitos imprescindibles. Es cierto: en un sistema liberal, el Rey, aunque reina, no gobierna. Pero tampoco gobierna el pueblo, sino una selecta minoría.
“En España ese sentido minoritario aparece más destacado que en otros países europeos. La élite gobernante está formada por tres grupos distintos de personas:
· a) Los intelectuales. Son los que dan las ideas y los que configuran doctrinalmente el sistema, en especial durante la regencia de María Cristina.
· b) Los hombres de negocios o propietarios. Aportan su fuerza económica y llegan a confundir la riqueza con el derecho al poder. Sólo los ciudadanos que disfrutan de una renta determinada tienen derecho de voto (sufragio censitario).
· c) Los militares. Columna del régimen en la guerra civil, se hacen pagar el servicio en alta moneda. La débil burguesía española tiene que apoyarse en el brazo militar para poder sostenerse. Los militares se encaraman a los altos puestos políticos y a mediados del siglo XIX será muy raro el gobierno que no esté presidido por un general.”
“Un cerebro que piensa (los intelectuales), un brazo que defiende (los militares) y un elemento nutricio (negociantes y propietarios), en cuyas manos está la riqueza y prosperidad del país; la amalgama de estas tres aristocracias rectoras nos recuerda vagamente a los tres estamentos del Antiguo Régimen. Con una diferencia fundamental: los tres estamentos abarcaban entonces a toda la sociedad; ahora estas tres clases directoras constituyen tan sólo una pequeña minoría. Esta minoría es la que tiene acceso a los puestos de responsabilidad y de mando; está formada por los ciudadanos activos. El resto, los ciudadanos pasivos, pueden en todo caso disfrutar del progreso general, pero de ningún modo dirigirlo o encauzarlo. O sea, el liberalismo del siglo XIX tiene algo de “despotismo ilustrado ejercido por la alta clase media”.
“En general, el elemento liberal, y especialmente en España, desconfía de lo popular. Nunca como en el siglo XIX se generalizaron voces como “el vulgo”, “la plebe”, “la chusma” y hasta “la canalla” para designar a las gentes del bajo pueblo. Esta incomprensión –muchas veces inconsciente, pero gravísima- se materializaría en las formas del capitalismo, con la consiguiente explotación del pobre (jornalero del campo, obrero de la fábrica) por el rico (propietario, industrial). Este fenómeno socioeconómico desembocaría en la formación del proletariado y daría lugar, a largo plazo, a las grandes subversiones sociales”.
Pero esa oligarquía que, como la nobleza en la Edad Media, anula el poder del Rey en beneficio propio disfraza sus genuinos designios con la proclamación pomposa de las “libertades del pueblo”: libertad de expresión, de reunión, de trabajo… Libertades formales que el verdadero pueblo no se encuentra en disposición de ejercer y que sólo la oligarquía rectora es capaz de disfrutar, aunque, eso sí, “en nombre del pueblo.”
El liberalismo, so pretexto de progreso, implicó un indudable movimiento reaccionario de las clases rectoras que neutralizaron el más importante poder independiente apto para proteger a los débiles. Supo encubrirse con los hábiles términos de liberales y serviles primero y con la leyenda negra tejida en torno al carlismo. Pero no faltan testimonios que muestran toda la falacia urdida a propósito de la guerra carlista y que ponen de relieve sus contornos exactos.
Más testimonios
Así, el propio autor de la letra del “Himno de Riego”, Evaristo San Miguel, diría: “Nosotros somos un Ejército; ellos un pueblo”; estimando que, por cada liberal, hay en España nueve carlistas. Y Karl Marx anotará en 1849 que el carlismo “no era un puro movimiento dinástico y regresivo… Es un movimiento libre y popular en defensa de tradiciones mucho más liberales y regionalistas que el absorbente liberalismo oficial”, con “bases auténticamente populares y nacionales de campesinos, pequeños hidalgos y clero, en tanto que el liberalismo está encarnado en el militar, el capitalismo (las nuevas clases de comerciantes y agiotistas), la aristocracia latifundista y los intereses secularizados”.
De ahí que las primeras medidas de política económica liberales se dirigieran contra el pueblo y a favor de la élite imperante. “La Desamortización –escribe Jover- fue una especie de reforma agraria al revés, que vino a hacer más mísera la situación del campesinado meridional, creando, en cambio, una nueva oligarquía… llamada a detentar por muchas décadas el poder político de España. En efecto, esta nueva burguesía de base latifundista, absentista, arraigada en Madrid, progresivamente entroncada con la nobleza de sangre, será el vivero de la clase dirigente durante la gran etapa moderada y durante la época de la Restauración”. Y esos ricos más ricos produjeron unos pobres más pobres: los despojados del disfrute de unos inmuebles –eclesiales y municipales-, porque, como explicara Joaquín Costa, tales inmuebles “constituían el pan del pobre, su mina, su fondo de reserva, diríamos el Banco de España de las clases desvalidas y trabajadoras”. “La Desamortización –concluía-, por la forma en que se dispuso ha sido el asalto de las clases gobernantes a ese Banco, sin que los pobres hubiesen dado ni ejemplo ni motivo”.
El liberalismo, so capa de modernidad y progreso, desvirtuó, pues, el generoso impulso nacional reformador surgido a propósito de la guerra contra el francés, para transformarlo en un movimiento reaccionario tanto en lo político, neutralizando al principal poder independiente –el Rey- capaz de frenar a las élites oligárquicas, como en lo social, al empobrecer a extensos sectores del pueblo en beneficio de una oligarquía burguesa.
Lo popular y lo absolutista
Que durante más de un siglo [1975] la historia escrita por plumas liberales haya alterado la verdad de los hechos, empezando por la fábula de los Sucesos de la Granja –el Rey agonizante, Calomarde arrancándole la firma de la derogación de la Pragmática Sanción, el “manos blancas no ofenden”…- y siguiendo por la identificación de carlistas con absolutistas, cuando los partidarios del despotismo ilustrado se aliaron a los liberales, etc, no logra actualmente ya ocultar la realidad. La historia escrita hoy –Suárez Verdeguer, Comellas, Jover, García Escudero…- ha restablecido, al respecto, la justicia. Sólo quienes permanecen aferrados a los anacrónicos y falsos clisés del liberal y el absolutista no alcanzan a comprender que lo popular, lo enraizado y apoyado por las capas sociales medias y bajas que deseaban un Rey protector contra la rapacidad de los grandes, un Rey independiente y justiciero eran los carlistas. Los liberales representaban a los grandes, a los estratos superiores de la sociedad que, al fin, tenían la oportunidad, si no de derrocar la Monarquía como en el fondo anhelaban algunos, sí de evitar que en el porvenir contrariasen sus intereses de clase.
El nuevo “Privilegio de la Unión”, ahora en beneficio de la oligarquía nobiliaria y burguesa, adoptaría la forma de Monarquía constitucional. “Forma extraña –según observa López Amo- que encubre el gobierno efectivo de la burguesía dirigente”, donde “el Rey constitucional ya no es un enemigo, porque no es un señor independiente, sino una modesta hechura… Es un buen amigo, porque el prestigio de la Realeza todavía da boato y solidez a la Constitución. Parece que el predominio de la burguesía está más seguro si lo preside una Corona. Y es así. El Rey está, sin darse cuenta, al servicio de las clases dirigentes”.
De ahí que el liberalismo –según afirma con acierto García Escudero- había nacido como un islote rodeado por el carlismo mayoritario; acabará rodeado por el océano embravecido de las reivindicaciones sociales, pero él continuará siendo siempre un islote.
III LA POSTRERA OPORTUNIDAD: EL 18 DE JULIO
El segundo y postrer momento en que también se repite un decidido propósito nacional de rectificar la singladura histórica se da a propósito de la Cruzada.
La guerra no constituyó el simple alzamiento cruento contra el Gobierno del Frente Popular o contra la Segunda República para, tras un paréntesis más o menos dilatado, reemprender el camino bajo el imperio de la liberal democracia, una vez que el pueblo acreditase su madurez. No. La guerra adquiría una trascendencia muy distinta. Obedecería a la clara voluntad colectiva de alejarse definitivamente de los cauces demoliberales, coronados o no, y de edificar el Estado sobre el fuerte cimiento de las doctrinas de la tradición y de la Falange, de cuyo encuentro nacería el Movimiento Nacional.
Todas, absolutamente todas, las fuerzas políticas que, a través del decreto de Unificación, pasaron a integrarel Movimiento Nacional –Comunión Tradicionalista y Partido Nacionalista Español, fusionado poco antes en aquélla, FE y de las JONS, Renovación Española y Acción Española- propugnaban el abandono inapelable de las estructuras políticas inspiradas por los principios de la democracia liberal. Y el pueblo, que desde los frentes nacionales luchaba para rescatar a España, lo hizo con el anhelo de privar de efectividad a dichos principios, al igual que quienes desde la retaguardia lo animaban con su aliento moral.
Hurtar lo obtenido en 1939
No obstante, desde la década de 1960 se asiste a una maniobra, al principio solapada y después del asesinato del almirante Carrero Blanco [Dic. 1973] cada día más indisimulable, para sustraer a ese pueblo, que combatiera y venciera, el fruto de su victoria.
Parcelas plutocráticas poderosas se afanan en desviar la natural trayectoria de la comunidad española, hurtando el triunfo obtenido en 1939. A semejanza de lo acaecido con el impulso nacional de 1808, se trabaja para torcerlo en favor de tales parcelas plutocráticas. Se labora sin descanso y con notoria eficacia para configurar el Estado conforme a los principios de la liberal-democracia, que hoy parecen los más acordes con los intereses del neocapitalismo.
Esas parcelas de la plutocracia, íntimamente vinculadas y confundidas con los grupos financieros, invocan el mismo tipo de propaganda, hablando de las conocidas libertades –expresión, reunión, asociación…-, que garantizarán su hegemonía. Simulan exigirlas “en nombre del pueblo”, cuando la verdad desnuda es que ellas son quienes, por medio de las mismas, consolidarán su imperio. Ya no necesitan –como en el siglo XIX- establecer el sufragio censitario que reducía la cualidad de ciudadano activo a una minoría. Ahora, y gracias a los avances en las técnicas de la propaganda y al control de los caudales necesarios para el funcionamiento de los partidos políticos, cabe otorgar la cualidad de ciudadano activo a toda persona mayor de edad. Los técnicos al servicio de esas parcelas plutocráticas se encargarán, pronto, de conseguir que los partidos y órganos de difusión muevan a las masas en la dirección querida por sus mentores.
En provecho de la oligarquía
Los nuevos “grandes” concentran, sobre todo, su esfuerzo en impedir que la Realeza logre la independencia que le es propia y adquiera autonomía respecto a las clases y los bandos para obrar con auténtica justicia imparcial. Tratan de neutralizar a la Monarquía por medio del sistema constitucional basado en la liberal-democracia, que, proclamando las libertades formales, mengüen las prerrogativas regias en provecho de la oligarquía. Se desarrolla, en suma, una hábil operación dirigida a anular al Rey con otro “Privilegio de la Unión”, que revestiría la forma de la “Monarquía moderna”, propicia a dejar las manos libres a la élite plutocrática, que hoy sustituye a la nobleza de antaño y a la burguesía.
La plutocracia, de donde surgen los grupos oligárquicos que aspiran a dominar el Estado, no dispone de castillos y mesnadas, pero su poder no es inferior al de la nobleza medieval. Los eficaces recursos que el capital brinda hacen, cuando menos, igual su influjo al del estamento nobiliario del Medievo. Investíguese en profundidad la identificación de las personas que se esconden detrás de las cadenas de publicaciones (http://hispanismo.org/historiografia-y-bibliografia/25626-revista-fuerza-nueva-de-la-muerte-de-franco-la-constitucion-1975-78-a.html#post166404) que, desde hace varios años, vienen efectuando la erosión del Estado del 18 de Julio, si no prestan sus páginas a los cabecillas de los grupos subversivos, y se descubrirá casi siempre a un miembro de la élite plutocrática. De ahí arrancan los principales impulsos en favor del “cambio”, de la “evolución” e inclusive de la “ruptura”. Su protagonismo, aunque disimulado, aparece constante tras el “lavado de cerebro” masivo, desarrollado en los últimos años en pro del regreso hacia la liberal-democracia.
Sólo vale si consigue salirse de los senderos plutocráticos
Para evaluar su poder, sólo basta el registro de los resultados alcanzados entre la llamada “clase política” que sirve, consciente e inconscientemente a la oligarquía plutocrática y abjura de lealtades juradas anteayer. La alianza entre la élite oligárquica y la “clase política” ha ofrecido así la impresión de que amplios sectores del pueblo quieren el regreso al demoliberalismo. Impresión que los órganos de prensa se encargan de superponer a las demás pruebas en contrario proporcionadas por las buenas gentes de España: manifestación del 1 de octubre, colas ante el Palacio de Oriente, declaraciones a TVE de personas del pueblo tomadas a propósito de la muerte de Franco…
La Monarquía del 18 de Julio sólo se proveerá de toda la potencialidad de la Realeza si logra contrarrestar las tentativas para ser conducida por los senderos trazados por la élite plutocrática. La continuidad, autentificación y perfeccionamiento del sistema de representación corporativa, donde el verdadero haz de intereses sociales acceda a las Cortes, le suministraría el respaldo idóneo para cortar la hegemonía financiera. Y los demás medios que un Estado contemporáneo coloca en manos del poder brindarán al Rey el auxilio necesario para dar al traste con las resistencias que su justicia provoque.
Grave peligro de no cumplirse ciertos requisitos
España afrenta una coyuntura delicada y decisiva. A pretexto de “modernidad” se conspira para estructurar, de espaldas a quienes combatieron y vencieron contra los principios demoliberales y sus herederos, una Monarquía basada en la ideología neocapitalista –liberal democracia- que mengüe la independencia del Rey en beneficio de los partidos controlados por la plutocracia. En la hipótesis de que no fracase tal pretensión, asistiremos a la instalación de un sistema oligárquico, donde la élite financiera aliada a la mayoría de la “clase política” imponga su dominio al igual que en el siglo XIX y anule las genuinas ventajas de la Realeza, reduciéndola a un mero apéndice sin sustancia propia. De todos depende que no llegue a ocurrir. Cierto que las fuerzas convergentes –nacionales y foráneas- hacia la hegemonía oligárquica poseen recursos poderosos y que, si logran un resquicio para sus propósitos, se corre el riesgo de permitir la entrada en el marco legal de la subversión, con el grave peligro anejo.
Mas a nadie debe desanimar la dificultad, porque con un Rey –Juan Carlos I- que ha jurado solemnemente lealtad a los Principios del Movimiento Nacional y con un pueblo cuyos sentimientos y aspiraciones quedaron expresados de forma tan cristalina como el 1 de octubre y el 20 de noviembre, no hay sitio para el desánimo. Sólo si cayéramos en la apatía pesimista se perdería para la auténtica España la oportunidad iniciada el 18 de julio de 1936, como se frustrara la nacida después del 2 de mayo de 1808, con el agravante de que, ahora y dentro del marco demoliberal, se cerniría la amenaza siniestra del marxismo.
Monarquía apoyada por el pueblo
El esfuerzo comunitario, pues, ha de encaminarse a que la Monarquía sea la Monarquía del 18 de Julio, modelada por los idearios de las fuerzas políticas que confluyeron en el Movimiento Nacional. Tal Monarquía, apoyada por el pueblo, gozaría de la virtualidad exigida para jugar el papel de supremo árbitro justiciero e independiente entre los hombres, las clases y las tierras de España. Implicaría la adaptación a las condiciones socioeconómicas contemporáneas de la gloriosa Monarquía española, como soñaron los alféreces del Movimiento, Calvo Sotelo, Víctor Pradera, Ramiro de Maeztu y -por qué no?- José Antonio, muy distante de la Monarquía liberal presa y al servicio de una oligarquía extraña al sentir y al bien del verdadero pueblo comprensivo de la totalidad de los estamentos sociales.
Vicente DE PERLORA
(Las negritas están en el original)
Última edición por ALACRAN; 14/06/2019 a las 18:31
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