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Tema: Elogio y defensa de la vocación militar (por Blas Piñar)

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    Elogio y defensa de la vocación militar (por Blas Piñar)

    "ELOGIO Y DEFENSA DE LA VOCACIÓN MILITAR"

    Discurso pronunciado por D. Blas Piñar, en la Academia General Militar de Zaragoza, ante el profesorado y caballeros cadetes de la misma, y de las Academias especiales del Ejército de Tierra y de la Guardia Civil, el 17 de Junio de 1966.


    I.Introducción

    Mi teniente General, General Director, Generales, Jefes, Oficiales, Caballeros cadetes, señoras, señores, amigos:

    Uno de vuestros clásicos, Francisco Villamartín, en sus "Nociones de arte militar", dice que la oratoria castrense: “ha de ser clara, lacónica, vehemente desde la primera palabra. En ella, añade, se debe usar el idioma de las pasiones, no el de la fría razón; se debe conmover, no aspirar a convencer; ser más poeta que filósofo, pero con metáforas brillantes, que despierten el orgullo, el amor patrio y la sed de gloria".

    Pero este no es un acto en el que yo tenga que seguir con precisión las líneas trazadas por Villamartín cuando definía la oratoria castrense, porque mi discurso de esta tarde no es, ni puede ser, una arenga militar, puesto que yo soy un hombre civil, que viene a pronunciar un discurso civil sobre un tema militar, ante la juventud militar española.

    Y que conste que he tenido ante mis ojos las antologías, que se os ofrecen como ejemplo y estimulante a vuestra imaginación y a vuestra palabra; que conste que no han dejado de seducirme, de entusiasmarme para acudir hasta vosotros, frases lapidarias y párrafos vehementes cargados de elocuencia como los de:

    - Larroche Jaquelin a sus vandeanos: "Si avanzo seguidme; si retrocedo matadme; si muero, vengadme".

    - Gonzalo de Córdoba, el Gran Capitán, a sus soldados, al contemplar en Ceriñola la voladura del polvorín: “¡Animo, muchachos, esas son las luminarias de la victoria!”

    - El Alcalde de Móstoles: "La Patria está en peligro. Madrid perece víctima de la perfidia francesa: españoles, acudid a salvarla".

    - El Duque de Wellington, después de la batalla de San Marcial durante la guerra de la Independencia, el 13 de agosto de 1833: "Guerreros del mundo civilizado: aprended a serlo del cuarto ejército español que tengo la dicha de mandar. Cada soldado de él merece con más justo motivo que yo el bastón que empuño; el terror, la arrogancia, la serenidad y la muerte misma, de todo disponen a su arbitrio. Franceses: huid, pues, o pedid que os dictemos leyes, porque el cuarto ejército español va detrás de vosotros y de vuestros caudillos, a enseñarles, a ser soldados".

    - Zumalacárregui, el 27 de diciembre de 1833: "¡Navarros!: hoy es preciso que reverdezcan los laureles que en tantas victorias habéis recogido. Vale más no existir, que existir llevando en la frente el baldón de la cobardía. Todos los navarros han preferido la muerte a la ignominia. Nuestra Patria, madre de tantos valientes, espera la libertad de vuestras bayonetas".

    - Prim, al regimiento de Córdoba, en la batalla de los Castillejos, el 1 de enero de 1860: "¡Soldados!: vosotros podéis abandonar esas mochilas, porque son vuestras; pero no podéis abandonar esta bandera, porque es de la Patria; yo voy a meterme con ella en las filas enemigas. ¿Permitiréis que el estandarte de España caiga en poder de los moros? ¿Dejareis morir sólo a vuestro General? ¡Soldados! ¡Viva la Reina!

    Os repito que mi discurso no será un discurso militar, sino un discurso civil, Pero será el discurso de un hombre civil que esta empapado desde su nacimiento, como os decía el General Iniesta, del perfume castrense. Este será, pues, un discurso apasionadamente civil para una juventud apasionadamente militar, de un hombre civil, enamorado de España, a una juventud que se ha entregado de por vida a su servicio…

    […]

    No espere nadie, un discurso frío sobre la vocación militar, ni un discurso abstracto, que enfoque el tema por las nubes o que se halle distanciado de la circunstancia universal y española que vivimos. Será un discurso, quiere ser un discurso encendido, enamorado, caliente, hispánico, que hundirá sus garras en los problemas vivos de la hora, que tratará de ser prudente, pero que no escamoteará nada, ni envolverá en humo y en palabras dulzonas lo que conviene que alguien diga con altivez y claridad, con respeto y con valentía, con patriotismo y con amor.

    Yo quiero ser uno de esos españoles entrevistos por Anzoátegui, el gran argentino, un español que sabe que "España vive militarmente en sus cuarteles... y su vida es una milicia"; yo quiero ser un español de la "España eternamente niña y moribunda, que dice y hace las cosas maravillosas que sólo saben decir y hacer los moribundos y los niños". Yo quiero ser un español de la España de Santa Teresa que, en el momento de la muerte, llama al cura para confesar sus pecados y dar consejos a su confesor. De la España de Don Quijote, que llama al cura para confesar sus sueños y deja a su confesor enloquecido de sueños. Yo quiero ser un español de aquellos que saben que en la hora difícil y confusa, la prudencia es una virtud demasiado desacreditada por los hombres prudentes, y que prefiere el heroísmo de la imprudencia... incluso de la imprudencia en el pecado, a la imprudencia en la virtud, porque sabe que Dios perdona todos los pecados cuando el pecador se porta como un héroe y se arrepiente, como un miserable, que son las dos formas más altas del heroísmo.

    Este será, pues, un discurso civil, de un español de nuestro tiempo, sobre la vocación militar, de un español como decía Unamuno: "de nacimiento, de educación, de cuerpo, de espíritu, de lengua y hasta de profesión y oficio", o como quería Rubén Darío, el nicaragüense mestizo de español e indio chorotega, y "bardo de la Hispanidad:

    "Yo siempre fui por alma y por cabeza
    español de conciencia, obra y deseo,
    y yo nada concibo y nada veo
    sino español por mi naturaleza.
    Con la España que acaba y la que empieza
    canto y auguro, profetizo y creo..." (Grandes aplausos).


    II.Guerras justas y guerras injustas

    Hablaros de la vocación militar y hacer el elogio y defensa de la misma, supone el planteamiento inicial de la licitud del Ejército y de la guerra. Si el Ejército es, con frase del General Kindelán, aquella parte de la colectividad nacional que cada Estado prepara y equipa para hacer la guerra, está claro que el Ejército y la vocación militar se ordenan a la acción bélica. Por tanto, para saber si el Ejército debe o no mantenerse y si es o no lícita la vocación militar, debemos, antes que nada, verter nuestra atención sobre el tema de la guerra justa. No se trata ya de saber si la guerra es ciencia, como estrategia, y arte, como táctica, sino de saber si cabe o no en el momento actual la guerra justa como "última ratio" en las querellas entre naciones.

    La guerra, decía nuestro Rey Sabio (Partida II, Titulo 23, Ley I) es un "extrañamiento de paz, o movimiento de las cosas quedas, o destruimiento de las compuestas". Por su parte, Saavedra Fajardo en su libro "Idea de un príncipe político cristiano", tomo II, Empresa 74, afirmaba que "Dios no crio (al hombre) para la guerra sino para la paz; no para el furor sino para la mansedumbre; no para la injuria sino para la beneficencia; y así nació desnudo, sin, armas con que herir, ni piel dura con que defenderse".

    Pero, a pesar de todo, la guerra es un hecho, una realidad histórica, fruto del pecado de la estirpe y mezcla de Luzbel el soberbio y tentador y de Caín el envidioso y homicida. Para la doctrina tradicional, la guerra se consideraba admisible cuando para ella concurría justa causa,

    Así, Alfonso el Sabio decía que: "es un príncipe justo el que guerrea por mantener su Estado o conseguir justicia del usurpador".

    El Padre Vitoria aseguraba que era “justa la guerra en defensa de legítimos intereses o en demanda de satisfacción por injurias graves".

    Suárez, en "De iure belli", añadía que "la República no puede estar segura, si con el temor no se tiene a raya al enemigo".

    Baltasar de Ayala insistía en que “tratándose de guerra defensiva, cualquier pueblo tiene derecho a organizarla y a defenderse, porque defenderse es de Derecho natural".

    Juan Ginés de Sepúlveda, en su "Democrates", XVIII, argumentaba que "la guerra no es contra la ley divina cuando se hace por causa justa, pues (Dios) quiere que se respete el orden de la vida y nada hay más justo ni que más quiera la naturaleza que defender la vida y la libertad. El deseo de hacer daño, el ánimo implacable, la ambición de mandar... esto es lo que -con razón- se maldice en las guerras. (Pero), precisamente, para castigar con justicia estas cosas se emprenden las guerras por los hombres buenos. Y por la misma razón que fue lícito a Abraham, que se regía por la ley natural, y a los judíos, que habían recibido el Decálogo, hacer la guerra, es lícito hacerla a los cristianos”. Buscar la paz es propio de la voluntad y la guerra debe ser sólo por necesidad. Ha de haber, pues, justa causa.

    Saavedra Fajardo, en la obra citada, completando su pensamiento escribía: "Pero porque en muchos hombres, no menos fieros e intratables que los animales, es más poderosa la voluntad y ambición que la razón, y quieren sin justa causa oprimir y dominar a los demás, fue necesaria la guerra para la defensa natural, porque habiendo dos modos de tratar los agravios, uno por tela de juicio, el cual es propio de los hombres, y otro por la fuerza, que es común a los animales; si no se puede usar de aquél, es menester usar de éste cuando interviene causa justa"; por lo que "no es menos gloria del príncipe mantener con la espada la paz que vencer en la guerra (aunque esta) ha de nacer de la prudencia y no de la bizarría de ánimo".

    Nuestros grandes escritores han participado de la misma opinión, y así: Cervantes, en Don Quijote", II, XXVII, dice "que los varones prudentes, las repúblicas bien concertadas, por cuatro cosas han de tomar las armas y desenvainar las espadas: “por defender la fe católica; por defender su vida o su patria; por defender su honra, familia o hacienda; y en servicio de su rey, en la guerra justa".

    Y Villamartín explica que "no se debe apelar a la fuerza sino después de haber apelado a todos los medios persuasivos; que llegado este caso no se deben romper las hostilidades sin que proceda declaración de guerra; que rotas las hostilidades no se deben hacer más daños que los precisos para conseguir el resultado; y que la santidad de las promesas, el respeto a los tratados, convenios o pactos, la humanidad y la nobleza de sentimientos han de guiar siempre a los Ejércitos beligerantes".

    Nuestros reyes participaron de esta preocupación por la guerra justa, y sabido es como Felipe II, no obstante el asenso de los teólogos y los juristas, se detuvo ante las fronteras de Portugal en demanda de un nuevo asesoramiento.

    ¿Ha variado la doctrina que recibimos? ¿Puede considerarse derogada la opinión de nuestros clásicos? Para el Cardenal Alfrink, en un discurso al Movimiento "Pax Christi", tal derogación se ha producido, hasta tal punto de que en su alocución pudo decir con toda solemnidad: "ya no hay guerras justas".

    Ahora bien; si ya no hay guerras justas, lo que procede, en buena lógica, es licenciar los Ejércitos, cerrar los centros de reclutamiento y movilización y las escuelas donde se forman los cuadros de oficiales y disolver el Vicariato General castrense. Esta doctrina, sin embargo, no es acertada, y ni siquiera coincide con la que la Iglesia ha promulgado como propia en los documentos del Concilio que acaba de clausurarse.

    Es verdad que, como los padres conciliares dicen, en la Constitución "Gaudium et Spes", “las nuevas armas nos obligan a examinar con una mentalidad nueva todo el problema de la guerra"; pero lo que no es cierto es que de tal examen la Iglesia, cuya opinión tiene tanta importancia para nosotros, país con unidad católica desde los tiempos de Recaredo, haya sacado las conclusiones defendidas por el Cardenal Alfrink. No cabe, desde luego, escabullir el bulto y negar que la guerra, como palabra, esconde algo muy distinto de aquello que encerraban -en realidad- las antiguas conflagraciones bélicas.

    En los siglos XVI y XVII nadie mostraba interés en aniquilar al enemigo. Las guerras tenían entonces unos objetivos limitados. La guerra no era más que una continuación drástica de las negociaciones diplomáticas y el ciudadano nada tenía que ver con la lucha. Talleyrand resumía así la relación entre las naciones, en carta a Napoleón: "la esencia del derecho de gentes radica en que durante el tiempo de paz los pueblos se hagan mutuamente el máximo bien, y en tiempo de guerra, el menor mal posible".

    Este concepto clásico de la guerra quedó modificado por la Revolución francesa y su “bagaje ideológico”. Ya no se trataba de cuerpos expedicionarios, sino de la nación en armas. El Ejército dejará de ser un voluntariado que se enrola por espíritu de aventura o de codicia, para convertirse en la sociedad civil ataviada de uniforme. Las órdenes religioso-militares, creadas para templar las crueldades de la guerra, desaparecen como unidades tácticas. Al impulso guerrero sustituye la propaganda, el lavado de cerebro, la impregnación ideológica y el odio al enemigo. De ahora en adelante, la noción, hasta subconsciente, de la Cristiandad, que exigía a los combatientes y a las naciones tratarse aún en la guerra como hermanos, desaparece por completo. No veremos, desde entonces, ninguna paz razonable. La responsabilidad de la derrota será colectiva. Las matanzas generales nos llenarán de estupor y de asombro, desde las fosas de Katyn, a los horrores de Dresde o Hiroshima.

    El príncipe Otto de Habsburgo, en una conferencia que pronunció en la Universidad de la Magdalena, de Santander, en el verano de 1954 sobre "El Ejército en el Estado moderno", aludió a esta realidad triste, aclarando que tales horrores no son imputables solamente a las armas nuevas, sino al espíritu con que se manejaron, a la propaganda que presentó a los enemigos no como a hombres, sino como a una masa de criminales de guerra de los cuales había que purgar al mundo. Todo esto es verdad. La guerra de encajes y de expediciones armadas, de juego táctico y estratégico, se ha convertido en una destrucción total y masiva. El presidente Kennedy, al contemplar sus consecuencias, nos legó esta frase: “o la humanidad acaba con la guerra o la guerra acaba con la humanidad”.

    Pero aun así, mientras haya valores que son más fundamentales que el hombre por sí mismo, mientras consideremos al hombre como algo más que un “robot” o un esclavo, mientras la libertad y la dignidad de los hijos de Dios esté por encima de la paz y de la vida, mientras no haya un desarme total y una fuerza que lo garantice, los pueblos no pueden evitar que otros les impongan la guerra, y tienen el derecho y el deber de defenderse de la guerra misma, preparándose para ella y luchando contra aquellos que se la imponen.

    Hasta ahora, todos los esfuerzos han fracasado, los de la Sociedad de Naciones, y los de la O.N.U. Incluso, entre nosotros, cuando en 1931 renunciábamos constitucionalmente a la guerra como medio de política internacional, nos vimos envueltos en una guerra interior en la que fue librado el primer combate ideológico que hoy se perfila a escala universal en todas las naciones del mundo.

    III.Falso pacifismo

    No nos engañamos. El profeta Isaías dejó escrito que en la mancha del pecado está la raíz de la guerra en el hombre y entre los hombres, y la Constitución "Gaudium et Spes", en idéntica línea de pensamiento, concluye: "en cuanto los hombres son pecadores les amenaza el peligro de la guerra y les seguirá amenazando hasta la venida de Cristo". De aquí que, como el texto conciliar dice "mientras persista el peligro de guerra y falte una autoridad internacional competente dotada de fuerza bastante, no se podrá negar a los gobiernos el que, agotadas todas las formas posibles de tratos pacíficos, recurran al derecho de legítima defensa. A los gobernantes y a todos cuantos participan en la responsabilidad de un Estado, incumbe por ello el deber de proteger la vida de los pueblos puestos a su cuidado".

    La Iglesia sigue, por lo tanto, fiel a su pensamiento tradicional, expuesto de manera clarísima por Pío XII: "la guerra de agresión es pecado, y frente a la misma, los pueblos amantes de la paz, los que entienden la paz como un precepto divino, para la salvaguarda y protección de la verdad y de la justicia y no como un signo de debilidad o de cansada resignación, deben reaccionar con energía viril, abandonando toda indiferencia pasiva y disponiendo sus fuerzas para luchar y defenderse. Frente a la agresión reticente y sorda de lo que ha venido en llamarse guerra fría -que la moral absolutamente condena- el atacado o los atacados pacíficos tienen no sólo el derecho sino el sagrado deber de rechazarla, porque ningún Estado puede aceptar tranquilamente la ruina económica o la esclavitud política."

    Por su parte Pablo VI, en su discurso a la O.N.U. de 4 de octubre de 1965, afirmo: "Si queréis ser hermanos dejad caer las armas. Sin embargo, mientras el hombre sea el ser débil y cambiante e incluso a menudo peligroso, las armas defensivas serán desgraciadamente necesarias". Y en 21 de abril de 1965, especificaba: "el centurión demuestra que no hay incompatibilidad entre la rígida disciplina del soldado y la disciplina de la fe, entre el ideal del soldado y el ideal del creyente".

    La condenación de la guerra total y de exterminio, el deseo de que la humanidad se libere de la guerra, no implican, pues, la condenación de la guerra justa, ni mucho menos identificarla con el mantenimiento de la injusticia. La paz, con palabras pontificias, no es la coexistencia en el temor, ni el resultado de un equilibrio armónico de las fuerzas externas. No es tampoco una cuestión de naturaleza técnica, de prosperidad material o de aumento constante de la producción, del trabajo o del nivel de vida. La paz es ante todo una condición del espíritu, un problema de unidad espiritual y de disposiciones morales, a cuyo amparo se modela y permanece la tranquila convivencia en el orden, de que nos hablan Agustín y Tomás, la seguridad en el futuro de que hablaba Pío XII, el don de Dios de que habla Pablo VI en "Mense Maio”.

    "Pax vobis". "Da nobis pacem in diebus nostris et in terra pax hominibus bonae voluntatis". “Mi paz os dejo, mi Paz os doy; pero no como la da el mundo”. Pero el "Shalom" hebreo supone la violencia para mantener la paz, porque "opus iustitiae pax". Por eso el soldado ha de regirse por la ley divina; por eso la Biblia habla del "Dios de los Ejércitos", como enseñaba "De Maistre" en sus "Veladas de San Petersburgo". Fulton Sheen, Obispo auxiliar de New York, ha dicho que en el mundo sólo sobreviven las ideas por las que hay hombres y mujeres que están dispuestos a morir. Pues bien, en esta hora de ismo sin límites, a la voz de los manifestantes de Inglaterra que gritaban “antes rojos que muertos”, nosotros queremos oponer la nuestra, bien distinta, naturalmente de "antes muertos que rojos". (Aplausos)

    Algún caso ha habido y en fecha no lejana -se cumplirán en octubre los diez años- de una causa justa para la guerra. Me estoy refiriendo al caso de Hungría. En aquella oportunidad, Pío XII, dirigiéndose a la humanidad toda, se expresó así: “cuando en un pueblo se violan los derechos humanos y armas extranjeras con hierro y con sangre abrogan el honor y la libertad, entonces la sangre vertida clama venganza, entonces con frases de Isaías: “¡ay de ti devastador!, ¡ay de ti saqueador que confías en la muchedumbre de los carros, porque el Señor se levanta contra aquellos que obran la iniquidad!”. El doctor Pla y Deniel, entre nosotros, añadió: "No intervenir en ayuda de Hungría y de los pueblos que sufren, dejar sin socorro a las víctimas inocentes es hoy una falta grave contra la justicia y la caridad".

    Si no fuera así, si no hubieran existido ni pudieran existir guerras justas, tendríamos que apear de los altares a los santos guerreros, detener el proceso de beatificación del "Ángel del Alcázar", que con su "tirad sin odio" nos brindó el ejemplo máximo de la ética castrense para el militar cristiano, y borrar aquella página del capítulo II de la Epístola a los Hebreos, en que se lee: “por la fe los santos han conquistado reinos, demostrado valentía en la guerra y puesto en fuga a los ejércitos enemigos”.

    Basta, pues, de falso pacifismo y hagamos una distinción neta entre los pacificadores y los pacifistas, los justos que aman la paz y la procuran, y los pacifistas a ultranza, que procuran mantener el orden o imponer un orden determinado, sin importarles la justicia.

    En esta línea de pensamiento es preciso decir que “no” al llamado pacifismo humanista, al pacifismo de los economistas y al pacifismo de los marxistas:

    - Al pacifismo humanista porque, como dice el padre Congar, con él los lobos prometen a los pastores respetar a los corderos si les entregan los mastines.
    - Al pacifismo de los economistas, que alega el dispendio que produce mantener las fuerzas armadas en las épocas de guarnición, con olvido de las ventajas que reportan en tiempo de guerra.
    - Al pacifismo de los marxistas, que ellos proponen como coexistencia pacífica, jugando así, como ha escrito el doctor Cushing, Arzobispo de Boston, con un idioma ambivalente, de dos caras con anverso y reverso, un lenguaje de Esopo, en suma, con el que pretenden conseguir, y de hecho lo están consiguiendo, el desarme moral de Occidente; un desarme del que son cómplices los cristianos que afirman que ya no pueden existir las guerras gustas y abren el camino a aquel ejército invisible de que nos hablaba García Morente en sus "Caballeros de la Hispanidad".

    De los tres pacifismos que repudiamos, el engañoso de la coexistencia es el que más peligros ofrece, porque utilizándolo como arma dialéctica el enemigo, no pretende otra cosa que imponer a los pueblos libres la paz de los sepulcros de que disfrutan los países soviéticos. Por eso, nos preocupa y nos irrita que haya entre nosotros, -que hemos experimentado no hace mucho, en nuestra carne, las delicias de un régimen tiránico y ateo- quienes hablando de libertad y de religión y proclamándose sus defensores, soliciten abiertamente y sin escrúpulos relaciones diplomáticas con la U.R.S.S y con los gobiernos comunistas, olvidando, escarneciendo y pisoteando la sangre española vertida en la estepa por nuestra gloriosa División Azul. (Aplausos)

    Nuestro Donoso Cortés, con frase magistral, dibujó así la situación de aquellas naciones ganadas por el mentiroso juego de la coexistencia pacífica: "cuando un pueblo manifiesta ese horror civilizado por la guerra, luego al punto recibe el castigo de su culpa. Dios muda su sexo, le despoja del signo público de la virilidad, le convierte en pueblo hembra y le envía conquistadores para que le quiten la honra".

    Vosotros, pues, oficiales, caballeros cadetes, tenéis una vocación noble, estáis cumpliendo con un altísimo deber y sois -en última instancia- los ejecutores de una paz verdadera, no entendida como paz de los sepulcros sino como la paz de Dios, la que defienden los hombres que están dispuestos a que su país no sea ultrajado, la que, como alguien ha escrito, vigila las vides y los olivos con la sombra pujante de las espadas. (Aplausos).

    Por eso, el derecho y la fuerza son, a un tiempo, necesarios. Este sin aquél, no es otra cosa que tiranía. Pero aquél, sin ésta, solo sirve para su escarnio. Lo mismo sucede con la fuerza y con la cultura. Una a la otra son indispensables. En este sentido Laín Entralgo en su "Idea falangista del hombre", publicado en la revista de mi Colegio Mayor "Ximénez de Cisneros" decía que: "sin el vigor armado y combatiente de Maratón no habrían sido posibles Aristóteles, Platón y la cultura europea; y sin los arcabuceros de la Noche Triste, acaso no rezasen al Dios de los cristianos unos cuantos millones de almas humanas ¿Y por ventura, podríamos hablar en España y en Europa de nuestra idea del hombre si fallara la muralla de sangre y hierro del Este?"; Cervantes, en el "Discurso de las armas y de las letras" de "Don Quijote de la Mancha", escribía, que: "con las armas se defienden las repúblicas, se conservan los reinos, se guardan las ciudades, se aseguran los caminos, se despojan los mares de corsarios", y José María Pemán, en su discurso de 2 de mayo de 1937, aseguraba: "Los intelectuales presumen de ser la flor más grande de la civilización; pero ahora resulta que la civilización no existiría ya, si en España no la estuvieran salvando los soldados".

    De aquí que no sólo denunciemos a cuantos desde el "miles gloriosus" de Plauto han ofendido al Ejército, llamando a los jefes arrastra-sables, y a los soldados bravucones y pendencieros, o incapaces de una empresa noble, inteligente o sobrenatural, sino que también hagamos nuestras las duras y amargas lamentaciones de nuestro Cristóbal de Virués, en el hermoso soneto que titula, "En defensa de la profesión militar":

    "Oh miserable suerte de soldados, de todo el universo aborrecidos,
    por desgracia y miseria de él tenidos, con mil impropios nombres denostados.
    Quién nos llama caballos desbocados quién lobos carniceros y atrevidos
    quién toros acosados y afligidos quién leones sangrientos y aquejados.
    ¿A quién llamáis así gente plebeya? ¿A quién da reinos, cetros y coronas,
    con su sangre ganándola y sus vidas? ¿A quién así llamáis, a quién se emplea
    en guardaros haciendas y personas de vuestras ambiciones perseguidas?"

    A nosotros, a los que conocemos de verdad y amamos al Ejército, nos incumbe la tarea de defenderlo y, con ella, la de difundir las palabras de Francisco Franco en el prólogo al libro "Guerra en el aire" del insigne García Morato: "una literatura decadente había acumulado sobre la figura guerrera un artificioso cúmulo de cualidades extraídas de la picaresca de nuestros aventureros profesionales, en que todo vicio encontraba un torpe asiento, alternando la fanfarronería y la pendencia, con el juego, el vino y las mujeres. Como si el heroísmo, que es la sublime encarnación de las virtudes, pudiera tener escenario favorable en los campos del vicio".
    ...
    Última edición por ALACRAN; 21/10/2020 a las 23:22
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
    Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)

  2. #2
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    Re: Elogio y defensa de la vocación militar (por Blas Piñar)

    ...IV.“Objetores de conciencia”

    El alto concepto que la milicia nos ofrece nos lleva también a repudiar a los llamados objetores de conciencia que se niegan a incorporarse al Ejército cuando se movilizan sus reemplazos. No sólo se dan tales objetores entre los "testigos de Jehová" sino también entre los católicos, y en los Estados Unidos, con ocasión de la guerra del Vietnam, algunos han quemado públicamente su libreta de enrolamiento o han intentado una vistosa cremación ante la multitud, como señal de protesta al ser movilizados.

    Las razones que se esgrimen por los objetores pueden reconducirse a tres: el precepto del Decálogo que dice textualmente "no matarás"; la invitación de Cristo a ofrecer voluntariamente la segunda mejilla, cuando ha sido abofeteada la primera; la invocación continua a la paz en boca del Maestro.

    Tales razones, a mi juicio, no son convincentes. Una cosa, en efecto, es el mandato tajante "no matarás", y otra la prohibición de la guerra y del servicio de las armas, puesto que la guerra -como la operación quirúrgica- no se dirige esencialmente a la matanza o a la mutilación sino, cuando es justa, al mantenimiento de la paz hollada por el enemigo.

    En segundo lugar, la invitación de Cristo a ofrecer, en demostración de humildad, la otra mejilla al adversario que nos ofende, se relaciona con la ascética personal, cuando lo que se halla en juego es nuestro "yo" que se rebela. Cuando, contrariamente, lo que se pisotea es algo superior a nosotros mismos, algo cuya defensa nos incumbe, entonces la violencia es aconsejable y urgida por la propia conducta del Señor, que vitupera con los términos más duros á los hipócritas, y que, con el látigo empuñado, y lleno de ira santa, arroja a los mercaderes que profanan el templo.

    Por último, la constante invocación a la paz que escuchamos de la boca del Hijo de Dios, no puede llevarnos, como decíamos antes, a confundir la paz con el mantenimiento de la injusticia.

    La Constitución "Gaudium et Spes" del Segundo Concilio Vaticano se ocupa del tema al decir que "parece equitativo que las leyes provean humanitariamente en el caso de quienes por objeciones de conciencia se nieguen a emplear las armas, con tal de que de otra forma acepten servir a la comunidad".

    Para un católico, las objeciones de conciencia, en este campo no son admisibles si se tiene en cuenta que el mismo documento desvanece todos los escrúpulos que al recluta pueden presentarse al declarar: "Los que están enrolados en el Ejército... considérense como instrumentos de seguridad y libertad de los pueblos, pues mientras claramente cumplen con su deber contribuyen al establecimiento de la paz".

    Para los no católicos, la objeción de conciencia que puede estar aparentemente justificada, en su caso, por el grupo religioso a que pertenecen, debe ser tratada con un examen lleno de rigor, toda vez que no hay detectores capaces de decirnos donde se encuentra el que, siendo un pusilánime, un emboscado o un presunto desertor, acude a tales argumentos para legitimar su negativa.

    V.Vocación castrense

    Al Ejército hay que entenderlo y amarlo. Es preciso descubrir la entraña de la vocación castrense y percibir sin vacilaciones que la existencia militar no es una manera de estar o de pensar, sino una plena forma de ser.

    Romanones, en su libro "El Ejército y la Política", trató de señalar esta "ratio" de la vocación castrense y de la misión de las fuerzas armadas, oponiéndose a ciertas concepciones vulgares acerca de las mismas. Entre tales concepciones, que destacaba y condenaba, exponía las siguientes: "se inventó el Ejército, a la vez que las contribuciones, para mantener en pie la fuerza del Estado; el Ejército es una corporación de individuos de uniforme, cuyo cometido consiste en dedicarse a maniobras y ejercicios decorativos; el Ejército está, en el fondo, constituido por la oficialidad, es decir, por una carrera en la que se obtienen sueldos fijos y vitalicios; el Ejército es un instrumento al servicio de la política, para defender los intereses del capital”.

    Pero el Ejército no es nada de eso. Juan Plaza en su obra "La sociología y el Ejército", escribe que por tal ha de entenderse una "organización de hombres, material y medios, para el ataque y la defensa", y el General González Mendoza, añade que el Ejército es "un ente moral antes que una organización material".

    El Ejercito no es, a mi juicio, el brazo armado de la nación, dispuesto a dar cachetes en la hora en que falla el dialogo; ni tampoco es, como dijera Calvo Sotelo, "la columna vertebral de la patria". El Ejército, en frase de Jorge Vigón, en "Milicia y política", es la "única armadura sólida de un orden social cualquiera", de tal modo que cuando la revolución bolchevique aniquiló el ejército ruso, inmediatamente organizó el ejército rojo, sin el cual no subsistiría el comunismo.

    Para nosotros, con palabras del Príncipe Otto de Habsburgo, el Ejército es un "factor popular de renacimiento nacional", sin el que, como concluía Romanones, resulta “quimérica una vida nacional ordenada”. De aquí que siendo necesarios los Ejércitos, escribe Muñiz y Terrones en "Concepto del mando y deber de la obediencia": “no se han de escasear los medios para que tengan vida robusta y estén siempre en disposición de llenar los fines de su existencia. Mermar su importancia, regatearles los medios de instrucción, reducir los contingentes o los cuadros por una mal entendida economía, es un error”.

    Pero si el Ejército es el gran agente formativo del espíritu nacional, ello se debe a que al mismo corresponde, junto al adiestramiento castrense de la juventud, su adiestramiento social, inculcándola el sentido de la Patria y del Estado. Así, a la obligación del servicio militar forzoso, corresponde el deber por parte del mando de hacerle producir las consecuencias más saludables para la sociedad.

    ¿Os habéis dado cuenta, oficiales y futuros oficiales del Ejército, de vuestra tremenda responsabilidad? ¿Os habéis dado cuenta de que, por vuestras manos, solamente por vuestras manos, no por las manos del profesorado universitario, pasa y va a pasar toda la juventud española? Son 300.000 españoles los que cada año se incorporan a filas, los que han de recibir en ellas la impronta de un sentido español, que como os decía el General Iniesta en una de sus alocuciones, ha de auparse desde la españolía por razonamiento y por amor.

    ¿Os dais cuenta de que vuestra misión no consiste solamente en dotar a esta muchachada española de conocimientos técnicos sobre táctica, estrategia, tiro, equitación...? Tales conocimientos, escribe Francisco Sintes, en su libro "Espíritu y técnica de la formación militar", son instrumentales y, por si solos, no sirven para nada, como de nada sirve en política contentarse sólo con una buena Administración, porque de la Administración y de la técnica, incluso de la técnica castrense, cuando no hay un espíritu que las mantenga, se apodera con facilidad el enemigo. Lo que importa a vosotros es formar el corazón del soldado, el alma del soldado, darle el sentido de la nacionalidad y la conciencia de saberse hijos de una Patria grande e irrevocable, concebida como unidad de destino en lo universal; que no nos pertenece, como nos pertenece el patrimonio, sino que pertenece al pasado, al presente y al futuro, siendo a la vez, como decía Don Antonio Maura, "un recuerdo y una esperanza".

    Don Manuel Siurot, cuando yo era niño, hablaba a los cadetes y pronunció un gran discurso en la Academia de Infantería de Toledo: vosotros sois, les aseguraba, los "soldados fuertes de la justicia y los maestros dulces de la verdad, los que enseñáis a los cobardes la lección de la muerte y enseñáis a los incultos la lección de la vida". ¡Oficiales, cadetes!: sed soldados fuertes de la justicia y maestros de la verdad. (Aplausos).

    Por eso, Jorge Vigón, en la obra que antes citamos, escribe, que "no será posible tener buenos oficiales si no se les dota de una doctrina común. Es posible -agrega- conducir a los hombres sin saber demasiada química y sin haber llegado a comprender los misterios de las matemáticas; pero sin conocer los principios que informan la política, sin saber dónde está la verdad y donde se oculta peligrosamente el error, difícilmente podrá conducirse a estos jóvenes que van a encomendarse a nuestra oficialidad, bien pertrechados de palabras brillantes y de consignas, pero acaso sin una idea clara de lo que en ellos se encierra, y sin conocer exactamente cuáles son sus deberes -los deberes de la juventud- en esta hora de la reconstrucción de España".

    La eficacia del cuadro de oficiales y el cumplimiento de su doble misión, adiestramiento castrense y formación del espíritu nacional, se hallan en función de las virtudes militares que posean. La vida militar, ha escrito Azorín, es espíritu, y sin tal espíritu, que las virtudes castrenses vigorizan, las fuerzas armadas serían como una espada sin temple o un cuerpo sin alma. De tal manera la milicia es espíritu, y las virtudes militares galopan y se apoyan sobre las virtudes cristianas, que, de ordinario, suelen equiparse los héroes y los santos y la hagiografía está repleta de santos guerreros, como San Sebastián y San Mauricio, San Luis de Francia y San Fernando, y de santas guerreras como Santa Juana de Arco.

    Villamartín aseguraba que "el ejercicio de las virtudes castrenses cuando es auténtico, cuando supone en el militar una completa manera de ser, acaban reduciéndose a las virtudes religiosas, porque solamente en lo religioso robustece el espíritu para disponer la materia al sufrimiento". El Ejército, así concebido, es una forma de servicio religioso a la patria, Giménez Caballero decía: "A Dios le hablamos de Padre nuestro y a la Patria debemos llamarla España nuestra".

    VI.Virtudes del Ejército

    Vuestro uniforme, como el hábito del religioso, os distingue de los demás, os destaca entre el estúpido igualitarismo naturalista. El uniforme os da un carácter público, sagrado y externo, expresa de una forma visible vuestra consagración a España y hace patente que las virtudes del ciudadano, vosotros, militares, las poseéis o debéis poseerlas en grado supremo.

    Los filósofos distinguen entre el espíritu guerrero, el espíritu militar y el espíritu industrial. "El espíritu guerrero, decía Ganivet en su "Idearium español", es espontáneo y el militar, reflejo; el uno está en el hombre, y el otro en la sociedad; el uno es un esfuerzo contra la organización, y el otro un esfuerzo de organización”. Por consiguiente, espíritu guerrero y espíritu militar son, para Ganivet, contrapuestos.

    Ortega, por su parte, en "Ideas de castillos - Espíritu guerrero", contrapone este último al espíritu industrial y asegura que, mientras el espíritu guerrero es "un estado de ánimo habitual que no encuentra en el riesgo de una empresa, motivo suficiente para evitarla" el militar, por la evolución de los tiempos y las transformaciones de la técnica, "significa una degeneración del guerrero, corrompido por el industrial”. El militar, es, concluye Ortega, “un industrial armado, un burócrata que ha inventado la pólvora". Pero esto no es verdad. No es verdad, porque el espíritu militar es espíritu guerrero, porque el militar es el guerrero adaptado, como ha escrito Sintes Obrador, a las peculiares condiciones de organización que la evolución de la técnica ha introducido.

    El militar, pues, no es el hombre que toca un botón y hace una guerra de ingeniería, sino que es, antes que nada, un corazón y un espíritu. Por eso, el cuadro de oficiales tiene que asimilar las virtudes castrenses: Fe rotunda, inderogable, en sus propias ideas, que son las ideas matrices que han ido configurando históricamente a su patria; Esperanza en que tales ideas, en vida o en muerte, han de triunfar; Caridad para distribuir el esfuerzo entre todos sus camaradas, porque la camaradería, en cristiano, se llama, precisamente, caridad y amor.

    Los militares han de tener la virtud de la prudencia, especialmente en el mando, y para ello, nada mejor que la práctica en los puestos inferiores de la obediencia. Han de ser justos, haciendo equitativo ese reparto de las cargas y de las prebendas entre aquellos que constituyen la gran familia militar. Han de tener la fortaleza, que les haga inasequibles al desaliento, sobre todo en los momentos de dolor y de sacrificio, como decía nuestro Francisco Aldama, “sin que la muerte al ojo estorbo sea”. Han de tener, en suma, la templanza, para moderarse y guardar la compostura precisa en el momento de la victoria, tal y como la presenta Eduardo Marquina en "Oro del alma", al referirnos con versos hermosos la rendición de Breda, inmortalizada por los pinceles de Velázquez:

    "Cuando el tercio era un verso de oro y el enemigo un verso de tierra,
    vos, Marqués de Espínola, para hacer menos fuerza,
    al más joven galán de los hombres del tercio,
    -bigote en punta, nariz aguileña
    colgasteis las riendas del potro echasteis pie a tierra.
    Y aquél honor que se debe al monarca, la inclinación de cabeza,
    la tuvisteis, Marqués, para los restos de la tropa flamenca,
    campesinos lampiños, burgueses de lacia vestimenta,
    con lanzones obrados con orlas para un gremial desfile de municipio en fiesta".

    Esas han de ser las virtudes de nuestro Ejército y con ellas, cardinales y teologales, las del honor, la lealtad, la abnegación y la pobreza.

    Platón en "La República" decía que "los dioses han puesto en el alma de los soldados plata y oro divinos, por lo que no tienen necesidad del oro y de la plata de los hombres", y tan en serio tomaron estas palabras nuestros soldados, que, como escribe Cánovas, "venían en harapos, desnudos, llenos de cicatrices, debiéndoles las pagas. Pero era tal su sentido del honor, que cuando se presentaban ante Felipe II, y Felipe II les decía: ¿Qué queréis en recompensa por vuestro heroísmo?, aquellos Tercios de Flandes contestaban: "Señor, solo queremos como recompensa volver a pelear de nuevo a las órdenes de Alejandro de Farnesio". He aquí la gran lección de la pobreza y de la austeridad.

    Cervantes, en su discurso de "Las Armas y las Letras" describe así la austeridad del soldado: "más pobre en la misma pobreza, porque está atenido a la miseria de su paga...; en la mitad del invierno se suele reparar de las inclemencias del cielo, estando en campaña rasa, con sólo el aliento de su boca, que como sale de lugar vacío, tengo por averiguado que debe salir frío, contra toda naturaleza. Pero esperada que llegue la noche para restaurarse de todas estas incomodidades en la cama que le aguarda, la cual, si no es por su culpa, no pecará de estrechez, que bien puede medir en la tierra los pies que quisiera, y revolverse en ella a su sabor, sin temor a que se le encojan las sábanas". En "El licenciado Vidriera", el mismo Cervantes comenta así las alabanzas que de la vida militar hizo Don Diego de Valdivia: "pero no... dijo nada del frío de los centinelas, del peligro de los asaltos, del espanto de las batallas, de la hambre de los cercos, de la ruina de las minas, con otras cosas de este jaez, que algunos las toman y tienen por añadiduras del peso de la soldadesca y son la carga principal de ella".

    Si a esto se añade, como decía Alfredo de Vigny en "Servidumbre y grandeza militar", que el soldado "se halla a la espera continua de la muerte, renuncia a la libertad de pensar y de obrar, se halla sujeto a lentitudes impuestas, y no puede acumular un patrimonio de importancia", se comprenderá la precisa y poética definición que de la milicia nos ofrece Calderón de la Barca:

    "La constancia, la paciencia,
    la humildad y la obediencia,
    fama, honor y vida son
    caudal de pobres soldados
    que, en buena o mala fortuna
    la milicia no es más que una
    Religión de hombres honrados.
    (Aplausos)
    ...



    Última edición por ALACRAN; 21/10/2020 a las 18:42
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
    Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)

  3. #3
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    Re: Elogio y defensa de la vocación militar (por Blas Piñar)

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    VII.El Ejército en la mente de Francisco Franco

    Pero yo no podría terminar aquí el análisis de las virtudes castrenses, si no dedicase un recuerdo a quien volvió a fundar la Academia General de Zaragoza, a su regreso de África, después de luchar en la Legión.

    Yo tengo que recordar aquí, por un deber de lealtad, de justicia y de honor, ahora que tantos aduladores se hallan en silencio, a Francisco Franco Bahamonde, Jefe del Estado,... (Aplausos que impiden entender al orador).

    Bien sabía Franco que no hay Ejército si no hay un cuadro de oficiales, que la masa no sirve si no hay una levadura que la fermente, que el Ejército es, como decíamos, el armazón que sostiene el organismo social de la Patria. De poco sirve el Ejército si no es disciplinado, si no hay entre, los miembros, Armas y Cuerpos del Ejército, aquel ambiente de sano compañerismo y de entrañable camaradería, que le hace comparecer ante el pueblo y ante el Estado como una sola, gallarda y valerosa unidad.

    Por eso, cuando se perseguían las esencias de la Patria, tenía que disolverse la Academia General. ¡Fijaos bien cadetes españoles!: cuando se ataca a España, inmediatamente se ataca al Ejército. Si hoy está empezando a atacarse lo más sagrado de España, tened por seguro que, por encima de las adulaciones torpes de los insidiosos de siempre, se atacarán las virtudes militares y la permanencia misma del Ejército, puesto que el Ejército es el armazón social de la Patria. Por eso, la República, que quiso arrancarnos la conciencia histórica, a la vez que con el separatismo rompía la unidad de las tierras, con la disolución moral, la unidad en el hombre, y con la lucha de clases, la concordia entre todos los estamentos y las estructuras vivas del país, tenía que atacar el Ejército. Y para atacar el Ejército tenía que destruir la Academia Militar de Zaragoza.

    El 14 de Julio de 1931, pocos meses después de proclamada la República, Francisco Franco Bahamonde dio aquí una lección inolvidable sobre la disciplina, que reviste su verdadero valor "cuando el pensamiento aconseja lo contrario de lo que se manda, cuando el corazón pugna por levantarse en íntima rebeldía o cuando la arbitrariedad o el error van unidos a la acción del mando". "Se deshace la máquina”, decía Francisco Franco el 14 de Julio de 1931, “pero la obra queda; nuestra obra sois vosotros, los 720 oficiales que mañana vais a estar en contacto con el soldado, los que constituyendo un gran núcleo del Ejército profesional, habéis de ser, sin duda, paladines de la lealtad, del espíritu de sacrificio por la Patria. No puedo deciros que dejáis vuestro solar, pues hoy desaparece; pero si puedo aseguraros que repartidos por España, lo llevareis en vuestros corazones y que en vuestra acción futura ponemos nuestras esperanzas”.

    Y en parte por ese núcleo selecto de la milicia, que había nacido y se había forjado bajo el caudillaje, el mando y la enseñanza de Francisco Franco, entonces el más joven general de Europa, y hoy la espada más limpia del mundo, fue posible, con otras aportaciones civiles y militares, que España no renunciase a su destino histórico, y que frente al Ejercito invisible que quería acogotarnos, se pusiera en pie para restaurar nuestras grandezas y nuestras libertades.

    Tremenda responsabilidad, pues, la de los Jefes de las Academias militares. Han de ganarse, a la vez, el respeto y el cariño de los subordinados, no sea que la falta de cariño signifique ausencia y distanciamiento y que el exceso de confianza llegue a convertirse en falta de respeto. Tal es la virtud del mando: ganarse la confianza y el cariño, sin pérdida de la autoridad. Esto es, en esencia, lo que han de aprender, para enseñarlo luego en los cuarteles y en los destacamentos militares a la juventud española. No olvidaros, profesores de las Academias, de aquello de San Isidoro: "el que está frente a los otros con autoridad, debe estar al frente de ellos con sus virtudes". (Aplausos).

    Pero con esto no basta. Os decía al principio, que no iba a escamotearnos, ni a dulcificar, ni a poner cortinas de humo a los problemas vivos y palpitantes de nuestro presente universal y español.

    Pues bien, el Ejército que tiene todas estas virtudes y que debe esforzarse en incrementarlas, el Ejército que es un ente moral, antes que una organización técnica, tiene también, y así lo destacan todos nuestros autores militares y políticos, una alta misión en la vida civil, y ello no sólo porque como dijera Clausewitz, "la guerra es la continuación de Política, y por tanto, es el Ejército el que mantiene la política cuando fallan los medios pacíficos", sino porque al Ejército corresponde la guardia de aquellas constantes históricas de un país, al servicio de las cuales se halla la gestión política.

    En este sentido, afirmaba, el mariscal Lyautey que "para el Ejército no puede haber dentro del Estado nada que le sea indiferente: desde la educación que se dé al niño en las escuelas, hasta aquella que recibe en los grados superiores de enseñanza; desde la forma de acrecer las fuerzas contributivas del país, hasta el desarrollo de las obras públicas, ferrocarriles, puentes y carreteras. Todos esos elementos constituyen eslabones que forman la cadena de los elementos militares para la defensa del territorio. No puede ser tampoco indiferente al Ejército la capacidad productora del país, lo mismo en la agricultura que en la industria. Ni hay fábrica que no pueda llegar a ser un día un elemento militar útil y necesario, ni un campo sin cultivo que no pueda perjudicar en un momento dado el interés militar. Todo con el Ejército tiene conexión. Por eso este no se puede concebir sino formando un todo con el resto de la nación".

    El príncipe Otto de Habsburgo, en la conferencia antes aludida, proclamaba con vigor que "no se puede morir por un Estado que ha perdido el sentido mismo de su esencia y que el Ejército tiene derecho a exigir al Estado que sea digno de merecer, en caso preciso, la vida de los súbditos”. En igual línea de pensamiento se producen Vázquez de Mella y José Antonio, los generales Alcubilla, Kindelán y el Generalísimo Franco.

    Vázquez de Mella, en su discurso de Barcelona de 8 de julio de 1921 se pronunciaba así: "se dice que el Ejército no debe intervenir nunca en la política. Pero ¿qué se entiende por política cuando el orden social y la jerarquía social vacilan y desmayan? ¿Creéis que se va a colocar al Ejército debajo de la campana neumática para que no lo dé el aire de la calle? ¡No! Si en la sociedad hay elementos deletéreos y disolventes que atacan las bases y los fundamentos sociales, ¿va el Ejército a resignarse, a mirar como un espectador un ambiente que cruzan aires de rebeldía para herirle en lo más esencial de su constitución, en lo que es la esencia de la disciplina? Si la política se redujera a cosas mezquinas y asuntos nimios, entonces ¡no intervengáis en ella! De esta política no debe participar el Ejército; pero de la alta política nacional no podéis ser instrumentos pasivos".

    José Antonio, maestro civil de una generación española, escribió con belleza y valentía: "el Ejército es, ante todo, la salvaguardia de lo permanente; pero no debe mezclarse en luchas accidentales. Pero cuando es lo permanente lo que peligra, cuando está en juego la misma permanencia de la patria (que puede, por ejemplo, si las cosas van de cierto modo, incluso perder su unidad), el Ejército no tiene más remedio que deliberar y elegir. Si se abstiene, por una interpretación puramente externa de su deber, se expone a encontrarse de la noche a la mañana sin nada a que servir. En presencia de los hundimientos sucesivos, el Ejército no puede servir a lo permanente más que de una manera: recobrándolo con sus propias manos". Y en otro lugar añadía: "¿Habrá todavía entre nosotros quien proclame la indiferencia de los militares por la política? Esto pudo y debió decirse cuando la política se desarrollaba entre partidos. No era la espada militar la llamada a decidir sus pugnas, por otra parte, hasta mediocres. Pero hoy está en litigio la existencia misma de España como entidad y como unidad. Cuando lo permanente peligra, ya no tenéis derecho a ser neutrales. El que España siga siendo depende de vosotros. El enemigo, cada día, gana unos cuantos pasos. Cuidad de que al llegar el momento inaplazable no estéis paralizados por la insidiosa red que alrededor se os teje”.

    El General Alcubilla, bajo la rúbrica "la milicia como tema de nuestro tiempo", escribe que "el Ejército garantiza la continuidad histórica nacional, y es una organización fundamentalmente política", de tal modo que cuando se produce "el divorcio entre el Estado y la Nación, el deber de las fuerzas armadas es cumplir sus obligaciones para con la Nación, por encima de los compromisos que el Estado tenga contraídos, sin que pueda calificarse de rebelde esta actitud, toda vez que cuando hay colisión de derechos, al superior corresponde prevalecer".

    El General Kindelán insiste en que la "intervención del Ejército es un bien indispensable en la vida de las naciones. El Ejército -dice- debe enfrentarse en un plano superior con los grandes problemas nacionales, constituyendo un guardián de todos los valores y constantes históricas del pueblo a que pertenece, que ha de defender, contra todo aquél que intente atacarlo, sea enemigo exterior o interior, sea en último extremo, afortunadamente excepcional, contra el mismo Estado, si es que este, apartado de su fin esencial, rompe o amenaza interrumpir la continuidad histórica de la Nación”.

    Y Francisco Franco, el 19 de julio de 1937 proclamaba que si "al Ejército no le es lícito sublevarse contra un partido ni contra una constitución, porque no le gusten, tiene el deber de levantarse en armas para defender a la Patria cuando está en peligro de muerte"; y el 17 de mayo de 1958 añadía: “El Ejército, en nuestro Estado, es mucho más que un simple instrumento de defensa; es la salvaguardia de lo permanente".

    Y no se crea que se trata de una doctrina carpetovetónica. El General Weigand, haciendo el análisis crítico de la situación en su país, escribía: "es un reto al buen sentido consagrar miles de millones a la defensa nacional, entretener millares de hombres sobre las armas y tolerar que pueda alentarse contra el ideal sagrado en cuyo nombre se exigen estos sacrificios"; y el príncipe Otto de Habsburgo, añade: "cuando un gobierno inicuo se encuentra en flagrante contradicción con el derecho natural... el verdadero soldado no puede permanecer en una fácil neutralidad. Hay situaciones en las que la insurrección en defensa de la sustancia del Estado, es no solamente un derecho, sino, incluso, un deber".

    En esta dirección se orienta la ley constitutiva del Ejército español al señalarle las siguientes misiones: "mantener la independencia de la patria, asegurar el imperio de sus leyes fundamentales y defenderle de los enemigos interiores y exteriores".

    Pues bien; ¿Acaso no debemos preguntarnos, ante la realidad que nos circunda, si el Ejército puede continuar como espectador en los días que nos toca vivir? Cuando Franco ha dicho, en su discurso de 16 de Mayo de 1952 que "frente a la interpretación leninista o estalinista del Estado, no es un marxismo apenas atenuado o un socialismo marxistizante lo que a nuestro juicio corresponde, sino la orgullosa afirmación de los valores de la personalidad humana, la derogación terminante del materialismo histórico y el reconocimiento firmísimo de la capacidad de regir la historia desde el Estado y de realizar la justicia a través de las instituciones necesarias", por todas partes, incluso en periódicos de filiación política conocida, se nos proponen para el futuro las fórmulas socialistas como ideales y salvadoras.

    Cuando Francisco Franco ha dicho el 3 de junio de 1961, que "resulta un atentado contra la razón y la realidad cualquier interpretación, sea militar, jurídica, filosófica o literaria, que pretenda encuadrar nuestra guerra dentro de los límites clásicos y angostos de las simples guerras civiles", ello no obstante, incluso en las publicaciones del Estado, se habla de guerra civil, y se ha consentido, como afirmaba con indignación el General Iniesta, que determinado novelista, insistiendo en la tesis de la guerra civil, confunda a vuestros padres y al mío, que lucharon por Dios y por la Patria, con los que saquearon las iglesias, fusilaron a los sacerdotes y quebrantaron la sagrada unidad... (Aplausos que interrumpen al orador).

    Y mientras José Antonio Primo de Rivera, que, en tanto otra cosa no se demuestre, ha incorporado en lo que tiene de permanente, su doctrina política a la conciencia nacional, decía que "ser español es una de las pocas cosas serias que se puede ser en el mundo", ese mismo novelista acaba de escribir, caballeros cadetes, en el libro de Paniker "Conversaciones en Cataluña" que "la raza española es inconstante, envidiosa y patética y que como empresa colectiva es un desastre". En nombre de España y del Ejército quiero formular con energía mi protesta.

    Y mientras el punto de los principios fundamentales dice que la unidad entre los hombres y las tierras de España es intangible, porque cualquier atentado contra ellas constituye, como se nos había enseñado, un crimen que no perdonaremos, se consienten manifestaciones separatistas y después de algunas detenciones suele ponerse en libertad a los culpables. (Aplausos prolongados).

    Y que conste que la acometida del separatismo estaba prevista, pues fue Francisco Franco el que el 16 de mayo de 1955, nos decía: "la quiebra de la unidad de España es empresa acariciada en la mente de nuestros adversarios de todo linaje (que) especulan con una quimérica transición hacia otra cosa. En esto no nos basta que sus empeños se estrellen contra la fortaleza de que hemos venido dando muestra: es necesario cerrar las filas para no dar motivo por pequeños incidentes de la vida diaria, a especulaciones que engañan a la opinión".

    Y mientras se afirma que habíamos luchado por la unidad religiosa y moral de nuestro pueblo, y construido un Estado para su defensa; y mientras Francisco Franco, nos prevenía en su discurso de 3 de junio de 1961 contra "el cinismo... con que se fomenta la delincuencia o se ensalza el vicio y la inmoralidad, produciendo el naufragio de los valores del espíritu", se estimula o se guarda silencio ante las oleadas de corrupción que nos invaden.

    Pues bien, nosotros no podemos consentir de ninguna forma, bajo ningún pretexto, cualquiera que sea el disfraz o la autoridad que lo avale, que se prostituya, la sana moral de nuestro pueblo y que oleadas crecientes de pornografía en el cine, en el teatro y en la novela corrompan al país. (Grandes aplausos).

    Y mientras de la Revolución y de la guerra nace un sistema político sin lucha de clases (punto XI de la Falange), que entiende -con la Iglesia- que la lucha de clases va contra el amor, y que hace y trata de hacer con su Ejército, esencialmente político, en el más alto y noble sentido de la palabra, una España súper clasista, en los campamentos, en los cuarteles y en los destacamentos militares, se pacta oficialmente anarquismo y con la C.N.T.

    Nosotros, en nombre de la unidad de las clases, y del Estado nacido de la guerra y de la Revolución, al que deseamos sea fiel a sí mismo, formulamos también nuestra irritada protesta, entendiendo además, que el Ejército ante tamaño desorden y confusión no puede permanecer mudo, porque ello significaría tanto como traicionar a la Patria, a la Revolución y a la guerra. (Ovación entusiasta).

    Cuando el Estado pierde el sentido de su misión, cuando deja de creer en la filosofía política que le dio nacimiento y fuerza, empieza a adquirir un complejo de inferioridad, inicia una etapa de disimulo, utiliza un idioma contradictorio y débil, abdicante y enfermizo, deja que de nuevo las fuerzas ocultas de la historia, replegadas a sus puntos de partida después de la Victoria, se envalentonen y avancen, pululen y brujuleen. ¡Y todo esto, lo consienten España, el gobierno y vosotros! El gigante está así a punto de ser esclavizado por los enanos.

    Por eso, si en política, como dijo Francisco Franco, el 3 de junio de 1961, "lo interesante es saber prever el futuro, no convertirse en sujeto pasivo de los acontecimientos, sino adelantarse y poder encauzarlos y dirigirlos", no olvidemos que el enemigo continúa en la lucha, que solamente nosotros hemos hecho y conmemorado la paz, y que, ante los peligros de la hora, nada más cuerdo que traer a colación aquellas palabras de José Antonio en el periódico "Haz" de 19 de Julio de 1935: "antes, todavía, la incomodidad ahuyentaba el sueño de España; ahora nada cierra el paso al sopor. Todos los gusanos se regodean por adelantado con la esperanza de encontrar otra vez a España dormida, para recorrerla, para recubrirla de su baba, para devorarla al sol. Sea cada uno de vosotros un aguijón constante contra la somnolencia de los que os circundan".

    Es lo mismo que os decía el General Iniesta al entregaros los sables y deciros que vuestro descanso consiste en el constante alerta por España; lo que Francisco Franco pedía al Ejército en su discurso del primer desfile de la Victoria: "os pongo ahora en guardia permanente".

    Pero nosotros, los hombres civiles, tenemos derecho a exigiros a vosotros que nos transmitáis vuestras virtudes. La milicia -decía José Antonio- "es una exigencia de los hombres y de los pueblos que quieren salvarse". Queremos, pues, que un sentido militar atraviese y transpire nuestra vida toda.

    ¿Es que, acaso, la prosperidad económica, el nivel más alto de vida está reñido con tales virtudes? Cuando firmamos los tratados internacionales que rompían el "boicot" que nos tenía prisioneros, una voz autorizada y amiga nos dijo: "el periodo de aislamiento de España, a pesar de los considerables sufrimientos materiales que representaba para toda la nación, era un periodo que necesariamente conduce a la virtud. Pero ahora el anacoreta vuelve al mundo próspero y a las seducciones de la materia. Nada más peligroso que este momento. La euforia que viene después de las privaciones arruina la resistencia. Es, pues, de importancia esencial, para no perder el fruto de tantos años duros... fortalecer las virtudes cardinales y los valores del espíritu, que son los únicos que en la hora de la abundancia dan denuedo para mantener las nobles resoluciones tomadas en los años de pobreza".

    Termino, señores. Decía Guicciardini, embajador ante los Reyes Católicos, que ellos afirmaban que con los españoles se podían hacer grandes cosas si el país se mantenía unido y en orden. Vosotros, militares, sois los abanderados de la unidad y del orden. Nosotros, hombres civiles, estamos dispuestos a empaparnos de aquellas virtudes que la dificultad del tiempo demanda, a fin de incorporar a nuestra vida ese tesoro de austeridad, de sano orgullo, de sentido del honor, de disciplina, de jerarquía, de obediencia y de fe en una España irrevocable.

    Si, con palabras de Francisco Franco, "quiebran antes las naciones por su división, su descomposición y sus crisis de virtudes, que por la acción que pueda desencadenarse contra ellas desde el exterior", nosotros pedimos una España unida y en orden.

    ¡Caballeros cadetes, oficiales!: yo, un hombre civil, quiero que llegue hasta vosotros la voz de una fuerza nueva, enardecida, con brío, coraje, y amor entrañablemente hispánicos, una voz que representa a cuantos en el pueblo están dispuestos a sacrificarse, a luchar y a morir por esta España unida y en orden.

    El porvenir no es de los escépticos, sino de los que tienen fe; no es de los que odian, sino de los que aman. Vosotros tenéis fe en España, vosotros amáis a España. Nosotros, hombres civiles, creemos en España y amamos a nuestro pueblo.

    Con esta fe y con este amor, mi Capitán General, mi General, permitidme que a los Caballeros cadetes, les invite a gritar conmigo:

    ¡Viva Francisco Franco!
    ¡Viva el Ejército!
    ¡Arriba España!

    (Los cadetes y oficiales contestan con vigor a estos gritos, a los que siguen grandes aplausos que se prolongan durante largo tiempo. Los cadetes, puestos en pie, despiden enardecidos al orador).
    Última edición por ALACRAN; 21/10/2020 a las 23:23
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
    Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)

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