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Tema: I República (1873): tan horrible que hasta los republicanos se alegraron de su final

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    Re: I República (1873): tan horrible que hasta los republicanos se alegraron de su fi

    II

    La República española nació de una enorme ilegalidad. Claro es que ningún cambio de régimen se ha hecho, generalmente, por vías legales, ya que ninguna constitución contiene ni puede contener el medio de sustituir la institución que es su eje central.

    Pero en aquel caso singularísimo de una Monarquía que cesa en sus funciones sin haber sido arrojada por un movimiento explícito de opinión, parece que era indispensable la consulta al sentir nacional. Esto era lo lógico y lo honrado. Cuando se hundió el trono de Luis Felipe en 1848, se formó, por de pronto, un gobierno provisional y Lamartine, republicano, declaró que “nadie tenía derecho para imponer la República a la Francia”; en España lo impidió el dogmatismo republicano de algunos grupos políticos. Los cuerpos legisladores, ilegalmente reunidos en uno solo, y en los cuales la mayoría había sido elegida por electores monárquicos, proclamaron la República por una mayoría exigua con respecto al número total de miembros de ambas cámaras, y designaron por votación a su primer Presidente, D. Estanislao Figueras, y un ministerio del cual formaban parte cuatro de los ministros que acababan de ser consejeros de D. Amadeo de Saboya, y un personaje, el general Córdoba, cuyas convicciones se habían amoldado a las de todos los partidos que habían gobernado a España a lo largo del siglo.

    Uno de los fenómenos más curiosos de aquella situación fue precisamente la actitud de los monárquicos de ayer que tan fácilmente acataron a la República, aspirando a gobernar con ella. La característica de sus jefes era la de una inextinguible sed de mando. Esta sed de poder les habia llevado a hacer la revolución contra Isabel II que, a su juicio, les mantenía apartados por un tiempo demasiado largo, y cuando fué preciso acabar con la interinidad, les indujo a elegir un Rey que fuera hechura suya. Ahora, con su acatamiento a la República, hacían un esfuerzo desesperado para seguir gobernando, ya que no concebían que se pudiese vivir lejos del banco azul y de sus aledaños. Pero estos pobres hombres a quienes se llamaba «resellados», se movían entre el odio de los monárquicos leales y el desprecio de los republicanos. Habían gustado, en septiembre del 68, la embriaguez de la popularidad; tenían necesidad de esta aureola y se encontraban con que, tan poco tiempo después de su triunfo, eran más impopulares que los mismos isabelinos. «En septiembre del 68—escribía un joven valenciano, republicano ardiente a la sazón y luego título del reino y ministro de la Monarquía—llevábamos en hombros a los libertadores de España; en octubre del 69, esos mismos hombres han manchado nuestra frente con la saliva de su desprecio y han arrojado a nuestros pies el reto de su cinismo». Los pobres «resellados» llegaron a las últimas bajezas para reconquistar algún prestigio en el ambiente republicano de 1873. D. Nicolás María Rivero, que al felicitar a D. Amadeo como Presidente del Congreso el día de año nuevo había empleado las más cortesanas y rendidas frases de acatamiento, el 23 de abril confesó suplicante ante las Cortes sus intentos de traición al mismo monarca. «Yo preparaba de mucho tiempo a esta parte—dijo—el advenimiento de la República, convencido como estaba de la imposibilidad de sostener el trono de D. Amadeo. Los radicales estábamos de acuerdo sobre la solución republicana». Esta confesión no produjo sino un gesto de asco en todos aquellos, cualesquiera fuesen sus ideas, para los cuales la caballerosidad no era todavía una palabra vacía de sentido.

    La confusión comenzó el mismo día de la proclamación de la República. Puede decirse que solamente la recibieron con sincera alegría los que esperaban que no fuese sino el comienzo de un derrumbamiento completo del orden social. Para los demás, las perplejidades y los desengaños se iniciaron en el mismo punto en que se hicieron con las responsabilidades del Poder. Habían traído la República hombres de la ideología más opuesta. En la oposición habían sabido unirse, pero en el triunfo se encontraron con que Ios separaban irreductibles diferencias. ¿La República había de ser unitaria o federal? ¿Conservadora o socialista?

    Al poco tiempo cada grupo combatía a sus aliados de ayer con más saña que había combatido a la Monarquía. Para el primer gobierno republicano comenzó pronto su calle de la amargura. Quería gobernar y había roto, con una larga campaña de intrigas y difamaciones, los resortes de la autoridad. La cuestión social revistió caracteres agudísimos y comenzaron los incendios y los asesinatos en varios puntos de la Península. Surgió imponente un problema nuevo: el cantonalismo. No significaba esta palabra el resucitar la constitución federal que se había mantenido en la Península después de la concreción de sus realezas en la Corona de España, sino algo impreciso y anárquico motivado por la ambición de pequeñas oligarquías locales que aspiraban a convertir cada ciudad en un estado casi independiente, sin que hubiese precedido ningún estudio sobre la coordinación de estos gobiernos para una soberanía común. Es la tendencia ibérica a la disgregación, manifestada a lo largo de toda la historia peninsular, y que hace que sea en España tan peligroso el debilitar el prestigio del Poder público. Así, la Diputación de Barcelona obraba como cabeza de un Estado independiente, y varias ciudades se disgregaron del poder central.

    En la primera lucha que tuvo lugar en las Cortes se ventilaba una cuestión de gran trascendencia. Los «resellados», monárquicos de ayer, querían conservar su influencia, y para ello les importaba el que se mantuviese la Asamblea Nacional, en que contaban con mayoría. Los republicanos de verdad, cuya tradición arrancaba, a lo menos, del 64, y que habían sido perseguidos duramente por los mismos que ahora querían participar del botín republicano, exigían la disolución de la Asamblea. Pocas veces han convivido en una Cámara gentes que tanto se odiasen. Los ex monárquicos, los federales, los unitarios, se espiaban, se denunciaban y se agredían. Once batallones de las milicias, a las cuales, no sin sarcasmo, llamaban todavía monárquicas, se sublevaron en la Plaza de Toros (23 de abril). La intervención de lo que se llamaba el pueblo, y no era sino una parte del populacho de Madrid, embriagado de vino y de desorden, acabó definitivamente con la influencia política de los nuevos republicanos, personajes acomodaticios, odiados de todos, incapaces de sacrificarse por un ideal. Mañé y Flaquer escribió el epitafio de este grupo, muerto sin gloria, como había vivido, en estas palabras: «Usando su lenguaje de paganos nos alejaríamos de su cadáver diciendo: séales la tierra ligera; pero como se hundieron en un lodazal, ese piadoso deseo podría parecer un sarcasmo. Lo más cristiano es desearles un benévolo olvido en este mundo y una gran misericordia en el otro». Así se juzgaba a los hombres que habían traído la República, y a los cuales su propia criatura había devorado.

    Comienza el gobierno de los republicanos de verdad, que aspiraban a realizar un sistema en el cual había de encontrarse el remedio de todos los males de España. Sería curioso hacer una síntesis de las promesas que se habían hecho al pueblo en artículos de periódicos y en conferencias de carácter revolucionario. Los oradores levantaban ovaciones interminables anunciando la abolición de las quintas, la rebaja de los impuestos mediante una honrada administración. Aun la guerra civil acabaría con el advenimiento de «la Niña»; pues los carlistas, ante el gobierno arcádico que implantaría, rendirían las armas, conmovidos. Los republicanos del 73 creían en la eficacia mágica de la República, como los diputados de 1812 en el poder taumatúrgico de su Constitución.

    Puestos frente a frente a la realidad nacional, se encontraron con que se hallaban profundamente divididos en dos grupos que tenían de la futura Constitución de España concepciones aún más antagónicas que lo que puedan ser entre sí las de República y Monarquía. Unos querían que toda España fuese un Estado homogéneo; otros imaginaban a la España futura como una federación de diversos Estados. Y entre tanto la guerra civil, encendida ya al advenimiento de la República en las montañas del Norte, tomaba proporciones aterradoras. En 1873, cuando muchos municipios habían enarbolado la bandera roja; cuando se creía inminente la repetición en España de los horrores de la Commune francesa, fueron muchas las personas que, sin tener tradición carlista, pensaban, según la expresión del canónigo Manterola, que había que elegir entre D. Carlos o el petróleo, y que el triunfo de la bandera carlista era la única esperanza de continuar, en un orden estable, la Historia de España. El núcleo de las fuerzas carlistas estaba en el país vasco, en Navarra, en la alta Cataluña y en el Maestrazgo, por todos aquellos parajes de la Península en que la naturaleza del terreno permite que se pueda resguardar fácilmente un grupo de hombres, en la Mancha, en Galicia, en Extremadura, en las Castillas, en Levante, se echaban al campo partidas para hacer la guerra de guerrillas, por el viejísimo sistema, tan español, que habían empleado ya los soldados de Viriato, y que había asombrado a Europa en la guerra de la Independencia. No podían obtener un triunfo definitivo, pero exasperaban a los gobiernos, intranquilizaban el país y suspendían la vida normal en comarcas a veces muy extensas.

    El día 7 de junio se reunieron las primeras Cortes de origen republicano, y en este mismo día fué proclamada la República democrática federal. Los elementos avanzados de toda España recibieron la noticia con inmenso júbilo, aunque solamente don Francisco Pi y Margall y algunos personajes de su cenáculo sabían exactamente lo que quería decir aquel adjetivo aplicado a la República; para el pueblo, federalismo: el sistema político más avanzado, en el cual podía cada cual hacer lo que quisiera, incluso apoderarse de los bienes del prójimo. El 11 quedó constituido el primer ministerio de este carácter, bajo la presidencia de Pi y Margall, pero entonces se tuvo noticias de un incidente curiosísimo: D. Estanislao Figueras, el primer Presidente de la República, sin decir nada a nadie tomó el tren un buen día y traspuso la frontera. El desconcierto fué indescriptible cuando se supo la deserción pintoresca del primer magistrado de la Nación. En 30 del mismo mes, D. Francisco Pi y Margall obtenía la dictadura. No puede llamarse de otro modo un gobierno que se hacía conceder la plenitud del poder personal con la ley siguiente:

    «Articulo 1.º En atención al estado de guerra civil en que se encuentran algunas provincias, principalmente las vascongadas, la de Navarra y las de Cataluña, el gobierno de la República podrá tomar, desde luego, todas las medidas extraordinarias que exijan las necesidades de la guerra y puedan contribuir al pronto restablecimiento de la paz.

    «Art. 2.º El gobierno dará después cuenta a las Cortes del uso que haga de las facultades que por esta ley se le conceden

    Un artículo adicional concretaba estas atribuciones exclusivamente al gobierno presidido por D. Francisco Pi y Margall. Pocos gobiernos se han abrogado poderes tan absolutos. El mismo Pi y Margall dirigía poco después la famosa Circular a los gobernadores, en la cual se les autorizaba a suspender los periódicos que atacasen al régimen republicano, a practicar registros domiciliarios, a imponer contribuciones de guerra, a destituir ayuntamientos y aun a sustituirlos por delegaciones gubernativas cuando no se encontrase en una población personal adicto suficiente. Se ha dicho ahora que esta Circular estaba redactada conforme a la Constitución. No hay constitución ni ley de garantía que autorice a suplantar a los ayuntamientos en la forma en que lo hacía Pi y Margall, ni a imponer libremente contribuciones de guerra a los ciudadanos.

    Pero era inútil que, en el papel, el gobierno se hiciese conceder toda suerte de poderes, si la masa social no prestaba a sus disposiciones el acatamiento que daba tan fácilmente a un decreto promulgado en nombre de Fernando VII o de Isabel II. El proceso de disgregación, que en España se inicia siempre que flaquea el Poder público, llegó a un extremo no conocido en la Historia. No se trataba ya de las aspiraciones autonomistas, en este tiempo muy imprecisas, de las regiones que sentían latir (todavía los alientos de una antigua nacionalidad, ni del plan sistemático de Estados federados que constituía el ideal de algunos republicanos, obsesionados por el ejemplo de los Estados Unidos, sino de la desmembración desconcertada y atómica, la rebeldía de cada ciudad en que surgía un personaje o un grupo que deseaba crearse un ambiente propicio al desarrollo de sus ambiciones personales. Nada más trágico ni más bufo que la insurrección cantonalista, con sus gobiernos grotescos y sus ministerios de opereta, sus diminutas guerras civiles y hasta sus pujos imperialistas, que degeneraban en verdadero bandidaje. En Málaga se proclama el cantón bajo la presidencia del diputado D. Francisco Solier; pero otro personaje, D. Eduardo Carvajal, a la cabeza de su grupo, quiere apoderarse del mando y origina una serie de colisiones en el diminuto estado malagueño. Los cantonales de Sevilla intentan someter a otras poblaciones y son rechazados por los vecinos de Utrera. Esto representaba un retroceso de cuatro siglos. España se deshacía entre sublevaciones cantonales, partidas carlistas, brotes de comunismo. Exactamente cuatrocientos años antes, en 1473, escribía Hernando del Pulgar al Obispo de Coria, después de describirle las luchas entre los bandos de caballeros que arruinaban las ciudades en los últimos años de Enrique IV: «Trabajan asaz por asolar toda aquella tierra..., y creo que salgan con ello, según la priesa que se dan. No hay más Castilla, si no, más guerras habría».

    Los hechos del cantón de Cartagena merecen párrafo aparte, aun en un resumen tan breve como éste. La revolución cantonalista estalló en aquella plaza fuerte por una imprevisión tan notoria del gobierno, que fué tenida por algunos como indicio de complicidad, y su iniciación se debió al mismo gobernador Altadill. Los cantonales se apoderaron fácilmente de la mejor plaza fuerte de España, artillada con 533 piezas, y en cuyo puerto estaba anclado casi toda la escuadra española: las fragatas blindadas Numancia, Vitoria, Tetuán y Méndez Núñez; las de madera Almansa y Ferrolana y algunos vapores. Los marineros, haciendo causa común con los sublevados, expulsaron a los oficiales y quedaron dueños de los barcos. El Gobernador militar, Guzmán, pudo salir de la plaza con algunos soldados leales, en tanto que el resto de la tropa fraternizaba con los revoltosos.

    Ante la continua repetición de desastres, cada uno de los cuales hubiera bastado para desacreditar a un gobierno, las Cámaras se enfrentaron con la política de Pi y Margall. Como hemos dicho se le acusó entonces de estar en connivencia con los cantonales. Esto no está probado, pero su singular ideología política le llevaba a una bochornosa lenidad con los que no hacían sino llevar torpemente a la práctica lo que creían el programa del mismo Presidente de la República.

    Ante la actitud de las Cámaras y la división del ministerio, Pi y Margall tuvo que dimitir (18 de julio) de un cargo que había ocupado solamente una veintena de días, y fué elegido para sustituirle en la magistratura suprema D. Nicolás Salmerón.

    En sus seis meses de vida, la República española había conocido tres Presidentes y seis ministerios. (...)


    (continúa)
    Última edición por ALACRAN; 16/10/2022 a las 21:56
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