Fuente: Atlántida, Número 2, Marzo-Abril de 1963, páginas 221 – 224.
Leo Strauss y sus reflexiones sobre Maquiavelo
Leo Strauss será considerado, sin duda, como uno de los grandes renovadores del pensamiento político contemporáneo. Este alemán, que es hoy profesor de Filosofía Política en la Universidad de Chicago, se dio a conocer por dos obras sugestivas y muy profundas: On Tyranny y Persecution and the Art of Writing. Hace cuatro años apareció en inglés su obra fundamental, Thoughts on Machiavelli [1].
Strauss une a las condiciones del investigador paciente y minucioso la visión serena del filósofo clásico que sitúa hechos y valoraciones dentro del marco y proporciones que les corresponden. Puede decirse que, a través de sus matizadísimas exégesis de textos, la obra de Strauss alcanza a situar de nuevo la ciencia política sobre los fundamentos éticos, metafísicos y aun teológicos que, principalmente por obra del propio Maquiavelo, le habían sido arrebatados al pretender constituirla como “ciencia natural y autónoma”.
La introducción de este libro se inicia declarando en ella el autor su conformidad con la anticuada y sencilla opinión que ve en Maquiavelo un maestro del mal, aun a riesgo –dice– de la indulgente ironía de los eruditos e iniciados. La última frase del libro dice así: “… Porque, aunque la filosofía debe guardarse de pretender ser edificante, es, por necesidad, edificante”. Entre una y otra afirmación se tiende el puente inmenso de una exégesis casi exhaustiva de la obra del florentino en la que se pone de manifiesto lo que Maquiavelo dijo, lo que quiso decir, lo que habrían de captar sus lectores y lo que germinaría más tarde en las mentes de la posteridad.
Leo Strauss supone –y no está solo en esta interpretación– que las obras políticas verdaderamente revolucionarias en cada época no expresan su mensaje sino mediante clave, de forma tan cuidadosamente encubierta que sólo un trabajoso análisis puede desvelarlo, y el lector vulgar sólo lo captará en impresiones subconscientes que a la larga germinarán en él a través de imperceptibles cambios de mentalidad. El lector, por su parte, no puede defenderse de tales influencias porque no es consciente de cuándo y cómo se ejercen sobre él. Este método de expresión y de influencia constituye el tema de otro de los libros de Strauss, ya citado: La persecución y el arte de escribir.
Consecuente con esta convicción, Strauss se entrega a desenmascarar el fondo del pensamiento maquiavélico a través de un largo análisis intencionadamente prolijo y de lectura difícil, que obliga al lector a rendirle enteramente su atención. La clave para este desenmascaramiento la encuentra Strauss en un cotejo sistemático entre las dos obras políticas de Maquiavelo, El Príncipe y los Discursos sobre Tito Livio. Dos obras profundamente dispares en apariencia, pues mientras la primera adopta la forma clásica en su época de consejos a un Príncipe para el arte de gobernar, la segunda constituye un elogio a la democracia o al pueblo liberado de su Príncipe. Precisamente por esta contradicción, los críticos de Maquiavelo, en la imposibilidad de armonizarlas, tienden a minimizar la importancia de una de ellas en beneficio de la otra. Según Strauss, el secreto del pensamiento maquiavélico se encuentra en un enfrentamiento de ambos textos, en los que cada capítulo sirve para aclarar el verdadero sentido del correspondiente en el otro. A este fin señala tres criterios o piedras de toque para descubrir en su tortuoso progreso la idea maquiavélica: las omisiones, las contradicciones y las citas equivocadas. O hay que considerar a Maquiavelo como un autor increíblemente ligero y descuidado –interpretación incompatible con el carácter general de su obra y con el impacto imborrable que dejó en la historia del pensamiento– o es preciso admitir que sus continuos errores fueron en realidad trucos ingeniosos o profundamente psicológicos para dejar la impresión deseada en el lector sin que éste pueda precaverse contra ella ni oponerle su escándalo o sus razones. Maquiavelo hace así pensar al lector lo que él mismo no llega a declarar, haciendo de él como un cómplice de su amoralismo radical.
Tal viene a ser el taimado procedimiento de Maquiavelo para persuadir al lector sin salirse de lo convencional en su época ni provocar su espontánea aversión. Así, por ejemplo, comienza alabando en la forma entonces habitual la virtud de la religión o piedad religiosa; continúa equiparando en su elogio a la religión pagana con la cristiana; desautoriza después a la pagana como virtud propia del pueblo bajo; y aclara, por fin, que la religiosidad del pueblo sólo es virtud a los ojos del gobernante, que puede así dominarle más fácilmente. En otra ocasión, cita historias contadas por Livio, u otro autor romano, con omisiones tan llamativas que atraen inevitablemente la atención del lector hacia el autor original, y, al releer en éste la anécdota referida, encuentra en ella una moraleja diametralmente opuesta a la admisible dada por Maquiavelo: así, el relato de una victoria de los romanos obtenida por la protección divina atrae la atención hacia la verdadera historia de aquella batalla, en la cual el éxito se debió manifiestamente, bien a la crueldad del jefe, bien a una argucia desleal. En este aspecto, es muy característico su recurso a Livio como medio de desvirtuar la fe en la Biblia: presenta primeramente a Tito Livio como autoridad tan incuestionable en su terreno como la Escritura en el suyo, y acaba poniendo en evidencia y en duda –progresiva y paralelamente– la veracidad de una y otra fuente.
Maquiavelo –dice Strauss– “mitiga su ataque a la Iglesia Romana, apelando a la cristiandad primitiva. Mitiga su ataque a la religión bíblica, alabando a la religiosidad en general. Mitiga su ataque a la religión, elogiando el humanitarismo y la bondad natural. Mitiga su análisis de las crueles e inhumanas condiciones en que han de basarse la humanidad y la bondad, maldiciendo del poder y bendiciendo la libertad y su fruto, la invariable prudencia y generosidad de un senado. Mitiga el impacto de su implacable análisis de la más alta virtud republicana, rindiendo homenaje a la bondad y religiosidad del pueblo y a la justicia de sus reivindicaciones. Mitiga el impacto de su crítica implacable de los defectos del bajo pueblo, apelando al patriotismo, el cual legitima el indigno género de gobierno conocido tradicionalmente por tiranía”.
El designio último que guía a Maquiavelo es, según Strauss, “la ruptura de la antigua ecuación de lo bueno con lo viejo, base de la tradición” (idea ésta que envolvía la creencia en un orden natural establecido por Dios y transmitido por las generaciones) y “la defensa de las nuevas formas y órdenes como tales”, es decir, la voluntad humana del Príncipe. El Príncipe no es, para Maquiavelo, el Monarca de las Monarquías de su tiempo ni de ningún otro, sino “el creador de nuevos órdenes y formas” emanados de su voluntad, y que aspira a hacerlas sobrevivir frente a la voluntad de los demás hombres y las tendencias colectivas prevalentes. No es –diríamos en términos actuales– un continuador que reconoce un “sobre-ti”, ni un restaurador, sino un “instaurador” o líder de un nuevo Estado. Para ello ha de dar un giro copernicano a la relación del político con aquellos órdenes del ser y del deber-ser que aquél consideraba hasta el momento como, teóricamente al menos, superiores y subordinantes: la religión, la moral, la costumbre. Maquiavelo, sin negar aparentemente su respetabilidad, los pone al servicio de la obra del Príncipe: una religión y una moral “para el pueblo”, una tradición hecha inocua “para hablar de ella” y mover por ella al pueblo. A este efecto aconseja al Príncipe que reivindique, no la tradición inmediata, viva, sino otra anterior o más antigua que no conserve vivos ni intereses ni preceptos jurídicos, que no determine ningún imperativo que coarte su libertad, y pueda, en cambio, prestarle un servicio teórico o emocional. En todos estos imperativos puede reconocerse lo que, andando los siglos, serían los liderazgos nacionalistas de nuestro siglo: religión “incorporada”, moral “nacional”, tradición y motivos patrióticos ancestrales y poéticos con olvido o descrédito de su evolución posterior (reivindicación por Mussolini de la tradición romana imperial; por Hitler, de una legendaria tradición germánica; antimonarquismo en el fondo, de todos).
La obra de Maquiavelo nos aparece, así, como el intento de constituir la ciencia política sobre bases secularizadas, autónomas, rompiendo su dependencia de los órdenes moral y religioso en los que hasta entonces se inscribía. En el mismo tiempo en que la filosofía rompe sus ligaduras teológicas y va a construirse sobre evidencias racionales, en que la moral va a proyectarse asimismo como autónoma, la política va a hacerse también la ciencia y el arte del Príncipe como “creador de nuevos órdenes y formas”.
Strauss no utiliza contra Maquiavelo argumentos propios, ni discute con él enfrentándole otras tesis. Se limita a colocarse pura y simplemente en las categorías de la filosofía clásica tradicional, y, desde allí, obliga a Maquiavelo a exponer claramente sus doctrinas y a enfrentarse con sus consecuencias lógicas. La conclusión del libro es más bien un principio, una puerta abierta a la restauración de la idea de la primacía del Bien y del Orden mediante una apelación a las nociones fundamentales de que esta idea se deriva.
“No se puede percibir el verdadero carácter del pensamiento maquiavélico –dice Strauss– de no ser que uno mismo se libere de la influencia profunda de Maquiavelo. En la práctica quiere esto decir que no es posible percibir el verdadero carácter de su obra si no se recupera, para uno mismo y en uno mismo, el patrimonio pre-moderno del mundo occidental, tanto clásico como bíblico”. Quizá ningún aspecto pueda probar con mayor claridad ese cambio profundo en nuestra mentalidad por la influencia de Maquiavelo que el sentido que para nosotros ha adquirido el término “político” y el concepto de política. El concepto-tipo de “hombre”, por ejemplo, no se mide para nosotros por su pura eficacia práctica, con abstracción de sus valores éticos o estéticos. Ni siquiera el esquema que nos forjamos del “financiero” y “hombre de negocios”, aunque se acompañe de eficacia y aun de cierta dureza, excluye las nociones de seriedad y de rectitud. El concepto paradigmático de “político”, en cambio, se reduce estrictamente a sus posibilidades de captación y aun de engaño, hasta el extremo de considerar como natural e inevitable el que un hombre de hoy, honesto en su vida privada y que se atiene a una moral en su actuación profesional, al llegar a la vida pública utilice cualquier medio para lograr los fines considerados como buenos, con una cierta conciencia de impunidad y de licitud.
Esta noción intrínsecamente pervertida de la política, fruto en gran parte de la teoría de las nacionalidades, ha calado en nuestra época hasta en mentalidades sinceras y religiosas. Muchos que profesan el principio de que “la verdad os hará libres” aplauden hoy como “político” al que en este orden actúe inteligentemente aunque sin rectitud, con tal de que los fines que declare perseguir sean buenos, o con tal de que alcance con su actuación un éxito funcional. Y niegan la condición de “político” a quienes imponen limitaciones a su obrar o desaprovechen ocasiones por escrúpulos morales. Parece como si en la actuación política no tuviese ya sentido la norma evangélica de “buscad el Reino de Dios y su justicia, que lo demás se os dará por añadidura”.
Tal maquiavelismo práctico no se ha reducido a conferir una nueva y tortuosa significación al concepto de “política”, sino que ha pervertido de hecho muchas actitudes humanas en ese orden de la actividad.
La exégesis profunda, minuciosa, casi exhaustiva, de Strauss sobre los libros de Maquiavelo realiza para nosotros el extraordinario servicio de, poniéndolo bajo su propia luz, devolver el sentido y la jerarquía a multitud de nociones políticas que lo habían perdido a fuerza de desorbitarse o de tornarse absolutas. Junto a este doble mérito exegético y constructivo, quizá tampoco pudiera rendirse un más cabal tributo a la grandeza de la obra maquiavélica. Porque, como concluye Strauss, “reconocer el diabólico carácter del pensamiento de Maquiavelo significa reconocer en él la perversión de una muy alta nobleza”.
Rafael Gambra
[1] LEO STRAUSS, Thoughts on Machiavelli, Illinois, University of Chicago Press, 1958; la traducción castellana va a ser publicada por el Instituto de Estudios Políticos bajo el título: Reflexiones sobre Maquiavelo. Meditación sobre Maquiavelo (Leo Strauss).pdf.
Última edición por Martin Ant; 14/02/2019 a las 20:28
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