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Tema: Testimonio sobre la gran traición de Juan Carlos (Marqués de Valdeiglesias)

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    Testimonio sobre la gran traición de Juan Carlos (Marqués de Valdeiglesias)

    José Ignacio Escobar Kirkpatrick (1898-1977) fue un personaje cuyo testimonio contra Juan Carlos y su entorno no puede seratribuido a prejuicio legitimista, ni a desconocimiento. Su desengaño es amargo, porque representa denunciar a aquellos a los que sirvió abnegadamente, tras comprobar que seguir sirviéndolos era perjudicar a España.

    Su labor durante la II República, en colaboración con Eugenio Vegas Latapie, fue considerable. Transformó el periódico "La Época" del liberalismo doctrinario a un cuasi tradicionalismo. También fue meritoria su actuación al inicio de la Cruzada a las órdenes del General Mola. Lo recogen sus memorias de la guerra, notables, y justamente feroces contra Ángel Herrera Oria, publicadas en 1955 por Rialp bajo el título “Así empezó…”.

    En 1976 fue uno de los pocos procuradores de Cortes que votó contra de la Ley para la Reforma Política de Adolfo Suárez, que desmantelaba definitivamente el Régimen del 18 de Julio.



    TESTIMONIO SOBRE UNA GRAN TRAICIÓN

    TESTAMENTO POLÍTICO DEL MARQUES DE VALDEIGLESIAS, D. JOSÉ IGNACIO ESCOBAR KIRKPATRICK

    (1977)

    Querido amigo:

    Como te informaría tu secretaría tu escrito me llegó al día siguiente de hablar contigo. Es certero como todos los análisis salidos anteriormente de tu pluma sobre el Régimen de Franco. No tengo un solo punto de discrepancia en nada de lo que dices. Sólo se me ocurriría calar todavía un poco más hondo y tratar de discurrir sobre por qué han tenido que suceder las cosas como han sucedido. Concretamente, el que a ciencia y paciencia de los vencedores en la Cruzada del 36/39, los vencidos en ella hayan ido infiltrándose progresivamente en el Estado vencedor hasta llegar a ocupar en él todos los puestos de influencia. Es un hecho incontrovertible. La única duda es si ello ocurrió por culpa exclusiva de Franco o por fallo total de una clase dirigente.

    La cuestión no puede despacharse con unas cuantas líneas. La ausencia en España de una auténtica clase dirigente, con cualidades de tal, ha sido siempre un hecho señalado en nuestra historia. En especial, a todo lo largo del siglo XIX. El escritor Juan Varela impugnó, sin embargo, en uno de sus escritos tal afirmación. Una clase dirigente, vino a decir, no es algo venido de fuera que se superpone al pueblo. Es algo que surge del pueblo mismo. Si la clase dirigente falla es porque el pueblo no da más de sí.

    Habría que perderse en muy largas disquisiciones sobre el carácter del alma española para averiguar por qué el español ha sido siempre heroico en las guerras pero no ha sabido organizar en paz su mutua convivencia. El hecho cierto es que desde el siglo XVII, mientras nuestros Tercios y capitanes daban gloria a España en todos los campos de batalla de Europa, la nación arrastraba una curva de decadencia inexorable. Se dice que sobre nuestra Cruzada se han escrito más de cuarenta mil volúmenes.
    Aunque puedan ser menos, no dejan de ser numerosos los escritos sobre las causas de nuestra decadencia.
    Ha llegado a ser uno de los temas favoritos de nuestra literatura. Antes y después del Cid.

    Hay que llegar a la conclusión de que algo falla en nuestro carácter que nos impide convertirnos en una gran nación. Ortega dijo que todo lo bueno que se había hecho en España lo había hecho el pueblo, colonización de América, guerra de la Independencia, etc. Lo dijo antes de la maravillosa explosión del 18 de Julio. Pero ello sólo confirma que el español es capaz de brillantes actuaciones aisladas, pero no de una labor continua.

    Volvamos a la actuación que tuvimos todos después del histórico parte del 1º de Abril, “la guerra ha terminado”. El libro de López Rodó: “La larga marcha hacia la Monarquía” es tremendamente revelador a este efecto. También algunas de las reflexiones que hago en las últimas páginas de mío “Así empezó...” recuerdan algunas cosas que es preciso no olvidar. Es evidente que ninguno de los que impulsamos el 18 de Julio pensamos que la gesta iba a desembocar en el régimen personal de Franco. Sus comienzos y especialmente la elevación al poder del valido Serrano Súñer, nos apreció a todos algo odiosa. Pero a medida que ha ido pasando el tiempo he ido teniendo más dudas sobre si sin aquel decreto de Unificación que significó el barrido de todos los elementos sin distinción, propulsores del 18 de Julio se hubieran engendrado los 36 años de paz y progreso que ha disfrutado España, la etapa más fecunda de nuestra historia. Evidentemente, Franco se limitó a ser un buen administrador sin ninguna visión del futuro. Pero falta por ver si la tuvieron los españoles con pretensiones de constituirse en clase dirigente.

    Durante aquellos primeros años de la Dictadura de Serrano Súñer nos pareció a todos, por supuesto, que había que presionar a Franco para que abandonara el poder y restaurar la Monarquía.
    A la vista de la actuación posterior, tanto del Conde de Barcelona como de su hijo, tengo fuertes dudas que de haber logrado en aquellos tiempos los restauradores nuestro propósito no hubiéramos hecho sino adelantar la catástrofe que se cierne actualmente sobre España. Cierto que el resentimiento engendrado, tanto en el Rey como en su padre, por los largos años de haber tenido que permanecer alejados del poder soportando el mando de Franco y pensando que lo que para ellos constituía un derecho propio, personalísimo, sólo podrían hacerlo efectivo a través de la voluntad de Franco, ha agudizado su deseo de borrar de un plomazo 40 años de su historia.

    Sin embargo, a través de mi continua relación con el conde de Barcelona durante todos estos años puedo afirmar su total incomprensión del sentido de nuestro Movimiento Nacional. D. Juan siempre estuvo cordialísimo conmigo. Me invitó a almorzar en Villa Giralda en cada uno de mis viajes a Estoril después de haberme concedido una larga audiencia en que yo dije lo que quise y él me contestó, naturalmente, lo que pensaba. De todas estas largas conversaciones saqué siempre la impresión de que nada iba a ganar España con la instauración de la Monarquía. Mi atavismo monárquico, la solidez de mis convicciones doctrinales, me impedían, por supuesto exteriorizar estos sentimientos. Yo creía en la Monarquía como creía en las verdades de la religión. No concebía otra solución para el futuro de España.
    Me limitaba, pues, a desear en mi fuero interno que Franco durase el mayor tiempo posible. Al fin y al cabo constituía también para mí un axioma fundamental que no es lo mismo ser monárquico que ser amigo del rey, y que la esencia de la Monarquía no consiste simplemente en tener a un rey, en vez de un presidente, en la cumbre del Estado. La Monarquía, se escribió muchas veces en “La Época”, es una doctrina completa como lo es la República. Y, en definitiva, Franco estaba inspirando su Gobierno en muchos postulados de la doctrina monárquica. En última instancia, la Monarquía significa la contrarrevolución. Y Franco, vencedor del marxismo y de la masonería, encarnaba unos principios esenciales de la contra-revolución. Podrá discutirse el acierto con que una vez vencidos los principios revolucionarios, trató de evitar su posterior infiltración en nuestra patria. Pero no era su deseo hacerlo. D. Juan, en cambio, era fundamentalmente anglófilo. Todo eso de la masonería y de la Revolución con erre mayúscula eran para él monsergas.
    No es, pues, que fuera capaz de oponerse con más eficacia que Franco a la infiltración de su influencia en España, sino que le hubiera parecido absurdo solo el intentarlo. Lo advirtieron muy bien todos los elementos masónicos y progresistas de España, los cuales, anteriormente monárquicos o republicanos, se apresuraron a alistarse en torno a las banderas de D. Juan. El, por su parte, enarbolaba un solo argumento en favor de su tesis del obligado y pronto traspaso de poderes de Franco a su persona. El de su legitimidad histórica. Ni la república ni la guerra habían significado nada para él. Lo que no hubiera podido reclamar ni de Alcalá Zamora ni de Azaña se lo exigía imperiosamente a Franco. Este, a sus ojos, era un mero usurpador del puesto que a él le correspondía por derecho propio.
    -“Yo soy el rey porque sí y Franco no puede nada contra este hecho”. Muchas veces me repitió esta frase.

    Por su parte, el fracaso de Franco al no haber sabido oponerle un dique a la marea revolucionaria, a pesar de sentir agudamente su presencia, es evidente. Su única disculpa es la falta total de apoyo que encontró para su empeño en nuestra clase política. Analicemos cómo actuó ésta durante la guerra y después de la victoria.

    Los primeros actos políticos de Franco desde que se le nombró Jefe del Estado fueron confiarse primero a su hermano Nicolás y después a su cuñado Ramón Serrano Súñer. Fueron debilidades disculpables. Entre las doctrinas falangista, tradicionalista y de Acción Española, es natural que Franco se encontrara un poco perdido; los generales, por otra parte no representaban doctrina alguna. Franco trató de amalgamar lo que presentía había de bueno en el orden del pensamiento. Desgraciadamente convirtió a Serrano en su brazo ejecutor. Y Serrano se entregó a una desenfrenada ambición de Poder, y sólo concibió edificar el Nuevo Estado en torno a su persona. Aquella etapa del cuñadísimo con sus tres secretarios políticos, las tres M como les llamábamos, Mayalde, Manzanera y Montarco, dejó imborrable recuerdo. Pero nuestra clase política brilló durante esta etapa por su ausencia. Falange se dedicó a cortejar a los intelectuales de izquierda, Tovar, Laín, etc. Acción Española se dividió. Unos como Pedro Sainz, trataron de ganarse los favores de Serrano, Otros optaron por irse al frente.
    Franco advirtió pronto el error Serrano y lo defenestró intentando sustituirlo con el tinglado de FET de las JONS que cristalizó en Alcalá 44.
    Es indudable que a nuestra clase política se le brindaba con ello una ocasión de hacerse con el mando y elaborar una doctrina que rimase con las circunstancias del momento. Pero nuestra clase política siguió brillando por su miopía. Alcalá 44 se convirtió en un tinglado de intereses carentes de visión de futuro. Acción Española se encerró en su doctrina monárquica tradicional pretendiendo ignorar el hecho de que el posible rey estaba entregado a unas doctrinas radicalmente opuestas. Las señas de vida que dio durante estos primeros años de reconstrucción de España nuestra clase política fueron todas lamentables: el escrito de los procuradores del año 1943 solicitando de Franco la restauración de la Monarquía con carácter urgente, antes de la terminación de la guerra mundial; la carta de los generales en el mismo sentido; el escrito de los catedráticos a D. Juan, manifestándole su adhesión, etc.
    Es decir, que todo lo que concibió nuestra clase política como resultado de la atroz guerra que había ensangrentado el suelo español durante más de tres años, fue el retorno puro y simple al estado de cosas que la había producido.
    Ni una medida precautoria sobre cuáles pudieran ser los verdaderos propósitos de D. Juan al instalarse en el trono cuando todo hacía suponer que aquéllos no irían mucho más lejos del restablecimiento de la Monarquía liberal fracasada en 1931.

    Franco, al menos, concibió y comprendió toda la trascedentalidad de la guerra. Los españoles no habían ido a ella de un modo caprichoso, ni sólo para evitar el triunfo del marxismo que amenazó durante la última etapa de la República. Se habían levantado de modo unánime y clamoroso contra el estado de cosas que había acarreado el desgobierno de España a todo lo largo del siglo XIX y primer tercio del siglo XX. Se habían levantado contra el sistema partitocrático de cuño extranjero que nos impuso Cánovas del Castillo y que nunca tuvo arraigo en el ambiente español. España pedía una forma diferente de Gobierno. Podría acertarse o no al intentar definir esta nueva fórmula pero lo que no se podía hacer era volver pura y simplemente al pasado.
    Franco lo percibió así. Pero nuestra clase política dio muestras de una increíble cortedad de imaginación.

    Se comprende, al fin y al cabo, en personas de un monarquismo visceral como yo, que desearan, por encima de todo, la restauración monárquica. Pero, ¿cuántos monárquicos de este tipo había en España? Y yo mismo, lo recuerdo muy bien, si por un lado consideraba como meta ideal, la única posible, la restauración de la Monarquía, por otro lado, en mi fuero interno, cómo estaba deseando que Franco prolongara su mandato todo lo posible. Recuerdo por ello también perfectamente que todos aquellos intentos de obligar a Franco a retirarse y traer precipitadamente a D. Juan antes del final de la guerra, me parecieron disparatados. Aunque sólo por gestos aislados y esporádicos de D. Juan percibía cuáles eran sus verdaderos sentimientos. Recuerdo una vez, por ejemplo, en Lausane, en el principio de los años 40, que al decirle yo a D. Juan que lo único que le pedía para cuando fuera Rey era que me dejara publicar “La Época” -prohibida por el régimen franquista- con objeto de poner de manifiesto la tremenda responsabilidad de Gil Robles en el estallido de la guerra por haber intentado prolongar la vida de una imposible república. D. Juan se quedó mudo, con un gesto de contrariedad. Rápidamente me vino a la memoria que su padre, Alfonso XIII, había apoyado el movimiento gilroblista mucho más que el de los auténticos monárquicos. ¿Sería posible que, aún a la vista de sus resultados, pudiera el hijo de Alfonso XIII seguir simpatizando con la táctica de Gil Robles?. Si alguien hubiera podido decirme que no sólo esa era la verdadera actitud de D. Juan sino que iba a nombrar a Gil Robles representante suyo me hubiera quedado mucho más absorto todavía.

    El manifiesto de D. Juan el año 45 me pareció un verdadero disparate y si cuando un poco antes, al ser nombrado Consejero Permanente de Estado, tuve mis vacilaciones sobre si debía o no aceptarlo, ni por un instante se me ocurrió entonces seguir las indicaciones de D. Juan, a pesar de la visita que con este exclusivo objeto me hizo Joaquín Satrústegui.

    Cuando he leído más tarde la larga gestación que tuvo el malhadado manifiesto y las vacilaciones de D. Juan en someterse a las presiones de que fue objeto para que lo firmara, me he confirmado en la idea de la poca altura de nuestra clase política.
    Según Gil Robles en su libro “La Monarquía por la que yo luché”, todo él encaminado a defender su tesis de que D. Juan no debía haber admitido más negociación con Franco que la encaminada a aceptar su rendición incondicional y su salida de España como el verdadero vencido de la guerra -se habla de dos anteriores proyectos de manifiesto del Rey- “uno estridente, redactado por Vegas Latapie, y otro, anodino, de López de Oliván”.-

    En julio de 1946 visité a D. Juan en Estoril donde acababa de trasladar su residencia. Tengo la seguridad de que nadie le habrá hablado entonces con más sinceridad, casi diría rudeza sobre la inoportunidad del manifiesto. Se había enajenado con él toda la opinión nacional, la cual podría, en algunos aspectos, discrepar de la política seguida por Franco, pero estaba unánime en considerarlo como el vencedor de la guerra, y de ninguna manera estaba dispuesto a admitir, aunque en la guerra mundial hubiesen triunfado los mismos elementos contra los que luchó España en la suya -masonería y marxismo- que nos habíamos equivocado en nuestra cruzada. Le aseguré a D. Juan que todos los informes que recibía sobre el descontento general contra Franco eran tendenciosos. Con Franco estaba el Ejército, vencedor de la guerra, la Iglesia (en aquellos años), la Banca, los hombres de empresa, que estaban empezando a reconstruir España, en suma, los mismos elementos sobre los que tenía que apoyarse la Monarquía.
    Me parecía absurdo que por fallarle a la Monarquía estos elementos pretendiera el rey pasarse al grupo de los vencidos. No le quedaba, en mi opinión, otra salida que conformarse con los hechos.

    No se podía tampoco olvidar que Franco era un hombre tenaz. No cedería a las presiones para que se fuera. Sin embargo, estaba yo convencido de que era monárquico en el fondo de su corazón. Como final de su etapa de mando no podía vislumbrar más solución que la Monarquía, el régimen tradicional de España. No iba a querer restaurar la República, cuyos resultados estaban bien a la vista, ni encumbrar a un compañero de armas a los que conocía bien y no se fiaba de ninguno de ellos. No le quedaba, pues, al rey otra solución que aceptar los hechos tal como se habían configurado en España y mantener con Franco las relaciones más cordiales que fueran posibles en espera del momento oportuno para la Restauración.

    Con anterioridad a esta conversación con el Rey había mantenido otra muy larga con Pedro Sainz Rodríguez desayunando, almorzando, cenando con él, un día entero. Me percaté que se contaba en Estoril, sobre todo con el apoyo inglés para derribar a Franco. Traté, por consiguiente, de combatir la insensatez de esta creencia. La Monarquía no podía venir a España traída en los furgones extranjeros. Pero ni siquiera era verosímil que la presión inglesa para traerla llegase hasta tal extremo. -Si no ha llegado ya, había asegurado Pedro, ha sido por la actitud soviética y el temor de que unos desórdenes en España pudieran favorecer los intereses de Moscú.- Pero esa actitud no ha sido un hecho surgido por sorpresa, contesté. Creo que cualquier político con dos dedos de frente hubiera podido preverla. -Bien, pero me reconocerás que esta tensión tendrá que acabar de algún modo, con guerra o con paz, y en cualquiera de las dos hipótesis Inglaterra empezará por ponerle un punto final a la situación española, porque aún en caso de guerra la hará contra el totalitarismo en nombre de la democracia y no va a emprender esta guerra del brazo de otro país totalitario- ¿No acaba de hacer una en nombre de la democracia del brazo de Stalin?, pregunté.

    Esta polémica mía con Pedro, de un día entero de entero de duración, como dije antes, había terminado tirándome él libros a la cabeza. Pero me había servido de mucho para conocer el ambiente que respiraba el rey. Traté con él de deshacer todos los argumentos a favor de su tesis pretextando, para no parecer demasiado irrespetuoso, que seguía mi polémica con Pedro. Pedro me dijo... yo le contesté... Pero salí de la entrevista desolado con la impresión de que el rey estaba totalmente ganado a la causa liberal-masónica. Libros posteriores, como el ya citado de Gil Robles, han puesto de relieve hasta qué punto era esto así, pero yo entonces, convencido de que no había para España más solución que la monárquica en la persona de D. Juan, seguía haciendo cuanto creí estaba en mi mano para torcer el curso inexorable de los acontecimientos. Me fui a San Sebastián a contarle a Alberto Martín Artajo, Ministro a la sazón de Asuntos Exteriores, el resultado de mi entrevista y le apremié sobre la absoluta necesidad de que se enviaran emisarios autorizados a D. Juan que contrarrestaran las desgraciadas influencias a las que se encontraba sometido. Encontré a Alberto sumergido en la más absoluta de las inopias. El manifiesto ha sido, en efecto, un incidente desgraciado pero ya D. Juan lo ha comprendido así y sus relaciones con Franco van a entrar pronto por vías de cordialidad, me dijo.
    Me quedé estupefacto.- Estás completamente equivocado, le aseguré. Está firme en su idea de que el manifiesto ha sido un acierto y tengo la impresión de que está preparando otras declaraciones en el mismo sentido.
    -No lo creo, me insistió Alberto. En todo caso debes volver a Estoril y seguir argumentando con él.
    -Eso es una tontería, Alberto, le dije. Comprenderás que todo lo que pueda decirle yo ya se lo he dicho. Lo ha oído como quien oye llover. Creo, sin embargo, que en el fondo de su corazón él desearía una reconciliación con Franco pero tiene que ser, no yo, sino un enviado de Franco el que le induzca a ello. Tengo la impresión de que por parte de Franco se le está dejando en completa libertad de elegir su camino. Y, naturalmente, todos los enemigos de nuestro Movimiento Nacional, empezando por Gil Robles, se han apresurado a montar su cerco en torno al rey. Es la gran baza que les va a permitir invertir el resultado de la guerra. Sería un colosal error dejarles maniobrar impunemente pensando sencillamente que si el Rey quiere estrellarse, que se estrelle. Porque se va a estrellar España.
    Tuve tan poco éxito con Alberto como acababa de tenerlo con D. Juan. O no le daba importancia a lo que pudiera pensar el rey o, en el fondo, no le importaba que estuviera en esa línea liberal. Posteriormente me he encerrado yo también en el círculo de mis buenos deseos tratando de hacer caso omiso de la dura e insobornable realidad. Año tras año he comprendido la inutilidad de mis esfuerzos sin acertar a vislumbrar, dado mi acendrado monarquismo, otra solución para el futuro de España que no fuera la monárquica. Todos mis artículos y conferencias giran en torno de lo mismo: la identidad entre el Movimiento Nacional y
    Monarquía. La Monarquía, para mí, no podía ser otra cosa que la culminación del Movimiento Nacional, y, naturalmente, cuando hablaba de Monarquía, no concebía otra que (*) la Monarquía de Acción Española. Los Gilrrobles, Satrústeguis y toda la caterva de progres, de antiguos republicanos e incluso de marxistas, que iban a prestar acatamiento a don Juan, eran para mí unos locos carentes de interés. Me negaba a aceptar el hecho de que el loco era yo, y ellos los que tenían sus pies firmemente asentados en el suelo y estaban jugando, perfectamente jugada, la carta ganadora.

    En mis conversaciones con Carrero (tuve muchas) seguí siempre navegando libremente por los mares de la utopía. Trataba de convencer a Carrero de que, pese a los errores cometidos por D. Juan, seguía siendo la mejor solución para España y se debería por tanto perdonárselos. Carrero aguantaba mis sermones sin que se le alterase un músculo de su cara. Creo que la característica principal de Carrero era su infinita bondad. Se daba cuenta de la buena fe con que yo defendía mi tesis. Claro es que cuando al fin se formalizó la candidatura de Juan Carlos me pase a ella con armas y bagajes. Y la verdad es que ni por un momento se me ocurrió pensar en que la política de Juan Carlos pudiera ser la misma que la de su padre, corregida y aumentada. Ese reproche que hoy puede dirigirse a Franco -que de hecho le ha dirigido Emilio Romero- de no comprender que los reyes no obedecen más que a sus propias legitimidades, y que, en definitiva, no había por qué pensar que Juan Carlos fuera a serle más fiel a Franco que a su padre, ese reproche, digo, lo acepto dirigido a mí. Ni por un momento se me paso por la cabeza la idea de que la única diferencia entre Juan Carlos y su padre pudiera ser la de que el hijo fuera mucho más cínico y estuviera dispuesto a jurar todo lo jurable con la idea preconcebida de faltar a su juramento tan pronto le fuera posible. Algo pude olerme, sin embargo, en una de las primeras conversaciones que tuve con Juan Carlos después de su nombramiento como sucesor. Había empezado por decirle que yo había hecho cuanto humanamente estuvo en mi mano para que el proclamado rey fuera su padre. Pero antes de que pudiera entrar en la segunda parte de mi perorata, que era la de decirle que tal como se habían puesto las cosas consideraba la decisión de Franco la más acertada para la suerte de España, me interrumpió Juan Carlos diciéndome, a título de excusa, que él había tenido que hacer lo que hizo como único medio de salvar la dinastía. Me hizo a mí mal efecto la excusa, pero como siempre que la Monarquía me presentaba una cara distinta a la forjada por mis ilusiones, hice un esfuerzo para no verla.

    En otra ocasión en que le esbocé a Juan Carlos mi programa sobre lo que debiera ser la actuación de la Monarquía, naturalmente desde el punto de vista de Acción Española, observé claramente que mis razonamientos le estaban dejando frío. Me sentí un momento turbado y, a título de excusa, le recordé que yo era hombre de Acción Española. -Otros tendrán otras ideas y el rey tendrá que tenerlos a todos en cuenta, fue su único comentario. No pude, como es lógico, encontrarlo más desgraciado.

    Lo que pregunto yo ahora es cómo ha sido posible que otras personas, con ocasión de conversar mucho más largamente con Juan Carlos que las que yo tuve, no hubieran captado nada sobre su verdadero modo de pensar. El libro de López Rodó “La larga marcha hacia la Monarquía” resulta sorprendente a estos efectos. Esa famosa “Operación salmón”, llevada año tras año tratando de vencer paulatinamente las dudas, las vacilaciones o recelos de Franco; se ha convertido hoy día en una tremenda acta de acusación contra sus autores, incluido el Almirante Carrero, la persona más fiel y devota de Franco y de su sistema, más deseoso de continuarlo, y dando pruebas tan válidas en todos sus escritos e informes al Generalísimo de una asombrosa claridad de visión. ¿Cómo pudo equivocarse en lo esencial hasta este extremo? Porque el hecho es que se jugó a fondo la carta Juan Carlos sin la menor garantía de cuál pudiera ser su modo de pensar y desafiando las probabilidades de que fuera el mismo que su padre.

    Y a esta tremenda ligereza se sumó otro error psicológico no menos grave: no haberse parado a meditar ni por un momento en el resentimiento que podría estar incubándose en Juan Carlos precisamente por el hecho de debérselo todo a Franco. Es de sobra sabido que este tipo de resentimiento, el que se siente contra la persona a quien le debe uno todo, es muy superior al resentimiento contra quien nos ha hecho un desfavor. Conocida es la respuesta de Cánovas a quién le pregunto qué le había ocurrido con un determinado sujeto que hablaba pestes de él -“no me lo explico porque no recuerdo haberle hecho ningún favor”. Y la frase de Robespierre, trágico resentido: “Sentí desde muy joven la penosa esclavitud del agradecimiento”.
    Era preciso haberse dado cuenta del reconcomio, la irritación, el rencor interno de D. Juan y su hijo al estar rumiando durante cuarenta años que lo que consideraban un derecho exclusivamente suyo sólo lo iban a poder ejercer por obra y gracia de Franco. Es lógico que fuera cada día madurando en ellos la idea de que Franco era sólo un usurpador, un jugador de fortuna, un advenedizo que estaba violando los sagrados derechos de la dinastía, gobernando a España a su antojo mientras el padre se aburría en Estoril y el hijo aguantaba mecha rindiéndole cada día pleitesía a Franco para no perder definitivamente sus derechos. Y este resentimiento se vería alimentado y fortalecido por el de una minoría que sintió como una verdadera injuria que España pudiera vivir en paz y orden, progresando en todos los aspectos, sin contar para nada con ella y dejando en ridículo sus profecías de que se estaba frente a un proceso de rápida descomposición del país, de un régimen condenado sin apelación, del que la monarquía debía permanecer lo más apartada posible para no contaminarse.

    El libro de Gil Robles “La Monarquía por la que yo luché” retrata a su autor como uno de los mayores resentidos de la Historia Universal. Este hombre era uno de los principales consejeros de D. Juan y fue nombrado representante suyo. El resentimiento, ha escrito Marañón, es una pasión que puede conducir a la locura o al crimen. ¿Qué mayor crimen que éste que se ha cometido contra España entregándola inerme a sus peores enemigos sólo por el placer de destruir la obra de Franco? El resentido, sigue diciendo Marañón, tiene una memoria tenaz, inaccesible al tiempo. ¿Cómo no se meditó ni un momento el resentimiento que pudo estar incubándose durante 40 años, día a día, en esta minoría que constituía la corte de Estoril y profetizaba a diario la próxima e inmediata caída de Franco, la imposibilidad de que su llamada “dictadura”, o “ ciclo de mando personal”, pudiera sostenerse frente a la que suponían oposición unánime de los españoles, y viendo que éstos aclamaban cada vez más entusiásticamente a Franco mientras su sistema daba cada vez mejores frutos, se industrializaba España, aumentaba su nivel de vida, el cerco de extranjero se aflojaba, y Franco salía victorioso de todas las pruebas?.

    “Los grandes resentidos, sigue diciendo Marañón, suelen ser hombres bien dotados; aunque de inteligencia no excesiva, tienen el talento necesario para todo menos para darse cuenta de que su fracaso es sólo imputable a ellos... ”Si alguna vez alcanzan a ser fuertes,... estalla ardientemente la venganza, disfrazada hasta entonces de resignación. Por ello son tan temibles los hombres débiles -y resentidos- cuando el azar les coloca en el poder, como tantas veces ocurre en las revoluciones. He aquí también la razón de que acudan a la confusión revolucionaria tantos resentidos y jueguen, en su desarrollo, importante papel”. ¿Qué otro lazo que no fuera el del resentimiento podía haber unido a estos hombres que hoy vemos marchar del brazo con los comunistas llamándose ellos a sí mismos demócratas cristianos o liberales?. Y el rencor del resentido se agrava aún más contra el que se mostró con ellos abierto y generoso. Este fue el gran pecado de Franco. Su régimen estuvo abierto sin discriminaciones a todo el que quisiera ingresar en él. Se ha dicho que procuró incluso que en cada uno de sus gobiernos hubiera por lo menos dos republicanos y dos idiotas. Hubo probablemente algunos más. De todos éstos a los que no se preguntó pasado para dejarles ocupar cualquier cargo dentro del Estado de Franco, son los que a su muerte se han revuelto iracundos contra él. “Cuando se hace el bien a un resentido, el bien hecho queda inscrito en la lista negra de su incordialidad... los poderosos deben saber que a su sombra crece inevitablemente, mil veces más peligroso que la envidia, el resentimiento de aquellos mismos que viven de su favor”.

    “El resentimiento es incurable, concluye Marañón. Y si triunfa, el resentido, lejos de curarse empeora. Porque el triunfo es, para él, como una consagración solemne de que estaba justificado su resentimiento y esta justificación aumenta la vieja actitud. La ambición de poder es la pasión preponderante de los hombres. Franco fue generoso. Abrió los brazos a todos los españoles. Sólo quitó a una minoría el disfrute de esa pasión. “La vida es una búsqueda del poder” exclama Emerson. Para Nietzsche la voluntad de poder es la fuerza motivadora básica de la naturaleza y la sociedad humanas. La lucha por el poder es el motor de la historia. La idea de la paz universal constituye una verdadera utopía. No concibo, dijo Herder, la beatitud eterna sin una tarea que realizar ni un obstáculo que vencer. Lo terrible es que de ese afán de lucha propia a la naturaleza humana, al vencedor le satisface más el daño inferido a su rival que el bien que ha logrado procurarse.

    Hay que reconocer, vistas las cosas con la perspectiva de hoy, que quizá el único intento de un sector de nuestra clase política por extraer todas las consecuencias de la guerra y crear con caracteres definitivos un Estado capaz de hacer frente a las fuerzas coaligadas de la masonería y del marxismo fue el proyecto de la constitución de Arrese en el año 1956. En dicho proyecto constitucional no se hacía la menor alusión a la Monarquía como forma de Estado lo que motivó que por una vez se manifestaran perfectamente unidos en contra del proyecto los elementos monárquicos que aspiraban a la restauración inmediata en la persona de D. Juan y el propio Almirante Carrero que deseaba la Monarquía como remate de un Estado nuevo. Frente a esta oposición conjunta el proyecto Arrese fracasó. Aún en otro caso ¿hubiera podido asegurar la continuidad del Movimiento Nacional frente a la gran fuerza de la oposición monárquica a la que nadie hubiera podido inculpar entonces justificadamente que representaba pura y simplemente la inversión del resultado de la guerra y la entrega en bandeja de plata del triunfo a los vencidos?. Todos mis argumentos en defensa de la necesaria identificación de los conceptos de Monarquía y Movimiento Nacional se basaban precisamente en la tesis de que sólo con esa identificación el Movimiento Nacional podría persistir. Es decir, que el Movimiento Nacional necesitaba a la Monarquía en su cúspide para ser capaz de hacer frente a las grandes presiones del exterior liberal-masónica y marxista que cada vez serían más fuertes con motivo de su victoria en la guerra mundial. Que necesitábamos una Monarquía, era mi convicción arraigada entonces. Todo el problema radicaba en encontrar al representante de esa Monarquía que fuera capaz de comprender la profunda significación de nuestro 18 de julio y supiera darle su adecuada continuidad. Hay que reconocer que esta duda sobre cuál pudiera ser esa persona adecuada la sentía Franco mucho más intensamente que cuantos le rodeaban. Pero Franco limitó su campo de elección a los herederos de Alfonso XIII. Él había servido con profunda lealtad a nuestro último monarca y ni por un momento admitió la posibilidad de un cambio de dinastía. Esa posibilidad, sin embargo, se le pudo ofrecer a España. Era evidente que nuestro país al término de la guerra era una página en blanco sobre la que se podía escribir lo que se quisiera. Se ha repetido innumerables veces la variedad de los elementos que concurrieron en el 18 de julio. Entre ellos, los monárquicos fieles a la última dinastía caída en España en 1931 no estaban siquiera en mayoría. Franco pudo haber elegido libremente entre el programa falangista nacional sindicalista, el de los tradicionalistas, monárquicos por convicción pero radicalmente opuestos al retorno de lo que ellos llamaban la rama usurpadora, una república presidencialista que hubiera en definitiva contentando a la gran parte del sector republicano o republicanizante que sumó al 18 de julio cuando vio el desastre que había significado la República del 14 de abril. Entre todas esas opciones hubo una sobre la que se ha hablado poco pero que sin embargo estuvo en manos de Franco el haberla dado vida: la inversión del tratado de Utrecht, el retorno de la dinastía Habsburgo en la persona del Archiduque Otto.

    Soy consciente de que el hacer historia ficción, o historia retrospectiva imaginando otros hechos que los realmente ocurridos, carece de sentido. Pero no puedo por menos de recordar que el principal valedor de esta solución, demostrando con ello, una vez más, la claridad de su juicio, fue Alfredo Sánchez Bella. Si queremos imaginar la hipótesis de un Estado monárquico lo suficientemente fuerte para asumir la herencia de Franco y hacer frente a la ofensiva liberal-marxista mundial contra nosotros, difícilmente podríamos encontrar hoy otro rey mejor preparado, con mayores conocimientos de la política mundial, que el Archiduque.

    En la conducta de D. Juan pudo haber encontrado Franco, si verdaderamente lo hubiera deseado, sobrados argumentos para justificar el cambio de dinastía. Aparecen hoy recogidos en numerosos libros los intentos que se llevaron a cabo para derrocar a Franco durante la guerra con apoyo de los ingleses. Víctor Salmador relata con todo detalle en el capítulo II de su libro “DON JUAN DE BORBÓN” un intento de proclamar la Monarquía en Cataluña favoreciendo a continuación el desembarco de los ingleses en la Bahía de Rosas. El agente de esas negociaciones era el Sr. Hillgar, cónsul británico en Palma de Mallorca. El proyecto no se llevó a cabo porque, según el propio Salmador, máximo panegirista de D. Juan, “lo mejor es enemigo de lo bueno” y se pensó que las Canarias eran un bocado más apetitoso para ofrecer a Inglaterra a cambio de su apoyo a la restauración monárquica. Anteriormente, en julio de 1936, según relato del diplomático López Oliván, un grupo de republicanos españoles habían propuesto entregar las Canarias a Francia a cambio de su intervención en la guerra civil española. Fácil es de comprender el partido que hubiera podido sacar Franco de todas estas maquinaciones si verdaderamente hubiera querido desacreditar a la persona de D. Juan. Pero entonces es lo que Franco no deseaba en el fondo de su corazón. Por el contrario, el General Franco Salgado nos relata cómo Franco no abandonó nunca la idea, aún mucho después del manifiesto del año 45, de atraer a D. Juan a la órbita del Movimiento Nacional. Sólo cuando D. Juan se manifestó absolutamente intransigente en contra de esta aceptación fue cuando Franco concibió la idea de hacerle rey a su hijo, idea que en los últimos años hay sobrados motivos para pensar que fue estimada por el propio Franco como un error, faltándole ya la energía suficiente para modificarlafrente a la presión constante de sus más íntimos consejeros y hombres de su mayor confianza, como nos relata López Rodó en su libro “La larga marcha hacia la Monarquía”.

    Queda por examinar si al margen de la Constitución definitiva de nuestro Estado y su sucesión no hubiera podido Franco evitar la infiltración de todos los centros de cultura y pensamiento, Universidad, escuelas, prensa, radio y TV, etc. por hombres de las ideas vencidas en nuestra guerra. Es evidente que se pudo haber hecho mucho más en ese sentido que lo que se hizo. Pero no es menos claro que no se podía desde las cumbres del Estado impedir dictatorialmente la difusión de ciertas ideas, consideradas como respetables en el mundo entero sin oponerles otra idea más fuerte. Y ésta es la que Franco, en sus vacilaciones entre la Monarquía de Estoril, el falangismo, el tradicionalismo y otras corrientes no acertó a formular. Por eso se refugió en el aspecto material de la industrialización de España, elevación del nivel de vida de los españoles y mayor justicia en la distribución del producto nacional. Todo esto era para él más asequible que resolver el problema de ideologías. Al fin y al cabo Franco era un general y no un profesor de Universidad.

    No hay que olvidar, por otra parte, que la intelectualidad se inclina siempre en general a la izquierda. Ha bastado el hecho de dejar los centros de pensamiento libres para quien quisiera ocuparlos para que fueran precisamente los izquierdólogos los que acudieran a ellos en tropel. Este es un problema que desborda la coyuntura española. Es un problema Mundial. Y tampoco en este extremo se encontró asistido Franco por una clase política que comprendiese que la gravedad de este problema excedía con mucho a las pequeñas diferencias que pudieran existir entre lo que se llamaron “familias del Régimen”. Por el contrario, éstas se combatieron entre sí con verdadero encarnizamiento con olvido absoluto de cuál era el verdadero enemigo común. Baste recordar la campaña de prensa que desencadenó Fraga en el caso Matesa, creyendo haber encontrado en él la ocasión propicia de aniquilar al grupo rival de sus compañeros de Gabinete. Y cuando éstos salieron en definitiva victoriosos de la prueba, merced a la decisión de Franco, disgustado por la inoportunidad de aquella campaña, formaron su famoso grupo monocolor prescindiendo totalmente de la colaboración de aquel otro grupo en el que había, sin embargo, personas valiosas y a los que, en la perspectiva de hoy, hay que atribuir una más clara visión de futuro que al grupo empecinado en la “operación Salmón”.

    Cierto que la inversión total del resultado de la guerra con la entrega total de la victoria a los vencidos del año 39, todo ello por obra y gracia de la voluntad del rey D. Juan Carlos, era algo absolutamente imprevisible. Cuando Franco creyó HABERLO DEJADO TODO ATADO Y BIEN ATADO tenía razón desde un punto de vista estrictamente jurídico. Creyó en el valor de las palabras, de las leyes y de los juramentos. Olvidó lo que dijo el Príncipe de Saboya cuando Carlos VI quiso asegurar los derechos de su hija Mª Teresa mediante un tratado. “Sería poner albarda sobre albarda” dijo el Príncipe añadiendo: “que siempre será mejor un ejército que el mejor de los tratados”. Todo estaba atado y bien atado... pero sólo con balduque y papel de oficio. Franco construyó un Estado de Derecho pero no el aparato para poder defenderlo. Y menos que nada pudo prever que después de haber jurado el futuro rey lealtad a Franco y a los Principios fundamentales del Movimiento tomase él mismo la iniciativa de violar esos Principios y barrenar el régimen que le había hecho Rey. Tal caso de perjurio tuvo que estar totalmente ausente de la mente de Franco.

    Cuando se acusó a Alfonso XIII de haber faltado a su juramento a la Constitución al aceptar el golpe de Estado de Primo de Rivera estaba claro que no hacía otra cosa sino inclinarse ante un hecho consumado e irremediable. Toda España aplaudió y se sumó al golpe. Sin embargo, en un artículo de fecha 1 de febrero de 1972, publicado en ABC, Antonio Garrigues justificó su republicanismo de 1931 por el hecho de que el Rey había faltado a su juramento. Lo esencial de la Monarquía, escribió Antonio Garrigues, es la confianza en el Rey: un Rey no puede faltar a su palabra. Por algo de dice “Palabra de Rey”. Si mañana, añadió, Juan Carlos faltara a su juramento de respetar los Principios Fundamentales del Movimiento, rompería también mi vinculación política con Juan Carlos”.

    Juan Carlos ha faltado a su juramento. De un modo mucho más abierto, tajante y sin excusas que Alfonso XIII. Pero la reacción de Garrigues ha sido muy curiosa. Desdiciéndose de sus afirmaciones anteriores ha escrito otro artículo en la misma plana de ABC transcribiendo párrafos de Maquiavelo según los cuales un rey no tiene que sentirse nunca obligado por su palabra.

    Todo esto es sólo quizás una prueba más de la total pérdida de los valores morales en nuestro tiempo. El Rey ha dado la consigna y un gran sector de nuestras clases dirigentes se han precipitado a seguirle sin el menor pudor. “Si no hay Dios todo está permitido” dice uno de los personajes de Dostoievski.
    Dos conclusiones se imponen, primero, para los que mantuvimos siempre que la Monarquía era el mejor sistema de gobierno de los pueblos, la adición de un capítulo que prevea el caso del Rey perjuro y traidor. Se impone una reelaboración de la doctrina manteniendo todos los postulados monárquicos pero previendo el caso de la ficción del Rey. La Monarquía es una doctrina completa. No se limita a pedir la colocación de un rey en vez de un Presidente en la cúspide del Estado. No es lo mismo ser monárquico que ser amigo del Rey, se escribió muchas veces en “La Época”. La doctrina monárquica exige una Monarquía para los pueblos, no la entrega de los pueblos a la Monarquía. Cuando el Rey falla y decide actuar en oposición a los principios del sistema monárquico no se es monárquico por seguir manteniendo la adhesión al Rey. Al Rey la vida y la hacienda se deben dar, mas no el honor, que es patrimonio del alma y el alma sólo es de Dios, dijo nuestro verso clásico. Si el Rey incurre en deshonor nuestro honor no nos obliga a seguirle.

    Ante lo sucedido, algunos episodios de nuestra pasada historia del siglo XIX vuelven con insistencia a nuestra mente. Uno de ellos, el discurso de Prim en las Cortes durante la sesión del 22 de febrero de 1869. Después de referirse a los varios casos que registra la Historia de reyes arrojados de sus tronos y vueltos a conquistarlos, afirmó que en opinión tan unánime manifestada contra Isabel II fundaba si convicción profunda de que la dinastía caída no volvería jamás, jamás, jamás.
    Anteriormente se había negado a los requerimientos que le fueron hecho de que se proclamase dictador. “Hoy, dijo, sé que tengo el ejército en la mano, pero si llegara a Presidente de la República ese ejército no sólo no me respetaría sino que a la vuelta de dos años se sublevaría contra mí. Muchos que hoy me obedecen y me son leales, al ver que un General podía llegar a Presidente de la República dejarían de seme leales y se convertirían en mis competidores. Yo conozco a los hombres”.
    Y en otra ocasión añadió: “¡Restaurar en el trono a don Alfonso de Borbón! ¡Qué delirio! No tengo que pararme a demostrar esa imposibilidad pues tengo la convicción más profunda de que no ya la Cámara constituyente, no ya el Gobierno provisional, sino España entera, con cortas excepciones, dice lo que yo: restaurar la Monarquía caída, ¡imposible, imposible, imposible!”.
    Sin embargo, pronto se vio que una cosa era unir a los españoles contra cualquier poder y otra unirlos para el establecimiento de otro. El propio Prim no ve clara solución positiva. La República la rechaza terminantemente, rotundamente, casi espectacularmente. Él sabe muy bien lo que la República puede significar. Por lo menos la desmembración de España. Queda la posibilidad de un Rey de otra dinastía. Afanosamente lo busca Prim por toda Europa. El resultado es conocido.
    “Prefiero ser fraile a un Cromwell. Mientras yo viva no habrá república”. Las vacilaciones de Prim son patéticas, prueban la grandeza de su espíritu. La claridad con que percibe los aspectos negativos de cualquier solución. La República es la desmembración de España. Bien se demostró cuando fue proclamada poco después. El poder personal de un hombre se desgasta pronto. Bien se demostró también en España en 1923 con el general Primo de Rivera y hemos de rendirnos hoy de admiración ante el prodigio que ha significado la permanencia de Franco durante 40 años. No basta que durante ellos haya dado a la nación un paso de gigante por la vía del progreso. La suma de resentimientos despertados por su ascensión destruirá pronto lo conseguido.

    Parecía que sólo la construcción completa y acabada en un sistema monárquico, que no se agotara con la colocación de un Rey en la cúspide del Estado, podía dar la solución del problema. Ni el mando de uno ni la entrega a las pasiones volubles de la plebe. Ambas cosas son construir sobre arena. ¡Desgraciado del hombre que se fía de las aclamaciones que pueda la masa tributarle en un momento! Fernando VII recibió el nombre del Deseado. Su retorno a España fue aclamado con fervor. Con el mismo fervor que acompañó a Isabel II durante casi todos los años de su reinado sin perjuicio de que a su caída se escribiera en la paredes: ”Cayó para siempre la raza española de los Borbones en justo castigo de su perversidad” y fuera inútil que una y otra vez se borrara el infamante letrero porque volvía invariablemente a aparecer como expresión del sentir unánime de un pueblo.

    El destino de la Casa de Borbón es fomentar las revoluciones y morir en sus manos” dijo Donoso Cortés. ¿Es un sino personal o es una muestra de su incapacidad para organizar convenientemente el Estado?

    José Ignacio Escobar Kirkpatrick
    Marqués de Valdeiglesias


    (*) El texto en color morado, sospechosamente, no figura en la reproducción íntegra del Testamento que hace Ricardo de la Cierva (pág. 244 de su libro NO NOS ROBARÁN LA HISTORIA, 1995).

    https://carlismo.es/wp-content/uploads/2013/06/Testamento-pol%C3%ADtico-del-Marqu%C3%A9s-de-Valdeiglesias.pdf


    Última edición por ALACRAN; 04/02/2021 a las 19:41
    DOBLE AGUILA dio el Víctor.
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
    Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)

  2. #2
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    Re: Testimonio sobre la gran traición de Juan Carlos (Marqués de Valdeiglesias)

    Extractos del texto sobre Juan Carlos;

    (...) A la vista de la actuación posterior, tanto del Conde de Barcelona como de su hijo, tengo fuertes dudas que de haber logrado en aquellos tiempos los restauradores nuestro propósito no hubiéramos hecho sino adelantar la catástrofe que se cierne actualmente sobre España...

    (...) cuando al fin se formalizó la candidatura de Juan Carlos me pase a ella con armas y bagajes. Y la verdad es que ni por un momento se me ocurrió pensar en que la política de Juan Carlos pudiera ser la misma que la de su padre, corregida y aumentada...

    (... Ni por un momento se me paso por la cabeza la idea de que la única diferencia entre Juan Carlos y su padre pudiera ser la de que el hijo fuera mucho más cínico y estuviera dispuesto a jurar todo lo jurable con la idea preconcebida de faltar a su juramento tan pronto le fuera posible...

    (...) Juan Carlos diciéndome, a título de excusa, que él había tenido que hacer lo que hizo como único medio de salvar la dinastía...

    (...) cómo ha sido posible que otras personas, con ocasión de conversar mucho más largamente con Juan Carlos que las que yo tuve, no hubieran captado nada sobre su verdadero modo de pensar.

    (...) se jugó a fondo la carta Juan Carlos sin la menor garantía de cuál pudiera ser su modo de pensar y desafiando las probabilidades de que fuera el mismo que su padre.

    (...) error psicológico no menos grave: no haberse parado a meditar ni por un momento en el resentimiento que podría estar incubándose en Juan Carlos precisamente por el hecho dedebérselo todo a Franco...

    (...) el reconcomio, la irritación, el rencor interno de D. Juan y su hijo al estar rumiando durante cuarenta años que lo que consideraban un derecho exclusivamente suyo sólo lo iban a poder ejercer por obra y gracia de Franco.

    (...) el padre se aburría en Estoril y el hijo aguantaba mecha rindiéndole cada día pleitesía a Franco para no perder definitivamente sus derechos.

    (...) D. Juan... Franco concibió la idea de hacerle rey a su hijo, idea que en los últimos años hay sobrados motivos para pensar que fue estimada por el propio Franco como un error, faltándole ya la energía suficiente para modificarla frente a la presión constante de sus más íntimos consejeros...

    (...) Cierto que la inversión total del resultado de la guerra con la entrega total de la victoria a los vencidos del año 39, todo ello por obra y gracia de la voluntad del rey D. Juan Carlos, era algo absolutamente imprevisible. Cuando Franco creyó HABERLO DEJADO TODO ATADO Y BIEN ATADO tenía razón desde un punto de vista estrictamente jurídico. Creyó en el valor de las palabras, de las leyes y de los juramentos.

    (...) Franco... menos que nada pudo prever que después de haber jurado el futuro rey lealtad a Franco y a los Principios fundamentales del Movimiento tomase él mismo la iniciativa de violar esos Principios y barrenar el régimen que le había hecho Rey. Tal caso de perjurio tuvo que estar totalmente ausente de la mente de Franco.

    (...) Juan Carlos ha faltado a su juramento. De un modo mucho más abierto, tajante y sin excusas que Alfonso XIII...

    (...) El Rey ha dado la consigna y un gran sector de nuestras clases dirigentes se han precipitado a seguirle sin el menor pudor...

    (...) Dos conclusiones se imponen, primero, para los que mantuvimos siempre que la Monarquía era el mejor sistema de gobierno de los pueblos, la adición de un capítulo que prevea el caso del Rey perjuro y traidor. Se impone una reelaboración de la doctrina ... previendo el caso de la ficción del Rey.

    (...) Si el Rey incurre en deshonor nuestro honor no nos obliga a seguirle...
    Última edición por ALACRAN; 04/02/2021 a las 19:36
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
    Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)

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    Re: Testimonio sobre la gran traición de Juan Carlos (Marqués de Valdeiglesias)

    … Ocho años exactos separan dos discursos opuestos de Juan Carlos en las Cortes; el primero, ante Franco cuando le vino a jurar fidelidad hasta la muerte (… hasta la muerte de Franco, claro), y el segundo, sin despeinarse, ante las nuevas cortes democrático-comunistas-separatistas que él mismo contribuyó a implantar.

    Hecho revelador de la catadura del personaje.


    Discurso del Príncipe de España, ante Franco, en la sesión de las Cortes Españolas del 22 de julio de 1969

    “Plenamente consciente de la responsabilidad que asumo, acabo de jurar, como sucesor a título de Rey, lealtad a Su Excelencia el Jefe del Estado y fidelidad a los Principios del Movimiento Nacional y demás Leyes Fundamentales del Reino.

    Quiero expresar, en primer lugar, que recibo de Su Excelencia el Jefe del Estado y Generalísimo Franco, la legitimidad política surgida el 18 de julio de 1936, en medio de tantos sacrificios, de tantos sufrimientos, tristes pero necesarios, para que nuestra patria encauzase de nuevo su destino...

    España, en estos últimos años, ha recorrido un importantísimo camino bajo la dirección de Vuestra Excelencia. La paz que hemos vivido, los grandes progresos que en todos los órdenes se han realizado, el establecimiento de los fundamentos de una política social, son cimientos para nuestro futuro. El haber encontrado el camino auténtico y el marcar la clara dirección de nuestro porvenir son la obra del hombre excepcional que España ha tenido la inmensa fortuna de que haya sido y siga siendo por muchos años el rector de nuestra política.

    Pertenezco por línea directa a la Casa Real española, y en mi familia por designios de la Providencia, se han unido las dos ramas. Confió en ser digno continuador de quienes me precedieron.

    Deseo servir a mi país en cauce normal de la función pública y quiero para nuestro pueblo: progreso, desarrollo, unidad, justicia, libertad y grandeza, y esto sólo será posible si se mantiene, la paz interior. He de ser el primer servidor de la Patria, en la tarea de que nuestra España sea un reino de justicia y de paz. El concepto de justicia es imprescindible para una convivencia humana, cuyas tensiones sean solubles en; la ley, y se logren, dentro de una coexistencia cívica en libertad y orden.

    Ha sido preocupación fundamental de la política española en estos años, la promoción del bienestar en el trabajo, pues no puede haber un pueblo grande y unido sin solidaridad nacida de la justicia social. En este campo nunca nos sentiremos satisfechos.

    Las más puras esencias de nuestra gloriosa tradición deberán ser siempre mantenidas, pero sin que el culto al pasado nos frene en la evolución de una sociedad que se transforma con ritmo vertiginoso, en esta era apasionante en que vivimos. La tradición no puede, ni debe, ser estática: hay que mejorar cada día.
    Nuestra concepción cristiana de la vida, la dignidad de la persona humana como portadora de valores eternos, son base y a la vez fines de la responsabilidad del gobernante en los distintos niveles del mando.

    Estoy muy cerca de la juventud. Admiro en ella, y comparto, su deseo de buscar un mundo más auténtico y mejor, sé que en la rebeldía que a tantos preocupa está viva la mejor generosidad de los que quieren un futuro abierto, muchas veces con sueños irrealizables, pero siempre con la noble aspiración de lo mejor para el pueblo.
    Tengo gran fe en los destinos de nuestra Patria. España será lo que todos y cada uno de los españoles queramos que sea, y estoy seguro de que alcanzará cuantas metas se proponga, por altas que éstas sean.

    La Monarquía puede y debe ser un instrumento eficaz como sistema político si sabe mantener un justo y verdadero equilibrio de poderes y se arraiga en la vida auténtica del pueblo español.

    A las Cortes Españolas, representación de nuestro pueblo y herederas de] mejor espíritu de participación popular en el Gobierno, les expreso mi gratitud. El juramento solemne ante vosotros de cumplir fielmente con mis deberes constitucionales es cuanto puedo hacer en esta hora de la historia de España.

    Mi General: Desde que comencé mi aprendizaje de servicio a la Patria me he comprometido a hacer del cumplimiento del deber una exigencia imperativa de conciencia. A pesar de los grandes sacrificios que esta tarea pueda proporcionarme, estoy seguro de que "mi pulso no temblará" para hacer cuanto fuere preciso en defensa de los Principios y Leyes que acabo de jurar.

    En esta hora pido a Dios su ayuda, y no dudo que El nos la concederá si, como estoy seguro, con nuestra conducta y nuestro trabajo nos hacemos merecedores de ella.»


    ***


    Discurso de Juan Carlos en la inauguración de las Cortes democráticas, 22-Julio-1977


    Señores Diputados, señores Senadores:

    Les saludo como representantes del pueblo español, con la misma esperanza que ese pueblo tiene depositada en ustedes: la esperanza de que el voto que les ha otorgado sea el punto de partida para la consolidación de un sistema político libre y justo dentro del cual puedan vivir en paz todos los españoles.

    Se abre hoy solemnemente la primera Legislatura de las Cortes de la Monarquía. Al presidir esta histórica sesión, veo cumplido un compromiso al que siempre me he sentido obligado como Rey: el establecimiento pacífico de la convivencia democrática sobre la base del respeto a la Ley, manifestación de la soberanía del pueblo.

    Hace poco más de un año y medio, en mi primer mensaje como Rey de España, afirmé que asumía la Corona con pleno sentido de mi responsabilidad y consciente de la honrosa obligación que supone el cumplimiento de las Leyes y el respeto de la tradición.

    Se iniciaba una nueva etapa en la Historia de España que había de basarse, ante todo, en una sincera voluntad de concordia nacional y que debía recoger las demandas de evolución que el desarrollo de la cultura, el cambio generacional y el crecimiento material de los tiempos actuales exigían de forma ineludible, como garantía del ejercicio de todas las libertades. Para conseguirlo, propuse como empresa comunitaria la participación de todos en nuestra vida política, pues creo firmemente que la grandeza y fortaleza de la Patria tiene que asentarse en la voluntad manifiesta de cuantos la integramos.

    Señores Diputados y Senadores: Su presencia en este salón de sesiones; la representación que cada uno ostenta; la realidad visible de que las nuevas Cortes recogen una pluralidad de ideologías, son la mejor muestra de que, por una parte, se ha traducido a la práctica aquella voluntad de concordia nacional, y, por otra, que este solemne acto de hoy tiene una significación histórica muy concreta: el reconocimiento de la soberanía del pueblo español.

    El camino recorrido hasta el día de hoy no ha sido ni fácil ni sencillo. Pero ha resultado posible por la sensata madurez del pueblo español, por sus deseos de armonía, por el realismo y la capacidad de evolución de los líderes que hoy están sentados en este Pleno y por la favorable actitud de los altos órganos del Estado para asumir las exigencias sociales.

    La Corona, después de las últimas elecciones legislativas, se siente satisfecha al comprobar la forma en que se van logrando los fines que no hace mucho tiempo formuló. Hemos conseguido que las Instituciones den cabida en su seno a todas aquellas opciones que cuentan con respaldo en la sociedad española.

    No voy, por supuesto, a exaltar ahora el esfuerzo que nos permitió llegar a esta meta. Pero sí quiero decirles que entre todos hemos construido los cimientos de una estructura sólida para la convivencia en libertad, justicia y paz. Esos cimientos constituyen nuestro punto de partida, para construir la España a la que todos aspiramos. Una España que queremos armónica en lo político, justa en lo social, dinámica en lo cultural y progresiva en todos los aspectos, basada en la concordia y con capacidad de protagonismo en el mundo. Hemos conseguido entre todos que haya un lugar para cada opción política en estas Cortes. Ahora queremos que lo haya asimismo para cada ciudadano en el mundo del trabajo, de la cultura, de la economía, de la información y de las demás esferas de nuestra sociedad.

    Como Rey de España, al tener la soberanía popular su superior personificación en la Corona, quiero convocarles a una colaboración plena y decidida para conseguir esos fines. La democracia ha comenzado. Ello es innegable. Pero saben perfectamente que falta mucho por hacer, aunque se hayan conseguido en corto plazo metas que muchos se resistían a imaginar. Ahora hemos de tratar de consolidarla.

    En estos momentos cruciales de nuestra Historia hemos de procurar eliminar para siempre las causas históricas de nuestros enfrentamientos. Creo que poseemos las condiciones de altura de miras y de afán de trabajo en común para encararnos con un porvenir de paz y de progreso. Lo que aún nos falta hemos de conseguirlo en la labor de cada hora, en la capacidad de diálogo, en la conservación de ese alto ejemplo de avenencia y espíritu abierto que se ha puesto de manifiesto desde el comienzo de los trabajos de estas Cámaras.

    En ese esfuerzo estará siempre presente la Corona, que permanecerá en estrecho contacto con el pueblo y con los representantes legítimos del pluralismo de nuestra sociedad que han de realizar una tarea ardua, pero apasionante. La Institución monárquica proclama el reconocimiento sincero de cuantos puntos de vista se simbolizan en estas Cortes. Las diferentes ideologías aquí presentes no son otra cosa que distintos modos de entender la paz, la justicia, la libertad y la realidad histórica de España. La diversidad que encarnan responde a un mismo ideal: el entendimiento y la comprensión de todos. Y está movido por un mismo estímulo: el amor a España.

    Para la Corona y para los demás órganos del Estado, todas las aspiraciones son legítimas, y todas deben, en beneficio de la comunidad, limitarse recíprocamente. La tolerancia, que en nada contradice la fortaleza de las convicciones, es la única vía hacia el futuro de progreso y prosperidad que buscamos y merecemos.

    Como Monarca constitucional que hablo en nombre de la Institución a que me debo, no me incumbe proponerles un programa de tareas concretas que únicamente a ustedes y al Gobierno corresponde decidir, ni ofrecer orientaciones para llevarlas a buen término, pues este es cometido de los poderes políticos. Pero sí quiero señalar la función integradora de la Corona y su poder arbitral que cobran un especial relieve en sus relaciones con las Cortes. Los aspectos de esta relación habrá que desarrollarlos y concretarlos. Al Congreso y al Senado, que en esta jornada comienzan sus trabajos, les corresponde un doble papel: el de ser la primera concreción de la democracia y el de crear esa misma democracia como modo de convivencia y como sistema eficaz para una sociedad, libre y moderna, que permita la formulación de sus reivindicaciones, su transformación y el progreso de la justicia.

    La responsabilidad de las Cortes está en recoger las aspiraciones de los españoles y canalizarlas adecuadamente. No podremos fracasar en esta tarea de crear y mantener la democracia, como han fracasado otros intentos históricos, pues sabremos interpretar adecuadamente lo que más convenga al servicio del pueblo español.

    La Ley nos obliga a todos por igual. Pero lo decisivo es que nadie pueda sentirse marginado. El éxito del camino que empezamos dependerá en buena medida de que en la participación no haya exclusiones. Con la presencia en estas Cortes de los partidos que a través del voto representan a los españoles, damos un paso importante en esa dirección y debemos disponernos con nobleza a confiar en quienes han sido elegidos para dar testimonio de sus ideas y de sus ilusiones.

    Además de estos objetivos, el país tiene pendientes muchos problemas concretos sobre los que el pueblo español espera la acción directa de sus representantes. El primero es crear el marco legal adecuado para las nuevas relaciones sociales, en el orden constitucional, el regional o en el de la comunicación humana.

    La Corona desea —y cree interpretar las aspiraciones de las Cortes— una Constitución que dé cabida a todas las peculiaridades de nuestro pueblo y que garantice sus derechos históricos y actuales.

    Desea el reconocimiento de la diversa realidad de nuestras comunidades regionales y comparte en este sentido cuantas aspiraciones no debiliten, sino enriquezcan y hagan más robusta la unidad indiscutible de España.

    La Corona desea un marco de justicia para las relaciones entre los hombres y un ejercicio de la autoridad sin discriminaciones.

    La Corona desea que se creen los instrumentos necesarios exigidos por la dignidad del hombre.

    Y nada dignificará más a quienes estamos obligados a resolver en común nuestro destino, que la aceptación de las normas que estas Cámaras van a elaborar. Estoy convencido de que en sus trabajos no olvidarán la necesidad de atender especialmente a los sectores menos favorecidos de nuestro pueblo.

    Con todo, permítanme que les reitere el convencimiento de que sólo una sociedad que atienda a los derechos de las personas para proporcionarles iguales oportunidades y que evite las desigualdades injustas puede ser hoy una sociedad libre. El progreso a que aspiramos quedaría en una ficción vana si no comportara la mejora real de las condiciones de todos los ciudadanos, y singularmente la de quienes se encuentran más lejos del nivel que en el aspecto humano exige la sociedad actual desde el punto de vista de la cultura, del trabajo, del hogar y del bienestar familiar. Porque la expansión de la cultura y la mejora del orden social requieren un esfuerzo constante, dirigido a lograr una adecuada participación en aquellos bienes que, siendo fruto de la cooperación de todos, son igualmente indispensables para la general prosperidad.

    España atraviesa un momento de dificultades económicas que obedecen, entre otras causas, a las repercusiones de la crisis internacional. Estas dificultades y las posibles soluciones no han de considerarse al margen de las exigencias sociales. Y si es cierto que las acciones directas no corresponden a estas Cortes en su totalidad, también lo es que ellas deben velar por la integración de los intereses de todos los sectores, por el reflejo de todas las aspiraciones y porque no existan desequilibrios perturbadores entre los ciudadanos ni en el reparto de las cargas que les pudieran corresponder.

    También en este aspecto la Corona dedicará su máximo empeño a estimular los avances sociales, a moderar las lógicas tensiones de una sociedad en transformación y a conseguir el nivel de vida que nuestro pueblo reclama. La reforma que en este campo demanda nuestro tiempo es el reto que asume la Monarquía de todos los españoles.

    La Corona defiende y promueve la amistad y la colaboración con todas las naciones, sin distinción de regímenes políticos. Seguirá trabajando para conseguir la integridad de nuestro territorio. Y es consciente de que una sociedad como la española, con una juventud entusiasta y unos profesionales perfectamente preparados, con un potencial humano como pocas veces hemos poseído en nuestra Historia, va a permitirnos conquistar el lugar que nos corresponde en el concierto de las naciones.

    La Corona espera que los intereses de España en el exterior se defiendan por encima de las opciones concretas de cada partido, porque sólo la unión de todas las fuerzas políticas y sociales nos permitirá realizar con éxito en la acción exterior las aspiraciones nacionales.

    Señores Diputados y Senadores: La consecución de todos estos fines depende de una manera directa del rigor y del entusiasmo que, sin duda, pondrán en el ejercicio de las funciones y los deberes que el pueblo español les ha encomendado, buscando una sociedad más igual, desprovista de privilegios, justa y en progreso constante.

    España y el mundo miran hoy a estas Cortes. Estoy convencido, pues conozco la sinceridad de los ideales de sus miembros, que el sentimiento de esperanza con que nuestro pueblo confía en los resultados de las tareas no se verá decepcionado. Sé perfectamente que estas Cortes van a dar ejemplo al país de austeridad, de entrega y de eficacia en su labor. En esa ilusionante tarea no les faltará nunca el estímulo y el impulso de la Corona. Yo pido a Dios que me ayude siempre a cumplir con mi deber en el servicio de España.

    Los valores y las virtudes que los españoles han puesto de manifiesto; la esforzada entrega de sus representantes al quehacer político; la labor de nuestras Instituciones; la lealtad y disciplina de nuestras Fuerzas Armadas y, en fin, el patriotismo de todos, nos permiten afrontar con entereza y optimismo los problemas del presente y confiar en un futuro de paz y libertad. Con esos propósitos, con esa esperanza y con esa ilusión, queda abierta la Legislatura”.
    Última edición por ALACRAN; 05/06/2023 a las 14:53
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
    Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)

  4. #4
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    Re: Testimonio sobre la gran traición de Juan Carlos (Marqués de Valdeiglesias)

    En la muerte de J. I. Escobar Kirkpatrick


    Revista
    FUERZA NUEVA, nº 560, 1-Oct-1977

    Ha muerto José Ignacio Escobar y Kirkpatrick, marqués de Valdeiglesias



    Entre la náusea casi diaria que produce en general la clase política española abundosa en especímenes, tan solo notables por su ambición, limitada por su nula capacidad, emergen de vez en cuando políticos de raza honestos y consecuentes. Entre éstos se contaba el marqués de Valdeiglesias, que nos dejó solos el lunes, 19 de septiembre de 1977. (…)

    Por desgracia, los últimos años han sido una alucinante salta de despropósitos, errores y horrores. Valdeiglesias, hombre de sólida formación católica, humanística y española, ha sido uno de los pilares más sólidos de mi educación política y doctrinal. Él, junto con Vegas Latapié y don Ramiro de Maeztu, es uno de los puntales y fundadores de aquella espléndida revista “Acción Española”, que defendió con altura intelectual los principios del derecho público cristiano en los azarosos años de la II República española, tan parecidos a los de la monarquía liberal que padecemos. Pues una república coronada se parece demasiado a una República sin coronar.

    José Ignacio, hombre ecuánime y prudente, lúcido hasta sus postreros momentos, en la última ocasión en que hablé con él -sería en julio de este año- previniendo su cercana muerte, pues se encontraba muy enfermo, me dijo: “Lo único que siento es morirme antes de ver cómo acaba esta abyecta farsa política, que para vergüenza de España y ludibrio del universo mundo ahora soportamos”. Sus vocablos fueron mucho más duros, y hasta en hombre también educado y ponderado se escaparon epítetos rudos y malsonantes refiriéndose a altas magistraturas del Estado cuasi español.

    Ante tanta perfidia, ignorancia, cerrilismo, cursilería y liberalismo emerge, como una mezcla de Séneca, Cicerón, Julio César, Napoleón Bonaparte, Charles Maurras y Donoso Cortés, la figura de José Ignacio Escobar Kirkpatrick, marqués de Valdeiglesias. Valdeiglesias no fue en su vida otra cosa que católico y monárquico. Pues bien, católico lo fue siempre, y monárquico, también, pero al final monárquico “ma non fanatico” como decía el chiste italiano. Poco se ha perdido José Ignacio con irse al cielo. Pero nos ha dejado solos sin el faro de su cultura y su inteligencia en la confusa charca pestilente que es la vida política del año hispano de escasa gracia de 1977.

    Descanse en paz un caballero cristiano y español, y que desde el cielo interceda ante Él, que nunca defrauda, para que nos ilumine y nos guíe en la lucha incansable por el triunfo de las ideas que llevarán a España a su dignidad y salvación. Aquí te ponemos por testigo, querido José Ignacio, de que hasta el último aliento, como tú, lucharemos por Dios la Patria y la justicia.

    Desde los luceros nos contempla Valdeiglesias, y con más entusiasmo que nunca, siguiendo su ejemplo gritamos una vez más ¡arriba España!

    Alfonso DE FIGUEROA Y MELGAR
    Duque de Tovar

    Última edición por ALACRAN; 04/01/2024 a las 14:18
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
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    Re: Testimonio sobre la gran traición de Juan Carlos (Marqués de Valdeiglesias)

    Libros antiguos y de colección en IberLibro
    ... "ni el carlismo, ni Acción Española, ni, en definitiva, Franco, ni los hombres que en la Cámara dieron el “sí” el 22 de julio de 1969 deseaban, ni suponían que Juan Carlos, por su cuenta, restauraría la monarquía liberal"...


    Revista
    FUERZA NUEVA, nº 577, 28-Ene-1978

    Editorial

    Recientemente (1978) se han publicado dos reportajes -en “Interviú” y “Cambio 16”- en torno a la figura de S. M. Juan Carlos I. Ambos trabajos periodísticos han resultado muy reveladores acerca de la personalidad del Monarca, de sus intenciones y de su intervención en la trayectoria política patria desde su acceso al Trono.

    Muchos comentarios cabría desarrollar respecto a dichos reportajes que descubren los objetivos del Rey al aceptar una Corona, que se suponía por Franco y por quienes en las Cortes designaron al nieto de Alfonso XIII, que garantizaba la continuidad del Estado informado por los intangibles Principios del Movimiento, y que aquél -según se dice en “Interviú”- aceptaría con la intención de retrotraer a España hacia los senderos de la Monarquía parlamentaria, que ni Calvo Sotelo, ni José Antonio, ni el carlismo, ni Acción Española, ni, en definitiva, Franco, ni los hombres que en la Cámara dieron el “sí” el 22 de julio de 1969 deseaban, ni suponían que se restauraría.

    Pero ahora queremos centrar la glosa en un dato significativo que, a no dudarlo, ha de tener sus repercusiones en el futuro de la Patria y de la propia Monarquía. Nos referimos a que, según se deduce con claridad de tales reportajes, Adolfo Suárez es el hombre del Rey y la UCD el partido del Monarca.

    Ese dato se inducía, desde luego, de los acontecimientos sucedidos durante los veintiséis meses que dura la transición, pero ahora es la propia confesión del titular de la Corona la que confirma que Suárez fue elegido mucho antes de que el Consejo del Reino lo hiciese (1976) para pilotar la ruptura pacífica con el Estado nacido de la Cruzada que posibilitó la Monarquía nuevamente. El Rey -según dijo él mismo a “Cambio 16”- tenía designado al hombre de Cebreros para ello, lo promocionó, a través de Fernández Miranda, a la Secretaría General del Movimiento y luego a la Jefatura del Gobierno. Todo obedeció a una personalísima decisión de Su Majestad Juan Carlos, que naturalmente se convirtió en realidad gracias a la cooperación activa y fiel de don Torcuato (ver: Torcuato Fdez. Miranda, asesor de Juan Carlos para el perjurio ), quien logró, de Arias Navarro, el acceso de Suárez a la Secretaría del Movimiento, y, del Consejo del Reino, su inclusión en la terna. De ahí aquellas manifestaciones de que “llevaba lo que el Monarca deseaba”, cuyo verdadero sentido aparece hoy diáfano, aunque desmienta las aclaraciones ulteriores, relativas a tales manifestaciones, del propio Fernández Miranda.

    Y, si Suárez es el hombre del Rey, la UCD es el partido del Monarca, pues, sin la designación de aquél, éste nunca hubiera nacido. Además, el propio Ricardo de la Cierva registraba, no hace mucho, la influencia decisiva que el apoyo regio a Suárez tuvo en la configuración, como partido unitario, de UCD, contribuyendo mucho tal reciente apoyo a esfumar las resistencias de alguno a la unificación. Pero no por ello se crea que, al ser la UCD el partido del Rey, es, a su vez, el partido monárquico por excelencia. No; en ese conglomerado a la búsqueda de ideología no predominan, como es notorio, salvo excepciones, los que se han significado por su monarquismo. (…)

    Finalmente, debe preverse, desde otra perspectiva, que si la Monarquía no se resiente de esa intervención regia y efectivamente logra el futuro la naturaleza arbitral preconizada por el Rey, muchos razonarán como el republicano Paulino García, desde “El Imparcial”, que ha dicho que “si la Monarquía actual y el Rey, como sucesor de Franco, se desligan de todo compromiso con la época anterior, y aceptan de hecho y sin reservas el juego democrático, de manera que la Corona se reduce a un papel mínimo y casi lujoso, nosotros seguiremos creyendo que se trata de algo demasiado oneroso para la pobre economía de nuestra Patria”.

    Y quienes jamás fuimos ni somos republicanos, no podemos por menos de reconocer el peso que tal razonamiento lleva consigo y de advertir que nuestra Monarquía, la Monarquía que fue instaurada por Franco y el pueblo español en masivo referéndum (1966), la Monarquía de la Sucesión jurada por el Príncipe de España (1969), la Monarquía tradicional, católica, social y representativa, es harto distinta.


    Última edición por ALACRAN; 14/06/2024 a las 14:12
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
    Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)

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