TESTIMONIO SOBRE UNA GRAN TRAICIÓN
TESTAMENTO POLÍTICO DEL MARQUES DE VALDEIGLESIAS, D. JOSÉ IGNACIO ESCOBAR KIRKPATRICK
(1977)
Querido amigo:
Como te informaría tu secretaría tu escrito me llegó al día siguiente de hablar contigo. Es certero como todos los análisis salidos anteriormente de tu pluma sobre el Régimen de Franco. No tengo un solo punto de discrepancia en nada de lo que dices. Sólo se me ocurriría calar todavía un poco más hondo y tratar de discurrir sobre por qué han tenido que suceder las cosas como han sucedido. Concretamente, el que a ciencia y paciencia de los vencedores en la Cruzada del 36/39, los vencidos en ella hayan ido infiltrándose progresivamente en el Estado vencedor hasta llegar a ocupar en él todos los puestos de influencia. Es un hecho incontrovertible. La única duda es si ello ocurrió por culpa exclusiva de Franco o por fallo total de una clase dirigente.
La cuestión no puede despacharse con unas cuantas líneas. La ausencia en España de una auténtica clase dirigente, con cualidades de tal, ha sido siempre un hecho señalado en nuestra historia. En especial, a todo lo largo del siglo XIX. El escritor Juan Varela impugnó, sin embargo, en uno de sus escritos tal afirmación. Una clase dirigente, vino a decir, no es algo venido de fuera que se superpone al pueblo. Es algo que surge del pueblo mismo. Si la clase dirigente falla es porque el pueblo no da más de sí.
Habría que perderse en muy largas disquisiciones sobre el carácter del alma española para averiguar por qué el español ha sido siempre heroico en las guerras pero no ha sabido organizar en paz su mutua convivencia. El hecho cierto es que desde el siglo XVII, mientras nuestros Tercios y capitanes daban gloria a España en todos los campos de batalla de Europa, la nación arrastraba una curva de decadencia inexorable. Se dice que sobre nuestra Cruzada se han escrito más de cuarenta mil volúmenes.
Aunque puedan ser menos, no dejan de ser numerosos los escritos sobre las causas de nuestra decadencia.
Ha llegado a ser uno de los temas favoritos de nuestra literatura. Antes y después del Cid.
Hay que llegar a la conclusión de que algo falla en nuestro carácter que nos impide convertirnos en una gran nación. Ortega dijo que todo lo bueno que se había hecho en España lo había hecho el pueblo, colonización de América, guerra de la Independencia, etc. Lo dijo antes de la maravillosa explosión del 18 de Julio. Pero ello sólo confirma que el español es capaz de brillantes actuaciones aisladas, pero no de una labor continua.
Volvamos a la actuación que tuvimos todos después del histórico parte del 1º de Abril, “la guerra ha terminado”. El libro de López Rodó: “La larga marcha hacia la Monarquía” es tremendamente revelador a este efecto. También algunas de las reflexiones que hago en las últimas páginas de mío “Así empezó...” recuerdan algunas cosas que es preciso no olvidar. Es evidente que ninguno de los que impulsamos el 18 de Julio pensamos que la gesta iba a desembocar en el régimen personal de Franco. Sus comienzos y especialmente la elevación al poder del valido Serrano Súñer, nos apreció a todos algo odiosa. Pero a medida que ha ido pasando el tiempo he ido teniendo más dudas sobre si sin aquel decreto de Unificación que significó el barrido de todos los elementos sin distinción, propulsores del 18 de Julio se hubieran engendrado los 36 años de paz y progreso que ha disfrutado España, la etapa más fecunda de nuestra historia. Evidentemente, Franco se limitó a ser un buen administrador sin ninguna visión del futuro. Pero falta por ver si la tuvieron los españoles con pretensiones de constituirse en clase dirigente.
Durante aquellos primeros años de la Dictadura de Serrano Súñer nos pareció a todos, por supuesto, que había que presionar a Franco para que abandonara el poder y restaurar la Monarquía.
A la vista de la actuación posterior, tanto del Conde de Barcelona como de su hijo, tengo fuertes dudas que de haber logrado en aquellos tiempos los restauradores nuestro propósito no hubiéramos hecho sino adelantar la catástrofe que se cierne actualmente sobre España. Cierto que el resentimiento engendrado, tanto en el Rey como en su padre, por los largos años de haber tenido que permanecer alejados del poder soportando el mando de Franco y pensando que lo que para ellos constituía un derecho propio, personalísimo, sólo podrían hacerlo efectivo a través de la voluntad de Franco, ha agudizado su deseo de borrar de un plomazo 40 años de su historia.
Sin embargo, a través de mi continua relación con el conde de Barcelona durante todos estos años puedo afirmar su total incomprensión del sentido de nuestro Movimiento Nacional. D. Juan siempre estuvo cordialísimo conmigo. Me invitó a almorzar en Villa Giralda en cada uno de mis viajes a Estoril después de haberme concedido una larga audiencia en que yo dije lo que quise y él me contestó, naturalmente, lo que pensaba. De todas estas largas conversaciones saqué siempre la impresión de que nada iba a ganar España con la instauración de la Monarquía. Mi atavismo monárquico, la solidez de mis convicciones doctrinales, me impedían, por supuesto exteriorizar estos sentimientos. Yo creía en la Monarquía como creía en las verdades de la religión. No concebía otra solución para el futuro de España.
Me limitaba, pues, a desear en mi fuero interno que Franco durase el mayor tiempo posible. Al fin y al cabo constituía también para mí un axioma fundamental que no es lo mismo ser monárquico que ser amigo del rey, y que la esencia de la Monarquía no consiste simplemente en tener a un rey, en vez de un presidente, en la cumbre del Estado. La Monarquía, se escribió muchas veces en “La Época”, es una doctrina completa como lo es la República. Y, en definitiva, Franco estaba inspirando su Gobierno en muchos postulados de la doctrina monárquica. En última instancia, la Monarquía significa la contrarrevolución. Y Franco, vencedor del marxismo y de la masonería, encarnaba unos principios esenciales de la contra-revolución. Podrá discutirse el acierto con que una vez vencidos los principios revolucionarios, trató de evitar su posterior infiltración en nuestra patria. Pero no era su deseo hacerlo. D. Juan, en cambio, era fundamentalmente anglófilo. Todo eso de la masonería y de la Revolución con erre mayúscula eran para él monsergas.
No es, pues, que fuera capaz de oponerse con más eficacia que Franco a la infiltración de su influencia en España, sino que le hubiera parecido absurdo solo el intentarlo. Lo advirtieron muy bien todos los elementos masónicos y progresistas de España, los cuales, anteriormente monárquicos o republicanos, se apresuraron a alistarse en torno a las banderas de D. Juan. El, por su parte, enarbolaba un solo argumento en favor de su tesis del obligado y pronto traspaso de poderes de Franco a su persona. El de su legitimidad histórica. Ni la república ni la guerra habían significado nada para él. Lo que no hubiera podido reclamar ni de Alcalá Zamora ni de Azaña se lo exigía imperiosamente a Franco. Este, a sus ojos, era un mero usurpador del puesto que a él le correspondía por derecho propio.
-“Yo soy el rey porque sí y Franco no puede nada contra este hecho”. Muchas veces me repitió esta frase.
Por su parte, el fracaso de Franco al no haber sabido oponerle un dique a la marea revolucionaria, a pesar de sentir agudamente su presencia, es evidente. Su única disculpa es la falta total de apoyo que encontró para su empeño en nuestra clase política. Analicemos cómo actuó ésta durante la guerra y después de la victoria.
Los primeros actos políticos de Franco desde que se le nombró Jefe del Estado fueron confiarse primero a su hermano Nicolás y después a su cuñado Ramón Serrano Súñer. Fueron debilidades disculpables. Entre las doctrinas falangista, tradicionalista y de Acción Española, es natural que Franco se encontrara un poco perdido; los generales, por otra parte no representaban doctrina alguna. Franco trató de amalgamar lo que presentía había de bueno en el orden del pensamiento. Desgraciadamente convirtió a Serrano en su brazo ejecutor. Y Serrano se entregó a una desenfrenada ambición de Poder, y sólo concibió edificar el Nuevo Estado en torno a su persona. Aquella etapa del cuñadísimo con sus tres secretarios políticos, las tres M como les llamábamos, Mayalde, Manzanera y Montarco, dejó imborrable recuerdo. Pero nuestra clase política brilló durante esta etapa por su ausencia. Falange se dedicó a cortejar a los intelectuales de izquierda, Tovar, Laín, etc. Acción Española se dividió. Unos como Pedro Sainz, trataron de ganarse los favores de Serrano, Otros optaron por irse al frente.
Franco advirtió pronto el error Serrano y lo defenestró intentando sustituirlo con el tinglado de FET de las JONS que cristalizó en Alcalá 44.
Es indudable que a nuestra clase política se le brindaba con ello una ocasión de hacerse con el mando y elaborar una doctrina que rimase con las circunstancias del momento. Pero nuestra clase política siguió brillando por su miopía. Alcalá 44 se convirtió en un tinglado de intereses carentes de visión de futuro. Acción Española se encerró en su doctrina monárquica tradicional pretendiendo ignorar el hecho de que el posible rey estaba entregado a unas doctrinas radicalmente opuestas. Las señas de vida que dio durante estos primeros años de reconstrucción de España nuestra clase política fueron todas lamentables: el escrito de los procuradores del año 1943 solicitando de Franco la restauración de la Monarquía con carácter urgente, antes de la terminación de la guerra mundial; la carta de los generales en el mismo sentido; el escrito de los catedráticos a D. Juan, manifestándole su adhesión, etc.
Es decir, que todo lo que concibió nuestra clase política como resultado de la atroz guerra que había ensangrentado el suelo español durante más de tres años, fue el retorno puro y simple al estado de cosas que la había producido.
Ni una medida precautoria sobre cuáles pudieran ser los verdaderos propósitos de D. Juan al instalarse en el trono cuando todo hacía suponer que aquéllos no irían mucho más lejos del restablecimiento de la Monarquía liberal fracasada en 1931.
Franco, al menos, concibió y comprendió toda la trascedentalidad de la guerra. Los españoles no habían ido a ella de un modo caprichoso, ni sólo para evitar el triunfo del marxismo que amenazó durante la última etapa de la República. Se habían levantado de modo unánime y clamoroso contra el estado de cosas que había acarreado el desgobierno de España a todo lo largo del siglo XIX y primer tercio del siglo XX. Se habían levantado contra el sistema partitocrático de cuño extranjero que nos impuso Cánovas del Castillo y que nunca tuvo arraigo en el ambiente español. España pedía una forma diferente de Gobierno. Podría acertarse o no al intentar definir esta nueva fórmula pero lo que no se podía hacer era volver pura y simplemente al pasado.
Franco lo percibió así. Pero nuestra clase política dio muestras de una increíble cortedad de imaginación.
Se comprende, al fin y al cabo, en personas de un monarquismo visceral como yo, que desearan, por encima de todo, la restauración monárquica. Pero, ¿cuántos monárquicos de este tipo había en España? Y yo mismo, lo recuerdo muy bien, si por un lado consideraba como meta ideal, la única posible, la restauración de la Monarquía, por otro lado, en mi fuero interno, cómo estaba deseando que Franco prolongara su mandato todo lo posible. Recuerdo por ello también perfectamente que todos aquellos intentos de obligar a Franco a retirarse y traer precipitadamente a D. Juan antes del final de la guerra, me parecieron disparatados. Aunque sólo por gestos aislados y esporádicos de D. Juan percibía cuáles eran sus verdaderos sentimientos. Recuerdo una vez, por ejemplo, en Lausane, en el principio de los años 40, que al decirle yo a D. Juan que lo único que le pedía para cuando fuera Rey era que me dejara publicar “La Época” -prohibida por el régimen franquista- con objeto de poner de manifiesto la tremenda responsabilidad de Gil Robles en el estallido de la guerra por haber intentado prolongar la vida de una imposible república. D. Juan se quedó mudo, con un gesto de contrariedad. Rápidamente me vino a la memoria que su padre, Alfonso XIII, había apoyado el movimiento gilroblista mucho más que el de los auténticos monárquicos. ¿Sería posible que, aún a la vista de sus resultados, pudiera el hijo de Alfonso XIII seguir simpatizando con la táctica de Gil Robles?. Si alguien hubiera podido decirme que no sólo esa era la verdadera actitud de D. Juan sino que iba a nombrar a Gil Robles representante suyo me hubiera quedado mucho más absorto todavía.
El manifiesto de D. Juan el año 45 me pareció un verdadero disparate y si cuando un poco antes, al ser nombrado Consejero Permanente de Estado, tuve mis vacilaciones sobre si debía o no aceptarlo, ni por un instante se me ocurrió entonces seguir las indicaciones de D. Juan, a pesar de la visita que con este exclusivo objeto me hizo Joaquín Satrústegui.
Cuando he leído más tarde la larga gestación que tuvo el malhadado manifiesto y las vacilaciones de D. Juan en someterse a las presiones de que fue objeto para que lo firmara, me he confirmado en la idea de la poca altura de nuestra clase política.
Según Gil Robles en su libro “La Monarquía por la que yo luché”, todo él encaminado a defender su tesis de que D. Juan no debía haber admitido más negociación con Franco que la encaminada a aceptar su rendición incondicional y su salida de España como el verdadero vencido de la guerra -se habla de dos anteriores proyectos de manifiesto del Rey- “uno estridente, redactado por Vegas Latapie, y otro, anodino, de López de Oliván”.-
En julio de 1946 visité a D. Juan en Estoril donde acababa de trasladar su residencia. Tengo la seguridad de que nadie le habrá hablado entonces con más sinceridad, casi diría rudeza sobre la inoportunidad del manifiesto. Se había enajenado con él toda la opinión nacional, la cual podría, en algunos aspectos, discrepar de la política seguida por Franco, pero estaba unánime en considerarlo como el vencedor de la guerra, y de ninguna manera estaba dispuesto a admitir, aunque en la guerra mundial hubiesen triunfado los mismos elementos contra los que luchó España en la suya -masonería y marxismo- que nos habíamos equivocado en nuestra cruzada. Le aseguré a D. Juan que todos los informes que recibía sobre el descontento general contra Franco eran tendenciosos. Con Franco estaba el Ejército, vencedor de la guerra, la Iglesia (en aquellos años), la Banca, los hombres de empresa, que estaban empezando a reconstruir España, en suma, los mismos elementos sobre los que tenía que apoyarse la Monarquía.
Me parecía absurdo que por fallarle a la Monarquía estos elementos pretendiera el rey pasarse al grupo de los vencidos. No le quedaba, en mi opinión, otra salida que conformarse con los hechos.
No se podía tampoco olvidar que Franco era un hombre tenaz. No cedería a las presiones para que se fuera. Sin embargo, estaba yo convencido de que era monárquico en el fondo de su corazón. Como final de su etapa de mando no podía vislumbrar más solución que la Monarquía, el régimen tradicional de España. No iba a querer restaurar la República, cuyos resultados estaban bien a la vista, ni encumbrar a un compañero de armas a los que conocía bien y no se fiaba de ninguno de ellos. No le quedaba, pues, al rey otra solución que aceptar los hechos tal como se habían configurado en España y mantener con Franco las relaciones más cordiales que fueran posibles en espera del momento oportuno para la Restauración.
Con anterioridad a esta conversación con el Rey había mantenido otra muy larga con Pedro Sainz Rodríguez desayunando, almorzando, cenando con él, un día entero. Me percaté que se contaba en Estoril, sobre todo con el apoyo inglés para derribar a Franco. Traté, por consiguiente, de combatir la insensatez de esta creencia. La Monarquía no podía venir a España traída en los furgones extranjeros. Pero ni siquiera era verosímil que la presión inglesa para traerla llegase hasta tal extremo. -Si no ha llegado ya, había asegurado Pedro, ha sido por la actitud soviética y el temor de que unos desórdenes en España pudieran favorecer los intereses de Moscú.- Pero esa actitud no ha sido un hecho surgido por sorpresa, contesté. Creo que cualquier político con dos dedos de frente hubiera podido preverla. -Bien, pero me reconocerás que esta tensión tendrá que acabar de algún modo, con guerra o con paz, y en cualquiera de las dos hipótesis Inglaterra empezará por ponerle un punto final a la situación española, porque aún en caso de guerra la hará contra el totalitarismo en nombre de la democracia y no va a emprender esta guerra del brazo de otro país totalitario- ¿No acaba de hacer una en nombre de la democracia del brazo de Stalin?, pregunté.
Esta polémica mía con Pedro, de un día entero de entero de duración, como dije antes, había terminado tirándome él libros a la cabeza. Pero me había servido de mucho para conocer el ambiente que respiraba el rey. Traté con él de deshacer todos los argumentos a favor de su tesis pretextando, para no parecer demasiado irrespetuoso, que seguía mi polémica con Pedro. Pedro me dijo... yo le contesté... Pero salí de la entrevista desolado con la impresión de que el rey estaba totalmente ganado a la causa liberal-masónica. Libros posteriores, como el ya citado de Gil Robles, han puesto de relieve hasta qué punto era esto así, pero yo entonces, convencido de que no había para España más solución que la monárquica en la persona de D. Juan, seguía haciendo cuanto creí estaba en mi mano para torcer el curso inexorable de los acontecimientos. Me fui a San Sebastián a contarle a Alberto Martín Artajo, Ministro a la sazón de Asuntos Exteriores, el resultado de mi entrevista y le apremié sobre la absoluta necesidad de que se enviaran emisarios autorizados a D. Juan que contrarrestaran las desgraciadas influencias a las que se encontraba sometido. Encontré a Alberto sumergido en la más absoluta de las inopias. El manifiesto ha sido, en efecto, un incidente desgraciado pero ya D. Juan lo ha comprendido así y sus relaciones con Franco van a entrar pronto por vías de cordialidad, me dijo.
Me quedé estupefacto.- Estás completamente equivocado, le aseguré. Está firme en su idea de que el manifiesto ha sido un acierto y tengo la impresión de que está preparando otras declaraciones en el mismo sentido.
-No lo creo, me insistió Alberto. En todo caso debes volver a Estoril y seguir argumentando con él.
-Eso es una tontería, Alberto, le dije. Comprenderás que todo lo que pueda decirle yo ya se lo he dicho. Lo ha oído como quien oye llover. Creo, sin embargo, que en el fondo de su corazón él desearía una reconciliación con Franco pero tiene que ser, no yo, sino un enviado de Franco el que le induzca a ello. Tengo la impresión de que por parte de Franco se le está dejando en completa libertad de elegir su camino. Y, naturalmente, todos los enemigos de nuestro Movimiento Nacional, empezando por Gil Robles, se han apresurado a montar su cerco en torno al rey. Es la gran baza que les va a permitir invertir el resultado de la guerra. Sería un colosal error dejarles maniobrar impunemente pensando sencillamente que si el Rey quiere estrellarse, que se estrelle. Porque se va a estrellar España.
Tuve tan poco éxito con Alberto como acababa de tenerlo con D. Juan. O no le daba importancia a lo que pudiera pensar el rey o, en el fondo, no le importaba que estuviera en esa línea liberal. Posteriormente me he encerrado yo también en el círculo de mis buenos deseos tratando de hacer caso omiso de la dura e insobornable realidad. Año tras año he comprendido la inutilidad de mis esfuerzos sin acertar a vislumbrar, dado mi acendrado monarquismo, otra solución para el futuro de España que no fuera la monárquica. Todos mis artículos y conferencias giran en torno de lo mismo: la identidad entre el Movimiento Nacional y Monarquía. La Monarquía, para mí, no podía ser otra cosa que la culminación del Movimiento Nacional, y, naturalmente, cuando hablaba de Monarquía, no concebía otra que (*) la Monarquía de Acción Española. Los Gilrrobles, Satrústeguis y toda la caterva de progres, de antiguos republicanos e incluso de marxistas, que iban a prestar acatamiento a don Juan, eran para mí unos locos carentes de interés. Me negaba a aceptar el hecho de que el loco era yo, y ellos los que tenían sus pies firmemente asentados en el suelo y estaban jugando, perfectamente jugada, la carta ganadora.
En mis conversaciones con Carrero (tuve muchas) seguí siempre navegando libremente por los mares de la utopía. Trataba de convencer a Carrero de que, pese a los errores cometidos por D. Juan, seguía siendo la mejor solución para España y se debería por tanto perdonárselos. Carrero aguantaba mis sermones sin que se le alterase un músculo de su cara. Creo que la característica principal de Carrero era su infinita bondad. Se daba cuenta de la buena fe con que yo defendía mi tesis. Claro es que cuando al fin se formalizó la candidatura de Juan Carlos me pase a ella con armas y bagajes. Y la verdad es que ni por un momento se me ocurrió pensar en que la política de Juan Carlos pudiera ser la misma que la de su padre, corregida y aumentada. Ese reproche que hoy puede dirigirse a Franco -que de hecho le ha dirigido Emilio Romero- de no comprender que los reyes no obedecen más que a sus propias legitimidades, y que, en definitiva, no había por qué pensar que Juan Carlos fuera a serle más fiel a Franco que a su padre, ese reproche, digo, lo acepto dirigido a mí. Ni por un momento se me paso por la cabeza la idea de que la única diferencia entre Juan Carlos y su padre pudiera ser la de que el hijo fuera mucho más cínico y estuviera dispuesto a jurar todo lo jurable con la idea preconcebida de faltar a su juramento tan pronto le fuera posible. Algo pude olerme, sin embargo, en una de las primeras conversaciones que tuve con Juan Carlos después de su nombramiento como sucesor. Había empezado por decirle que yo había hecho cuanto humanamente estuvo en mi mano para que el proclamado rey fuera su padre. Pero antes de que pudiera entrar en la segunda parte de mi perorata, que era la de decirle que tal como se habían puesto las cosas consideraba la decisión de Franco la más acertada para la suerte de España, me interrumpió Juan Carlos diciéndome, a título de excusa, que él había tenido que hacer lo que hizo como único medio de salvar la dinastía. Me hizo a mí mal efecto la excusa, pero como siempre que la Monarquía me presentaba una cara distinta a la forjada por mis ilusiones, hice un esfuerzo para no verla.
En otra ocasión en que le esbocé a Juan Carlos mi programa sobre lo que debiera ser la actuación de la Monarquía, naturalmente desde el punto de vista de Acción Española, observé claramente que mis razonamientos le estaban dejando frío. Me sentí un momento turbado y, a título de excusa, le recordé que yo era hombre de Acción Española. -Otros tendrán otras ideas y el rey tendrá que tenerlos a todos en cuenta, fue su único comentario. No pude, como es lógico, encontrarlo más desgraciado.
Lo que pregunto yo ahora es cómo ha sido posible que otras personas, con ocasión de conversar mucho más largamente con Juan Carlos que las que yo tuve, no hubieran captado nada sobre su verdadero modo de pensar. El libro de López Rodó “La larga marcha hacia la Monarquía” resulta sorprendente a estos efectos. Esa famosa “Operación salmón”, llevada año tras año tratando de vencer paulatinamente las dudas, las vacilaciones o recelos de Franco; se ha convertido hoy día en una tremenda acta de acusación contra sus autores, incluido el Almirante Carrero, la persona más fiel y devota de Franco y de su sistema, más deseoso de continuarlo, y dando pruebas tan válidas en todos sus escritos e informes al Generalísimo de una asombrosa claridad de visión. ¿Cómo pudo equivocarse en lo esencial hasta este extremo? Porque el hecho es que se jugó a fondo la carta Juan Carlos sin la menor garantía de cuál pudiera ser su modo de pensar y desafiando las probabilidades de que fuera el mismo que su padre.
Y a esta tremenda ligereza se sumó otro error psicológico no menos grave: no haberse parado a meditar ni por un momento en el resentimiento que podría estar incubándose en Juan Carlos precisamente por el hecho de debérselo todo a Franco. Es de sobra sabido que este tipo de resentimiento, el que se siente contra la persona a quien le debe uno todo, es muy superior al resentimiento contra quien nos ha hecho un desfavor. Conocida es la respuesta de Cánovas a quién le pregunto qué le había ocurrido con un determinado sujeto que hablaba pestes de él -“no me lo explico porque no recuerdo haberle hecho ningún favor”. Y la frase de Robespierre, trágico resentido: “Sentí desde muy joven la penosa esclavitud del agradecimiento”.
Era preciso haberse dado cuenta del reconcomio, la irritación, el rencor interno de D. Juan y su hijo al estar rumiando durante cuarenta años que lo que consideraban un derecho exclusivamente suyo sólo lo iban a poder ejercer por obra y gracia de Franco. Es lógico que fuera cada día madurando en ellos la idea de que Franco era sólo un usurpador, un jugador de fortuna, un advenedizo que estaba violando los sagrados derechos de la dinastía, gobernando a España a su antojo mientras el padre se aburría en Estoril y el hijo aguantaba mecha rindiéndole cada día pleitesía a Franco para no perder definitivamente sus derechos. Y este resentimiento se vería alimentado y fortalecido por el de una minoría que sintió como una verdadera injuria que España pudiera vivir en paz y orden, progresando en todos los aspectos, sin contar para nada con ella y dejando en ridículo sus profecías de que se estaba frente a un proceso de rápida descomposición del país, de un régimen condenado sin apelación, del que la monarquía debía permanecer lo más apartada posible para no contaminarse.
El libro de Gil Robles “La Monarquía por la que yo luché” retrata a su autor como uno de los mayores resentidos de la Historia Universal. Este hombre era uno de los principales consejeros de D. Juan y fue nombrado representante suyo. El resentimiento, ha escrito Marañón, es una pasión que puede conducir a la locura o al crimen. ¿Qué mayor crimen que éste que se ha cometido contra España entregándola inerme a sus peores enemigos sólo por el placer de destruir la obra de Franco? El resentido, sigue diciendo Marañón, tiene una memoria tenaz, inaccesible al tiempo. ¿Cómo no se meditó ni un momento el resentimiento que pudo estar incubándose durante 40 años, día a día, en esta minoría que constituía la corte de Estoril y profetizaba a diario la próxima e inmediata caída de Franco, la imposibilidad de que su llamada “dictadura”, o “ ciclo de mando personal”, pudiera sostenerse frente a la que suponían oposición unánime de los españoles, y viendo que éstos aclamaban cada vez más entusiásticamente a Franco mientras su sistema daba cada vez mejores frutos, se industrializaba España, aumentaba su nivel de vida, el cerco de extranjero se aflojaba, y Franco salía victorioso de todas las pruebas?.
“Los grandes resentidos, sigue diciendo Marañón, suelen ser hombres bien dotados; aunque de inteligencia no excesiva, tienen el talento necesario para todo menos para darse cuenta de que su fracaso es sólo imputable a ellos... ”Si alguna vez alcanzan a ser fuertes,... estalla ardientemente la venganza, disfrazada hasta entonces de resignación. Por ello son tan temibles los hombres débiles -y resentidos- cuando el azar les coloca en el poder, como tantas veces ocurre en las revoluciones. He aquí también la razón de que acudan a la confusión revolucionaria tantos resentidos y jueguen, en su desarrollo, importante papel”. ¿Qué otro lazo que no fuera el del resentimiento podía haber unido a estos hombres que hoy vemos marchar del brazo con los comunistas llamándose ellos a sí mismos demócratas cristianos o liberales?. Y el rencor del resentido se agrava aún más contra el que se mostró con ellos abierto y generoso. Este fue el gran pecado de Franco. Su régimen estuvo abierto sin discriminaciones a todo el que quisiera ingresar en él. Se ha dicho que procuró incluso que en cada uno de sus gobiernos hubiera por lo menos dos republicanos y dos idiotas. Hubo probablemente algunos más. De todos éstos a los que no se preguntó pasado para dejarles ocupar cualquier cargo dentro del Estado de Franco, son los que a su muerte se han revuelto iracundos contra él. “Cuando se hace el bien a un resentido, el bien hecho queda inscrito en la lista negra de su incordialidad... los poderosos deben saber que a su sombra crece inevitablemente, mil veces más peligroso que la envidia, el resentimiento de aquellos mismos que viven de su favor”.
“El resentimiento es incurable, concluye Marañón. Y si triunfa, el resentido, lejos de curarse empeora. Porque el triunfo es, para él, como una consagración solemne de que estaba justificado su resentimiento y esta justificación aumenta la vieja actitud. La ambición de poder es la pasión preponderante de los hombres. Franco fue generoso. Abrió los brazos a todos los españoles. Sólo quitó a una minoría el disfrute de esa pasión. “La vida es una búsqueda del poder” exclama Emerson. Para Nietzsche la voluntad de poder es la fuerza motivadora básica de la naturaleza y la sociedad humanas. La lucha por el poder es el motor de la historia. La idea de la paz universal constituye una verdadera utopía. No concibo, dijo Herder, la beatitud eterna sin una tarea que realizar ni un obstáculo que vencer. Lo terrible es que de ese afán de lucha propia a la naturaleza humana, al vencedor le satisface más el daño inferido a su rival que el bien que ha logrado procurarse.
Hay que reconocer, vistas las cosas con la perspectiva de hoy, que quizá el único intento de un sector de nuestra clase política por extraer todas las consecuencias de la guerra y crear con caracteres definitivos un Estado capaz de hacer frente a las fuerzas coaligadas de la masonería y del marxismo fue el proyecto de la constitución de Arrese en el año 1956. En dicho proyecto constitucional no se hacía la menor alusión a la Monarquía como forma de Estado lo que motivó que por una vez se manifestaran perfectamente unidos en contra del proyecto los elementos monárquicos que aspiraban a la restauración inmediata en la persona de D. Juan y el propio Almirante Carrero que deseaba la Monarquía como remate de un Estado nuevo. Frente a esta oposición conjunta el proyecto Arrese fracasó. Aún en otro caso ¿hubiera podido asegurar la continuidad del Movimiento Nacional frente a la gran fuerza de la oposición monárquica a la que nadie hubiera podido inculpar entonces justificadamente que representaba pura y simplemente la inversión del resultado de la guerra y la entrega en bandeja de plata del triunfo a los vencidos?. Todos mis argumentos en defensa de la necesaria identificación de los conceptos de Monarquía y Movimiento Nacional se basaban precisamente en la tesis de que sólo con esa identificación el Movimiento Nacional podría persistir. Es decir, que el Movimiento Nacional necesitaba a la Monarquía en su cúspide para ser capaz de hacer frente a las grandes presiones del exterior liberal-masónica y marxista que cada vez serían más fuertes con motivo de su victoria en la guerra mundial. Que necesitábamos una Monarquía, era mi convicción arraigada entonces. Todo el problema radicaba en encontrar al representante de esa Monarquía que fuera capaz de comprender la profunda significación de nuestro 18 de julio y supiera darle su adecuada continuidad. Hay que reconocer que esta duda sobre cuál pudiera ser esa persona adecuada la sentía Franco mucho más intensamente que cuantos le rodeaban. Pero Franco limitó su campo de elección a los herederos de Alfonso XIII. Él había servido con profunda lealtad a nuestro último monarca y ni por un momento admitió la posibilidad de un cambio de dinastía. Esa posibilidad, sin embargo, se le pudo ofrecer a España. Era evidente que nuestro país al término de la guerra era una página en blanco sobre la que se podía escribir lo que se quisiera. Se ha repetido innumerables veces la variedad de los elementos que concurrieron en el 18 de julio. Entre ellos, los monárquicos fieles a la última dinastía caída en España en 1931 no estaban siquiera en mayoría. Franco pudo haber elegido libremente entre el programa falangista nacional sindicalista, el de los tradicionalistas, monárquicos por convicción pero radicalmente opuestos al retorno de lo que ellos llamaban la rama usurpadora, una república presidencialista que hubiera en definitiva contentando a la gran parte del sector republicano o republicanizante que sumó al 18 de julio cuando vio el desastre que había significado la República del 14 de abril. Entre todas esas opciones hubo una sobre la que se ha hablado poco pero que sin embargo estuvo en manos de Franco el haberla dado vida: la inversión del tratado de Utrecht, el retorno de la dinastía Habsburgo en la persona del Archiduque Otto.
Soy consciente de que el hacer historia ficción, o historia retrospectiva imaginando otros hechos que los realmente ocurridos, carece de sentido. Pero no puedo por menos de recordar que el principal valedor de esta solución, demostrando con ello, una vez más, la claridad de su juicio, fue Alfredo Sánchez Bella. Si queremos imaginar la hipótesis de un Estado monárquico lo suficientemente fuerte para asumir la herencia de Franco y hacer frente a la ofensiva liberal-marxista mundial contra nosotros, difícilmente podríamos encontrar hoy otro rey mejor preparado, con mayores conocimientos de la política mundial, que el Archiduque.
En la conducta de D. Juan pudo haber encontrado Franco, si verdaderamente lo hubiera deseado, sobrados argumentos para justificar el cambio de dinastía. Aparecen hoy recogidos en numerosos libros los intentos que se llevaron a cabo para derrocar a Franco durante la guerra con apoyo de los ingleses. Víctor Salmador relata con todo detalle en el capítulo II de su libro “DON JUAN DE BORBÓN” un intento de proclamar la Monarquía en Cataluña favoreciendo a continuación el desembarco de los ingleses en la Bahía de Rosas. El agente de esas negociaciones era el Sr. Hillgar, cónsul británico en Palma de Mallorca. El proyecto no se llevó a cabo porque, según el propio Salmador, máximo panegirista de D. Juan, “lo mejor es enemigo de lo bueno” y se pensó que las Canarias eran un bocado más apetitoso para ofrecer a Inglaterra a cambio de su apoyo a la restauración monárquica. Anteriormente, en julio de 1936, según relato del diplomático López Oliván, un grupo de republicanos españoles habían propuesto entregar las Canarias a Francia a cambio de su intervención en la guerra civil española. Fácil es de comprender el partido que hubiera podido sacar Franco de todas estas maquinaciones si verdaderamente hubiera querido desacreditar a la persona de D. Juan. Pero entonces es lo que Franco no deseaba en el fondo de su corazón. Por el contrario, el General Franco Salgado nos relata cómo Franco no abandonó nunca la idea, aún mucho después del manifiesto del año 45, de atraer a D. Juan a la órbita del Movimiento Nacional. Sólo cuando D. Juan se manifestó absolutamente intransigente en contra de esta aceptación fue cuando Franco concibió la idea de hacerle rey a su hijo, idea que en los últimos años hay sobrados motivos para pensar que fue estimada por el propio Franco como un error, faltándole ya la energía suficiente para modificarlafrente a la presión constante de sus más íntimos consejeros y hombres de su mayor confianza, como nos relata López Rodó en su libro “La larga marcha hacia la Monarquía”.
Queda por examinar si al margen de la Constitución definitiva de nuestro Estado y su sucesión no hubiera podido Franco evitar la infiltración de todos los centros de cultura y pensamiento, Universidad, escuelas, prensa, radio y TV, etc. por hombres de las ideas vencidas en nuestra guerra. Es evidente que se pudo haber hecho mucho más en ese sentido que lo que se hizo. Pero no es menos claro que no se podía desde las cumbres del Estado impedir dictatorialmente la difusión de ciertas ideas, consideradas como respetables en el mundo entero sin oponerles otra idea más fuerte. Y ésta es la que Franco, en sus vacilaciones entre la Monarquía de Estoril, el falangismo, el tradicionalismo y otras corrientes no acertó a formular. Por eso se refugió en el aspecto material de la industrialización de España, elevación del nivel de vida de los españoles y mayor justicia en la distribución del producto nacional. Todo esto era para él más asequible que resolver el problema de ideologías. Al fin y al cabo Franco era un general y no un profesor de Universidad.
No hay que olvidar, por otra parte, que la intelectualidad se inclina siempre en general a la izquierda. Ha bastado el hecho de dejar los centros de pensamiento libres para quien quisiera ocuparlos para que fueran precisamente los izquierdólogos los que acudieran a ellos en tropel. Este es un problema que desborda la coyuntura española. Es un problema Mundial. Y tampoco en este extremo se encontró asistido Franco por una clase política que comprendiese que la gravedad de este problema excedía con mucho a las pequeñas diferencias que pudieran existir entre lo que se llamaron “familias del Régimen”. Por el contrario, éstas se combatieron entre sí con verdadero encarnizamiento con olvido absoluto de cuál era el verdadero enemigo común. Baste recordar la campaña de prensa que desencadenó Fraga en el caso Matesa, creyendo haber encontrado en él la ocasión propicia de aniquilar al grupo rival de sus compañeros de Gabinete. Y cuando éstos salieron en definitiva victoriosos de la prueba, merced a la decisión de Franco, disgustado por la inoportunidad de aquella campaña, formaron su famoso grupo monocolor prescindiendo totalmente de la colaboración de aquel otro grupo en el que había, sin embargo, personas valiosas y a los que, en la perspectiva de hoy, hay que atribuir una más clara visión de futuro que al grupo empecinado en la “operación Salmón”.
Cierto que la inversión total del resultado de la guerra con la entrega total de la victoria a los vencidos del año 39, todo ello por obra y gracia de la voluntad del rey D. Juan Carlos, era algo absolutamente imprevisible. Cuando Franco creyó HABERLO DEJADO TODO ATADO Y BIEN ATADO tenía razón desde un punto de vista estrictamente jurídico. Creyó en el valor de las palabras, de las leyes y de los juramentos. Olvidó lo que dijo el Príncipe de Saboya cuando Carlos VI quiso asegurar los derechos de su hija Mª Teresa mediante un tratado. “Sería poner albarda sobre albarda” dijo el Príncipe añadiendo: “que siempre será mejor un ejército que el mejor de los tratados”. Todo estaba atado y bien atado... pero sólo con balduque y papel de oficio. Franco construyó un Estado de Derecho pero no el aparato para poder defenderlo. Y menos que nada pudo prever que después de haber jurado el futuro rey lealtad a Franco y a los Principios fundamentales del Movimiento tomase él mismo la iniciativa de violar esos Principios y barrenar el régimen que le había hecho Rey. Tal caso de perjurio tuvo que estar totalmente ausente de la mente de Franco.
Cuando se acusó a Alfonso XIII de haber faltado a su juramento a la Constitución al aceptar el golpe de Estado de Primo de Rivera estaba claro que no hacía otra cosa sino inclinarse ante un hecho consumado e irremediable. Toda España aplaudió y se sumó al golpe. Sin embargo, en un artículo de fecha 1 de febrero de 1972, publicado en ABC, Antonio Garrigues justificó su republicanismo de 1931 por el hecho de que el Rey había faltado a su juramento. Lo esencial de la Monarquía, escribió Antonio Garrigues, es la confianza en el Rey: un Rey no puede faltar a su palabra. Por algo de dice “Palabra de Rey”. Si mañana, añadió, Juan Carlos faltara a su juramento de respetar los Principios Fundamentales del Movimiento, rompería también mi vinculación política con Juan Carlos”.
Juan Carlos ha faltado a su juramento. De un modo mucho más abierto, tajante y sin excusas que Alfonso XIII. Pero la reacción de Garrigues ha sido muy curiosa. Desdiciéndose de sus afirmaciones anteriores ha escrito otro artículo en la misma plana de ABC transcribiendo párrafos de Maquiavelo según los cuales un rey no tiene que sentirse nunca obligado por su palabra.
Todo esto es sólo quizás una prueba más de la total pérdida de los valores morales en nuestro tiempo. El Rey ha dado la consigna y un gran sector de nuestras clases dirigentes se han precipitado a seguirle sin el menor pudor. “Si no hay Dios todo está permitido” dice uno de los personajes de Dostoievski.
Dos conclusiones se imponen, primero, para los que mantuvimos siempre que la Monarquía era el mejor sistema de gobierno de los pueblos, la adición de un capítulo que prevea el caso del Rey perjuro y traidor. Se impone una reelaboración de la doctrina manteniendo todos los postulados monárquicos pero previendo el caso de la ficción del Rey. La Monarquía es una doctrina completa. No se limita a pedir la colocación de un rey en vez de un Presidente en la cúspide del Estado. No es lo mismo ser monárquico que ser amigo del Rey, se escribió muchas veces en “La Época”. La doctrina monárquica exige una Monarquía para los pueblos, no la entrega de los pueblos a la Monarquía. Cuando el Rey falla y decide actuar en oposición a los principios del sistema monárquico no se es monárquico por seguir manteniendo la adhesión al Rey. Al Rey la vida y la hacienda se deben dar, mas no el honor, que es patrimonio del alma y el alma sólo es de Dios, dijo nuestro verso clásico. Si el Rey incurre en deshonor nuestro honor no nos obliga a seguirle.
Ante lo sucedido, algunos episodios de nuestra pasada historia del siglo XIX vuelven con insistencia a nuestra mente. Uno de ellos, el discurso de Prim en las Cortes durante la sesión del 22 de febrero de 1869. Después de referirse a los varios casos que registra la Historia de reyes arrojados de sus tronos y vueltos a conquistarlos, afirmó que en opinión tan unánime manifestada contra Isabel II fundaba si convicción profunda de que la dinastía caída no volvería jamás, jamás, jamás.
Anteriormente se había negado a los requerimientos que le fueron hecho de que se proclamase dictador. “Hoy, dijo, sé que tengo el ejército en la mano, pero si llegara a Presidente de la República ese ejército no sólo no me respetaría sino que a la vuelta de dos años se sublevaría contra mí. Muchos que hoy me obedecen y me son leales, al ver que un General podía llegar a Presidente de la República dejarían de seme leales y se convertirían en mis competidores. Yo conozco a los hombres”.
Y en otra ocasión añadió: “¡Restaurar en el trono a don Alfonso de Borbón! ¡Qué delirio! No tengo que pararme a demostrar esa imposibilidad pues tengo la convicción más profunda de que no ya la Cámara constituyente, no ya el Gobierno provisional, sino España entera, con cortas excepciones, dice lo que yo: restaurar la Monarquía caída, ¡imposible, imposible, imposible!”.
Sin embargo, pronto se vio que una cosa era unir a los españoles contra cualquier poder y otra unirlos para el establecimiento de otro. El propio Prim no ve clara solución positiva. La República la rechaza terminantemente, rotundamente, casi espectacularmente. Él sabe muy bien lo que la República puede significar. Por lo menos la desmembración de España. Queda la posibilidad de un Rey de otra dinastía. Afanosamente lo busca Prim por toda Europa. El resultado es conocido.
“Prefiero ser fraile a un Cromwell. Mientras yo viva no habrá república”. Las vacilaciones de Prim son patéticas, prueban la grandeza de su espíritu. La claridad con que percibe los aspectos negativos de cualquier solución. La República es la desmembración de España. Bien se demostró cuando fue proclamada poco después. El poder personal de un hombre se desgasta pronto. Bien se demostró también en España en 1923 con el general Primo de Rivera y hemos de rendirnos hoy de admiración ante el prodigio que ha significado la permanencia de Franco durante 40 años. No basta que durante ellos haya dado a la nación un paso de gigante por la vía del progreso. La suma de resentimientos despertados por su ascensión destruirá pronto lo conseguido.
Parecía que sólo la construcción completa y acabada en un sistema monárquico, que no se agotara con la colocación de un Rey en la cúspide del Estado, podía dar la solución del problema. Ni el mando de uno ni la entrega a las pasiones volubles de la plebe. Ambas cosas son construir sobre arena. ¡Desgraciado del hombre que se fía de las aclamaciones que pueda la masa tributarle en un momento! Fernando VII recibió el nombre del Deseado. Su retorno a España fue aclamado con fervor. Con el mismo fervor que acompañó a Isabel II durante casi todos los años de su reinado sin perjuicio de que a su caída se escribiera en la paredes: ”Cayó para siempre la raza española de los Borbones en justo castigo de su perversidad” y fuera inútil que una y otra vez se borrara el infamante letrero porque volvía invariablemente a aparecer como expresión del sentir unánime de un pueblo.
“El destino de la Casa de Borbón es fomentar las revoluciones y morir en sus manos” dijo Donoso Cortés. ¿Es un sino personal o es una muestra de su incapacidad para organizar convenientemente el Estado?
José Ignacio Escobar Kirkpatrick
Marqués de Valdeiglesias
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