42. Infiltración masónica
3 de septiembre de 1950
Ganada por la secta masónica la que ella misma designó como su principal batalla del siglo XVIII, y desterrada de la Península Ibérica la Compañía de Jesús, se produjo en nuestro país la más grave de las crisis religiosas de aquellos tiempos, y a los muchos males que desde el Poder se producían se unió la falta de defensas en el sector religioso, con la invasión jansenista y la relajación del clero y de la Iglesia en muchas diócesis, llegando la infiltración masónica a ser tan grande en la dirección de las instituciones seglares durante aquel desgraciado reinado, que hasta el inquisidor Arce y el propio secretario del Santo Oficio, el canónigo Llorente, figuraron bajo la obediencia de las logias, haciendo que las causas de la institución constituyesen una pura burla. No podía ser de otro modo cuando el Poder desciende a colocarse al servicio del mal.
La expulsión de los jesuitas fue la forma más fácil para facilitar la penetración de la masonería y su extensión por España y América. El voto expreso de obediencia al Pontífice los colocaba en la vanguardia de la fidelidad a los dictados del Vaticano, así como la ilustración de sus miembros y el medio social en que se movían los había alertado desde el primer momento de la importancia del mal que otros no supieron ver tan claro.
Hemos de reconocer, en favor de los que, por ignorancia o por pereza mental, se inhibieron en aquella batalla, que la masonería, pese a las graves sanciones pontificias decretadas, estaba casi inédita y se encubría fácilmente tras los resplandores de los avances intelectuales y de los progresos de las ciencias, aunque de aquel movimiento intelectual que del extranjero venía, y que llegó a constituir la moda en los salones de las clases elevadas del siglo XVIII, sólo se asimiló de aquellas figuras que trataban de emular lo fácil y chabacano, lo negativo, lo que estaba al alcance de su cretinismo: el ateísmo que las envilecía. La decadencia de los estudios filosóficos en aquella sociedad venia ofreciendo amplio campo a la filosofía barata de los enciclopedistas, facilitando que la desvergüenza pudiera cabalgar a lomos de la erudición.
Toda la evolución del pensamiento político en el siglo XVIII aparece caracterizada por esa conspiración contra el principio cristiano. Su objetivo inmediato fue el de independizar a las constituciones humanas de la Ley de Dios, y desde que la masonería toma estado en las distintas naciones, se presenta explotando todas las revoluciones que desde entonces se suceden; poco importa que en ellas fuese la secta la principal protagonista, pues aprovecha el río revuelto que otros desencadenan para filtrar a sus "hermanos" entre los usufructuarios del Poder; su intriga y su constancia acaban triunfando siempre sobre la buena fe y la falta de previsión de las juventudes revolucionarias. Sólo en los tiempos modernos una revolución se libra de este funesto destino, y es la Revolución Nacional española, que vino precisamente a poner coto a los desastres que la invasión masónico-comunista había acumulado durante dos siglos sobre la Patria.
¿Fueron los príncipes y gobernantes que consintieron o propulsaron el mal, conscientes del daño que iban a ocasionar, u obraban sólo por debilidades y apetitos personales de poder y de mando? No puede claramente determinarse. Que el Rey, tibio de fe y torpe y débil frente a las maquinaciones de sus ministros, obraba intimidado por éstos, se nos presenta como indiscutible; que los principales directores de la masonería conocían la meta adonde se caminaba: de sustraer a la sociedad pública del gobierno de la Ley de Dios por el camino y bajo la máscara de la libertad de cultos y de la neutralidad de conciencia, de la abstracción de todas las religiones, de la secularización de la ley y de la educación y de todo cuanto caracteriza la vida política de los pueblos, nadie puede dudarlo; pero en esta materia se nos presenta, una vez más, el grado de responsabilidad distinto entre los que, habiendo alcanzado los grados superiores de la masonería, estaban iniciados y eran conscientes de los fines que aquélla perseguía, a los que prestaban juramento de servir y los simplemente iniciados y todavía en los grados inferiores, que vienen constituyendo comparsas explotados por la perversidad y la malicia de los "santones".
Muchísimos han sido en España los masones afiliados a las logias y pertenecientes a sus grados inferiores que, al alcanzar en la vida puestos superiores de gobierno y de mando, y ser interesadamente elevados por la secta a los superiores, al apercibirse de sus secretos y de los males que a la Patria la masonería indudablemente arrastra, intentaron separarse de la secta; pero fueron combatidos por ésta hasta los últimos extremos; y muchos otros constituyen legión que, al finalizar sus vidas, y por miedo o por gracia divina, han intentado liquidar sus cuentas en la Tierra, apercibiéndose entonces de todo el daño que a su Patria y a la fe causaron, sin tiempo ya en la vida para repararlo.
Más que a la maldad y a la perversidad de príncipes o de gobernantes, hemos de culpar de ello al desconocimiento por éstos y por las clases influyentes de los verdaderos principios de la Ley divina, y su ignorancia o su desprecio de la voz de la Iglesia; sin embargo, la extensión del daño se agigantó con el ejemplo pernicioso dado desde las alturas. La pérdida de almas por el ateísmo del Estado llega a ser en muchos casos infinita.
Si estos males en España aparecen atenuados por un proceso de descomposición más lento que el de otros países y por la repugnancia que la fe católica de nuestro pueblo opuso a los principios ateos y libertinos que las clases directoras por doquier extendían, no pudo, sin embargo, sustraerse a la ley fatal que a toda Europa envolvía y que muy pronto en nuestra Patria había de alcanzar su punto más álgido.
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