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Tema: Franco (“Jakim Boor”): gran estudioso e historiador de la "Masonería" (1952)

  1. #41
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    Re: Franco (“Jakim Boor”): gran estudioso e historiador de la "Masonería" (1952)

    41. El motín de Esquilache

    27 de agosto de 1950

    Hemos destacado en otros trabajos cuánta era la importancia que en la vida de los pueblos tiene la formación moral de sus príncipes y gobernantes, y a cada paso que damos en la Historia vemos destacar su trascendencia al análisis de los acontecimientos. En el siglo XVIII, que venimos examinando, como consecuencia de la apostasía de sus reyes, que arrastraron la de toda la nación, se nos presenta Inglaterra con sus gobernantes y diplomáticos patrocinando la expansión de la masonería por Europa; al paso que la debilidad y decadencia borbónica, siguiendo los pasos de los Orleáns y la nobleza en sus complacencias con las sectas, precipitan a la nación francesa por la pendiente de la descristianización; pero lo que para unas naciones va a constituir un mal, va a ser explotado por otras como una palanca de poder y de influencia; así observamos al gran oriente inglés desarrollar a través de sus diplomáticos una política de captación en los medios dirigentes y aristocráticos de las naciones y por medio de ellos ejercer una intervención decisiva en la mayoría de los acontecimientos políticos que tienen lugar en este siglo.

    La influencia británica sobre las logias de Italia avanza rápidamente, y en Flandes la captación masónica sobre su nobleza llega hasta las gradas del trono, alcanzando a muchos miembros de la familia real. El omnipotente Tanucci, ministro y consejero íntimo de la reina Carolina; el príncipe Caracciolo, su ministro de Estado; el príncipe Caramanico, virrey de Sicilia; el príncipe Otaiano, el duque de la Rocca y muchos otros nobles, incluido gran número de los Caballeros de Malta, gozantes en la Corte de influencia y poder, ingresan en la masonería, de la que aparece como gran maestre el príncipe Caramanico. No podría explicarse el rápido poder que adquiere la masonería y su influencia sobre los años que van a seguir sin este precedente de la participación y pernicioso ejemplo de los príncipes y clases directoras sobre los pueblos.

    La influencia que los masones llegaron a tener en la Corte española de Carlos III fue igualmente decisiva. Poco importaba que el rey no hubiera llegado a ser masón si consentía que sus ministros y consejeros obedecieran a las inspiraciones y los dictados de las logias. La prueba de su influencia sobre la persona real nos la da el hecho de que el rey hubiera nombrado ayo de su hijo, el príncipe Fernando, al príncipe de San Nicandro, francmasón reconocido que, naturalmente, había de enseñarle poco y pervertirle mucho.

    Si fecundos pudieran considerarse en el orden material y constructivo los dilatados años del reinado de Carlos III, en cuyo periodo la Administración pública se distinguió por activa y eficaz, como lo pregonan las obras públicas nacionales acometidas en aquella época, sin embargo, en el orden espiritual para nuestro destino histórico no pudieron ser más dañinos. Sólo conociendo lo que representó para la fe católica en general y para España en particular la existencia de un Ignacio de Loyola y su grandiosa obra de la Compañía de Jesús, se pueden apreciar la intención y alcance de aquella expulsión de los jesuitas, que concibió la masonería y que en España ejecutaron, con la firma real, los ministros masones que a Carlos III rodearon. He aquí, una vez más, demostrados los males que pueden acarrearse a los países por la perversidad y filiación masónica de sus ministros, así como las consecuencias de las debilidades, torpezas o pobre formación de sus monarcas.

    El burdo motín llamado de Esquilache, tramado por determinados masones españoles aparentemente con el fin de desplazar a los consejeros italianos de Su Majestad, explotando la inocencia y buena fe del pueblo madrileño, siempre presto "a tragarse caramelos envenenados", tenía en el fondo un alcance mayor que el que aparentemente presentaba. Lo de menos era el corte de las capas ni el cambio de sombreros, que al pueblo, y con razón, tanto había enojado y que el edicto real había mandado cumplir bajo la sanción de seis ducados, para poner a la capital a la moda gala, lo que insensiblemente se venía realizando por la burguesía, y que, pese al motín, acabó entre ella por imponerse; lo importante era la anulación en los Consejos reales del católico marqués de la Ensenada, la destrucción de la Compañía de Jesús y el alcanzar el poder y la privanza real para aquellos masones a los que la masonería había destinado para la dirección de nuestra Patria. Si entre los incidentes del motín se vislumbra una determinada escisión masónica, ésta era un reflejo más de la lucha oculta, puesta de manifiesto en Nápoles, de los masones de obediencia inglesa contra los que, emancipándose, habían ya convertido la gran logia provincial de Nápoles en logia nacional napolitana independiente.

    La obra nefasta de aquel embajador inglés, Keene, y la influencia que a través del ministro Wall llegó a tener sobre la Corte española en el reinado de Fernando VI explican muchas cosas de las que después acontecieron. Perseguía el embajador destruir nuestro comercio con ultramar y nuestra pujante Marina, obra predilecta del católico Ensenada, y a ello se prestaba la impiedad y el sectarismo del ministro Wall, convertido, con su pandilla, en ejecutor fiel de las maquinaciones británicas. De sello inglés venía siendo el partido que en todas las Cortes europeas se formó en este año para reclutar adeptos en los medios aristocráticos, literarios y de abogados, militares e indiferentes contra el Papa y la Iglesia católica, y que apuntaba ya contra la forma monárquica de los Gobiernos de los Estados.

    Destacan en el posterior motín de Esquilache varios hechos, que los historiadores liberales, en buena parte masones, no quisieron desentrañar; pero que no pudieron borrar de los escritos y documentos de la época. Nadie puede explicarse que, iniciado el motín por grupos débiles y mal armados, se dejase crecer sin tomar providencia; el porqué a la propuesta del duque de Arcos de reducirlos cargando con su escuadrón de guardias sobre los amotinados, se opuso el marqués de Sarriá, que ejercía el mando de la Guardia Española; ni menos cómo se llegó a entregar a las turbas a un desgraciado guardia valona que, habiendo disparado al aire frente a los perturbadores, se había refugiado entre su fuerza, que fue entregado a los amotinados y en su presencia muerto a palos y a pedradas por la turba. Lo que despide un claro tufo de cobardía y complicación masónica.

    Igualmente quedó registrado en la historia de aquellos sucesos la seguridad de las turbas de no ser atacadas y cómo, obedeciendo determinadas consignas, se movieron, comieron y bebieron en las tabernas sin pagar el gasto, que determinados sujetos avalaban, y que a los pocos días fue satisfecho por varios comisionados, que por tascas y bodegones pagaron los gastos y perjuicios que, bajo su palabra, manifestaron los taberneros. Muchos y muy elocuentes comentarios se suscitaron durante bastantes años sobre la lenidad y forma en que se solventó el suceso, sin que hubiese el menor interés en las alturas en averiguar lo que públicamente se venía acusando, e impidiendo, incluso, se diese estado y se sacasen consecuencias de las gravísimas acusaciones que el opulento y volteriano americano señor Hermoso hizo contra los consejeros del monarca en el proceso que se le siguió, y al que se impidió y cohibió en su natural defensa.

    El objetivo inmediato del motín era explotar el disgusto del pueblo y exacerbar los ánimos para engañar al rey intimidándole, garantizándose por la dirección de ambos bandos el control de los acontecimientos; pero lo que creemos no pretendiesen y que no pudieron evitar fue que, desatadas las pasiones y excitadas las turbas, éstas llegasen a denigrar y humillar a la majestad real, obligando al rey a salir al balcón e inclinarse ante las exigencias de los amotinados, empeñándoles su palabra de honor de acceder a cuanto en su ultimátum le pedían. Llegó tan lejos la maniobra y fue tan fuerte la intimidación del rey y de algunos de sus leales, que aquella misma noche, en secreto y por una puerta falsa, huyeron de Madrid en cuatro coches la familia real con el duque de Medinaceli, el de Arcos, el duque de Losada y el marqués de Esquilache, llegando a la madrugada a Aranjuez, desde donde se mandó cortar puentes, establecer avanzadas y concentrar fuerzas de artillería.

    Temiendo los conspiradores que la marcha del rey y las previsiones militares tomadas, fuera ya del peso de la intimidación, pudieran significar una rectificación en la voluntad del monarca, que podría volverse contra los promotores, decidieron, con el pretexto de organizar una manifestación que fuese a Palacio a vitorear al rey, desencadenar más graves alborotos, llegándose en el desvarío a consentir se armase al pueblo, que, una vez más, fue el sujeto pasivo de sus maquinaciones, y que una vez despejado para los promotores el horizonte y asegurada la victoria, se sometió tras el cambio de mensajes que llevó y trajo hasta la propia cámara real el tristemente ya histórico calesero Bernardo.

    Acusan algunos historiadores la vil ralea de los primeros grupos amotinados: gentuza de mala condición, maleantes profesionales reclutados en los barrios de la villa entre gente sin juicio; ni artesanos, ni el buen pueblo de Madrid figuraban entre ellos en los primeros momentos; grupos que fueron creciendo al sumárseles curiosos y aprovechados, envalentonados por las complicidades y seguridad que tenían de que las fuerzas no se moverían. Lo falso de la revolución lo acusa el que, a una consigna, los mismos que antes amenazaban, vitoreasen sin el menor pudor, al muy amado monarca. Clientela asalariada de las logias que vamos a ver intervenir en todos los sucesos revolucionarios del siguiente siglo.

    No apuntaba sólo el motín a la privanza, sino que perseguía objetivos más importantes e iba contra el renacimiento de la Marina española, de la que el marqués de la Ensenada se consideraba el paladín. Estorbaba a la hegemonía que Inglaterra ya se fabricaba y que su embajador, Keene, había perseguido, cuando en el reinado de Fernando VI había logrado la caída de Ensenada. Una España disociada y sin Marina haría que se viniese abajo todo lo de ultramar, y nada más fácil que explotar a aquellos pobres que nada sabían de Ensenada ni de su obra, para que pidiesen en el motín la vuelta de Ensenada, esperando que entre los que rodeaban e intimidaban al monarca habría quien, prevenido, lo recogiese y le diese estado. Su misma catolicidad sin tacha permitiría explotarlo relacionándole con la Compañía de Jesús, que iba a ser el blanco principal de la maniobra.

    Aparece hoy fuera de toda duda que el ministro Wall y el duque de Alba dirigieron, de acuerdo con las inspiraciones del nuevo embajador inglés y la francmasonería, las infames maniobras y el motín, y que en ellos tomaron parte el conde de Aranda, Roda, Campomanes, Floridablanca, Azara y demás francmasones impíos captados por las propagandas masónicas y ateas.

    No parece, a la verdad, fácil en un pueblo consciente que este aceptara atribuir a los jesuitas lo que ni por sus fines, ni por las personas puestas en juego, ni por los procedimientos, podía estar más lejos de lo que la Compañía de Jesús representa; pero todo es posible cuando se especula con la bondad e inocencia de un pueblo y la bajeza y la maldad, elevadas a grado insospechado, se abrigan en el corazón de los que ante el pueblo vienen pasando por nobles y poderosos. Lo que, conocido por el pueblo, sin duda le llevaría a arrastrar sin piedad a los infames maquinadores, se convierte en silencio y en complicidad cuando desde el Poder se le deslumbra y se le engaña, y si a ello se une la presentación de pruebas materiales aparentes, se comprenden fácilmente la aceptación y el engaño.

    Era menester lograr estas pruebas materiales, y no se paró en ello: la conciencia de los maquinadores responde a la buena escuela masónica de que, cuando no existen pruebas, se fabrican. Así se ejecutó en este caso: se confeccionaron cartas apócrifas, manifiestos e impresos supuestos que se atribuyeron a los jesuitas; se compraron testigos, se sobornó a la Justicia con ascensos y premios, y, aun así, poco o nada pudo conseguirse, pues las pruebas se derrumbaban al primer contraste; pero, sin embargo, era lo suficiente para arrancar al acobardado monarca el decreto real que se requería. Las cartas supuestas, dirigidas a los jesuitas de Tucumán por su hermano el padre Rábago, resultaron de una falsedad completa, así como las patrañas de que querían insubordinar a las Misiones de Uruguay y Paraguay para formar una monarquía independiente.

    Los triunfantes en el complot tuvieron todo en su mano para investigar sobre el asunto. El haberse comisionado al conde de Aranda, masón e impío, a quien Voltaire públicamente distinguió con su aprecio, el mando de Madrid, con poder militar y político excepcionales, dejó en manos de la francmasonería medios inigualables para poder demostrar el complot de que se acusaba a sus enemigos, caso de haber éste existido; pero, lejos de esto, en lo que se ocupó fue en encubrir y tapar las infames maquinaciones de la secta.

    Que el duque de Alba fue quien, de acuerdo con la masonería, fraguó el complot, que montó el motín y lo achacó a los jesuitas, está ya en la Historia sobradamente probado. Un historiador que no nos es afecto, el protestante Cristóbal Mur, en el tomo IX, página 229, de su Diario para la historia de la literatura, afirma "que el duque de Alba, en 1776, estando para morir, declaró haber sido el autor del motín y de las patrañas contra los jesuitas". Su narración se basaba en el testimonio de testigos que en 1780, cuando esto escribía, todavía vivían.

    Que los ministros que engañaron a Carlos III eran enemigos de Dios y de la Iglesia es cosa probada que el Papa Clemente XIII sostiene en su carta Tu quoque fili mi..., dirigida a Carlos III. Que su ministro de Gracia y Justicia, Roda, era masón y perseguidor enconado de la fe católica, se demuestra en su correspondencia con Choiseul, ministro de Luis XV, en carta fechada en 17 de diciembre de 1767, en que le manifestaba: "Hemos matado al hijo; ya no nos queda más que hacer otro tanto con la Madre, nuestra Santa Iglesia Romana. ''

    La expulsión de siete mil españoles beneméritos, arrojados bajo el peso de horrendas calumnias de la Patria con sanción de Su Majestad Católica, de un modo inicuo e inhumano, fue el atentado más grave que sufrió el prestigio de la fe católica en España y en sus colonias, de donde se vio salir como malhechores a los que hasta entonces habían constituido la más firme vanguardia de la fe. Los males que se derivarían de ello vamos a recogerlos en el próximo siglo.
    Última edición por ALACRAN; 22/11/2023 a las 13:22
    Hombre en su siglo. Los sujetos eminentemente raros dependen de los tiempos. No todos tuvieron el que merecían, y muchos aunque lo tuvieron, no acertaron a lograrlo. Fueron dignos algunos de mejor siglo, que no todo lo bueno triunfa siempre; tienen las cosas su vez, hasta las eminencias son al uso, pero lleva una ventaja lo sabio, que es eterno, y si éste no es su siglo, muchos otros lo serán. (Gracián)

  2. #42
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    42. Infiltración masónica

    3 de septiembre de 1950

    Ganada por la secta masónica la que ella misma designó como su principal batalla del siglo XVIII, y desterrada de la Península Ibérica la Compañía de Jesús, se produjo en nuestro país la más grave de las crisis religiosas de aquellos tiempos, y a los muchos males que desde el Poder se producían se unió la falta de defensas en el sector religioso, con la invasión jansenista y la relajación del clero y de la Iglesia en muchas diócesis, llegando la infiltración masónica a ser tan grande en la dirección de las instituciones seglares durante aquel desgraciado reinado, que hasta el inquisidor Arce y el propio secretario del Santo Oficio, el canónigo Llorente, figuraron bajo la obediencia de las logias, haciendo que las causas de la institución constituyesen una pura burla. No podía ser de otro modo cuando el Poder desciende a colocarse al servicio del mal.

    La expulsión de los jesuitas fue la forma más fácil para facilitar la penetración de la masonería y su extensión por España y América. El voto expreso de obediencia al Pontífice los colocaba en la vanguardia de la fidelidad a los dictados del Vaticano, así como la ilustración de sus miembros y el medio social en que se movían los había alertado desde el primer momento de la importancia del mal que otros no supieron ver tan claro.

    Hemos de reconocer, en favor de los que, por ignorancia o por pereza mental, se inhibieron en aquella batalla, que la masonería, pese a las graves sanciones pontificias decretadas, estaba casi inédita y se encubría fácilmente tras los resplandores de los avances intelectuales y de los progresos de las ciencias, aunque de aquel movimiento intelectual que del extranjero venía, y que llegó a constituir la moda en los salones de las clases elevadas del siglo XVIII, sólo se asimiló de aquellas figuras que trataban de emular lo fácil y chabacano, lo negativo, lo que estaba al alcance de su cretinismo: el ateísmo que las envilecía. La decadencia de los estudios filosóficos en aquella sociedad venia ofreciendo amplio campo a la filosofía barata de los enciclopedistas, facilitando que la desvergüenza pudiera cabalgar a lomos de la erudición.

    Toda la evolución del pensamiento político en el siglo XVIII aparece caracterizada por esa conspiración contra el principio cristiano. Su objetivo inmediato fue el de independizar a las constituciones humanas de la Ley de Dios, y desde que la masonería toma estado en las distintas naciones, se presenta explotando todas las revoluciones que desde entonces se suceden; poco importa que en ellas fuese la secta la principal protagonista, pues aprovecha el río revuelto que otros desencadenan para filtrar a sus "hermanos" entre los usufructuarios del Poder; su intriga y su constancia acaban triunfando siempre sobre la buena fe y la falta de previsión de las juventudes revolucionarias. Sólo en los tiempos modernos una revolución se libra de este funesto destino, y es la Revolución Nacional española, que vino precisamente a poner coto a los desastres que la invasión masónico-comunista había acumulado durante dos siglos sobre la Patria.

    ¿Fueron los príncipes y gobernantes que consintieron o propulsaron el mal, conscientes del daño que iban a ocasionar, u obraban sólo por debilidades y apetitos personales de poder y de mando? No puede claramente determinarse. Que el Rey, tibio de fe y torpe y débil frente a las maquinaciones de sus ministros, obraba intimidado por éstos, se nos presenta como indiscutible; que los principales directores de la masonería conocían la meta adonde se caminaba: de sustraer a la sociedad pública del gobierno de la Ley de Dios por el camino y bajo la máscara de la libertad de cultos y de la neutralidad de conciencia, de la abstracción de todas las religiones, de la secularización de la ley y de la educación y de todo cuanto caracteriza la vida política de los pueblos, nadie puede dudarlo; pero en esta materia se nos presenta, una vez más, el grado de responsabilidad distinto entre los que, habiendo alcanzado los grados superiores de la masonería, estaban iniciados y eran conscientes de los fines que aquélla perseguía, a los que prestaban juramento de servir y los simplemente iniciados y todavía en los grados inferiores, que vienen constituyendo comparsas explotados por la perversidad y la malicia de los "santones".

    Muchísimos han sido en España los masones afiliados a las logias y pertenecientes a sus grados inferiores que, al alcanzar en la vida puestos superiores de gobierno y de mando, y ser interesadamente elevados por la secta a los superiores, al apercibirse de sus secretos y de los males que a la Patria la masonería indudablemente arrastra, intentaron separarse de la secta; pero fueron combatidos por ésta hasta los últimos extremos; y muchos otros constituyen legión que, al finalizar sus vidas, y por miedo o por gracia divina, han intentado liquidar sus cuentas en la Tierra, apercibiéndose entonces de todo el daño que a su Patria y a la fe causaron, sin tiempo ya en la vida para repararlo.

    Más que a la maldad y a la perversidad de príncipes o de gobernantes, hemos de culpar de ello al desconocimiento por éstos y por las clases influyentes de los verdaderos principios de la Ley divina, y su ignorancia o su desprecio de la voz de la Iglesia; sin embargo, la extensión del daño se agigantó con el ejemplo pernicioso dado desde las alturas. La pérdida de almas por el ateísmo del Estado llega a ser en muchos casos infinita.

    Si estos males en España aparecen atenuados por un proceso de descomposición más lento que el de otros países y por la repugnancia que la fe católica de nuestro pueblo opuso a los principios ateos y libertinos que las clases directoras por doquier extendían, no pudo, sin embargo, sustraerse a la ley fatal que a toda Europa envolvía y que muy pronto en nuestra Patria había de alcanzar su punto más álgido.

    Hombre en su siglo. Los sujetos eminentemente raros dependen de los tiempos. No todos tuvieron el que merecían, y muchos aunque lo tuvieron, no acertaron a lograrlo. Fueron dignos algunos de mejor siglo, que no todo lo bueno triunfa siempre; tienen las cosas su vez, hasta las eminencias son al uso, pero lleva una ventaja lo sabio, que es eterno, y si éste no es su siglo, muchos otros lo serán. (Gracián)

  3. #43
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    Re: Franco (“Jakim Boor”): gran estudioso e historiador de la "Masonería" (1952)

    43. Contra la Compañía de Jesús

    10 de septiembre de 1950

    El triunfo obtenido por la masonería en nuestra nación al ser expulsada la Compañía de Jesús de nuestros territorios y perseguidos sus miembros hasta el extremo de serles negado el derecho a vivir sobre el suelo de su Patria, no hizo decaer su fobia contra la Orden, sino todo lo contrario, ya que, envalentonada con el triunfo, aspiraron los masones a bazas mayores; su malicia y maldad iban mucho mas lejos de lo que toda conciencia honrada podría imaginar; lo que habían logrado en España no era más que una parte del plan general que la masonería había cuidadosamente preparado, y que los ministros masones imponían a los príncipes en los distintos Estados. La presencia en varios de los Tronos del occidente europeo de príncipes de la dinastía borbónica facilitó al duque de Choiseul, primer ministro francés y gran dignatario de la orden masónica, la firma del Pacto de Familia, que, sellando la amistad de Francia, España, Sicilia y Parma, había de facilitar a la masonería el desarrollo de su conspiración.

    No bastaba a las ambiciones de la secta el que la Compañía de Jesús fuese expulsada de dos o varios Estados, y dada la resistencia que ofrecían Austria, Prusia y Rusia a llevarlo a cabo, se hacía indispensable el lograr del propio Pontífice la extinción completa de la Orden.

    El cerebro de esta conspiración satánica encarnaba en don Sebastián José de Carvalho, conde de Oeyras y marqués de Pombal, primer ministro de la nación portuguesa, enemigo declarado de Dios y de su Santa Iglesia, que había roto el fuego, en el año 1759, con la expulsión de la Compañía de Jesús de los territorios portugueses peninsulares y ultramarinos, y que con sus campañas de publicidad, difamatorias contra la Orden, había creado en el occidente de Europa y en los medios intelectuales y filosóficos un estado de descrédito y de encono contra la Compañía de Jesús que los otros masones se encargaban de mantener vivo. Si el duque de Choiseul y el conde de Aranda formaban parte del triunvirato masónico que dirigía la conjura, Pombal, por su mayor celo masónico y odio obstinado contra la Iglesia católica, fue el que verdaderamente puso toda la inteligencia y la tenacidad en el empeño.

    El haber nacido la Compañía de Jesús al tiempo que Lutero extendía sus herejías y haberse aplicado desde los primeros tiempos a combatir los falsos dogmas, centró contra la Orden el odio protestante, que los masones hábilmente habían de explotar; pero que se convierte en timbre de gloria para los apóstoles defensores de la fe verdadera, ya que la enemiga masónica, como la cizaña, ataca a las espigas más altas y granadas.

    Si a todo esto se une el celo desplegado por los jesuitas en las Misiones, en la predicación y en la enseñanza, y la confianza que por su sabiduría, su prudencia y sus virtudes se supieron ganar del pueblo y de los príncipes, no es de extrañar que los que conspiraban contra el orden establecido, y que se habían señalado como meta la destrucción de los Tronos y de la fe católica, pretendan aniquilar a quienes constituyen su más sólido y poderoso valladar.

    Asombra al historiador cómo príncipes católicos, o que por tal se tenían, en naciones tan católicas como Francia, Portugal y España, dejaran que la masonería llegase a obtener una victoria como la que se apuntó en el siglo XVIII contra la Compañía de Jesús; sólo conociendo la manera de actuar masónica podría comprenderse el triunfo de la intriga y de la perfidia. Por eso el mejor servicio que puede hacerse a la causa de la fe y de la justicia es el sacar a la luz y descubrir esos sistemas de que la masonería se vale para anular la voluntad de las naciones y uncirlas a la carroza de sus ambiciones. La expulsión de la Compañía de Jesús de Portugal y Francia y el intento de extinción de la Orden por intermedio del Papa, son piezas maestras de la maldad masónica que es conveniente analizar.

    Desde que la masonería se extiende por el occidente europeo y nobles o intelectuales masones escalan los Consejos de la Corona, la masonería está laborando en el desarrollo de su plan con secreto, constancia y cautela. Estimulan los masones la indolencia y la pereza reales con la idea cómoda de que el Rey sólo debe reinar y ser feliz y dejar los cuidados del Gobierno a sus ministros. El aislamiento del príncipe en su palacio y los favores que pueden dispensarse desde el Poder, permite fácilmente a los masones encumbrados el crearle al Rey el ambiente favorable. Cualquiera pasión o vanidad, el menor recelo que el príncipe preste a otros príncipes, magnates o favoritos es explotado por los masones en favor o en contra, según convenga a sus designios.

    No perdió el tiempo la masonería, y una de sus primeras consignas, esparcida a los masones de Europa, fue la de preparar el futuro haciendo que la educación de los príncipes cayese en manos de intelectuales afectos a la secta. Así sucedió en España con nuestro Monarca, que habiendo pasado a los quince años a Italia, y pese a la gran religiosidad de su augusta madre, Isabel de Farnesio, se asimiló el ambiente de tolerancia hacia los masones que invadía la Corte de Nápoles. Su poco afecto a la Compañía de Jesús, como consecuencia de ello, lo expresa ya en su carta el omnipotente ministro Tanucci, al ceder a su hijo tercero la Corona de las dos Sicilias, y en la que le anuncia: "Te diré que también puedes llevar confesor, pero no jesuita." Y si bien este Rey se sometió a las costumbres españolas, lo hizo con poca simpatía, eligiendo sus ministros entre los enciclopedistas y los masones, convirtiéndose de hecho en juguete de sus maquinaciones. Sólo la presencia de la Reina madre, mientras vivió, puso un obstáculo al avance de las conquistas masónicas.

    El caso portugués del marqués de Pombal es harto aleccionador. Nacido de una familia pobre, después de desempeñar cargos importantes en Inglaterra y Alemania y de haber penetrado en la intimidad de las logias hasta hacerse uno de sus más altos dignatarios, aparece en Portugal tras la conquista del Poder, y para llegar al favor del inexperto Rey José I, débil y timorato, busca el tortuoso camino del confesor del Rey, el del jesuita padre Moreira, tras introducir un hijo suyo en la Compañía de Jesús; en este camino lo difícil es dar los primeros pasos; mas conseguido esto, la inteligencia de Pombal, su audacia, su ambición y su falta de escrúpulos habían de facilitar el resto.

    Capaz y constructivo en muchos aspectos del gobierno, consigue destacar entre los consejeros reales, pasar de primer secretario de Estado a primer ministro y sujetar a su voluntad el ánimo débil y vacilante del Monarca, en el que vierte el recelo y la envidia por la prestancia y simpatía del príncipe, su hermano, al que hace aparecer ganándose con mal ánimo la voluntad popular, sembrando en la conciencia del Monarca ser los jesuitas los que fomentan y apoyan la maniobra; mas cuando en el ánimo del Rey se encuentra el asunto en sazón para fulminar la tormenta contra la Orden, un hecho providencial, constituido por el terremoto y voraz incendio de Lisboa, en 1753, contuvo la persecución. ¿Hecho providencial, castigo divino? El caso es que la caridad de los hijos de Loyola brilló en aquellos momentos a alturas inigualables. Amigos y enemigos reconocieron los servicios en aquella ocasión prestados por la Orden, que traspasaron los muros de la mansión real, llegando hasta las gradas del Trono. Mas todo sería cuestión de tiempo y Pombal sabía esperar.

    No cejaba el primer ministro en su obra de propaganda desde el Poder contra la Compañía de Jesús, y pronto vio la luz en Portugal, y traducida a los distintos idiomas fue esparcida por las distintas naciones, la obra "Relación sucinta acerca de la república de los jesuitas de las provincias de Paraguay, en las posesiones ultramarinas y de la guerra que han ejecutado y sostenido contra los ejércitos portugueses y españoles". En ella figura la fábula de la conspiración del Paraguay para convertir a un jesuita, con el nombre de Nicolás I, en Emperador de aquel país, calumniando groseramente a la Compañía de Jesús y haciéndola aparecer como dedicada a tráficos prohibidos por los cánones y nadando en oro y abundancia frente a las miserias del pueblo.

    Reinaba en España todavía el buen Rey Fernando VI cuando Pombal intentó por vez primera embarcarle en la aventura, que aquél rechazó de acuerdo con sus ministros, excepto el duque de Alba, que figuraba ya en la intriga, y el Consejo de Castilla, consecuente, mandó quemar públicamente el infame libelo; sin embargo, en Francia y en Italia, más alejadas de la realidad, el libro hizo verdadero daño. El odio de Pombal contra la religión católica no conoció límites: otra muestra más fue un proyecto frustrado de cambiar la religión de Portugal por la anglicana, al pretender casar a la hija del Rey, la infanta Maria, con el duque de Cumberland.

    Un suceso, al parecer imprevisto, que si la masonería no preparó sí aparece explotándolo, aprovechó Pombal para desencadenar contra los jesuitas la ofensiva tanto tiempo pensada. Ocurrió entonces que retirándose el Monarca portugués a altas horas de la noche, en coche, a su palacio, en la madrugada del 3 al 4 de septiembre de 1758, acompañado de su confidente Pedro Tejeira, fue atacado por tres hombres montados y armados, que haciendo una descarga hirieron al Rey en un brazo. Al hecho sucedió un silencio con que se pretendieron ocultar las circunstancias del suceso, que las gentes enteradas afirmaban ser consecuencia de un episodio amoroso en que se pretendió la vindicación de un honor; mas a los cien días de cometido el atentado, cuando ya los efectos de la propaganda desplegada desde el Poder creían haber calado en la sociedad, se procedió a detener a determinados jesuitas y se hizo público un manifiesto en que, después de anunciar el atentado contra Su Majestad, se invitaba con primas y honores a todos los vasallos a que delatasen a los reos, siendo presos al día siguiente de la publicación: el duque de Aveyro, los marqueses de Tavora, de cuya casa, al parecer, había salido el Monarca; sus hijos y su yerno y otras muchas personas de la nobleza de Lisboa y de fuera a quienes se formó causa por desconfianza.

    No apareciendo pruebas en el sumario, frente a la rectitud del procurador fiscal, don Antonio de Costa Freyre, se alzó el poder personal del valido, que le hizo caer en desgracia y ser perseguido más tarde como cómplice del crimen, sepultándolo en los calabozos de una prisión. Fue Pombal, según los historiadores de la época, el que corrió desde aquel momento con la instrucción de la causa, que a los treinta días dictó y escribió de su mano la sentencia, condenando a la pena capital a los principales procesados. Ni el derecho, como nobles, a ser juzgados por sus pares fue en ningún momento tenido en cuenta. Pombal había iniciado en Portugal lo que, tanto en este país como en España, se conoció por el Gobierno del "despotismo ilustrado". Una real orden estableció que el fallo era inapelable, y la sentencia fue cumplida...

    En el pensamiento de la opinión pública estaba arraigada la convicción de que aunque el fallo atribuyese al duque de Aveyro el regicidio frustrado, su autor era el joven marqués de Tavora, arrebatado de celos contra el real seductor de su esposa, doña Teresa, aunque arrojaban las sospechas sobre el propio marqués de Pombal, que explotó los hechos para vengarse de la nobleza, que rehuía su trato; de la familia Tavora, que habla desdeñado a su hijo como pretendiente, y destruir a la Compañía de Jesús, que iba a ser la víctima propiciatoria.

    Muchos años después, el 7 de abril de 1781, tuvo lugar la revisión del caso, que estableció: "Que todas las personas, tanto vivas como muertas, que en virtud de la sentencia del 12 de enero de 1759 habían sido ejecutadas, desterradas o encarceladas eran inocentes del crimen que se les imputara." Varios jesuitas fueron injustamente envueltos en este proceso y considerados como cómplices, si bien no se les impuso pena; se trataba de hombres ancianos y destacados por sus virtudes, inocentes de cuanto se les imputaba: el confesor de la marquesa de Tavora, madre política de doña Teresa, el padre Matos, emparentado con la familia de Riveira, aborrecido de Carvalho, y el padre Juan Alejandro, de la amistad de los Tavora, hombre envejecido en las Misiones y en el ejercicio de la caridad en Portugal y en sus colonias; sin embargo, el día 19 de enero de 1759, por un real decreto se condenó como reos de regicidio a todos los jesuitas de Portugal, Asia y América; se les privó de sus bienes y se dispuso en carta a los obispos que los difamasen, imputándoles multitud de delitos a fin de quitarles el aprecio de los fieles. Los que de ellos se compadecieron fueron arrojados en calabozos y perseguidos como malhechores, a ración de pan duro y agua, mientras se los calumniaba y satirizaba.

    Para deshacer el mal efecto que la medida de violencia había de causar en los católicos portugueses, se falsificó por el agente de Pombal en Roma, embajador Armada, un rescripto pontificio en que se aprobaba la petición real de autorización para proceder al castigo de muerte a los responsables del regicidio, y en su consecuencia se condenó a muerte y descuartizó al padre Moreira y a cuatro jesuitas más el día 31 de julio de 1759, festividad de San Ignacio. Así pagó el padre Moreira su debilidad al haber presentado y protegido en la iniciación de su carrera al sanguinario Pombal.

    Los obispos de Cangranón, Cochin y arzobispo de la Bahía de Todos los Santos, que movidos de su celo apostólico elevaron una exposición en vista de los trastornos que iban a producirse en las Misiones con la expulsión, fueron expatriados, removidos sus cabildos y provistas nuevamente sus sillas.

    De doscientos jesuitas que quedaron en los calabozos de Lisboa, ochenta y ocho sucumbieron a los padecimientos, y en su saña, Pombal ordenó excluir del calendario a los Santos de la Compañía. Las calumnias infames de los masones portugueses, dirigidos por Pombal, iban a ejercer una influencia terrible en la batalla masónica que contra la Iglesia la masonería había planteado. La difamación y la corrupción figuraban como medio diabólico para alcanzarlo; las coacciones sobre el Pontífice, las regalías y la provisión de sillas llegaron a ser el pan nuestro de cada día.

    El efecto inmediato en España no fue, sin embargo, el que Pombal esperaba. Vivía todavía la piadosa Reina Isabel de Farnesio; la batalla de los masones fue entonces perdida, y el real decreto de 19 de febrero de 1761, firmado por Carlos III, condenó la expulsión de los jesuitas de Portugal, que más adelante, y muerta la Reina, había él mismo de ejecutar.
    Hombre en su siglo. Los sujetos eminentemente raros dependen de los tiempos. No todos tuvieron el que merecían, y muchos aunque lo tuvieron, no acertaron a lograrlo. Fueron dignos algunos de mejor siglo, que no todo lo bueno triunfa siempre; tienen las cosas su vez, hasta las eminencias son al uso, pero lleva una ventaja lo sabio, que es eterno, y si éste no es su siglo, muchos otros lo serán. (Gracián)

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    44. Actividades en Francia

    17 de septiembre de 1950

    La persecución de la masonería contra la Iglesia católica tiene su precedente en el cisma que Enrique VIII, el degenerado Monarca británico, introdujo en la hasta entonces catolicísima Inglaterra, como consecuencia de sus luchas por satisfacer sus pasiones libidinosas.

    Creada la masonería, y en estrecho maridaje con la Iglesia anglicana, fue el Pontífice romano y la religión verdadera el blanco a que apuntaron la mayor parte de las conspiraciones que las logias promovieron.

    En toda la literatura con la que en el siglo XVIII se realiza la propaganda contra la Compañía de Jesús, fiel defensora de la doctrina pontificia, aparece la referencia a la "conjuración de la pólvora" o "maquinación de la pólvora", que falseando la Historia y calumniando a la Orden pretendió en Inglaterra menoscabar el crédito y el prestigio de que gozaba la Compañía de Jesús.

    Desde que en Inglaterra se desencadenó el cisma, todos aquellos obispos que se negaron a reconocer la primacía del Rey en la Iglesia y admitir la nueva liturgia -lo mismo que sucede hoy en tantos países caídos bajo la tiranía comunista- fueron presos o desterrados, muriendo algunos de ellos, con muchos sacerdotes, en las prisiones o en el exilio. Privados los católicos seglares de la dirección prudente de sus sacerdotes y misioneros, emigrados éstos a otros países y heridos aquéllos en lo más Intimo de su conciencia por la persecución, concibieron el deshacerse del Rey, de sus ministros y de los miembros de las Cámaras que dirigían o apoyaban la sañuda persecución haciéndoles votar en la fecha del 5 de noviembre de 1605, señalada para la apertura del Parlamento.

    La Historia demostró que los jefes de aquella conspiración fueron dos señores de la más rancia nobleza: Percy, de la Casa de Northumberland, y Catesvi, de otra gran familia inglesa, los que habiendo alquilado una casa contigua al Parlamento, la comunicaron con él a través de un pasadizo subterráneo que conducía debajo del lugar donde el Rey, unido con los pares y diputados, inauguraría las sesiones. Treinta y seis grandes barriles de pólvora y materias explosivas se habían almacenado al efecto.

    La Historia asigna a Percy la imprudencia de que, queriendo salvar a un gran amigo que pertenecía al Parlamento, le hizo dirigir por mano extraña un aviso misterioso aconsejándole no asistir a la ceremonia, lo que fue motivo a que, hechas unas indagaciones por el Gobierno, se encontrasen la cueva y los explosivos acumulados. Descubiertos los principales conjurados, se pusieron en fuga, y, perseguidos por la fuerza pública, se defendieron, y los que no murieron en el encuentro con sus perseguidores fueron conducidos a Londres, donde sufrieron el último suplicio.

    El simple hecho de encontrarse aquel día en la capital de la Gran Bretaña los antiguos misioneros de la Compañía de Jesús, Enrique Garnet y Eduardo Olldercone, ajenos por completo al suceso, que no se habían movido de la ciudad ni antes ni después de los hechos, hizo que con el tiempo fuesen también complicados en la causa y perseguidos a título de autores y agentes secretos de la conspiración y que se les aplicara la pena de muerte.

    En estos sucesos remotos del año 1605 y en la inicua ejecución de dos inocentes tomó fundamento la campaña que, descrita con vivos colores por los enemigos de la fe católica, hicieron correr los masones por el mundo en el siglo XVIII, como antecedente para demostrar el espíritu de conspiración y rebeldía que animaba a la Compañía de Jesús. La fábula del regicidio tomaba así estado en la conciencia pública y hacía fácil en lo sucesivo el achacar el atentado contra el rey José de Portugal y las conspiraciones futuras a quienes siendo por sus virtudes y celo apostólico incapaces de tales hechos, y los más celosos defensores de la fe, constituían el obstáculo más formidable que encontraban en su camino las conspiraciones de la secta. "Maquinación de la pólvora" que sirvió al sectario Consejo extraordinario que reunió el Rey de España como antecedente para, unida a la canallesca persecución de Portugal, decidirle a aquel acto inicuo de la expulsión.

    Expulsada la Compañía de Portugal y España y extendida por Francia la campaña que sus gobernantes masones habían desencadenado con sus aportaciones calumniosas y falsas, les fue fácil a los masones de la nación vecina aprovecharse de ella para resucitar las viejas injurias que con motivo del atentado de 5 de enero de 1757, en que un agresor llamado Damiens clavó un puñal en el pecho de Luis XV, se habían arrojado sobre la Compañía de Jesús para apartarla del real favor, y que hasta el propio Voltaire había rechazado por calumniosas, negándose a publicar una calumnia tan monstruosa. Las frases que el conspicuo filósofo escribió entonces a uno de los propagadores no dejaron lugar a dudas: "Ya debes de haber conocido que no guardo consideraciones a los jesuitas. Pues bien: si ahora tratase de acusarlos de un crimen de que los han justificado Damiens y la Europa entera, únicamente lograría sublevar la posteridad en favor suyo y yo no sería más que un eco vil de los jansenistas." Palabras bien claras y terminantes de un enemigo de la fe y detractor de la Compañía, que por esta cualidad no podía ser sospechoso.

    No obstante que la Historia había demostrado que el criminal Damiens, si bien había servido en los primeros años de su juventud con los jesuitas, cuando cometió su atentado era jansenista fogoso y se encontraba al servicio de los filósofos y parlamentarios masones, éstos arrojaron calumniosamente sobre los jesuitas la culpabilidad aprovechándose de hallar al frente de la nación un Rey escéptico, falto de vigor para hacerse respetar y obedecer y prematuramente avejentado, que, sumido en una insensibilidad voluptuosa, pasaba la vida entre el desenfreno y los remordimientos, y que no obstante los esfuerzos del virtuoso arzobispo de París, Cristóbal de Beaumont, y la buena disposición de la Reina y del Delfín, entre los que los jesuitas disfrutaban de gran afecto y crédito, los jansenistas y los filósofos ganaron las posiciones y acabaron socavando a la propia Monarquía.

    Conocían los masones y conspiradores de la nación gala que en el frente que los buenos consejeros pretendían establecer para la defensa de la Compañía existía un portillo de más fácil acceso, constituido por la marquesa de Pompadour, voluble, ambiciosa y disgustada, cuyo valimiento y benevolencia consiguieron fácilmente captarse; y aunque en el ánimo de la favorita luchaban sus sentimientos y pasiones con su vieja educación religiosa y la estimación general de que disfrutaba, acabó, sin embargo, decidiéndose a ayudar a las sectas al negarse el padre Desmarets, de la Compañía, a dar la absolución y los santos sacramentos a Luis XV si no se separaba de la favorita y se arrepentía con propósito de verdadera enmienda de la vida pasada. Con el favor de la privada acabó perdiéndose el favor del Monarca, que desencadenó la ira servil de muchos cortesanos, que desde entonces se sumaron a los ataques de la secta contra los hijos de San Ignacio.

    Contando ya con la benevolencia real, desde entonces se gritó, se escribió, se calumnió cuanto plugo a las sectas masónicas, y a las viejas y calumniosas diatribas se agregaron otras más nuevas y monstruosas, cuando un suceso sobrevenido como consecuencia de la guerra sostenida entre Francia e Inglaterra descargó sobre los jesuitas la tormenta que desde hacia varios años se venía formando; destruido por la guerra el comercio de la Martinica y derrumbada la economía de aquella isla, se vino también abajo la prosperidad de que hasta entonces había disfrutado una factoría que la actividad de un jesuita, el padre La Valette, había creado para la mejora económica de los indígenas. Al no poder aquélla satisfacer sus compromisos y suspender sus pagos, los masones y filósofos desencadenaron sobre la Compañía una campaña de descrédito, queriendo descargar sobre la institución la responsabilidad de los quebrantos de la factoría que con independencia de la Orden venía rigiendo el activo misionero.

    Aunque la Compañía de Jesús demostró claramente su irresponsabilidad en los asuntos que el padre La Valette, como colonizador, pudiera haber contraído y del juramento que éste mismo hizo ante sus jueces "de que ni los superiores de la Orden ni ningún individuo de ella habían tenido parte ni connivencia en sus actos; que pedía perdón a todos sus hermanos por las calumnias que por causa suya había sufrido la Compañía y rogaba al juez que con la sentencia mandase publicar esta declaración, que hacía de su propia libertad, jurando que ninguno le había compelido ni exhortado a que la diese", siguieron los odios de los enemigos, que ansiaban satisfacer su sed de venganza alentados por la Pompadour, los jansenistas y los nuevos filósofos.

    Muerto en 26 de enero de 1761 el virtuoso primer ministro Belle Isle, y reemplazado en aquel importante puesto por el duque de Choiseul, hombre impío y vano, poseído de una desmedida ambición que le había entregado al sectarismo más extremo, procedió éste a dar muerte al Instituto de San Ignacio, entregando al Parlamento de París el cuerpo indefenso de la Compañía. A pretexto de que decidiesen sobre un asunto comercial, único sobre el que tenían competencia, entregó a los filósofos y jansenistas del Parlamento de París, muchos de ellos masones, la resolución sobre la quiebra de la Martinica, ocasión que los masones del Parlamento de París aprovecharon para trasladar la cuestión al terreno de lo religioso y usurpando funciones revisar los estatutos de la Compañía de Jesús, vedándoles que recibiesen a nadie en su seno y continuasen enseñando la teología; poniendo en entredicho todas las bulas, rescriptos y demás concesiones apostólicas que disfrutaban. De esta forma, al tiempo que por un decreto se destruían las obras y congregaciones de jesuitas, que se ocupaban de ejercicios de piedad de los fieles, se permitía la multiplicación de las logias masónicas, que, desconocidas hasta entonces en muchas provincias, se extendieron por todos los lugares dependientes de la Corona de Francia, con menoscabo de la paz interna y de la doctrina del Evangelio.

    Alarmado el Rey por el giro que tomaban los acontecimientos, convocó una asamblea de obispos, en la cual se re unieron entre cardenales, arzobispos y obispos cincuenta y un prelados, los que se pronunciaron en favor de los jesuitas por cuarenta y cinco votos contra sólo seis, cinco de ellos supeditados a Choiseul, pero que sólo diferían de los demás en que queriendo poner una vela a Dios y otra al diablo, proponían establecer determinadas modificaciones en la Orden. Setenta prelados ausentes se adhirieron al parecer de la mayoría.

    La autoridad de esta resolución exasperó a los masones, protestantes, jansenistas, filósofos y demás enemigos de la Iglesia, que multiplicaron sus ataques con el apoyo de Choiseul, que buscaba concentrar la atención del país en estos sucesos y apartar de la gravísima situación que padecía con una guerra larga y desgraciada que le obligaba a ceder a Inglaterra el Canadá.

    En 1 de abril de 1762, al tiempo que se disponía el cierre de los establecimientos que la Orden regía en Francia y sus colonias, se inundaba el país de obras y folletos sacando a la luz todas las calumnias y falsedades que desde la expulsión de Portugal corrían por el Occidente. Libelos en que no había delito que no se imputase a los seguidores de San Ignacio, tachando ser la doctrina del Instituto la de revolución permanente contra el Soberano, de sostenedores en la opinión del regicidio y de maquinar contra el dogma y la moral.

    La campaña pronto dio sus resultados, y en 6 de agosto de 1762 el Parlamento de Paris pronunció el fallo, en que, tras imputaciones falsas y calumniosas, "se ordena a los jesuitas que renuncien a su regla, al uso de su hábito, a vivir en comunidad, a tener correspondencia con los demás individuos de la Compañía y a desempeñar ningún cargo sin jurar previamente estar de acuerdo con este decreto". Los Parlamentos de provincias, trabajados en sus minorías masónicas y enemigas de la Iglesia, se asociaron por una escasa minoría, excepto uno de ellos, al Acuerdo del de Paris, convirtiéndose en ejecutores inconscientes de la condena masónica: unos, arrastrados por la adulación y las lisonjas de una minoría influyente y maquinadora, y otros, ganados por las campañas de difamación, la tendencia a las novedades, la envidia de la Orden por la confianza y concepto de que gozaban los religiosos entre el pueblo y, en general, por un deseo inmoderado de extender sus atribuciones.

    Cogido el Rey en la hábil maniobra que Choiseul le tendió, aceptó la afrenta de sancionar con su firma la ley inicua, que estableció, entre otras cosas, "que la Compañía de Jesús no sería admitida jamás en su Reino, ni en sus tierras y señoríos de su Corona", poniendo a sus miembros en el monstruoso dilema "de abjurar de su Instituto y ratificar con su juramento la certeza de las imputaciones hechas en sus condenas o su muerte civil". Los cuatro mil miembros de la Compañía eligieron sin vacilar el camino del sacrificio.

    Muy pronto la dinastía francesa había de cobrar, con la maldición del cielo, la letra que contra su Dios y Señor había extendido.

    .
    Última edición por ALACRAN; 23/02/2024 a las 13:05
    Hombre en su siglo. Los sujetos eminentemente raros dependen de los tiempos. No todos tuvieron el que merecían, y muchos aunque lo tuvieron, no acertaron a lograrlo. Fueron dignos algunos de mejor siglo, que no todo lo bueno triunfa siempre; tienen las cosas su vez, hasta las eminencias son al uso, pero lleva una ventaja lo sabio, que es eterno, y si éste no es su siglo, muchos otros lo serán. (Gracián)

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    45. Crímenes

    24 de septiembre de 1950

    La expulsión de Francia de la Compañía de Jesús fue el paso decisivo para que en el occidente de Europa se sumasen a la persecución otros Estados menores, como los de Parma y Nápoles, que, por tener al frente de sus destinos a Infantes de España, príncipes de la Casa de Borbón, quedaban dentro del Pacto de Familia y de la influencia nefasta de los otros Borbones. Así, el duque de Parma, sirviendo las intrigas de su valido el marqués de Felini, gran magnate de la secta masónica, los expulsa a principios del 1768, y el rey de Nápoles, en 22 de abril de este mismo año. Los intentos que se hicieron en Viena y Alemania no tuvieron el éxito que se esperaba, pues pese a la calidad masónica de Federico de Prusia, éste no quiso enfrentarse sin razón con la opinión religiosa de muchos de sus súbditos, creando un problema que rompiese la unidad en el interior, que él consideraba necesaria.

    No satisfacía lo alcanzado la pasión vesánica de los "hijos de la viuda", ni de los incrédulos herejes y jansenistas que los acompañaban en la ofensiva, cuando no nutrían sus logias, que, llevados de su odio contra los discípulos de San Ignacio, querían verlos aniquilados, convencidos de que mientras quedase en pie esta Orden religiosa y un grupo de individuos permanecieran sujetos a su santa regla, existía la amenaza de que la Compañía de Jesús resucitara, dando al traste con todas sus conquistas. Había que alejar toda esperanza de que los jesuitas volviesen, y a ello se prestó el genio malévolo del primer ministro portugués, que encabezó las gestiones para lograr un frente común ante Roma que decidiera al Papa a la extinción por si de la Orden, único medio de que los propios católicos de las naciones se viesen obligados a cumplir el mandato pontificio.

    España fue el primer país a quien se dirigió Pombal, por medio de su embajador, con una Memoria en que, recapitulando sobre el estado de la corte romana el supuesto predominio del General de los jesuitas y de la Compañía y la importancia de sacar al Papa "de la oscuridad en que vivía", se solicitaba una acción común para obtener de Roma por la coacción lo que no obtenía a través de los medios suaves. El Gobierno español convino en lo sustancial del designio, y, aprobada por el rey, fue redactada por Grimaldi la respuesta y enviada al ministro plenipotenciario español en Roma, don Tomás Azpuru, para su entrega a Su Santidad. La hipocresía que rezuma el escrito descubre la mano masónica que lo dirigió: "Movido el rey católico de estas razones, penetrado del filial amor hacia la Iglesia, lleno de celo por su exaltación, acrecentamiento y gloria por la autoridad legítima de la Santa Sede y por la quietud de los reinos católicos, íntimamente persuadidos de que nunca se conseguiría la felicidad pública mientras continuase este instituto..., suplica con la mayor instancia a Su Santidad que extinga absoluta y totalmente la Compañía de Jesús, secularizando a todos sus individuos, sin permitirles que formen congregación ni comunidad bajo ningún título, ni que vivan sujetos a otros superiores que a los obispos de las diócesis donde residiesen después de secularizados." En 16 de enero de 1769 quedó en manos del Papa la Memoria española, y en los días 20 y 24 se recibían análogas peticiones de Francia y Nápoles. Su Santidad respondió a los representantes extranjeros que el negocio era grave y que exigía tiempo para su estudio.

    La muerte del Sumo Pontífice el 2 de febrero de 1769, solamente unos días después de haber recibido la terrible coacción de los que llamaban embajadores de reyes cristianos, echó sobre el futuro Cónclave un motivo de preocupación y discordia por la presión que las naciones iban a desarrollar sobre los cardenales. Llegados los purpurados extranjeros a Roma, se vio claramente que los ganados a la causa de la extinción pretendían que el que hubiera de ceñir la triple corona había de obligarse con papel firmado de su letra a realizarla prontamente, pretensión que, calificada de demoníaca y repugnante, era rechazada por la mayoría de las conciencias.

    No pudo sustraerse el Colegio Apostólico, no obstante su buena voluntad, a las presiones enormes que los representantes de las naciones católicas y algunos de sus purpurados ejercían para que la elección de Pontífice recayese en persona de su confianza, de que carecía todo aquel que no apareciese como enemigo declarado y partidario de la extinción de la Compañía de Jesús. Por uno de esos azares que en las asambleas ocurren, en que la malicia de los menos acaba triunfando sobre la buena fe de los más, después de muchos escrutinios sin que nadie obtuviese la mayoría necesaria, cuando ya estaban sin esperanzas de que saliese elegido ninguno de los candidatos, una propuesta del arzobispo de Sevilla, Solís, aceptada por el cardenal Rezzonico, que parecía dirigir a los enemigos de la extinción, para que fuese elegido Pontífice el Cardenal, religioso franciscano, fray Lorenzo Ganganelli, que, aunque nadie se había fijado hasta entonces en su persona para la dignidad pontificia, aparecía, sin embargo, equidistante de los dos sectores en que se hallaba dividido el Cónclave y ofrecía a los defensores de la Compañía la confiante particularidad de que siendo catedrático del colegio de San Buenaventura, en Roma, había hecho grandes elogios de los jesuitas, alcanzó la aprobación general; los españoles, que, por su parte, mantenían con él relación estrecha, le consideraban un fácil servidor de su causa, y en esta situación, el 19 de mayo de 1769 fue elegido Sumo Pontífice con el título de Clemente XIV.

    Desde que el cardenal Ganganelli fue ascendido a la Silla de San Pedro, cayó sobre él la enorme influencia y presión del marqués de Aubeterre, representante de Francia en Roma, y de don José Moñino, nuevo representante de Carlos III, encargado por éste de arrancar al Papa la promesa formal de la extinción, y al que por ello se premió con el condado de Floridablanca. No era fácil la situación del nuevo Pontífice frente a las presiones que recibía. Si no complacía a los que se llamaban monarcas católicos, los embajadores le amenazaban con un nuevo cisma dirigido desde las alturas; si lo hacía, aparte de la monstruosa injusticia de convertirse en brazo ejecutor de las maquinaciones sectarias contra los más fieles defensores de la fe, abría el camino a los enemigos de la Iglesia para nuevas y más escandalosas pretensiones.

    Su Santidad demoró cuanto le fue posible la solución del conflicto, excusándose unas veces con lo grave del negocio, otras con la necesidad de oír al clero en un concilio general, la falta de unidad en los monarcas en cuyos Estados existían instituciones regidas por jesuitas y la necesidad de que pasase algún tiempo y no pudiera pensarse que la extinción de la Compañía de Jesús constituía un pacto previo a su elección; pero los monarcas y los masones no se conformaban con la espera, y el representante de Carlos III, don José Moñino, llevó sus exigencias ante el Pontífice hasta la amenaza y el desacato.

    La resistencia de Su Santidad en la ejecución de lo que se le pedía arrastró a los reyes coligados a la vía de los hechos, e invadieron las provincias pontificias de Aviñón, Benevento y Pontecorvo, y ante la amenaza de la guerra y del cisma que amenazaba de establecer un patriarcado independiente en cada nación, el desdichado Pontífice promulgó el breve "Dominus ac redemtor noster" de 21 de julio de 1773, en que, sin condenar la doctrina, ni el sistema, ni las costumbres de los jesuitas, suprime la Compañía, fundamentándolo en las quejas de algunos monarcas.

    Si el breve causó consternación en el mundo católico, la publicación en Roma produjo general desagrado, que afligió al Colegio Cardenalicio y a todo el episcopado. El virtuoso arzobispo de Paris, Cristóbal de Beaumont, tan destacado por su sabiduría y santidad, contestó a consulta de Su Santidad que "la abolición de la Compañía de Jesús era perjudicial a la Iglesia y que, por serlo, no consentiría el clero de Francia que el breve se publicase en aquel reino".

    En Prusia y Rusia, sus reyes se negaron a extinguir a la Orden, pese a las excitaciones que desde París les hacían los filósofos y masones. El mundo católico consideró que el breve había sido arrancado por la coacción y que no tenía virtualidad; sin embargo, la ejecución de la extinción de la Compañía fue llevada a cabo por las potestades civiles, ocupados los colegios y apoderándose de sus bienes; y en la propia Roma, bajo la jurisdicción vaticana, el general Ricci, de los jesuitas, sus asistentes, el secretario de la Orden y otros muchos religiosos fueron conducidos presos al castillo de Sant Angelo. Los archivos de la Compañía y los documentos de la Orden fueron en las distintas naciones asaltados y confiscados, sin que nada se encontrase que pudiera servir de cargo contra los virtuosos hijos de San Ignacio.

    Los procesos que contra la Compañía se abrieron fueron la más grande justificación de santidad que registran los anales de las persecuciones religiosas.

    Una ligera atenuante se encuentra en la actuación del Pontífice contra la Compañía, pues, no queriendo, sin duda, comprometer a la Iglesia en forma decisiva y mirando quizá un porvenir más grato, extinguió la Compañía bajo la forma de un breve, más fácil de revocarse por otro y de menor trascendencia que una bula de abolición, de mucho mayor alcance; breve que ni fue notificado a las autoridades de la Orden y que, vergonzante, no se atrevió a fijar en las puertas de la basílica de San Pedro.

    Refieren los escritores contemporáneos que los que asistieron al Papa al firmar éste el breve de extinción, le escucharon estas proféticas palabras: "Esta supresión me acarreará la muerte". Una idea obsesionante invadió desde entonces su cerebro. Su conciencia se rebelaba ante el trágico destino dado a los fieles hijos de la Iglesia, y como hombre dominado por un pensamiento aterrador, clamaba por los salones de su palacio: "¡Perdón! ¡Perdón! ¡Lo hice compelido! ¡Lo hice compelido!", agravándose sucesivamente hasta entregar su alma a Dios.

    Hecha la autopsia por los facultativos nombrados al efecto, declararon haber muerto de enfermedad natural; mas una circunstancia extraña había de pesar para siempre sobre el recuerdo del desventurado. Refieren a estos efectos los historiadores: "Que desde el Quirinal fue trasladado su cuerpo a la Capilla Sixtina, y, a pesar de estar embalsamado, cayó en tal corrupción que hubo necesidad de embalsamarle nuevamente y de reducirle casi a esqueleto. Ni aun así pudo estar de cuerpo presente los tres días de costumbre, pues aumentóse la corrupción aquella noche y fue preciso cerrar el ataúd y hasta usar de pez, siendo inaguantable el hedor que transpiraba por las junturas."

    La elección de nuevo Pontífice en el Papa Pío VI cambió el horizonte de la persecución, y, pese al empeño del representante español en Roma, don José Moñino, para que su general y los jesuitas fuesen sentenciados por la curia romana, el Sumo Pontífice, convencido de la inocencia de los religiosos, quiso que los juzgase la misma Comisión nombrada por Clemente XIV bajo la presión española, la que acabó pronunciando su fallo favorable, que absolvía completamente a los acusados.

    El general Ricci, todavía detenido en el castillo de Sant Angelo, por no haberse aún declarado solemnemente la inocencia del venerable anciano, falleció el 9 de noviembre de 1775, tras haberse despedido cariñosamente de sus hijos, perdonar a sus perseguidores y hacer profesión solemne de la falsedad de las acusaciones y de la inocencia de la Orden. El Sumo Pontífice quiso exteriorizar su sentimiento y el gran aprecio que le tenía celebrando un solemne funeral, testimonio público de su afecto a la Orden y solemne, aunque modesta, reparación a las calumnias e injurias sufridas, siendo enterrado, por orden del Papa, en la misma iglesia y junto a los demás generales finados de la Compañía.
    Última edición por ALACRAN; 23/02/2024 a las 13:21
    Hombre en su siglo. Los sujetos eminentemente raros dependen de los tiempos. No todos tuvieron el que merecían, y muchos aunque lo tuvieron, no acertaron a lograrlo. Fueron dignos algunos de mejor siglo, que no todo lo bueno triunfa siempre; tienen las cosas su vez, hasta las eminencias son al uso, pero lleva una ventaja lo sabio, que es eterno, y si éste no es su siglo, muchos otros lo serán. (Gracián)

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    Re: Franco (“Jakim Boor”): gran estudioso e historiador de la "Masonería" (1952)

    46. Campaña antijesuita

    1 de octubre de 1950

    No se puede juzgar del poder de maquinación de las sectas masónicas sin haber analizado sus conspiraciones contra la Compañía de Jesús. Si en aquella época, en que la masonería no había alcanzado el grado de desarrollo que hoy tiene, y al frente de las naciones se encontraban príncipes católicos con poder decisivo para resolver, por un afán de novedades, los príncipes se dejaron envolver y una sociedad cristiana se vio arrastrada, ¿qué no alcanzarán hoy bajo la égida de gobernantes y jefes de Estado masones, en que Gobiernos y Parlamentos aparecen invadidos por la nefasta secta? Sólo la omnipotencia de Dios destruyendo sus maquinaciones permite que la fe verdadera no se extinga y que la sociedad se libre de caer en el abismo a que la masonería la empuja.

    Examinando a lo que se atrevieron y de lo que fueron capaces aquellos hombres cuando todavía se exponían a terminar en la horca, se comprende a lo que se atreverán hoy sus sucesores, atrincherados en la irresponsabilidad de los Parlamentos y de las Asambleas seudodemocráticas, tan propensas a seguir el camino de aquel primer concejo abierto en que, por la maniobra farisaica, se aclamó a Barrabás y se condenó al verdadero Dios.

    La trascendencia que los hechos que venimos comentando tuvieron para la descristianización de la sociedad europea justificará a los ojos de nuestros lectores el que nos hayamos tenido que detener en la relación sucinta de aquellos sucesos, desconocidos por los españoles en muchos aspectos y depurados hoy por la investigación histórica con una perspectiva de que sus coetáneos carecieron.

    Dos siglos de historia liberal, confeccionada en su mayor parte por los masones, han creado alrededor de aquellos sucesos esa "conspiración masónica del silencio" con que el mundo masónico aísla cuantos acontecimientos promueve y le son adversos. La historia nos habla de filósofos, de protestantes o de jansenistas, pero calla, inconsciente o maliciosamente, la existencia y la actividad de las sectas masónicas, la calidad de masones de la casi totalidad de los hombres que intervinieron en estos hechos, que desde que se fundó la masonería en Inglaterra y se extendió a Europa, controla y propulsa la mayoría de los acontecimientos políticos internacionales; lo mismo que hoy ocurre, aunque con una organización mucho más fuerte y poderosa, que hace que en Europa y América puedan mandar sin responsabilidad, y bien desastrosamente, por cierto, sobre sus gobernantes, y que, por encima de los Parlamentos, decidan del destino de la gran mayoría de los pueblos.

    Si estudiamos la forma en que la masonería, por medio de los gobernantes, arrancaba ayer a los príncipes decisiones contrarias a su fe y al interés de las propias naciones contra el deseo y la voluntad de sus pueblos, mediante calumnias y propagandas a través de libros, escritos y libelos, se apreciará mejor los elementos que ofrece la sociedad moderna con los Parlamentos, la Prensa, los libros y la Radio, de la mayoría de los cuales la masonería se encuentra apoderada, para falsear los acontecimientos y para decidir y engañar al pueblo en cuanto a ella apasiona o interesa.

    De aquel suceso llamado de la "conspiración de la pólvora" en Inglaterra derivaron los masones, con injusticia notoria, persecuciones contra la Compañía de Jesús; sobre el regicidio frustrado movido por la venganza de un noble ofendido en su honor levantó Pombal la primera persecución contra la institución; del motín de las capas y sombreros contra el afortunado proveedor napolitano encumbrado por Carlos III a ministro de Hacienda, Guerra, Justicia y teniente general, sin haber servido en la Milicia, sacó la masonería su campaña calumniosa para la expulsión de la Compañía de Jesús; explotando similares sucesos montó Choiseul, ayudado por la Pompadour, la conspiración que había de arrancar al senil Monarca su inicuo decreto de expulsión; y de la especie que la masonería hizo extender por Madrid de que Su Majestad era hijo adulterino, arrojando sombras sobre la virtud de la muy amada madre del Monarca español, achacada falsamente por los masones a los jesuitas, nació en el pecho del Soberano el encono que le decidió a la extinción de la Compañía. A ello, sin duda, se refería la reserva que decía guardar en lo más hondo de su pecho.

    A tanta calumnia y persecución respondió la maravillosa longanimidad de la Compañía de Jesús. Los conspiradores, los poderosos, los revolucionarios, los que ponían en peligro el trono y los territorios de ultramar, salieron de las naciones humildemente, sin abrir los labios, mansos como su capitán. Pudiendo valerse del afecto que les tenía el pueblo y les profesaban los indios, no hicieron en Europa ni en América la menor resistencia, y, con humildad ejemplar, cumplieron las inicuas leyes que la potestad les imponía, virtudes heroicas que constituyen un timbre de gloria para la Orden y un elocuente mentís para los perseguidores.

    Pese a todas las denuncias falsas y calumniosas, a los procesos, a los escritos y a las aparentes pruebas fabricadas, nada resultó contra la Orden ni nada pudo demostrarse contra ninguno de sus miembros. Aquella fábula, tan extendida y explotada por los masones en Europa contra los jesuitas en ultramar, que, separados por el mar y la distancia, solían vestir con atractivos ropajes para explotación de inocentes y crédulos de que los jesuitas pretendían levantar un imperio propio en América, con un fantástico Emperador Nicolás, inserta en escritos y en libelos, que hasta llegó a tomar estado en las demandas de los Borbones a la Silla Apostólica, se derrumbaba al primer soplo de la realidad. A este respecto, son interesantísimos los partes del general Ceballos, enviado con tropas desde Buenos Aires a deshacer los Estados independientes del fantástico Emperador Nicolás I, que acusa de una manera terminante "que todo era una pura fábula; que lo que allí había hallado era el desengaño y la evidencia de las falsedades inventadas en Europa para perder a los jesuitas; que allí nunca se había visto más que pueblos sumisos, vasallos pacíficos, religiosos ejemplares, misioneros celosos; en suma, conquistas hechas a la religión y al Estado por las armas de la mansedumbre, del buen ejemplo y la caridad, y un Imperio compuesto de salvajes civilizados venidos espontáneamente a pedir el conocimiento de la Ley del Crucificado y a someterse a ella, de su bella gracia para vivir unidos todos con los vínculos del Evangelio, la práctica de la virtud y las costumbres sencillas de los primeros siglos del cristianismo". Las invenciones que la malicia masónica forjó contra los jesuitas del Paraguay y que el Consejo extraordinario español convirtió en capitulo de cargos contra la Compañía, se destruían para siempre por el informe caballeroso y claro del militar español.

    Del gran poder de los jesuitas, de su opulencia, de la usurpación de diezmos en las iglesias de América y de su escandaloso comercio en aquel Continente, nada absolutamente existía. Ninguna conciencia honrada de los que pasaron por las posesiones españolas y portuguesas en ultramar pudo decir jamás que notase cosa alguna que oliese a negocio o a comercio, salvo el de beneficiar a los indígenas en sus cosechas y en sus ganados, organizándoles su venta o su cambio por otros artículos para ellos necesarios. La colonización venía exigiendo que muchos religiosos misioneros alejados de población fuesen encargados por la potestad eclesiástica y civil no sólo del cuidado espiritual de las almas de los nuevos cristianos indios, sino también del consejo y de la tutela en la administración de los bienes comunes, administración que en algún caso desempeñaron por pura caridad como tutores, dando anualmente cuenta justificada a las autoridades del territorio.

    Los masones obedecían fielmente las consignas de la célebre frase de Calvino: "A los jesuitas se los debe matar u oprimir con calumnias." Y con calumnias y muertes se persiguió a la Compañía de Jesús en este calvario ininterrumpido del siglo XVIII, que ella ofreció humilde a su Dios y Señor.

    De poco sirve que exista una realidad contraria. La masonería no tiene escrúpulos en la fabricación y en la falsificación de pruebas cuando pretende alcanzar un objetivo. Es la política de la "calumnia, que algo queda", que, explotada por las propagandas, sabe convertir para el mundo en monstruosas verdades, que, aunque muchas veces pueden derribarse con la presencia de la verdad, lo es cuando el daño ya está hecho, y aun así, con un silencio glacial y artificioso envuelven la obligada rectificación.

    Destaca para nosotros en esta triste historia de la persecución de la Compañía de Jesús la inexplicable complacencia con que Carlos III suscribió las peticiones reiteradas para la extinción de la Orden. Sin embargo, la Historia nos aclara suficientemente la infame intriga que al Monarca se le tendió y cómo, para que no dudase de los grandes delitos que a la Compañía se le imputaban le presentaron con el sello de Roma cartas escritas por el general de la Orden, padre Lorenzo Ricci, al provincial de Madrid, que le dijeron haber interceptado, y en las que para consumar su destronamiento se excitaba a sus subordinados a la corrupción, contando con las riquezas de la Compañía, que exageraban hasta extremos fantásticos. Pero lo que más encendió la cólera real fue el falso testimonio que en ellas se levantaba contra la castidad de su difunta madre. Enviada a Su Santidad esta carta, como un documento fehaciente, fue examinada por una Comisión, en la que figuraba un prelado que más tarde había de ser Pío VI, la cual descubrió que el papel era de fábrica española que, analizado más tarde, se averiguó el año de su fabricación. La carta había sido fechada dos años antes de que existiese el papel de la misma.

    Un historiador francés, Cretineau-Jolie, asegura a este respecto "que estando próximo a morir el duque de Alba, antiguo ministro de Fernando VI, exaltador incansable del encono contra los jesuitas, depositó en manos del inquisidor general, don Felipe Bertrán, obispo de Salamanca, una declaración en la que confesaba: primero, haber sido uno de los autores del motín contra Esquilache y que lo había fomentado en odio a los mencionados religiosos y para que se les imputase; segundo, que había redactado gran parte de la su puesta carta del general Ricci, y tercero, que había sido el inventor de la fábula del Emperador Nicolás I y uno de los fabricantes de la moneda con la efigie de este famoso Monarca. Añade que hizo igual declaración en 1776 en un escrito a Carlos III". La prueba de la falsedad masónica no podía ser más concluyente.

    Otro historiador anglicano, Adam, publica análoga versión sobre las invenciones que provocaron en el ánimo del Rey el encono que permitió arrancar su firma contra la Compañía de Jesús, expresando: "Pueden muy bien ponerse en duda las malas intenciones y los crímenes atribuidos a los hijos de Loyola, siendo más natural creer que un partido enemigo no sólo de la corporación, sino también de la religión cristiana, suscitó su ruina, a la que se prestaron los Gobiernos con tanta más facilidad cuanto que estaban interesados en ella", en todo lo cual coinciden otros varios de los historiadores protestantes. Se ve aquí cómo los masones que rodeaban a Carlos III habían estudiado a fondo su corazón y sus reacciones, discurriendo aquello capaz de incendiar su cólera, a la que no podía resistirse, ya que, ofendido en su orgullo y en su piedad filial por el sello de bastardía que unían a su nombre, había de proceder a castigar la ofensa, aunque reservase la causa, como entonces dijo, en lo más hondo de su pecho.

    La masonería ayer, como hoy y mañana, no repara en los medios para alcanzar sus fines, no conoce la moral, engaña al pueblo, y no la detienen, como hemos demostrado, ni la autoridad y el respeto debido al representante de Dios sobre la Tierra.
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    Hombre en su siglo. Los sujetos eminentemente raros dependen de los tiempos. No todos tuvieron el que merecían, y muchos aunque lo tuvieron, no acertaron a lograrlo. Fueron dignos algunos de mejor siglo, que no todo lo bueno triunfa siempre; tienen las cosas su vez, hasta las eminencias son al uso, pero lleva una ventaja lo sabio, que es eterno, y si éste no es su siglo, muchos otros lo serán. (Gracián)

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    Re: Franco (“Jakim Boor”): gran estudioso e historiador de la "Masonería" (1952)

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    47. Política y traición

    8 de octubre de 1950

    No nos cansaremos de señalar el carácter político de la masonería, la prosecución por ella de un Gobierno masónico para los pueblos y la carencia de escrúpulos en los procedimientos para lograrlo. La masonería desarrolla un programa fijo, perfeccionado en su malicia y eficacia al correr de los siglos, y que sólo sufre aquellas ligeras variaciones que el carácter de la época les exige.

    Hemos visto en el siglo XVIII a la masonería dedicada a socavar el poder espiritual, representado por la Iglesia Católica, a la que persigue, debilita y desmoraliza, y menoscabar el real, adueñándose de la voluntad del soberano a través de validos masones, que abren a la secta las puertas del poder político, del que van a disfrutar en lo sucesivo.

    Si desde el punto de vista subjetivo español se examina la acción de la masonería en aquel siglo, se la ve manejada como un instrumento por las naciones rivales para destruir nuestra unidad y debilitar nuestra potencia ayudando a los disidentes y descontentos, preparando la destrucción de nuestro imperio de ultramar.

    La siembra que en el campo religioso y en el político hizo la masonería durante el reinado de Carlos III forzosamente había de fructificar bajo sus sucesores y alcanzar en el siglo XIX la cima de su desenfreno. Debilitada la Iglesia y desmoralizada en algunos sectores por la acción desarrollada desde el Poder, y paralizadas la aristocracia y la política por la filtración masónica dirigida por los ministros de Su Majestad, entra España en 1788 en el reinado del débil y poco inteligente Carlos IV, que había recibido de su progenitor el último consejo de no prescindir de los servicios de Floridablanca, al que el nuevo Monarca había prometido obedecer. Sin embargo, un factor nuevo iba a decidir el rumbo de la Monarquía española: la ambición de la Reina Maria Luisa de Parma, que no admitía sombras sobre su poder.

    Apartado en 1792 Floridablanca por instigación de Maria Luisa, dio ocasión a que el conde de Aranda subiese de nuevo al Poder, el que hubo de abandonar a los pocos meses obligado por la celosa rivalidad de la Reina, que deseaba colocar en su puesto al favorito, que venía colmando de honores y favores. Un apuesto joven de veintiocho años, sin experiencia, elegido por la Reina de España para primer ministro del débil Monarca.

    La Revolución francesa y la prisión de Luis XVI traían revueltas a las Monarquías europeas, siendo causa de honda preocupación en nuestra Corte, que sufría instigaciones de otros Soberanos deseosos de oponerse a la revolución y reponer en el Trono de Francia al Rey destronado. Si Floridablanca era partidario y se inclinaba a la intervención española, el conde de Aranda pretendió una política contraria; pero el suplicio de Luis XVI y la impresión causada en el país por la contestación dada por la Convención francesa a las protestas españolas decidieron al ambicioso Godoy, que se había colocado a la cabeza de los españoles belicosos, a inclinar la voluntad real hacia la coalición.

    Entablada la guerra contra la Convención, tiene lugar la brillante campaña de nuestro general Ricardos en el Rosellón, con la contrapartida de ver las Provincias Vascongadas invadidas por los franceses. Este episodio, de escasa duración, y al que se dio fin por la paz de Basilea en 1795, que devolvió a España las plazas perdidas en Cataluña y Vascongadas, y que valió a Godoy el titulo de Príncipe de la Paz, encierra, sin embargo, una gran trascendencia desde el punto de vista de nuestro análisis sobre la masonería. Entonces salieron a la luz, entre las grandes pruebas de lealtad, muchas debilidades y las traiciones, que dan la clave de que la mayor parte de las victorias ganadas en aquel territorio por los franceses fueron debidas a las gestiones de la masonería mucho más que al valor de sus soldados y a la pericia de los capitanes; victoria que sólo aminoró la actitud patriótica y decidida del clero, sublevando al país contra los invasores.

    Muchos son los datos que han quedado en los procesos de entonces en las Chancillerías de la entrega de plazas sin defensa, de la conducta de muchos afrancesados masones entregados de cuerpo y alma al extranjero y de la debilidad de los Poderes públicos en el castigo de aquellos traidores. La corrupción masónica, comenzada en el primer tercio del siglo en nuestra Patria, empezaba a dar al extranjero sus óptimos frutos.

    Recogen los historiadores del siglo hechos harto elocuentes; entre ellos espigo el de la causa formada en la Cancillería de Valladolid contra don Pablo Carrese, sus hijos, su yerno Aguirre, don Martín Zuvivuru, don F. de Anglada y otros más, que habían entregado Tolosa a los franceses. Destaca en ella el hecho característico de que mientras unos reos fueron presos y conducidos a Valladolid, otros huían a Paris, donde fueron bien recibidos y protegidos. Según reza el relato del magistrado español que entendió en el proceso, "los fugados consiguieron tomase cartas en su favor el Directorio ejecutivo, y cuando me hallaba instruyendo el sumario tuve carta de nuestro embajador recomendándome el proceso y ofreciéndome la protección del Gobierno francés... Continuó la causa, y sabiendo el curso que se le daba, se repitió la recomendación con amenazas". El propio juez atestigua que la intervención de Godoy, que tomó cartas en el asunto, hizo que, no obstante haber sido condenados los reos, el Gobierno se apresurase a indultarlos.

    El apartamiento de Floridablanca y de Aranda de la presidencia del Gobierno no le libró de la influencia masónica, que, señoreada del Poder durante el reinado del anterior Monarca, había ya proliferado en los medios políticos y aristocráticos que rodeaban a la Corona.

    El ambiente relajado de la Corte, impía, volteriana y escéptica, por una cara, y absolutista rabiosa por la contraria, era el más favorable para que, en aquella ola de filósofos y jansenistas con ribetes francmasónicos triunfasen la audacia y el servilismo. Por este camino se vio a jovenzuelos como Urquijo ascender de simple oficial del Consejo de Estado y traductor de Voltaire, a convertirse a los treinta años en Ministro de la Corona y árbitro de la política. Con él las arterias y las malas artes en la política se pusieron a la orden del día, y al lado del masón y petulante Urquijo brilló la travesura del no menos masónico marqués de Caballero.

    El "déficit" que se produjo como consecuencia de la guerra con Inglaterra y el enojo del pueblo por las relaciones entre la Reina y el favorito, esparcidas con escándalo por la nación, motivaron el descontento general, al que el Rey puso freno apartando a Godoy del Gobierno de la Nación.

    Muerto Pío VI, se arrancó al débil Monarca el cismático decreto de 5 de septiembre de 1799, con el que la masonería y los jansenistas pretendían crear un cisma rompiendo la disciplina y dependencia de la Iglesia, mandando a los obispos que usasen de "la plenitud de sus derechos". La debilidad de parte del Episcopado español, contaminada por el jansenismo que le prestó adhesión, originó la condena como cismática de la disposición, con lo que el nuevo Pontífice Pío VII deshizo la maniobra de los francmasones.

    La representación hecha por el Nuncio ante el Monarca de la maniobra realizada contra la unidad de la Iglesia descubrió al Rey cuánta era la malicia y la traición de los que le rodeaban, motivando la crisis en que el Monarca, bajo el consejo de Godoy, vuelto a la confianza real, separó del Poder a aquellos caballeros; pero permaneció Godoy, que, gozando de los favores reales, sin embargo, íbamos a verle muy pronto vendido a la política de Napoleón en sus ambiciones irreprimibles.

    Al predominio de la masonería inglesa sobre nuestra nación, sucedió, bajo la inspiración de Godoy, la influencia de la francesa. El reinado de Carlos IV iba a distinguirse en el orden internacional por la reacción contra lo inglés, que le arrastra a firmar aquel Tratado de alianza ofensiva y defensiva tan nefasto para nuestra Patria, y que, precipitando la ruina de nuestra Hacienda, ocasionó la total destrucción de nuestra Marina.

    Conocía Napoleón el arte de dominar a los pueblos y encontrar los portillos para el asalto de las fortalezas, y, así, supo ver en el valido del Trono español el hombre que abriese cauce a sus ambiciones, doblegando la voluntad de la nación y adscribiendo a la nación española en una de las bases para dilatar su imperio. La primera de las entregas del poderoso favorito fue la inspiración de la expedición a Portugal, que, al mando del propio Godoy, obligó a esta nación a renunciar a su alianza con Inglaterra, cerrándole con ello la posición estratégica de los puertos portugueses.

    El estado de guerra entre Inglaterra y Francia, en el que España permanecía neutral, neutralidad que bochornosamente pagaba con seis millones de pesetas mensuales a Francia y la libre entrada de sus barcos en nuestros puertos, ocasionó el que, apoderándose Inglaterra de cuatro fragatas españolas que venían de América con caudales, España se viese obligada a declarar la guerra a esta nación, favoreciendo con ello los propósitos del Gran Corso, proclamado en aquel año de 1804 emperador de los franceses. La forzada subordinación, por otra parte, de nuestros marinos a la ineptitud de los almirantes franceses fue causa de la gloriosa derrota de Trafalgar, en que brillaron a gran altura la capacidad y el espíritu de sacrificio de nuestros marinos caídos en la batalla, sólo contrapesada por la muerte del gran almirante Nelson.

    Uno de los factores más importantes del encumbramiento del Gran Corso fueron el poder y la intriga de que disfrutaba sobre las logias masónicas de la nación francesa, cuya influencia sobre los otros pueblos había de impulsar y de explotar. Entregado Godoy a la influencia napoleónica, que hábilmente aprovechaba, se avino a los planes de nuestros vecinos, que, en virtud del Tratado de Fontainebleau, le prometían uno de los tres reinos en que se había acordado dividir a la nación portuguesa. De este modo, alimentando su insaciable ambición, se abrían las puertas de nuestra nación a los ejércitos napoleónicos.

    La sorpresa y la traición hicieron el resto, y con la invasión de los ejércitos franceses se plagaron las ciudades de nuestra Península de afrancesados y de logias masónicas de obediencia gala.
    Última edición por ALACRAN; Hace 2 semanas a las 12:56
    Hombre en su siglo. Los sujetos eminentemente raros dependen de los tiempos. No todos tuvieron el que merecían, y muchos aunque lo tuvieron, no acertaron a lograrlo. Fueron dignos algunos de mejor siglo, que no todo lo bueno triunfa siempre; tienen las cosas su vez, hasta las eminencias son al uso, pero lleva una ventaja lo sabio, que es eterno, y si éste no es su siglo, muchos otros lo serán. (Gracián)

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