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(...) 28. Sin embargo, el entendimiento humano no puede avanzar más allá de los límites impuestos por la naturaleza, y por esto no pudo lograr una de sus principales ilusiones: brillar en el foro.
Y es que por ley natural existe esta predeterminación y aptitud para las cosas en cada hombre; y sus cualidades están circunscritas por ciertos límites de expresión, para que así, por suerte suya, sin apresuramientos y por sus pasos contados, desde la juventud renueven sus anhelos de superación y conciban cada día mayores esperanzas. A Virgilio le faltó para la prosa la fácil disposición que tenía para los versos; a Cicerón le falló su elocuencia en las composiciones poéticas; las oraciones de Salustio han pasado al mundo de los recuerdos, y el escrito del elocuentísimo Platón en defensa de Sócrates no está a la altura ni del patrón ni del patrocinado.
29. Compartieron igual suerte y fueron camaradas en las tareas literarias de aquella época los poetas (o como los llama Platón, nuncios e intérpretes de los dioses) Deciano, Liciano y el gaditano Canio Rufo. La comunidad de patria granjeo a Liciano la voluntad de Marcial, y trabóse entre ellos amistad estrechísima. Liciano provenía de Mérida, de la más antigua familia de los Túrdulos, cuyos dominios se extendían más allá del río Ana (hoy Guadiana).
30. Con gran satisfacción por mi parte, el asunto distribuido por tiempos y por imperios, nos conduce hasta Elio Adriano, de estirpe itálica, y primo de Trajano, de quien, al escribir, no pudo por menos de experimentar cierta especie de estupor.
Múltiple, polifacético, agudo y eficiente, era el talento de Adriano y (como ya antes de Cicerón había dicho Séneca) proporcionado a la grandeza del Imperio romano; a pesar de que su pariente Trajano, que subió al trono por la adopción de Nerva, jamás sintiese afición a las Musas y a las letras. Pero como decir se suele, los dioses derramaron sobre Adriano toda clase de bienes. Si buscamos un ejemplo de su arte oratoria, tal como Platón la exige a los príncipes, lo tenemos en las oraciones elegantes y floridas que pronunció frecuentemente ante el Senado, según refiere Gelio, en favor de sus munícipes italicenses. Sí queremos muestra de sus poesías, nos la ofrecen muy inspirada y fluida los finos y graciosos versos con que, según cuenta Elio Espartiano, se mofaba de Floro. Su pericia en todas las letras no entorpecía la facilidad para las matemáticas. Escultor, arquitecto y músico, era, en una palabra, oficina de todas las artes.
31. Al palacio de este príncipe, como a un liceo, academia o a uno de los antiguos gimnasios, acudían para disputar de elevados asuntos, no sólo capitanes, sino también multitud de filósofos. Pues en aquellos antiguos y famosos siglos, en virtud de la costumbre nunca suficientemente alabada y que hoy quisiéramos con sumo afán ver restablecida entre nuestros príncipes, se sentaban a la mesa real los individuos más sobresalientes en la milicia, cultura, política y linaje; y todos ellos, como invitados a un banquete de los dioses, en presencia del rey trataban respetuosamente de todo aquello que por experiencia propia conocían en materia militar y literaria.
32. Pero la soberbia, desconocedora de toda clase de sentimiento de humanidad, ahíta de sangre, primero con la invasión de los godos, y luego con la devastación de los bárbaros, más deseosa de ser temida que amada por los suyos, ni dio lugar en sus mesas a los fuertes guerreros, ni acomodó sus necios oídos a las sugerencias de los sabios.
33. Recogiendo de nuevo el hilo de la narración, volvamos a los dos Antoninos que sucesivamente, en épocas distintas, heredaron el imperio de Adriano. La muerte de éstos asestó rudo golpe a las buenas letras y al Imperio romano; bien fuese o porque los príncipes que les sucedieron carecían de aquella viril entereza de los descendientes de Rómulo y del valor de los italos, que desde aquel tiempo puede decirse que se extinguió; o bien porque el honor, la gloria y majestad del nombre romano era ya impotente para propagarse -que fue lo más triste- y para detener su ruina, aun apoyada en los puntales, por un lado, del español Teodosio, y por otro, de Constantino el Grande, toda vez que el poderío del imperio se desplazó hacia Bizancio, adonde (como el buen poeta canta) con la tutela del orbe el fiero Júpiter trasladó todas las cosas.
34. De aquí, de entre las ruinas de Roma, desmoralización de la república y derrumbamiento del Imperio, parece que empezó a despuntar un nuevo siglo más refulgente en religión y piedad, pero más obscuro en elocuencia y doctrina. Pues trescientos años más tarde, hasta la invasión de los godos, que, como rayo devastador de Júpiter, atravesaron casi toda la Europa, sólo hubo alguno que otro que silenciosamente, entre el fragor de las armas, cultivase las Musas encerradas, no ya en los amplios pórticos de las públicas Academias, sino en los sucios figones y profundas cavernas.
35. De esta clase de hombres, aunque en distintas épocas, fueron Gregorio el Bético, varón tan santo como erudito, cuyos afanes y días acabaron en Granada, de donde era Obispo; Paciano, nacido en tiempos de Teodosio, en los montes del Pirineo, perseguidor acérrimo de los impíos Novacianos, y glorioso obispo de la Iglesia Barcinonense, y los béticos Matroniano y Tiberiano, poetas y oradores nada despreciables.
36. Trono de la diosa persuasión eran los labios de Idacio, de cuya elocuencia al poderoso y avasallador ímpetu no podía hacer frente el malvado hereje Prisciliano. Fue Idacio obispo de Lugo -ahora capital de Galicia-, de la jurisdicción de la ilustre familia de los Castros y no muy distante de Braganza, ciudad de la Lusitania, en donde (según por tradición supe) poco tiempo después en un concilio de cincuenta Obispos venidos de toda España, al primer encuentro de la controversia, fueron derrotados y puestos en evidencia y descrédito los Priscilianistas.
37. Aprigio y Justiniano, por elección popular designados para regir las iglesias de Badajoz y Valencia, respectivamente, las gobernaron con doctos documentos literarios.
38. Voló en tiempos de Diocleciano y Valentiniano, tanto por España como por todas las tierras del Imperio, llevado en alas de la fama, el nombre de los poetas Rufo Festo y Aquilio Severo.
39. Anteriores a éstos fueron Osio de Córdoba y aquel satélite jeronimiano, Dámaso, de Madrid (si hemos de dar crédito -aparte escrúpulos- a Lucio Sículo que lo llama Carpetano), y juntamente con éstos su igual Orosio, compañero de Eutropio y discípulo de San Agustín, por quien fue enviado a Palestina a recibir las enseñanzas de San Jerónimo.
40. Paso por alto al noble Juvenco y al cesaraugustano Aurelio Prudencio, a los que San Jerónimo concede un puesto entre los principales poetas. Omito también al cesaraugustano Máximo y al obispo valentino Eutropio, que sobrepasan toda alabanza.
41. Más, como toda Edad lleva sus taras, en este tiempo se dio el triste y lastimoso caso -escollo en el que todos tropezaron- de que los hombres de talento corrían, más que hacia el abrazo de la verdadera elocuencia, al de una imaginaria sombra de ella, deformada por las circunstancias, pero no tanto que no hubiese esperanzas de reanimar su naturaleza primera.
42. Si no llenan las condiciones requeridas en elocuencia de buena ley, no figurarán en mi catálogo de los escritores latinos, algunos que bajo el reinado de Teodosio se dedicaron a la literatura, alcanzando hasta los tiempos de San Jerónimo y San Agustín. Pero no quiero dar un paso más, sin hacer constar antes mi perplejidad sobre la preferencia en los motivos de las alabanzas de Orosio, decidiéndome por el candor de sus primitivas costumbres, la sinceridad de su vida, la integridad de su alma, la robustez de su fe y el incendio de su amor, o la sencilla y fluida abundancia que corre por toda su Historia.
43. En realidad, nada puedo juzgar de los versos de Dámaso o de sus Anales de los Pontífices; porque no los he visto.
44. En cambio (hablando con toda la libertad posible en esta materia, Prudencio y Juvenco me parecen mejores versificadores que poetas.
45. El cordobés Osio –que asistió en Nicea de la Bitynia, en donde por entonces se celebraban unos grandes Concilios en favor de la libertad y de la religión cristiana- manchó, con la sucia nota de su fuga al campo de los arrianos, en el Concilio de Sirmio (de la Panonia), las profundas sentencias que en el Niceno, lo mismo que en el de Sardes, había pronunciado.
En esta deserción -más bien condescendencia con la miseria y carácter descontentadizo de aquella época- no tuvo. parte alguna su voluntad? Consumido por los muchos años y muy quebrantado de salud, no pudo el desdichado viejo soportar los castigos y crueles tormentos a que los arrianos lo sometieron. Pero una vez rehecho y depuesto el miedo miserable de la muerte, corrió, arrepentido de su fingida defección, a unirse en la prisión con el Romano Pontífice Liberio, aceptando con él y con todos, incluso el destierro, tenido como una de las principales penalidades. Y ni con amenazas ni con sufrimientos consiguieron los arrianos que subscribiese con desdoro de la verdad cristiana, los sacrílegos decretos del Concilio Mediolanense. Con nadie ha sido la posteridad más olvidadiza e ingrata que con la memoria de este varón.
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