Pensamiento católico, antiliberal y antidemócrata del joven J. M Pemán
Revista FUERZA NUEVA, nº 593, 20-May-1978
(…) Pemán levanta el velo
Un rey católico de verdad es una bendición. Tiene en su mente y en su voluntad las grandes fuerzas para hacer feliz a su pueblo. Nos referimos al auténtico catolicismo vivido por el rey a que aludimos y por cualquier cristiano de a pie, cada uno en su órbita. Pero en un rey, la fe no puede limitarse a una profesión privada, a unos actos piadosos, a unas invocaciones a Dios. Para el rey, la doctrina católica debe proyectarse en la sociedad. Un rey católico con legislación anticatólica y enfrentada con la filosofía de la sociedad cristiana es un contrasentido. Y esto se realiza siempre en el sistema liberal, destructor de la auténtica realeza. Y nuestro José María Pemán lo ha sabido detectar exhaustivamente.
Nos dice José María Pemán, denunciando el liberalismo, el parlamentarismo y la democracia inorgánica:
“Desde Rousseau ha surgido un nuevo concepto de democracia que nada tiene que ver con el clásico y que se cimenta en esa supuesta soberanía inmanente que reside en la colectividad, que se renueva de continuo en el seno de ella y que, según la frase exacta del francés Gambetta, no puede decretar nada perenne sin enajenarse y negarse a sí misma… En la Monarquía parlamentaria, los atributos de unidad y continuidad, característicos de la realeza y suprema eficacia suya, quedan baldíos, colgantes e inútiles en la cima del Estado, sin una eficaz aplicación a las funciones de gobierno. Las funciones de gobierno se realizan por la dispersión y la movilidad electiva, negación de la Monarquía. Ésta queda reducida a forma de adorno, vana y suntuaria, pero no forma de gobierno. ¿Qué importa que haya en la cima del Estado un jerarca hereditario y único, si luego las funciones de gobierno se entregan a la frivolidad cambiante de unos periodistas, abogadetes y farmacéuticos que turnan, con alegre incompetencia, en todas las carteras?
Desde el momento en que el poder pleno y soberano ha sido atribuido a la voluntad general, ya no hay más lógica que aquella de Rousseau en su frase cruda y terminante: “Todo gobierno legítimo es republicano”. Naturalmente. Si la soberanía reside totalmente en la voluntad general, por esencia fluyente y cambiante, ¿qué tiene que hacer ya en la organización del Estado ese elemento de continuidad que es la realeza? ¿Qué soberanía queda para ella? ¿Qué representa? ¿Qué significa? Pero eso, desde el momento en que la tesis democrática rousseauniana triunfa en los espíritus y en las constituciones, puede decirse que el principio monárquico queda eclipsado: ya por total desaparición, en las Repúblicas, ya por adulteración y anemia, en las Monarquías parlamentarias. Una vez que la soberanía suprema reside en la voluntad general, nada importa ya que se mantengan o no exteriormente las Monarquías, porque en este caso había escrito Rousseau (Contrato Social, II, VI, nota): “La monarquía misma es República”.
Empieza la era de los monárquicos sin doctrina, padres de los monárquicos sin rey; la era de las Monarquías sin fe en su propia sustancia que, confesada o inconfesadamente consideran a la República la meta hacia donde marcha el progreso y la civilización; la era en que un trono puede llegar a derrumbarse por unas elecciones de concejales; la era, en fin, de las Monarquías parlamentarias: Monarquías afeminadas, disfrazadas de República, como los hombres de mujeres en una orgía de carnaval… Mis defensas y argumentos no alcanzan para nada a la Monarquía liberal y parlamentaria, hija de la Revolución. Es más, en su sustancia y fundamento, no creo que ni siquiera alcance a ella la indiferencia filosófica de las formas de gobierno que la Iglesia católica profesa. Los principios en que se basa, por lo menos, han sido reiteradamente condenados por Pío VI, por Gregorio XVI, por Pío IX en el Syllabus, por León XIII en la encíclica Libertas”.
¿Se puede negar que José María Pemán pone el dedo en la llaga de la catástrofe sufrida por España el 14 de abril de 1931, en que se anegó y se entregó la Monarquía liberal a la República masónica? Y la inconsecuencia de un acto de piedad oficial como el realizado en el Cerro de los Ángeles (1919) tiene su explicación cuando no se refleja en la doctrina católica proyectada sobre la vida pública. Y éste fue el fallo, garrafal, espantoso, del liberalismo dinástico. Por esto mismo, José María Pemán destaca que el tesoro de los principios monárquicos salvados en Francia por De Maistre y Bonald, por Comte y Renan, por la Acción Francesa, con hombres como Vaugeois, Maurras y Daudet, “en España la escuela tradicionalista –Donoso, Aparisi, Mella- mantuvo con hermosa terquedad de pensamiento e inviolada castidad de ideal, la pura doctrina monárquica, con profusión y solidez de argumentos filosóficos e históricos”.
Y aquí viene el acto de contrición -o quizá de mera atrición, vistos los acontecimientos- en que Pemán proclama con valiente humildad y fortaleza:
“Fue preciso que la revolución nos arrojase a todos los monárquicos fuera de la órbita del Estado y fuera de la impureza diaria de la política, para que nos diéramos cuenta de que aquella doctrina monárquica que nos estaba esperando, inviolada y paciente, allí fuera, era la única pura y tradicional doctrina de la Monarquía. Porque dinastías podrá haber dos, pero Monarquía no hay más que una: la forma de gobierno sabia y vieja que con sus instrumentos de unidad y continuidad ha construido a España”.
Una visión más clarividente de que el liberalismo es la desgracia de España, el disolvente de su grandeza, la causa de sus miserias, el oprobio de su prestigio, el camino de todos los abismos, no puede darse. Pemán fue el Jeremías de los desastres de la monarquía liberal.
El diagnostico de Pemán, insuperable
José María Pemán, agudo y psicólogo de nuestro pueblo, palpa cómo la Monarquía liberal aventa los vínculos de concordia en España. Y acierta cuando encuadra en el liberalismo —monárquico dinástico o republicano, del mismo tono— la causa de los separatismos. Dice Pemán: «La Monarquía, además de ser en España la forma
más adecuada a su formación histórica y a sus exigencias de psicología, era la representación y el aseguramiento de su unidad nacional. Poco hay que detenerse ya en la demostración de esta verdad, que raya en tópico, porque su evidencia está al alcance de todo entendimiento y porque la realidad vivida acaba de comprobarlo con la terrible elocuencia de una experiencia cruel. Nadie ignora que España padece una tendencia innata hacia la disgregación y él particularismo.
Fermentos orientales dormidos en los fondos más turbios de la raza; imperativos de una geografía que cuadricula la Península con altas barreras montañosas, y de una historia que nació, frente al enemigo, rota en esfuerzos aislados, engendran en España una continua tendencia a la vida de clan y de tribu, que
toma mil formas y nombres: individualismo, lucha de partidos y de clases, nacionalismos separatistas. Aquí cada profesión es enemiga de la del vecino y se pavonea más que de lo que sabe de lo que ignora: el financiero se ufana de no saber de versos y el poeta de no saber de números: cada uno se afirma en lo que le separa del otro, más que en lo que le une. Y dentro de cada profesión, todavía se separan los cuerpos, y los ingenieros de Minas se consideran superiores a los de Caminos, y los artilleros a los infantes... Rivalidad, separación y exclusivismo en todo: en los individuos, en los partidos, en las clases, en las regiones...
Es inútil... pretender volver la espalda a esta gran evidencia: la religión católica y la Monarquía son las dos fuerzas centrípetas y unitarias que lograron, en nuestra Historia, superar esa tendencia disgregadora y consolidar una unidad nacional. Somos una bandada de pájaros en manos del pajarero. Cuantas veces la mano afloje su presión, los pájaros volarán. Cuantas veces se debiliten en España los vínculos religiosos y monárquicos, aflojarán a su superficie sus eternos fermentos separatistas y cantonales. Me parece que Cartagena y Barcelona lo han dicho bastante claro en la primera y segunda República. Cuando una nación lleva en sí un problema político tan fundamental como es este de la eterna provisionalidad de su propia formación y unidad de nación, de su propia razón de existencia, todos los demás deben pasar a segundo plano. Para orientar toda una política, debía de bastarle a España este encadenamiento de evidencias: España tiende a la diversidad y a la separación; la republicanización de España significa, automáticamente, la reaparición de su tendencia disgregadora y federal; la disgregación y federalización de España significa, automáticamente, su debilitación frente a las ambiciones extranjeras. Es peligroso —decía gráficamente un escritor— deshojar la alcachofa tan cerca de las fauces golosas que la apetecen.»
Pemán, en un libro olvidado, «Cartas a un escéptico en materia de formas de gobierno», bosqueja toda la incoherencia del constitucionalismo liberal, de la Monarquía apoyada en el sufragio universal. Y se convierte en un ejemplo práctico de los daños que causa el liberalismo llamado católico, que pretende conjugar ciertas prácticas religiosas en la vida privada y una acción pública inspirada en la masonería, con leyes anticristianas.
Por algo Pío IX había dicho de los liberales católicos: «Lo que nunca conseguirá un error manifiesto, es posible que llegue a conseguirlo esa corriente de opiniones llamadas liberales, admitidas por muchos católicos, por otra parte honrados y piadosos, cuya religión y autoridad sirve de cebo para atraer a los incautos hacia sus opiniones perniciosas. Advertir, pues, que en las numerosas ocasiones en que Nos hemos censurado a los partidarios de las opiniones liberales, jamás nos hemos referido, por ser completamente de sobra, a los declarados enemigos de la Iglesia, sino tan sólo a los que acabamos de designar; los cuales, conservando oculto el virus de los principios liberales con que se han amamantado, y bajo pretexto de que no está impregnado de una malicia manifiesta, y de no ser, según ellos, nocivo a la religión, lo inoculan fácilmente en el cuerpo social y propagan de esta suerte las semillas de esas revoluciones que desde hace tiempo estremecen al mundo entero.»
Jaime TARRAGÓ
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Última edición por ALACRAN; 13/01/2025 a las 14:10
"... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)
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