Hace casi dos siglos que visitó nuestro país George Borrow. Aunque él y su libro «The Bible in Spain» son menos conocidos de lo que en justicia debieran ser conocidos y estudiados.

Galdós tenía por Borrow una singular admiración y fue quien primero recomendó la lectura de aquel libro admirable. Entre Borrow y Galdós existían indudables afinidades.
También Galdós era andariego y recorrió toda España, visitando no las ciudades importantes, sino los más míseros villorrios y las más apartadas aldeas para conocer de cerca la auténtica psicología y la verdadera fisonomía del pueblo español con sus diversos aspectos y varias modalidades. Afrontaba las incomodidades de los viajes en pésimos carricoches, la pobreza de las posadas pueblerinas, el trato de arrieros, labriegos, mercaderes trashumantes, en pleno contacto con nuestro más humilde, pero más pintoresco y más interesante estado llano. Y esa fisonomía española es la que Galdós nos dejó en sus novelas.

¡Qué emoción produce ver en España de Borrow a tanta distancia! Es un extranjero que nos vio con buenos ojos, con sincera simpatía. Y con él no nos indignamos, como con Dumas o con Gautier, que exageraron, acaso por un prejuicio nacional, sus visiones de España.
Leyendo hoy a Borrow—pueda leerse la magnífica traducción de «La Biblia en España» hecha por Manuel Azaña—por comparación, se advierten los cambios que en nuestro país se han operado.
La actividad, la prosperidad, han pasado de unos lugares a otros. Ciudades entonces en auge, han perdido su antiguo esplendor, y otras que eran de muy escasa importancia y vecindario, son ahora emporios de vida y de riqueza. Es el fenómeno del desarrollo industrial, que es la característica de la Europa después del primer tercio del siglo XIX. Comarcas que entonces se hallaban en estado semibárbaro, ahora maravillan por su desarrollo.
Es el milagro de las fáciles comunicaciones, del impulso de las redes ferroviarias, que si trajeron un desenvolvimiento económico, también trajeron una gran ampliación cultural. Ahora bien, lo que se ha ganado en dos siglo de progreso, se ha perdido ciertamente en colorismo nacional.

Era entonces más típica, más variada la fisonomía española. En primer término se perdió el uso de los trajes regionales. Ya éstos no existen, ni aun determinados lugares, y ni aun como nota extraña de una tradición que se perdió.
¿Y los tipos nacionales? ¿Y los oficios característicos? Si se repasan hoy las páginas de aquel libro tan ameno como curioso, «Los españoles pintados por ellos mismos», nos sorprendemos de que aquellos tipos han desaparecido por completo.
Ninguno de los que vio Borrow, y describió, en sus andanzas por España, existen ya. Ya no son más que un recuerdo los aguadores asturianos y los caleseros valencianos en Madrid que el inglés trashumante saluda y alaba.
Ha desaparecido el tipo del contrabandista profesional, que entonces eran legión. Y el bandido clásico, salteador de caminos, que entonces acechaba al viajero en cada encrucijada de los desiertos caminos y que infestaban la mayor parte de las comarcas españolas.
Hasta el ladrón de oficio, que incluso vestía a su manera: camisa de una blancura extrema, chaleco de seda verde o azul con muchos botones de plata, faja carmesí y anudado en torno de la cabeza un pañuelo de vivos colores de los telares de Barcelona. Formaban como una casta especial y se hacían distinguir aun en la misma Cárcel de Corte, en Madrid, donde los conoció Borrow.

Los venteros, los arrieros... El tren y el camión los han ido extinguiendo. Durante algún tiempo, los arrieros maragatos tuvieron a su cargo el transporte del dinero. La organización bancaria los ha anulado ya hace décadas.
Muchas, muchas cosas han desaparecido para siempre. Característicos eran también aquellos mendigos, los mendigos españoles famosos en el mundo entero. De ellos hablaban los embajadores y los viajeros en la España de pasados siglos.
Los inmortalizaron Cervantes y posteriormente Quevedo. En las novelas de Galdós nos los tropezamos a cada paso, y sobre todo los dejó con relieve imperecedero en las páginas de «Misericordia». Y en Baroja y en Valle-Inclán posteriormente.

Acaso por ser lo que más se ofrecía a su vista, en el viajero español, es de mendigos de que nos habla Borrow. Bien es verdad que desde que, en camino de Elvas a Badajoz, en el momento mismo de entrar en España, al atravesar el riachuelo fronterizo, le saluda la salmodia de un mendigo español pidiéndole una limosna. Pedía no para comer, sino para emborracharse. Pagaba con bendiciones a quien le daba la limosna y con maldiciones a quien se la negaba. Por todas partes, mendigos, mendigos en legión. En las ciudades y en los villorrios, en las calles y al borde de los caminos.

En Madrid encuentra los «mendigos de la Mancha, hombres y mujeres que. embozados en burdas mantas, imploran indistintamente la caridad a las puertas de los palacios o de las cárceles». De Galicia, el suizo Mol, le dice que no le gusta el país «porque allí todos mendigan, y como apenas tienen para ellos, menos tienen para él, que es forastero». Y Borrow lo comprueba. En Ferrol «la mitad de los habitantes piden limosna»... «Una turba de pordioseros importunos me siguió hasta la posada y aun intentó penetrar en mi habitación.» En Santiago de Compostela, el librero lo lleva a ver las chozas en que viven los leprosos—ya no suena la carraca, como en los siglos medios, anunciando el campamento donde se hacinaban los gafos—y le dice: «En otro tiempo la leprosería estaba bien dotada. Ahora los leprosos menos repulsivos se sitúan por lo común al borde de la carretera y mendigan para todos.»
En Sevilla, «las calles son angostas, mal pavimentadas, llenas de suciedad y mendigos». Allí conoce a Manuel, hombre miserable, sin casa, sin dinero, hambriento y destrozado, pero «de condición natural tan noble, honrado, humilde, pero digno».

Borrow apuntaba algunas consideraciones de pasada: España era uno de los pocos países de Europa donde nunca se insulta a la pobreza ni se mira con desprecio. En España, los mismos mendigos no se sienten degradados porque no besan ningún pie e ignoran lo que es verse abofeteados y escupidos.
Cierto. De ahí que perdurara esa especie de mendicidad andante, par de la hidalguía caballeresca, que si antaño tuvo segura la sopa boba de los conventos, ahora se asegura las sobras del rancho o la pitanza en los comedores de caridad.