Hacia 1835, cuando vino Jorge Borrow a España, este país nuestro padecía de una dicotomía cultural, es decir, de dos "status" de cultura diversos, de una dispar y doble vertiente del ánimo social.
En el Albaicín de Granada, en los barrios exteriores de otras ciudades meridionales, como aquellos de que se dice en el verso que cita Gautier:
"Aux vieux remparts de Seville nous danserons la seguidille...";
se vivía una vida colorista, analfabeta, pura; en nada europea, pero tampoco en nada africana, contra lo que quiera decir la salida de tono de Dumas; era auténticamente ibérica, tal vez de motivos o valores mentales antiquísimos, contagiada, empero, de un elemento adventicio y extraño, el gitano, que había llegado a ésta península no mucho más de cuatrocientos años antes, y que ya era reputado como característico y representativo de lo nacional; bien es cierto que falsamente reputado.
En trueque, en las ciudades de cierto bullicio mercantil, habitadas en mucha parte por una clase media incipiente, poco antes de aparecer los primeros faroles de gas y de que Mesonero Romanos nos contase las costumbres de aquella sociedad, se vivía otra vida penosamente imitativa de Europa.
Eran dos mundos diversos, el uno de fraques con botonadura dorada y con ideas de Bentham en la cabeza, con un formidable sentido individualista de la existencia humana, y todo acompañado por el contrapunto del tambor liberal de los milicianos.
Cuando Borrow vino a España, nada menos que a vender Biblias protestantes, o a regalarlas, por cuenta de la Sociedad Bíblica de Londres, era hombre joven, pero ya de dilatada y tumultuosa historia.
Menos universitario y estudioso con método, lo había sido todo: faquín en los muelles de Londres, buhonero y viajero en el país de Gales, emigrante a Rusia, escritor urgente. Se trataba, pues, de un autodidacto, con una preparación intelectual de acarreo, sin cauce organizado.
Este es el hombre que va a juzgar a España; éste es el hombre que va a crear la leyenda romántica de España, en la que Europa, y gran parte de América, toda la que se nutre de París, va a creer durante todo el siglo XIX, y aún después.
Este Borrow en 1842 imprime su "Biblia en España", descripción muy de primera mano y bastante veraz de 'la España de los primeros años isabelinos, evidentemente los de más calentura romántica.
La España en que va a caer Borrow es la del tipismo popular, tocado del alcaloide de la gitanería. Para él, España va a estar representativamente personificada en el "gypsay", o sea el gitano egipcio, de catite y chupa de alamares, y ellas con faralaes y el talle ágil; aunque ya Borrow sabe perfectamente que es fábula lo del Egipto gitano, y para demostrar su ciencia añade a "La Biblia en España", y al otro libro que escribe un año antes sobre los zíngaros españoles, un extenso catálogo del lenguaje "caló", con sus semejanzas y aproximaciones sánscritas, según él cree, aunque parecen ser drávidas, o del idioma de la gente paria del Indostán.
Bien es verdad que Borrow ha conocido otros ambientes españoles; por ejemplo, el de las antesalas ministeriales Como estaba inmediatamente amenazado de cárcel por aquello de repartir Biblias protestantes, había de procurarse la benevolencia de algunos personajes politices. Sabe lo que es un ujier imponente con veneras al pecho; sabe lo que es la calleja madrileña de entonces, abrumada por el portalón ducal que, hay en una esquinada; alguna vez ha pasado los ojos por las botillerías románticas, y quizá no estuvo del todo ausente del Parnasillo, y algún día conoció allí a Espronceda, de frac de color de avellana, y a Bretón de los Herreros, con su ojo tuerto.
Pero todo esto es pasar. Su estar, que es muy distinto al pasar, lo asegura en la sociedad popular y analfabeta, tan hermosa y profunda de cultura histórica y de la sangre, como delgada y leve de la otra cultura que se aprende en las escuelas y consta en los libros.
Así no es rareza que por haber recibido el mundo su información española de este Borrow de 1840, todas las estampas de la época representan a una España de catite y chupa corta, y de mujeres de floridas cabelleras, que a la manera de aquella Lola de Valencia, que celebró Baudelaire, no tienen otra cosa que hacer en este mundo que bailar las seguidillas, el bolero castizo y el vito. Sí, las muchachas que llamamos de estampa romántica, y después hemos decidido llamar de pandereta, tienen, como aquello que Baudelaire le achaca a Lola de Valencia, "el insospechado encanto de un joyel rosa y negro".
No es extraño que los dibujos españoles de Gustavo Doré representen siempre escenas de esta España meramente pictórica; las boleras eternas, con sus faldas huecas y movedizas, y el pesado flamenco de calañés y alforja multicolor al hombro, recostado en uno de los imponentes pilares de la catedral de Sevilla.
Todo esto ha cundido por el mundo durante ya casi siglo y medio, en cuanto versión fosilizada, y para el vulgo intelectual de Europa y de América.
No había otra de España, como en tiempos más lejanos los panfletos de Antonio Pérez elaboraron toda la opinión política, calvinista y orangista contra España; los tratados de fray Bartolomé de Las Casas fabricaron sin querer la leyenda negra indiana, y las memorias de la condesa D'Aulnoy nos han presentado eternamente, hasta ahora, como el país de los cirios verdes, los autos de fe, y las trapatiestas palaciegas que se desenvuelven en el intermedio de dos rezos.
El dictamen de Borrow, escritor veraz "desde" su ambiente, pero ciego para el conjunto nacional, quequisiera explicar, es perfectamente tachable de parcialidad personal, puesto que él venía a España a propagar Biblias protestantes y a hacer hendidura en la unanimidad católica de este país.
El era “progresivo”; al resistirse el país a su penetración, queda inmediatamente calificado de “regresivo”, y esto es lo que aprende Europa, y así hemos estado durante casi dos siglos más.
Es dañosa para España la información excesivamente colorista que de ella hicieron los viajeros extranjeros, siquiera su afición estética se note por amistad o amor. Hay una leyenda rosada, que a poco que varíe el ánimo del contemplador, se convierte inmediatamente en negra.
La España de pandereta, que de los informes románticos de 1840 procede, es de urgente abolición. Su mismo esteticismo es arbitrario, y es de monotonía la unicidad de su temática. Hay muchos asuntos que parecen insignificantes, como éste, y no lo son. Si bien se piensa, de inocuo no hay nada en este mundo.
Marcadores