La madrileña calle del Perro nacía en la de Jacometrezo y moría en la de la Justa. Tres callejones sinuosos cochambrosos y mal reputados socialmente. El moderno tercer trozo de la Gran Vía madrileña destrozó por completo la calle del Perro, y dio un enorme tajo a las de Jacometrezo y de la Justa (que hoy lleva el nombre de Libreros).
Hacia el centro del callejón del Perro se alzó, desde principios del siglo XV, un caserón de dos pisos, tétrico y feo, en el que montó su laboratorio de ciencias y magias negras don Enrique de Villena, hijo de don Pedro de Aragón —que murió a caballo en Aljubarrota— y de doña Juana, hija bastarda del rey don Enrique II de Trastámara; y nieto del bravo y ambicioso don Alfonso de Aragón y de Foix, conde de Ribagorza por su estirpe aragonesa, y primer marqués de Villena por magnanimidad de aquel don Enrique II, que repartió mercedes.

Muerto su padre, don Pedro, en Aljubarrota, quedó don Enrlque de Villena único heredero de su abuelo don Alfonso y con posibilidades aquél de unir en su persona las coronas de Aragón y de Castilla. Se comprende que don Alonso concentrara y centrara sus ambicionas nobiliarias y reales en aquel nieto.
Y se comprende aún mejor su rabiosa irritación a enterarse de que don Enrique carecía de aficiones y de aptitudes bélicas, pues que su nacimiento había coincidido estando el sol en Aries, que es la casa de Mares»; lo cual significaba, que tal conjunción estelar nada tenía que ver con el heroismo guerrero y si mucho con la ciencia, paciencia y santidad.
Aseguró el terrible don Alfonso al aterrado astrólogo (o estrellero, como entonces se decía) que su casta era de guerreros con espada y cetro, y que, por ende él no consentiría, ni contribuiría con su fortuna, al fomento de la vagancia y de la cobardía de clérigos, troveros y mágicos.

Despreciado y abandonado por su abuelo y aun niño, entendía el castellano de su madre, el catalán de los escuderos de su abuelo, el árabe falseado de los campesinos, el latín de los capellanes, el hebreo de los mercaderes que merodeaban los días de mercado en torno al castillo de Villena.
Cumplidos seis años, su madre doña Juana le sorprendió leyendo en uno de los códices del “Baladro del sabio Merlín”. Desde entonces, le tuvieron por criatura misteriosa y muy docto en estudios acerca de la piedra filosofal y horóscopos, practicante de alquimias y magias.
Don Enrique, ya adolescente, consiguió varias recetas que pretendían ser válidas para la fabricación de la piedra filosofal siempre que se mezclaran “debidamente”.
Estudiando en Salamanca, don Enrique frecuentó una sombría y húmeda cueva situada a espaldas del altar mayor de la catedral vieja, donde un clérigo muy versado en ciencias y artes prohibidos por la Iglesia, adoctrinaba en los satánicos ejercicios.

Casó don Enrique, coaccionado por el rey don Enrique III (el Doliente), con doña María de Albornoz. Don Enrique la repudió (desoyendo los anatemas y los rigores reales), y se encerró en su casón de la calle del Perro para dedicarse con plenitud a las ciencias tanto ortodoxas como heterodoxas.
Pronto aquel Madrid medieval se espantó de los rumores puestos en circulación acerca de la empresas demoníacas de don Enrique, y las gentes procuraban no pasar ante su antro y solo bajo santiguaciones y jaculatorias.

Según el cronista del siglo XV, Fernán Pérez de Guzmán, (quien en sus Generaciones y semblanzas” coleccionó retratos preciosos de algunos de sus contemporáneos famosos) “fue don Enrique pequeño de cuerpo y grueso, el rostro albarizo y colorado... Fue naturalmente inclinado a las ciencias e artes e tan sotil e alto ingenio había a natura, que ligeramente aprendía qualquier sciencia... Se dio mucho a la Astrología... Muchos, burlando, decían que sabia mucho en el cielo y poco en la tierra... Non se deteniendo en la sciencias notables e católicas, dexóse correr a algunas viles o raeces artes de adivinar e interpretar sueños e estornudos e señales, e otras cosas tales, que ni a príncipe real, e menos a católico cristiano convenían, e por esto fue habido en pequeña reputación de los Reyes de su tiempo, y -en poca reverencia de los caballeros”.

Cuando se encerró en su casón de la calle del Perro, grueso adiposo, arrugado en colgajos, ya no era sino un pobre excondestable, exmarqués, exconde, exmaestre, exmarido... Ya no le quedaba a don Enrique sino el Señorío de Iniesta, en tierras de Cuenca. Y, por supuesto, también le quedaba su magisterio en ciencias ocultas. Juraban aquellos madrileños que el antro de don Enrique servia de hospedaje a endriagos, trasgos, basiliscos, camuñas, larvas, lémures, íncubos súcubos... Y de noche, en torno el caserón, volaban unos murciélagos grandes como buitres, y velaba un enorme perro grande como león, con ojos luzbélicos y espeluznantes ladridos.

Muerto en soledad don Enrique, el 15 de diciembre de 1434, pronto corrupto su cuerpo por azufres y otras pestilencias, aún pasaron unos días antes de que el obispo inquisidor don Lope Barrientos decidiera la necesidad de entrar en el antro. El prelado ordenó que todos los libros del marqués de Villena fueran llevados a la plazuela de Santo Domingo, ante el convento, y allí quemados en hoguera.