«DISCURSO DE LAS ARMAS Y LAS LETRAS»
Su tradición procede del famoso discurso que, hablando de armas y letras, puso Cervantes en labios de Don Quijote:
Hacían un alto en el camino. Estaba con él Sancho; muchos otros amigos, ilustres algunos, le acompañaban: el cura, el cautivo Cardenio, Marcela. Tenia sentada a su derecha la que supuso Infanta. La jornada, hasta aquellos momentos, fue dura. No pocos trabajos les rindieron, anochecía la hora, y atendían todos a reparar fuerzas en torno a una mesa, abastecida de vino y manjares. No daba muestras de necesitarlos Don Quijote. Embebecido con las «inauditas y sorprendentes » cosas que estaban pasándole, se le fue el santo al cielo, dio cara al tema y comenzó a hablar.

Sancho Panza, puesto siempre en lo suyo, lamentaba que a su amo le diera por endilgar razones «en tanto —dice Cervantes— que los demás cenaban, olvidándose de llevar bocado a la boca; puesto que yo (Sancho) le había dicho que cenase; que después habría lugar para decir lo que quisiese».
Por su parte el cura, habiéndole escuchado desde el principio hasta el final, sin perder sílaba, aseguró al hidalgo «que tenia razón, en todo cuanto había dicho en favor de las armas; y que él, aunque graduado y letrado, estaba del mismo parecer».
Debió de sonreír Don Quijote, pagado con esto. Las damas con su presencia pagaron inspirándole. Y él cumplió entreteniendo al concurso, echando a volar sentencias, añadiendo a las almas quilates de precio.

Cervantes, para explicar el hechizo con que atendían al hidalgo sus oyentes, dejó indicadas las dos leyes con llanas palabras cuando dice: «De tal manera y por tan buenos términos iba prosiguiendo en su plática Don Quijote que obligó a que por entonces ninguno de los que escuchándole estaban le tomasen por loco (evasión del poeta) antes como todos los más eran caballeros a quienes son anejas las armas (posición del poeta en la naturaleza de los demás) le escuchaban todos «de muy buena gana».

En su "discurso de las armas y las letras" inclinó la balanza a favor de las armas, «porque el fin de las armas es—dijo—traer y mantener la paz entre los hombres; y, fuera de Dios, no cabe pensar en más alto fin».
Don Quijote, lleva, como quien no quiere la cosa, el agua a su molino. El cura que le escucha acaba también acatando las razones del hidalgo en pro de las armas. Por mucho que digan las letras, «que sin ellas no se podrían sustentar las armas, porque la guerra también tiene sus leyes...», las armas responderán «que las leyes no se podrán sustentar sin ellas (sin las armas), porque con las armas se defienden las repúblicas...»; etc.
El razonamiento es magnífico en labios de Don Quijote, hijo de una civilización castrense que fue la forma organizada de aquellos siglos.
El mismo Cervantes se fue quizá al otro mundo creyendo honradísimamente haber servido más a España en Lepanto que dejándole su obra inmortal.

La armonía de las armas y las letras se realiza pausadamente, a impulsos del aura renacentista que, al ir aireando los tesoros de la antigüedad clásica, penetraba en los salones palatinos, donde los príncipes se dejaban leer los hechos homéricos de Troya, los relatos de Jenofonte, las aventuras de Ulises y Eneas, con todo el magnetismo poético de las paganas teogonías, y donde ellos mismos se buscan cronistas y eligen poetas que canten sus hazañas. Y si bien es cierto que los monarcas medievales fundaron las primeras Universidades, la fascinación ante las letras antiguas fue la determinante de la revolución humanista que inundó a Europa.

El humanismo otorgó plena conciencia a los pueblos, y los que, como España, alcanzaron en aquella sazón su cénit geopolítico, descubrieron los grandes filones de una cultura universal, filtrada luego en los propios cauces de su destino histórico. Por eso nuestro gran Nebrija, al ofrecer su «Arte de la lengua castellana» a la reina Isabel, presintió y consideró que siempre la lengua fue compañera del Imperio.

Cuando Menéndez Pelayo, como un coloso juvenil, levantó él solo la montaña de «La ciencia española», nos descubrió horizontes que ya parecían definitivamente cegados al perder España el rumbo histórico de su destino. A la pujanza del siglo XVI, a la áurea decadencia del XVII, siguieron la desintegración extranjerista del XVIII y la postración del XIX, donde unas cuantas voces esporádicas —Balmes, Donoso, fray Ceferino González y un poco más adelante el genial don Marcelino — trataron de restaurar el antiguo humanismo español, escépticamente relegado por los filisteos intelectuales de la Institución Libre de Enseñanza.

En aquella coyuntura dolorosa llegó la generación de Franco, la de José Antonio, la de Ramiro. El Alzamiento del 36 no fue sino una consecuencia en las armas de lo que ya hace mucho tiempo estaban avisando las letras. La antigua armonía se había perdido. No ya el famoso discurso cervantino, sino al propio Don Quijote se le pretendió haber enterrado para siempre.
Una de las consecuencias espirituales del Movimiento se manifestó en la avidez poética hasta el misticismo con que trató de recobrar para el individuo la más plena conciencia de su ligazón a la Patria.

La proclamación del hombre como portador de valores eternos sería nula sin el reencuentro de su propio destino histórico, ligando en una noble consigna lo efímero y relativo de un acontecer temporal con el inmanente destino de un alma y de una Patria. Acción doctrinal, acción educadora, inspirada en las constantes históricas y tradicionales del pueblo español.