La lengua, compañera del Imperio
Es de dominio público que, salvo el infante Don Fernando, todos los demás vastagos de Felipe el Hermoso y de Doña Juana, hija de los Reyes Católicos, fueron educados en tierras de Borgoña y por gentes de aquella nacionalidad. Cuando acaeció la muerte del rey Don Fernando el católico y tomó la regencia el cardenal Cisneros, comenzaron a moverse y a inquietarse el deán de Lovaina y el señor de Chievres: el príncipe Carlos (futuro Carlos I de españa) el heredero, no hablaba en absoluto el castellano, expresándose, en cambio, en flamenco, en francés y en alemán.
Bien pudiera esto explicar su entrega a aquella famosa caterva de consejeros (aunque se esté muy lejos de decir, por ejemplo, que Adriano de Utrecht fuera un mal hombre). Aunque vivía todavía Doña Juana la Loca, la negrura de sus melancolías, recuerdos y tristezas no la hacía apta para gobernar, por lo cual, en que Don Carlos fuese reconocido como rey coincidieron tanto los consejeros del príncipe como el propio Cisneros. Y así se hizo a la vela y arribó a España el joven monarca, jurado ya en todas partes y aclamado como soberano, sin que en lengua de sus reinos españoles dijera palabra alguna.
Sus subditos, que pronto tomaron ojeriza a todo lo extranjero, se lo expusieron lisa y llanamente en las Cortes de Valladolid, donde los procuradores le rogaron que hablase en castellano «porque haciéndolo así aprendería más presto el habla y podría entender mejor a sus vasallos y servidores y ellos a él».
No debió desatender la súplica Carlos I y se aplicó a entender y a aprender la lengua de Castilla, a la que amó prendidamente a lo largo de su vida, como demostró de modo cumplido. De él se ha dicho que la reputaba lengua de ángeles y la única apta para hablar con Dios.
Por lo menos no tuvo otra para expresarse en la Corte pontificia en la que, contestando al discurso de salutación que le dirigió el francés obispo de Macon cuando fue a coronarse Rey de Romanos, comenzó de esta guisa: «Señor obispo, entiéndame si quiere y no espere de mí otras palabras que de mi lengua española, la cual es tan noble que merece ser sabida y entendida por toda la gente cristiana.»
Podemos imaginar su aprendizaje de la lengua en Granada en 1526, año en que pasó varios meses en la ciudad del Darro. Allá fundó la Universidad y comenzó el famoso palacio de Carlos V, con la exacción que se hizo a los moriscos. Allí se sintió muy español ocupándose de la Capilla Real, donde yacía su padre pero también los cuerpos de los Reyes Católicos. Allí, se casó enamorado de su mujer y tendría con ella coloquios en castellano, que sería su idioma común, pues eran primos y ambos nietos de Fernando e Isabel, por ser ella hija de Doña María de Castilla y el rey portugués Don Manuel.
En Granada en suma, terciaría en las discusiones literarias en que andaban enzarzados, en una alta justa de cultura, el embajador Andrea Navagiero, el glorioso Garcilaso de la Vega y el catalán Juan Boscán introductor y primer cultivador del endecasílabo itálico en las letras castellanas.
Fue Carlos I quien, dando de mano el latín hasta entonces usado, llevó el castellano a las cancillerías y lo hizo el idioma internacional de su poder y, de su gloria, gesta bien difícil de olvidar.
El César ansiaba la expansión de nuestro idioma; sus excelencias llegaron a parecerle incontestables. En las propias Leyes de Indias, se halla la Ley XVIII, Libro VI del Tomo II. En ella, y por altísimas razones, el emperador empuja y dispone la introducción del castellano entre los indios, es decir, mete en sus provincias americanas el soberbio idioma de que hoy se ufanan tantos millones de hispanoparlantes.
Dicha ley de Indias la dio Don Carlos I en Valladolid el 7 de junio de 1550. Dice así:
«Habiendo hecho particular examen sobre si aun en la más perfecta lengua de los indios se pueden explicar bien y con propiedad los misterios de nuestra santa fe católica, se ha reconocido que no es posible sin cometer grandes disonancias e imperfecciones, y aunque están fundadas cátedras donde sean enseñados los sacerdotes que hubieren de adoctrinar a los indios, no es bastante por ser mucha la variedad de las lenguas. Y habiendo resuelto que convendrá introducir la castellana, ordenamos que a los indios se les pongan maestros que enseñen a los que voluntariamente lo quisieren aprender, como les sea de menos molestia y sin costa: y ha parecido que esto podrían hacer bien los sacristanes, como en las aldeas de estos reinos enseñan a leer y a escribir, y la doctrina cristiana.»
¡Qué bien vio y anticipó Nebrija, al dedicar su Gramática a la reina IsabeL
que «la lengua es compañera del Imperio»! Carlos de Gante, Carlos de España hizo realidad esta doctrina con su voluntad cesárea. Tenía muy bien ganado decir aquel sonoro y limpio «¡Jesús!» con que entró en la eternidad.
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