El retorno a la fe para la reconstrucción política
Como muy exactamente decía Balmes, la afirmación de que para el pueblo español es la religión el más fecundo factor de regeneración no ha de interpretarse en el sentido genérico de su benéfica influencia sobre las almas- y sobre la sociedad, a la larga-, sino que tiene un sentido más concreto e inmediato: la posibilidad de que la fe inspire un reconstrucción política, posibilidad que no existe en muchos países, a pesar de que el catolicismo es el mismo para todos.
Tampoco debe entenderse que una organización totalitaria del estado deba tomar la religión como instrumento de gobierno e imponerla con los medios educativos, propagandísticos y coactivos a su alcance. La estructuración política de los regímenes totalitarios no es, como tal estructura política, cristiana ni aun religiosa, sino precisamente eso: totalitaria. Su dios, como para el socialismo, es el Estado centralista, y el ideal que le guía, la creación de un instrumento organizador perfecto por medios puramente humanos o técnicos. Y su conjunción, en algunos casos, con una confesionalidad, no puede traer más consecuencias que un proteccionismo estatal a medios religiosos, que más escandaliza que aprovecha.
Cuando decimos que la religión católica ha de ser en España la base y el espíritu vivificador de una posible restauración social y política, queremos expresar la convicción de que el pueblo español, puesto en condiciones de desarrollar sus impulsos políticos o económicos- sociales en general- por cauces verdaderamente naturales, es decir, libres tanto de estructuraciones previas y artificiales como de propagandas ideocráticas, lo hará todavía bajo la inspiración del cristianismo, como raíz civilizadora que se halla penetrada con el alma nacional.
Trataré de expresar esto mismo en un ejemplo histórico: La conquista y colonización de América fue una obra extraordinaria de formación política y civilizadora que los españoles realizaron proyectando sobre aquellas tierras lo que eran y lo que poseían. Muchos interpretan esta empresa como una ejecución sabia y minuciosa de nuestros reyes: algo así como una ocupación realizada según un plan pre visto. Otros quieren ver en los conquistadores y colonizadores una misión de hombres providenciales- legiones de santos y de héroes- que fueron movidos por un aliento sobrenatural y generoso. En realidad, ni la Corona podía controlar, como hoy decimos, las avanzadas donde realmente se ganaban las batallas decisivas y perdurables, ni los españoles que tomaron parte en aquella empresa fueron impulsados por motivos muy diferentes del deseo de aventura o de fortuna, que son normales en estos casos. Lo que sucedió es que aquellos hombres, aun obrando generalmente por fines puramente humanos e improvisando los medios de dominio y captación que les inspiraban su ingenio y las circunstancias, como eran íntimamente cristianos por educación y por herencia, realizaron una obra que, en su conjunto y en sus consecuencias, fue profundamente cristiana y civilizadora, es decir, hispanizadora.
De análogo modo, cualquier verdadera restauración política e institucional ha de nacer y crecer de la sociedad misma, de las reservas e impulsos espirituales que ésta posea. Ni el espíritu público, ni la honradez, ni la conciencia religiosa o el espíritu de caridad, pueden ser producto de la acción estatal o de las leyes, que más bien tienen el poder de asfixiarlos si rebasan su propio campo. Y el pueblo que no posea ya, ni aun potencialmente, esas fuerzas del espíritu, no puede esperar sobre sí más que una sucesión de períodos de dirigismo y de anarquía.
En este retorno a la fe para una reconstrucción política no correspondería a la autoridad civil más que el reconocimiento de la Iglesia, como sociedad dotada de libertad y convivencia, en su terreno jurisdiccional, prestándole con su fuerza la ayuda en sus derechos como a persona jurídica; y el mantenimiento de la unidad religiosa del país, por acatamiento a la verdad y porque es el más fuerte aglutinante social, mediante una acción meramente negativa, estrictamente jurídica. No puede ser el estado el evangelizador de la nación ni de los grupos disidentes, porque ni corresponde a su función, ni sería capaz de hacerlo, sin producir más escándalo e injusticia que beneficio. En esta espinosa delimitación de los fines del poder público nuestros antepasados dieron en la solución políticamente justa con la institución del Santo Oficio o Inquisición, que perseguía como delito de Estado la heterodoxia, o más bien, la expresión y propaganda de la heterodoxia. A ella debemos la conservación de la unidad católica entre nosotros, y ella representó en su tiempo el derecho de toda una sociedad edificada sobre una fe y vivificada por alientos interiores a defenderse contra las fuerzas exteriores que pretenden minar el fundamento mismo de su comunidad espiritual.
Podrá presentarse como objeción la natural y humana libertad de vida y conciencia de los grupos disidentes que existan en la nación. Nuestros mayores resolvieron también este problema con un criterio realista y verdaderamente político: el fuero. Las comunidades hebraicas o las colonias moriscas que vivían en nuestro suelo poseían un fuero o cara de libertades concretas que les permitía vivir en paz y libertad interna, siempre que no atentaran contra el medio general en que vivían. Cuando la sociedad se identificaba con la Cristiandad y era un gran organismo vivificado por una fe común, los grupos disidentes vivían localizados dentro de ella sin perjudicarla y podían a veces ser absorbidos lentamente y sin violencia como sucede con los cuerpos extraños enquistados en un organismo sano. La historia ha demostrado que estas comunidades disidentes vivían tanto más independientes y toleradas cuanto más homogéneo y fuerte en su fe era el medio en que se hallaban enquistadas, variando su suerte con los tiempos en razón de ese factor.
Misión del Estado ha de ser, pues, ordenar y preservar el cuerpo social para que pueda éste cumplir sus fines y desarrollar su vida. Y este cometido de preservación ha de cumplirse ante todo en lo que concierne al principio espiritual básico, aglutinante e impulsivo del dinamismo social: la comunión religiosa de las almas. “Si el fin del hombre es divino- dice Mella- la sociedad debe ser el camino para alcanzarlo; y el poder legítimo tiene por obligación dejar expedita esa vía para que el hombre no se separe de ella y llegue al término feliz del viaje”.
Cuando un pueblo deja de asentarse en la común sumisión racional y voluntaria a un mismo Dios, surge una pluralidad de ídolos que la sociedad crea para mantenerse y suplir la fe perdida, sometiendo a los hombres a una aceptación irracional, humillante. Así, los países occidentales están hoy de acuerdo en la libertad religiosa: ningún dogma ni confesionalidad debe sentenciarse como objetivo o como socialmente prevalerte. Sin embargo, la democracia para los países anglosajones, el Estado para los alemanes, el odio a Alemania para los franceses, han venido a constituir otros tantos mitos o dogmas nacionales, tan indiscutibles y descalificantes entre ellos como la herejía entre los medievales. Discutid con un francés cuanto queráis de lo divino o lo humano: podréis hacerlo discreta y ponderadamente mientras no toquéis a esa ridícula fobia: sólo entonces aparecerá la convicción con su carga de sentimentalidad y su vacío de racionalidad. Aquella sociedad ha encontrado de momento en ese minúsculo y grotesco imperativo, el factor aglutinante y comunitario que ya no posee en ningún otro impulso interno.
Por otra parte, una verdadera y estable libertad sólo puede lograrse socialmente sobre la base de la comunión en un espíritu vivo y actuante. Una reconstrucción social por medio de instituciones autonómicas aglutinadas por un poder al que limitan, tal como la que sugiere Mella, no es posible más que en el seno de una sociedad animada por impulsos morales y religiosos. Sin ellos, no se concebirían ni la cohesión y espíritu públicos necesarios para agruparse sólida y eficazmente, ni la armonía y concierto entre las distintas instituciones, a no ser por un orden consuetudinario vigoroso, que no existe cuando de una reconstrucción se trata.
La crisis de impulsos comunitarios de raíz espiritual y religiosa conduce de modo fatal a la tiranía y la esclavitud. A menos represión interna suple necesariamente una mayor represión exterior. Los métodos de control y vigilancia externa del Estado contemporáneo fueron desconocidos en cualquier sociedad antigua, incluso pagana. En la época del Renacimiento se llamaban utopíasa los proyectos de organización política perfecta en que el Estado poseía la dirección y control de toda la sociedad. Hoy, en cambio, lo que resulta utópico para la mayor parte de los pueblos es la aspiración de aflojar los sistemas de intervención para ceder un sector a la libre iniciativa de los individuos o los grupos.
Puede hoy apreciarse todo el alcance filosófico y social que tenía aquel grito de los guerrileros realistas de 1828 que recoge la historia con estas palabras: “¡Viva la Inquisición, muera la policía!” El amor a la Inquisición, que determinó su anárquica restauración por el pueblo en mil lugares después de ser suprimida durante el reinado de Fernando VII, representaba la autodefensa instintiva de una sociedad que pugnaba así por su verdadera libertad, por las condiciones internas y humanas de su posibilidad.
“La civilización atea- concluye Mella- se apoya en la autonomía de la razón y conduce a la servidumbre. La civilización cristiana se apoya en la obediencia y termina en la libertad”.
La monarquía social y representativa en el pensamiento tradicional. 1954
El retorno a la fe para la reconstrucción política
La Revolución anticristiana es, ante todo, el escenario propicio para que el Anticristo instaure la Satanocracia. Desde Lutero, pasando por la revolución francesa hasta la revolución bolchevique, lo único que se ha buscado es aniquilar al hombre desafiliandolo absolutamente: Lutero rompe con la filiación divina, la revolución francesa rompe con la filiación histórica que se traduce en la pertenencia a una Patria... y los rojos aniquilaron la filiación humana por lo que destruyeron la familia... solo la Fe Católica enseñada por la Iglesia Una y Santa, con cede en Roma, podrá reinstaurar el Reino de Cristo entre los hombres... como quería el gran Papa San Pío X: instaurar todo en Cristo... nosotros somos los llamdos a peliar, si es necesario, por restaurar el orden temporal.
Por una Hispanoamerica Católica y Leal. Viva Cristo Rey!!!
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